10. Cosas de hermanos


Soy consciente de que cometí errores, pero casi siempre lograba mantenerlos a raya e impedir que me afectasen más de lo normal. Sin embargo, aquel día de enero que había empezado como una ilusión a la que aferrarse, terminaba de forma espeluznante y yo estaba a punto de perder la cabeza después de todo lo acontecido.

—Ábreme, por favor —rogaba mi hermana.

No quería verla, ni a ella ni a nadie. El universo se burlaba de mí y yo ya estaba agotado. Me ahogaba. Me hubiera gustado sobreponerme, ser fuerte, siempre creí que lo era, pero después de todo ahí estaba: al borde del colapso, arrinconado en el suelo y dándole cuerda a mi reloj de bolsillo mientras evitaba pensar en lo desagradable de toda la situación. Era inútil. Cuanto más intentaba apartar esos pensamientos de mi cabeza, más fuerte se pronunciaban y yo más cuerda le daba al reloj.

—Marc, necesito verte. Abre... —insistió Melisa.

—¡Largo!

—¡Está bien! ¿Quieres comportarte como un niño malcriado? Adelante. Le diré a Bernat que venga él y te saque a rastras.

No podía consentir que hiciera aquello, Bernat era la última persona a la que quería ver. Un segundo junto a él era suficiente para arrollar con mi cordura. Me puse en pie y la dejé pasar, aunque sin mirarla. Quiso abrazarme; yo la aparté con un gesto brusco para volver a resguardarme en mi trinchera.

—Marc, escucha, no sé qué pasó. —Me sujetó de las sienes y sopló sobre mis ojos. Los abrí molesto. Melisa me miraba con confusión, como si no entendiera a qué venía mi enfado. Minutos antes se debatía entre la vida y la muerte, ahora estaba sana y yo andaba montando una escena—. Marc, yo... —prosiguió—, siento que hayas tenido que ver lo que viste, pero mírame, estoy bien. Funciona.

—Funciona, eso es lo único que importa... —murmuré.

En cuanto se sentó a mi lado, me embriagó un aroma a flores silvestres que hizo que me relajara. Se había bañado y parecía feliz. Lucía un vestido nuevo, azul marino de textura delicada, y su cabello se entrelazaba en una corona adornada con flores secas.

—Estás preciosa, pareces una princesa —confesé.

Yo, en cambio, llevaba dos días con las mismas ropas, que olían a caballo y a saber qué más. El tono de mi piel se ocultaba bajo la suciedad y mi pose nerviosa me hacía parecer un demente. A pesar de ello, Melisa sonrió y me besó en la mejilla.

—¿Eso te convierte en príncipe? —Reclinó la cabeza sobre mi hombro y me cogió de la mano—. Te quiero, ¿lo sabes?

Asentí ausente.

No me atreví a preguntarle por sus vestimentas porque no quería romper el momento, de la misma forma en que ella no me preguntó nada a mí. Lo bueno de nuestra relación era que no necesitábamos hablar para comunicarnos: nuestras miradas hablaban por sí solas y los silencios gritaban secretos, aunque sus silencios pesaban más por el miedo a saber que por el respeto a la intimidad. Las preguntas que se amontonaban entre sus labios tarde o temprano serían liberadas. Yo lo sabía.

Pasado algún tiempo, Bernat llamó dos veces. Su presencia me arrebató la paz y volví a visualizar todo lo acontecido: él buscando mis besos; él besando a Melisa; él amando a Marieta. Sentí asco. Me levanté de golpe, lo que dejó aturdida a Melisa, y le di un puñetazo a la puerta con todas mis fuerzas.

—¡Vete!

—No le hables así, Marc... —me reprochó mi hermana.

Sin mi consentimiento, le abrió, mas yo impedí que lo hiciera del todo. A través de la ranura podía verlo serio, bello y terrible. Sus ojos volvían a ser humanos y sus facciones se mostraban relajadas, nada que ver con la versión exaltada que me había mostrado tras nuestro beso.

—Preparaos, no tardaremos en irnos.

Dio media vuelta y se perdió escaleras abajo. Melisa me contempló sin saber qué decir. Era yo quien la había arrastrado a aquel viaje junto a Bernat y, por si fuera poco, se lo había vendido de la mejor de las maneras. No menos importante: ella había encontrado su cura, algo que le daba fuerzas para andar, para vivir. Que le daba esperanza. Sus dudas y el desconcierto estaban más que justificados. Melisa apenas podía ver la punta del iceberg. Aun así, sin saberlo, era la culpable de todo.

—Deberías bañarte antes de partir, Marc. Le pediré tiempo a Bernat y hablaré con Griselda.

Se marchó de la habitación y me quedé a solas con mis demonios internos, observando la lámpara que permanecía encendida y el reloj que se negaba a dar la hora. Quizá, lo del baño, no era mala idea.


A través de la bruma, alcancé a intuir que la estancia que dedicaban al baño era amplia, con un aguamanil de cerámica, un lavadero de roca y una tina tallada en madera barnizada.

—Griselda —la interrumpí, antes de que me dejara a solas—. ¿Marieta se encuentra bien?

La sirvienta se detuvo en seco.

—Sí, claro, está en el jardín, cuidando de las raíces —resolvió.

Cerró la puerta y me quedé allí, con la única compañía de dos candelabros cuyas llamas, a través del vaho, parecían manchurrones ambarinos.

Mientras metía el primer pie en el agua, pensé de nuevo en las palabras de la sirvienta: la noche no parecía el momento adecuado para escarbar tierra, ¿sería una excusa para cepillarse a Bernat? Deseé que se la llevaran los lobos. Una parte de mí hubiera querido escuchar que Marieta estaba enferma, moribunda. No me enorgullecía de esos pensamientos, no eran de buen cristiano ni mucho menos de una buena persona. Quisiera creer que no había maldad en ellos, pues tan solo buscaba una explicación inocente para lo que mis ojos habían visto —o de eso quise convencerme—. Pero no: Marieta, al final, me había engañado con su falsa inocencia y Bernat con sus estúpidos ánimos, y lo peor: no podía atribuir mi rabia a los celos, sino al orgullo, dado que aquella muchacha no me interesaba de un modo romántico. Todo era un castigo que yo mismo me había ganado por no complacer al extraño; un castigo que, por alguna razón, me quemaba y sacaba la peor versión de mí mismo.

El agua ardía, lo que me era agradable. La suciedad abandonaba mi cuerpo y, si ocultaba la cabeza, podía escuchar distintos sonidos que acallaban mi mente. Aguanté la respiración y disfruté de esos segundos de paz hasta que unos brazos tiraron de mí hacia fuera. Melisa aguardaba con pose tensa, como disgustada, y con sus ojos castaños colmados de dudas.

—¿No tengo derecho a un minuto de paz? —me quejé, aun sin haber recuperado el aliento.

—¿Y yo? Antes de subirnos al carruaje tenemos que aclarar algunas cosas, Marc. Estoy cansada de tanto secreto.

No entendí el cambio repentino. ¿Qué la había llevado a querer interrogarme así, de pronto y sin avisar? Era como si alguien la hubiera envenenado en mi contra.

Cogió la esponja y empezó a pasarla por mi espalda a la par que realizaba una pregunta tras otra.

—¿Cómo lo conociste?

—Me lo presentaron.

—¿Quién?

—Un conocido, ¿importa?

—¿Robert?

—Puede.

La esponja se detuvo detrás de mi cuello. Luego, Melisa pasó el dedo por ese mismo punto, y por algunos más. La escuché tragar saliva y sollozar.

—¿Qué significa eso? —pronunció temerosa.

Tardé unos segundos en adivinar a qué se refería. Ladeé un poco la cabeza y alcancé a ver la marca de un mordisco y los restos de un arañazo que el cliente de Robert había dejado durante nuestro encuentro.

—Una pelea, no te preocupes. El otro salió peor parado.

Si bien no parecía conforme con la respuesta, asintió y continuó frotando. Le temblaba la mano al hacerlo, pero el agua estaba cálida, por lo que el frío no era la causa.

—He estado hablando con Pau. —Su voz sonaba con un deje de pena e impotencia, como si se esforzara en no llorar—. Es un buen hombre. Esta noche iremos a Capellades, pero aún nos queda camino por hacer. También dice que probaremos algo distinto... Bernat no quiere volver a... —Se mordió los labios, seguro, al evocar el beso, y yo volví a sumergirme bajo el agua—. Da igual, en cualquier caso, necesito saber qué tratos tienes con él. Quiero saberlo todo, tengo derecho.

Me vi acorralado por la situación, como un gato encerrado en una cajita. De pronto, dejé de ser yo para convertirme en miedo, dolor, en incertidumbre.

—¿Derecho? —exclamé fuera de mí—. ¿Y yo no tengo derecho a callar lo que no quiero contar? Sigue jugando a estar sana, a ponerte vestiditos y ser una buena damisela. Desaparece de mi vista, ¡quiero estar solo!

El guantazo que me dio fue escandaloso pero merecido.

—No vuelvas a hablarme en ese tono.

La ira ardió en sus ojos, incluso pensé que, de haber querido, podría haberme eliminado en un parpadeo. Jamás quise ser cruel ni desagradable con ella, sin embargo, ¿qué podía decirle? Ni siquiera yo conocía los tratos que tenía con Bernat. Todo cuánto sabía era que iba a curarla de verdad, sin los asquerosos tratamientos de un día.

Entonces comprendí lo que había trataba de decirme: Bernat se había negado a darle su tratamiento y los efectos de lo que quiera que hiciese eran efímeros. Todo por mi culpa.

—Melisa, lo siento. No quería hablarte así. Lo arreglaré con Bernat, le convenceré.

—¿No lo entiendes? Marc, ¡no sé nada de ti! Solo que sufres, que regresas con heridas, marcas y relojes, y nunca puedo estar por ti y he de fingir que me creo tus sonrisas, pero hoy sí. Marc, mírame, hoy estoy aquí, y no saber qué está pasando me mata más que mi enfermedad.

Sus ojos se hicieron agua y se acercó para abrazarme. Mi primer impulso fue empujarla para evitar que se empapara, cosa que no pareció importarle. Se arrimó de nuevo y me abrazó, las mangas del vestido se humedecieron y el agua salpicó fuera de la tina. Finalmente, cedí a su contacto.

—Todo está bien, Melisa, no hay nada de lo que debas preocuparte, si fuera así te lo diría. Y lo de Bernat lo arreglaré, juro que lo arreglaré.

—Si hay algo que me duele más que tus secretos, son tus mentiras.

Salió de allí entre sollozos, sin darme derecho a réplica. Lo que ella no sabía era que, si bien mis mentiras le dolían más que mis silencios, las verdades la destruirían por completo.

No quise pensar en nuestra riña, mi prioridad era reconciliarme con Bernat y lograr que le devolviera el tratamiento. No importaba lo de Marieta; no importaba que me hubiera utilizado ni que pareciera que mi hermana quisiera follárselo; solo importaba que Bernat no se echara atrás. Debía mostrarle que me tenía a su merced.

Tras el baño bajé al salón, ensayando en mi mente qué palabras decirle para llevarlo a mi terreno. Cuando llegué, solo algunas velas iluminaban la estancia. Bernat se sentaba en un sillón orejero frente a la chimenea, con las piernas cruzadas y reclinado hacia atrás en una pose muy elegante. El cabello canoso caía sobre sus hombros y se masajeaba el labio inferior como si estuviera pensando en algo. A su lado, Pau daba largas caladas a su pipa mientras que Montserrat, de brazos cruzados, permanecía ante ambos.

—Todo esto es por la maldita fábrica —les abroncaba la señora—. ¿Hijo, por qué no puedes conformarte con lo que tienes?

—Madre, ¿usted me habla a mí de conformismo después de tres matrimonios? —Se puso en pie y su voz me recordó al rugido de un león—. Quiero lo que me corresponde por derecho. El Molino Viejo se habría ido a la ruina de no ser por nuestra ayuda, esa joven es la clave para recuperarlo.

—¿Mi hermana? —les interrumpí.

Sin pretenderlo, me convertí en el centro de todas las miradas. Tragué saliva con incomodidad y centré mi vista en las baldosas que se hallaban a mis pies. No tenía claro si había llegado en el momento oportuno o en el más inoportuno de todos, no obstante, su silencio fue mi respuesta.

—Nos vamos —replicó Bernat a su madre.

—¿Qué quieres de Melisa? —insistí.

—Nada de lo que te debas preocupar. Dijiste que estabas dispuesto a todo, ¿no?

Empecé a darle vueltas a la cuerda de mi reloj, no era justo. No me daba respuestas, me dejaba hacer con ciega confianza, a la vez, sin ninguna. Además, si el trato no era conmigo, ¿no debería saber Melisa qué se le iba a pedir? La cosa era distinta cuando pensaba que era yo quien debía pagar.

—No iremos contigo. Haces trampas y eso no está bien —me atreví a reclamar—. No puedo confiar en ti.

Enarcó las cejas y se mordió el labio, lo que a traición me hizo evocar nuestro encuentro y aún me sentí más incómodo. Hubo tensión en el ambiente: él y yo, sumidos en un duelo visual; Pau, cuya pipa no ocultaba la intensidad con la que nos observaba ni la curvatura de sus comisuras; y Montserrat, que parecía querer perdernos de vista cuanto antes.

—Mi abuela siempre decía que las visitas son como el pescado —habló la mujer—. Un día están bien, pero a lo poco empiezan a apestar. Os iréis con él si no queréis que os eche a los lobos u os utilice para adobar campos.

No supe qué replicar, pues aquella mujer daba mucho miedo. Había algo extraño en ella, igual que en su hijo, pero a la vez distinto. Bernat se aproximó a mí y me tomó de la cintura para llevarme afuera. Sentirlo tan cercano me dio escalofríos, aunque mentiría si no dijera que también me calmó. Era extraño: a pesar del terror, del odio, a pesar de ser un maldito indeseable, a su lado sentía que nadie más podía dañarme. Exhalé despacio.

—Ella es todo lo que tengo —rogué en un susurro.

—Eso no es cierto. Eres un joven atractivo, sano y con una vida por delante. ¿No crees que tu hermana también tiene derecho a tener esas cosas?

Sus ojos se desviaron hacia las escaleras. Melisa nos contemplaba con una mueca de sorpresa y disgusto, entendí que no le gustó ver aquella cercanía entre Bernat y yo. Por suerte, su semblante se relajó al dirigirse al cochero.

—¿No teníais tanta prisa? Ya deberíamos estar de camino.




Nota de autora: 

¡Feliz fin de semana! Creí que no podría publicar hoy, pero por suerte tenía el borrador de este capítulo. 

¿Qué os ha parecido? Supongo que falto de acción, pero en esta historia quiero darle su espacio a los personajes y sentía la necesidad de mostrar un poquito el sufrimiento de Melisa por saber que su hermano le oculta cosas.  

Creo que Marc está a punto de sufrir un trauma, pobre.

¿Para qué creéis que quiere Bernat a su hermana? ¿Tenéis alguna teoría? 

Como siempre, muchísimas gracias por acompañarme en este viaje. Es muy lindo contar con vuestro apoyo. 



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