15. Deseo Oscuro
Melisa permaneció callada y pensativa, no me importó. Bueno, sí a la vocecita de mi interior, pero los efectos de aquel beso aún perduraban, por lo que no era plenamente yo; mi corazón latía veloz y el estómago rugía pidiendo más. Si mi hermana no me hubiese detenido, no sé qué habría pasado ni hasta dónde habría llegado. Me sentía insaciable. Temblaba y tenía que luchar contra la sonrisa que se esmeraba en emerger. La oscuridad era menos oscura, los aullidos de los lobos junto a los ululares de los búhos se habían convertido en música para mis oídos. No tenía miedo ni ansiedad. Al contrario, de pronto, me recorrían las sensaciones de un hombre libre, capaz de comerse el mundo que lo aguardaba y al que todo le hacía gracia.
Ella se limitó a contemplarme.
Si bien, en primera instancia quiso culpar a Bernat, era evidente que su cerebro arrojaba nuevas deducciones.
—Quería entenderte —me justifiqué sonriente, sin abandonar mi nube de bienestar.
—Bien. Pues ya lo has hecho.
Hubo un nuevo silencio entre nosotros, supe que no me creía, mas seguía sin decir nada. Podría haberme golpeado, gritado o insultado; podría haber arrojado todos sus demonios contra mí. Cualquier cosa habría sido algo, pero Melisa tan solo lucía la decepción y aquello era demoledor. Me enojé.
—¿Tan malo es? —Crucé las piernas y estiré los brazos sobre el respaldo con algo de prepotencia. Ella siempre quiso saber, ¿no? Bien, tenía la verdad ante sí y estaba claro que no le agradaba en nada—. ¿Acaso tú no hiciste lo mismo?
Desvió la mirada y tragó saliva.
—Es diferente.
—¿Por qué? ¿Por que soy hombre?
—Porque me muero —espetó tajante—. Si no, jamás habría dejado que me tocara.
Me reí a pleno pulmón. Resistirse a Bernat nunca fue una opción y, de haberlo sido, Melisa no podía negarme lo mucho que le gustaba su «medicina». En cualquier caso, quiero creer que el que se reía no era yo. O quizá sí, quizá siempre fui un capullo, por más que me esforzara en ocultarlo.
—«Es un buen hombre, Marc» —la cité textualmente, imitando su voz.
Melisa suspiró hastiada y negó con la cabeza un par de veces.
—Este no eres tú. Hablaremos mañana, cuando se te hayan pasado los delirios.
—¿Que no soy yo? ¿Estás segura? ¿O es que no quieres ver la persona que soy? Prefieres engañarte a ti misma...
—¡No te atrevas! —me interrumpió de un grito.
Al momento, por alguna razón, me vine abajo. Quizá fuera por el dolor de su negativa o por la expresión de su gesto. Mis hombros se volvieron gachos, desvié la mirada y sentí un frío desesperanzador. Melisa percibió mi malestar y se sentó junto a mí como si el enfado se hubiera disuelto en la nada.
—Yo tampoco sé quién soy —confesé.
Luego, reposé la cabeza en su regazo, ella jugueteó con mis rizos. Fue un momento hermoso, digno de inmortalizar a través de una imagen o versos.
—Sé que no eres un déspota, Marc. —Su voz era como una nana, me relajaba. Le pasé el brazo por la cintura y me dejé llevar por una sensación hogareña—. Sin embargo, tanto sufrimiento no nos ha permitido mostrarnos el uno al otro. Supongo que ahora debemos volver a conocernos.
Apreté los labios. Deseé atravesar la puerta de nuestra recién abandonada casa, encender la vela de su mesita, mirar el reloj y tumbarme a leer a su lado. Ella adivinó mis pensamientos.
—O vivo o muero, pero lo que tenía no era vida para ninguno de los dos, en especial para ti. Siempre lo has sabido, ¿verdad?
Me enderecé. La solemnidad con que lo dijo fue hiriente, parecía que hubiera atravesado mi mente y hurgado en ella hasta dar con el rincón más recóndito. De hecho, yo también creí ver sus pensamientos. Vi sus ganas de huir, y no de Bernat, sino de mí. Yo era la causa de sus noches en vela, su carcelero, aquel que la mantenía presa. Verme de esa forma a través de sus ojos fue doloroso.
Ya no quedaba música a mi alrededor, ni risa. La noche volvió a ser cerrada y los aullidos de los lobos aterraron a los búhos, que alzaron el vuelo con gritos nocturnos sin importarles la lluvia torrencial que estaba cayendo.
Me sentí expuesto. Empezó a faltarme el aire y cedí a un impulso irracional que me instigaba a huir.
Abrí la puerta de la berlina. Pau, al percibir mis intenciones, detuvo a las yeguas y ellas respondieron con un inquieto relincho. No fue lo suficiente raudo como para frenar la fuerza de la inercia, por lo que, apenas pisé el suelo, mis pies se hundieron en el lodo y rodé a lo largo del camino.
—¿¡Marc, adónde vas!? —vociferó Melisa—. ¡Regresa!
Tanto ella como el cochero bajaron a por mí, pero me levanté y eché a correr, sin importarme el peso de mis ropas, los peligros que se ocultaban en la noche o la hostilidad de la tormenta.
Corrí con todas mis fuerzas hasta que, de pronto, choqué contra una silueta humana. Sin duda era Bernat, aunque parecía más grande, más feroz, y la oscuridad no me permitía distinguir su rostro, sí sus ojos fulgurantes.
—¿Qué haces aquí? Vuelve al carro —rugió.
Negué una y otra vez. Me aparté de él y atravesé el lateral del camino, perdiéndome entre la pineda. De repente, Bernat apareció a mi espalda, como salido de la nada, y me abrazó desde atrás a la par que me inmovilizaba.
Un rayo nos iluminó, el trueno consecuente no se hizo esperar. Me removí y forcejeé contra él, quería liberarme, pero su tacto, si bien era frío, me ofrecía un tipo de bienestar similar al de la calidez, como el agua fresca en los días de verano. Cedí a su presa.
—Ella lo sabe —murmuré abatido—. Ha descubierto mi deseo.
Sus brazos me rodearon con más intensidad y su cabello, empapado, cayó sobre mi hombro.
—Tu más oscuro deseo —reflexionó. Ante aquella mención, recordé que él también había inspeccionado mi mente. Me tensé e intenté forcejear de nuevo—. Dímelo, ¿cuál es?
No quería decirlo, cada vez que mi cabeza lo susurraba, mis otras voces se le abalanzaban encima para que no lo hiciera real. Era horrible. Empecé a llorar, a temblar, necesitaba que me soltara, sin embargo, la tensión de sus brazos no se aliviaba y la lluvia me golpeaba con furia.
—Dilo —reclamó Bernat.
—No...
—¡Dilo!
El nudo de mi garganta ardía opresor, no quería decirlo, pero retenerlo era tan doloroso... Finalmente, junto a los silbidos del viento, la gran verdad escapó de mis labios.
—¡Quiero que muera! —chillé.
Solo entonces, Bernat me liberó y yo caí de rodillas sobre la hierba húmeda.
De pronto, tuve la sensación de que regresaba la calma. La lluvia se detuvo y los rayos empezaron a distanciarse. Bernat se situó delante de mí y me tomó del mentón. Me vi reflejado en sus ojos violetas, mas la imagen que me mostraban era la de alguien puro e inocente. Alguien que no podía ser yo.
—Mentira —afirmó vehemente.
Lloré y me sostuve del pecho, pues parecía que el corazón fuera a salírseme.
—Lo he pensado tantas veces...
—¿Piensas que mi madre no deseó mi muerte? —confesó—. La deseaba tanto como yo mismo, o tanto como la llegó a desear tu hermana. Era un deseo lógico, empero, así sois los mortales: en lugar de escuchar vuestro interior, lo amordazáis y sobre compensáis por miedo al infierno, aunque, irónicamente, en vuestra negación, vais directos a él y arrastráis a los demás.
Yo amaba a mi hermana por encima de todo. ¿Cómo podía decirme algo así? Desearle la muerte a quien se quiere era y es antinatural, egoísta. Solo un ser despreciable podría llegar a hacerlo.
—Es mi hermana —sollocé—. La quiero.
—¿La quieres o te sientes en la obligación de quererla? —Aquel cuestionamiento me atravesó cual espada afilada, alcé la vista y retrocedí. Bernat, en cambio, extendió su mano y me ayudó a levantarme—. No digo que no la quieras, pero ¿hasta el punto de renunciar a tus sueños por negarte a dejarla ir? Forzar ese cariño te ha llevado a boicotear tanto tus anhelos como los suyos.
»Ahora ella estará bien, no dependeréis más el uno del otro, y, en lugar de alegrarte, te asustas. ¿Por qué?
Ojalá hubiese tenido una respuesta, sin embargo, me había convertido en la personificación de las contradicciones, nada tenía sentido. Me esmeraba en mantener a Melisa con vida pese a que, en el fondo, deseaba su muerte. Soñaba con el triunfo, con despojarme de las cadenas que suponían su enfermedad, en cambio, ante su mejoría, sentía pánico de perderla y, quizá, de ser libre. Ahora, ni siquiera sabía si mi amor por ella era real o algo que yo mismo me había impuesto. En tal caso, ¿eso lo hacía menos real? Nunca me sentí tan confuso: mis pensamientos eran un caos en los que prevalecían la culpa y el miedo a la misma. A su vez, y volviendo a mis contradicciones, me había quitado una gran carga de encima.
—Algunas personas se olvidan de «ser» por «ser lo que se espera de ellas» —añadió con voz hipnótica. Descubrí que su acento extraño me encantaba, porque invitaba a la reflexión—. Otras, temen al cambio por mucho que lo deseen y se aferran a lo conocido con todas sus fuerzas; luego estás tú, víctima de ambas premisas. Marc, nunca deseaste que Melisa muriera, tan solo querías el fin de vuestro sufrimiento. Era un pensamiento legítimo y nunca debiste avergonzarte ni luchar contra él. —Acto seguido, se acercó y me abrazó fuerte. Fue un abrazo sincero, el de un alma rota que intentaba reparar a otra. Me pregunté si él también habría sufrido y si su inmortalidad sería el castigo de no aceptar la muerte. Hasta que esa cercanía se tornó invasiva—. ¿Ahora me dirás cuáles son tus verdaderos deseos?
Me desprendí de su abrazo y retrocedí tembloroso. Me había confesado que quería mi alma. ¿Acaso yo mismo se la ofrecía sin ser consciente de ello? Entonces, escuchamos pasos a nuestro lado. Al abrigo de un árbol, Melisa nos observaba, iluminada por la tenue luz de un pequeño candil.
—Deberíamos volver —dijo.
Estaba chorreando, se le había deshecho el peinado y su voz sonaba quebrada. Nunca supe en qué momento llegó ni cuánto había escuchado.
Regresamos al carruaje en silencio, con el frío en los huesos y la humedad en los pies. Antes de que pudiera poner el primer pie en la berlina, sentí una especie de corriente helada. Me giré, entonces, distinguí la silueta de una pierna humana asomando tras los arbustos que crecían a los laterales de la calzada. Me pregunté si sería una rama gruesa y la intuición me gritó «¡no!»: recordé a los bandoleros que habían mencionado Pau y Bernat; observé al extraño y creí vislumbrar manchas de sangre en él. Recordé, también, cómo a la luz del rayo, en pleno viaje de sensaciones, había vislumbrado sangre en sus comisuras. Sangre. Me contemplé las manos, recordando la del músico, la lluvia se la había llevado. Las conexiones se activaron como por arte de magia: bandoleros asesinados, sangre en él, la sangre que ya no estaba en mí... pero sí en sus labios, que sabían a música.
Las noches de enero siempre son largas, por eso, el sol aún no llamaba al horizonte cuando llegamos a la fonda, pocos minutos después. Ya en nuestro aposento, Melisa y yo nos desvestimos sin intercambiar palabras ni miradas. Al colgar mi levita sobre el respaldo de una silla vieja, descubrí la nota de Robert y la leí a la luz del candelabro de la mesilla.
«Reúnete conmigo mañana a las cuatro de la tarde, en la parroquia de Santa María. Te explicaré quién es realmente Bernat Puigdomènech».
No estaba en posición de traicionar a Bernat, no sin conocer sus verdaderos planes ni pasando por alto la seguridad de Melisa. Debía confirmar mis sospechas, sonsacarle información. Necesitaba saber si todas aquellas sombras que veía en él eran reales, si el terror que me producía estaba justificado. Robert parecía ser conocedor del misterio, aunque confiar en él era una aberración.
—¿Qué es eso? —me preguntó mi hermana sin ninguna gana.
—Nada importante. Descansemos.
Me metí bajo sus mantas, pues era habitual que durmiéramos juntos. Ella se crispó al sentir mi peso sobre el colchón. Me dio la espalda y yo hice lo mismo, durmiendo todo lo separados que la cama individual nos permitía. Ya no éramos dos hermanos que se amaban y que cuidaban, a su manera, el uno del otro. Ahora éramos dos extraños y teníamos que asumirlo.
El frío de aquella estancia debía de ser cortante, pues cuando Pau hablaba, el aliento se condensaba formando pequeñas nubes de vaho. Además, temblaba y se frotaba las manos. Sin embargo, mantuvo su gracia habitual y se sentó en el sillón, ajeno a las ropas húmedas y sin despojarse del sombrero, cuya copa se había desfigurado.
—¿Qué tal están los niños? —preguntó Bernat, con serenidad.
—Durmiendo. Los he dejado en la habitación para no despertarlos. Seguirte el ritmo nos va a pasar factura a todos. —Encendió la pipa y observó, meditabundo, el humo que surgía de ella—. Tenemos que hablar, Berni. Esto se te está yendo de las manos.
—El sol no tardará en salir —quiso zanjar Bernat, mas Pau no se inmutó, no lo haría sin soltar un sermón, algo que detestaba—. La apuesta fue idea tuya. Debiste pensar en las consecuencias.
—¡A la mierda la apuesta! No podemos ir dejando cadáveres bajo la alfombra. Controla a la fiera. Si es necesario, rompe la apuesta y somete al chico, pero no podemos echarlo todo a perder.
Los bandoleros tenían almas pesadas y sueños oscuros, habían dejado en él una furia desmedida, por lo que tuvo que hacer un gran acopio con tal de sobreponerse a su esencia y mantener la calma.
—No voy a someter al muchacho. Se entregará a mí, me desea.
—¿Existe alguien que no lo haga? —mencionó Pau, seductor. Luego, dio una larga calada y volvió a su pose condescendiente—. Desea lo que le ofreces, que no es lo mismo.
—Me desea a mí —insistió Bernat. Se encaminó hacia el cochero, sinuoso, le arrebató la pipa de los labios y con sendas manos en los brazos del asiento, lo miró escrutador a los ojos—. La apuesta sigue en pie.
Pau caviló para sus adentros. Finalmente, carraspeó, recuperó la pipa de un simple gesto y, tras otra calada, le arrojó el humo a la cara.
—Bien, pues date prisa, porque los términos han cambiado: a la próxima víctima, pierdes. Los niños cuentan. —Se puso en pie y agarró un pequeño bisturí—. Ahora siéntate, vamos a jugar a los médicos.
Nota de autora:
Cada vez que escribo una historia me propongo un reto. Con esta, dicho reto fue "no recortar", así que esta escena la dejé completa. En realidad, formaba parte del capítulo anterior, pero me pareció lo bastante importante como para tener su propio espacio.
Me gustaría saber qué opináis del deseo de Marc. ¿Estáis con Bernat o consideráis que eso sí le convierte en mala persona? Si lo tuvierais delante, ¿qué le diríais?
Os mando un abrazo y mucha, muchísima fuerza para pasar la semana. Gracias <3
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