14.Más que sombras
El paso de los años siempre arroja nuevas perspectivas a nuestras vivencias. Por esa razón, cuando miro atrás y vuelvo a aquellos días, no puedo evitar replantearme mis devenires. Admitir los sentimientos que albergaba hacia Bernat resultaba, cuanto menos, complicado: primero, no eran fáciles de descifrar. Bien pudiera haber sido deseo, confusión, enamoramiento juvenil... A la par, debía convivir con las sensaciones negativas que producía en mí: miedo, incertidumbre... pecado. Ante tal descontrol, mi raciocinio cayó en varias trampas de las cuales creo que fui partícipe. Aquella ocasión fue una de las más claras, porque, de pronto, la noche se volvió más oscura y de los árboles del jardín no quedó más distinción que un fino fulgor que bailaba entre las ramas.
No sabía exactamente qué estaba viendo, la negrura tan solo dejaba entrever las formas, pero había alguien allí, un cuerpo sombrío inclinado sobre otro inerte. La sensación que percibí fue la de una fiera devorando a su presa, una fiera que tenía complexión humana y cabello largo. Ignorando la nota de Robert, retrocedí un paso tras otro sin dejar de escuchar los gemidos a los que se sumaba una especie de gorgoteo, como el que se puede hacer al beber directamente del cuello de una botella. Entonces, sin querer, pisé una rama seca que crepitó al instante.
Gemidos y gorgoteo fueron sustituidos por un rugido de advertencia. Acto seguido, la figura sombría saltó a toda prisa hasta el ramaje y luego atravesó la cerca de la mansión.
No tardé en reaccionar, y no porque no me sorprendiera, sino porque el que la criatura huyera me aportó alivio. Raudo, me acerqué y tanteé el terreno hasta dar con la víctima.
—¿Estás bien? —pregunté.
Su respuesta fue un débil sollozo. Robert, quien había aguardado el momento oportuno, se arrimó con un fósforo en la mano. Ver a un ser extraño saltar una cerca en plena noche, dejando a una víctima tras de sí, era aterrador, aun así, me incomodaba mucho más tener a aquel individuo a mi vera y en posición cómplice. Sí, acababa de presenciar algo, a todas luces, sobrenatural, no obstante, el terror que debía sentir se daba por entendido; un miedo inevitable, rozando, en ocasiones, lo irracional; Robert, en cambio, era real, de la misma forma en que lo eran sus fechorías. Siempre supe que los humanos somos peores que cualquier monstruo de pesadilla y el putero era la prueba de ello.
A la luz de la lumbre visualicé a un joven semi inconsciente. La pequeña flama iluminaba por partes a medida que Robert la desplazaba de arriba abajo. Distinguí un cabello castaño y ondulado, y que su edad era similar a la mía.
—Te advertí que era un demonio —repuso el putero—. ¿Has visto lo que le ha hecho? —Se agachó junto al joven y prendió otra cerilla—. Tú serás el siguiente.
—Bernat no tiene nada que ver con esto. —Intenté ayudar al muchacho a volver en sí, aunque no hubo manera, así que lo alcé, pasando su brazo sobre mi espalda y sujetándolo, a la vez, de la cintura. Gimió a mi oído y no tardó en sobrevenirme la pestilencia etílica que surgía de su boca—. Está borracho.
—Una cosa no quita la otra. ¿Vas a negar lo que has visto?
El viento sopló y un rayo lejano iluminó el horizonte más allá de las montañas de Montserrat. Yo también había bebido, quizá aquella era la causa para lo que creía haber visto, pese a que Robert se reía a mi lado. «No hay peor ciego que el que no quiere ver», decía. El joven estaba vivo. A simple vista, no aprecié rastros de ninguna agresión.
—Muy bien, esperaré a que lo descubras por ti mismo —espetó al fin—. No quiero que me vean junto a un cadáver.
—No está muerto —repliqué.
—Aún, pero no me quedaré a averiguar cuánto dura.
Se marchó al salón y yo llevé al joven a la estancia que Bernat me había mostrado. Allí, gracias a la penumbra de los candelabros, comprobé que aquella víctima y yo teníamos rasgos similares, por sus ropas deduje que formaba parte de la orquesta. Lo estiré sobre el sofá, le quité los zapatos y me propuse aflojarle el cuello de la camisa, fue entonces cuando descubrí que la camisa ya estaba abierta. En ella lucía una gran mancha parda que, hasta el momento, había permanecido oculta bajo el frac. El origen era una herida en el pecho, profunda y cercana al corazón, de cuya hendidura surgía un reguerillo de sangre. Me asusté al ver que mis manos se habían impregnado de dicha sustancia.
—¿Quién te ha hecho esto? —pregunté. No obtuve respuesta.
Tomé el primer trapo que encontré, un sobre mantel de ganchillo, y presioné con fuerza con tal de detener la hemorragia. Debía pedir ayuda, pero ¿y si me acusaban? Un joven huérfano con las manos sucias de sangre tras haber estado, a solas, conmigo. No existía forma de salir indemne de aquello.
De pronto, todo me daba vueltas. Sentí el mareo latente y las ganas incontrolables de darle cuerda al reloj.
—Es maravilloso —deliró el chico. Estaba pálido, había perdido mucha sangre, aun así, su expresión derrochaba éxtasis y parecía estar disfrutando de las últimas oleadas de un orgasmo.
—Claro —ironicé. Apreté fuerte, tanto que debí hacerle daño, sin embargo, no se quejó, sino que cerró los ojos y todos sus músculos se relajaron—. Esa herida... ¿Cómo te la has hecho?
—¿Qué herida? —me preguntó sin apenas mover los labios.
El muchacho no era consciente de cómo, dónde ni con quién estaba. Podría haber sido por la bebida, aunque más bien me recordó a una persona hechizada, carente de voluntad y con los pies entre dos barrios. Necesitaba ayuda urgente. Entonces, se me ocurrió una gran estupidez.
—Te clavaste una rama. —Lo afirmé con tal seguridad que al joven ausente le hubiera sido imposible contradecirme.
—Me clavé una rama —repitió obediente. Finalmente, perdió el conocimiento.
Ya con coartada provisional, salí en busca de refuerzos, aunque no sabía a quién recurrir, pues todo el mundo parecía estar enfrascado en alguna conversación. Aristócratas y burgueses debatían acerca de sus riquezas y vicios a la par que planeaban cómo enfrentarse económicamente a la guerra que se acercaba y de cómo los obreros cada vez les generaban más dolores de cabeza. Al final de la sala vislumbré a Melisa, sentada y con la mejilla apoyada sobre la palma de su mano. A su lado descansaba el hermanastro de Bernat y, tras ellos, Pau, en una pose que bailaba entre la supervisión y lo servil. Fui hacia este último y, tras apartarlo, le conté lo sucedido, a excepción de la presencia de Robert. Aquello, de forma ilógica, me lo guardé para mí mismo.
—Será mejor que nos vayamos —comentó precavido. Tomó mis manos, cubriéndolas en parte y dándome a entender que no era buena idea pasear aquellas manchas por el salón—. Aquí hay demasiada gente importante, no debemos exponernos.
—No, no podemos irnos. —Si nos íbamos sin decir nada, aquel joven estaría condenado.
—Nos vamos —insistió Bernat, a mi espalda. Escuchar su voz hizo que me sobresaltara. Ante mi nerviosismo, me sujetó de los hombros, como si así pudiera hacer que el mundo dejara de girar en derredor. Luego, puso una servilleta en mi mano y mencionó flojito y en voz melosa— La burguesía catalana es un nido de buitres. Si no encuentran otra respuesta, tú serás su blanco. —Se apartó un poco y nos pidió que le esperásemos fuera: él se ocuparía de todo.
Recé porque ese «todo» incluyese salvarle la vida al músico, mas no lograba apartar las sospechas de mi mente. Esa fue otra de aquellas ocasiones en las que el corazón le hacía trampas a la razón.
Melisa, por su parte, se puso en pie tan rápido como supo que debíamos irnos, como si se sintiera liberada del impresentable que tenía al lado. Quizá aquella noche fuera injusto llamarle así, no hizo nada que nos resultara molesto más que su encuentro con Bernat.
Una vez fuera, el frío nos recibió hiriente, con los aullidos del viento y las primeras gotas de una tormenta no muy lejana. Me encogí dentro de la levita y froté mis manos para después bufar sobre ellas. Por su parte, Melisa también parecía tener frío, pues se envolvió en la capa de lana, mientras que sus hálitos se entremezclaban con las nubes de tabaco que arrojaba el cochero. Los dos conversaban entre susurros. Bernat no me contaba nada y, en un día, Melisa sabía mucho más que yo e incluso colaboraba con ellos.
—¿Por qué soy el único que no tiene ni idea de nada? —exigí de pronto y sin venir a colación. Ambos detuvieron la conversa y me observaron con fijeza, a lo que me sentí empequeñecido—. Estoy harto de que me mantengáis al margen —confesé con tristeza.
Melisa hizo una mueca de desagrado y adquirió una pose altiva.
—Y dime, ¿qué se siente cuando todo el mundo te deja fuera de sus planes? Porque así es cómo me has estado tratando estos últimos años.
Pau carraspeó y se acercó al corcel de Bernat para asegurar el asiento, como si quisiera mantenerse alejado de nosotros.
Me sentí avergonzado y dolido, porque recién descubría que mi hermana albergaba rencor hacia mí. Sí, le oculté cosas y siempre la mantuve en la incertidumbre, pero cada día con ella podía ser el último y no quería que abandonara el mundo sabiendo que su hermano nadaba en un mar de pecado, rumbo al infierno. Melisa era un ser puro y yo debía protegerla de la verdad; ella, en cambio, buscaba dañarme.
Me masajeé la frente y desvié mi mirada a la entrada de la mansión. De forma paulatina, algunos invitados comenzaron a abandonar la fiesta bajo una lluvia cada vez más abundante. Bernat no estaba entre ellos.
—No me vas a contar nada —afirmé con la voz quebrada.
—No he dicho eso. —Se acercó y me enmarcó entre sus manos, que ardían. Pese a que la oscuridad se cerraba en torno nuestro, sus ojos estaban envueltos por una cortina brillante—. Solo quiero que entiendas lo que duele. Les voy a ayudar, aunque todavía he de decidir hasta qué punto. Cuando así sea, te lo diré.
Un rayo nos iluminó y a los pocos segundos rugió un trueno.
Melisa me mantenía en la incertidumbre y eso dolía, estaba realizando pactos a mis espaldas. Yo había hipotecado mi vida por ella, ¿no era justo que dejara de ocultarme cosas?
—No me dejes fuera —espeté—. Tienes que contarme qué te han propuesto. ¡Te lo exijo!
La luz de su mirada se desvaneció y su expresión se convirtió en la personificación de la ira.
—¡Tú no puedes exigirme nada, hermanito!
Me sentí impotente, rabioso y avergonzado por mi arrebato, todo a la vez. La respiración se me apresuró y busqué el reloj en mi bolsillo. Debido a los nervios y al frío, me tembló el pulso y el tótem cayó al suelo junto a la nota de Robert. Rápido, la guardé de nuevo antes de que se la llevara el viento.
Melisa se agachó ante mí y sostuvo mis manos entre las suyas.
—Escucha, no te dejaré al margen, solo quiero tiempo, ¿vale? —Me abrazó fuerte y me cubrió de besos húmedos por la lluvia hasta que me sintió más relajado.
—Voy a perderte —sollocé—. Quieren alejarte de mí...
—Marc —nos interrumpió el cochero—. Nadie va a robarte a tu hermana, pero has de dejar de sobreprotegerla y querer llevar las riendas de su vida. Si no, será ella quien se aparte de ti.
Melisa lo observó agradecida y me estrujó de nuevo entre sus brazos.
—Te amo —me dijo al oído—. Eso no cambiará nunca.
Bernat llegó justo después, algo alborotado, con el cabello ondeando al aire y asegurando que se había ocupado de todo. Se subió a su corcel y Pau espoleó a las yeguas.
Las gotas caían furiosas sobre el techo del carruaje. No quedaba ni un ápice de luz, algo que detestaba y a lo que intentaba enfrentar cerrando los ojos. Melisa seguía dormida, estirada a lo largo del asiento como si estuviera en su propia cama. No podía verla, pero sí sentir el calor que emanaba de su cuerpo y escuchar su respiración acompasada.
Debíamos estar a punto de llegar cuando escuché un fuerte relincho y la voz de Bernat alertando a Pau.
—Bandoleros —gritó, intentando sobreponerse a los sonidos de la tormenta que nos perseguía. Me removí incómodo en el asiento.
—Me alegro mucho por ti, querido Berni. Así tendrás la fiesta completa —respondía Pau con sorna.
No me pareció que Bernat se riera de vuelta. De hecho, incluso me sonó molesto.
—Esperaremos a que se vayan. Por hoy ya está bien.
¿Ya estaba bien de qué? Me mantuve en silencio con intención de espiar, pero mi supuesto ángel guardián abrió la puerta y se sentó junto a mí, empapando el asiento. También entró Pau, sacudió el sombrero y lo dejó en el suelo.
—¿Cómo se encuentra tu hermana? —preguntó el cochero.
—Mírala —contesté seco. Melisa había caído dormida tan pronto como iniciamos el trote, y yo estaba convencido de que la causa era su enfermedad. La agité un poco y ella emitió un gruñido—. Creo que tiene fiebre.
Pau comprobó que lo que decía era cierto. La ayudó a enderezarse, sujetándola con ambos brazos, y la despertó. Melisa apenas respondió, aunque sí emitió un pequeño quejido. Recuerdo que pensé en que aquella era la Melisa que yo conocía, a la que me había acostumbrado, nada que ver con la que montaba a caballo, guardaba secretos y urdía planes a mis espaldas.
—Berni, si te encargas de lo que ya sabes, llegaremos en menos de veinte minutos y podremos probar aquello de lo que hablamos.
—No... —sollozó ella.
—¿A qué os referís? —interrogué yo. Sin embargo, me vi ignorado de nuevo, aunque no necesité palabras, pues si bien no sabía qué era «aquello», sí sabía que hablaban de su cura, o de su tratamiento—. Tienes que hacerlo, me dijiste que lo harías.
Ambos se miraron entre ellos, indecisos. Entendí que sus dudas radicaban, sobre todo, en mi reacción. Temían que los celos me poseyeran y me asediara una nueva rabieta. Tomé a Bernat de la mejilla y lo besé con delicadeza sin importarme que el cochero estuviera al lado.
—Por favor.
Bernat se inclinó sobre ella, que estaba en brazos de Pau, y la besó. Mi hermana abrió los ojos, lo agarró de la nuca y empezó a gemir como en las ocasiones anteriores, a la par que Bernat intentaba liberarse de su presa. Esta vez no sentí celos ni repulsión, sino curiosidad. Quería saber por qué producía aquello en ella, así que contemplé sin apartar la mirada ni un solo instante. De súbito, presencié un gesto inusual y molesto: Pau sujetó la mano de Melisa y le susurró algo que hizo que ella se separara, luchando contra sí misma. Bernat también estaba desconcertado ante aquello y ahí vi mi oportunidad de averiguar qué droga ocultaba el extraño entre sus labios. Me abalancé sobre él sin siquiera preguntar.
—Marc, no —pidió Melisa.
La ignoré. Bernat forcejeó, pero al final se rindió a mi beso y nuestras lenguas se encontraron en un roce lúbrico en el que descubrí un néctar metálico, dulzón y apetitoso. Lo saboreé con saña, descubrí que podía beber de él. A medida que entraba en mí, una oleada de sensaciones únicas se apoderaba de mis sentidos. Escuché música, vi música, toqué música; las notas de una orquesta acompañaban a nuestro beso, una vida naciente de lujos y paz. Sentí unas inmensas ganas de soñar y una dicha única y sobrecogedora, ávida de libertad. La saliva de Bernat, o lo que ocultaba en ella, era una droga que me trasportaba al jardín del Edén.
—¡Detente, Marc! —gritaba Melisa. Su voz no era más que una leve interferencia ante la orquesta mágica que habitaba en mí. Necesitaba seguir experimentando esa sensación y bebí con más fuerza, jadeé y me retorcí lujurioso mientras aquella sustancia me conducía hacia el éxtasis. Bernat se mostró inquieto, mas no forcejeó como le viera hacer con mi hermana—. ¡Marc! —En esta ocasión, Melisa me separó a la fuerza y me arreó un guantazo que hizo silbar al aire. Me sentí extenuado, jadeante y desubicado. Quería más, a la vez, el peso de la realidad llegó con la fuerza de un tsunami—. ¡Tú no eres así! —me reprochó entre lágrimas. Luego, quiso golpear a Bernat, pero Pau la sujetó mientras yo intentaba recuperar el aliento. Había besado a otro hombre delante de ella.
—Lo siento —acerté a decir.
Melisa lloró desconsolada y me abrazó fuerte.
—No es tu culpa, ha sido él. —Señaló a Bernat y lo miró con un odio ardiente—. ¡Maldito! Mantén las distancias de mi hermano, él no es como tú ni lo será nunca.
Pau carraspeó, creo que para disimular, y Bernat, aún confuso, salió de la berlina.
—¿Adónde vas? —preguntó el cochero.
Un rayo iluminó a mi benefactor y vislumbré un riachuelo de sangre asomando a su comisura. Se limpió con la manga y contestó con la voz ronca:
—A ocuparme de los bandoleros. Volved a la fonda.
Montó su caballo y se perdió bajo la lluvia. Entretanto, yo acariciaba mis labios ante la mirada inquisidora de Melisa.
Un abrazo y, como siempre, gracias por leerme.
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