Flourish y Blotts
Allí encontró Mayette a su madre y hermanos, en la cola para conseguir los libros de Lockhart, y sus autógrafos, ya de paso. A ella no le interesaban realmente ninguno de los dos. Lockhart le parecía una persona desagradable, su sonrisa enorme, le parecía francamente fea y se le antojaba que daba una forma extraña a su rostro. Además, creía francamente que todo lo que había escrito eran mentiras.
Había un fotógrafo tomando mil fotos con flash cegadores que empujó a Ron. Éste por poco empujó a su hermana, pero la chica se apartó, dirigiéndoles a ambos una mirada de muerte. Estaba esperando pacientemente a que llegase su turno, con todos los libros de Lockhart en las manos, cuando sucedió lo último que ella habría deseado que sucediese: Lockhart la vio.
El hombre abrió mucho los ojos y sonrió más ampliamente si cabe. Apartando con amabilidad al fotógrafo, Lockhart la agarró de la muñeca y la llevó a donde él estaba, agarrando también a Harry en el camino de vuelta. Los puso a cada uno a uno de sus lados y les dijo a ambos:
—Y ahora sonríe, Harry. Tú también, Mayette. Vosotros y yo juntos nos merecemos la primera página.
Luego les soltó la mano. Mayette divisó a los Malfoy en el piso de arriba de la biblioteca, y les lanzó una mirada suplicando auxilio. En los ojos del señor Malfoy se vio reflejada la impotencia. Él no podía hacer nada delante de las cámaras.
—Señoras y caballeros —dijo Lockhart en voz alta, pidiendo silencio con un gesto de la mano—. ¡Éste es un gran momento! ¡El momento ideal para que les anuncie algo que he mantenido hasta ahora en secreto! Cuando los jóvenes Harry y Mayette entraron hoy en Flourish y Blotts, sólo pensaba comprar mi autobiografía, que estaré muy contento de regalarles. —La multitud aplaudió de nuevo—. Ellos no sabían —continuó Lockhart, zarandeando a Harry de tal forma que las gafas le resbalaron hasta la punta de la nariz— que en breve iba a recibir de mí mucho más que mi libro El encantador. Ellos y sus compañeros de colegio contarán con mi presencia. ¡Sí, señoras y caballeros, tengo el gran placer y el orgullo de anunciarles que desde este mes de septiembre seré el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras en el Colegio Hogwarts de Magia!
La multitud aplaudió y vitoreó al mago, y tanto Mayette como Harry fueron obsequiados con las obras completas de Gilderoy Lockhart. A Mayette le daba igual, pues iba a tener que pagar otras cinco copias de cada libro. Bueno, cuatro, visto que Harry había regalado a Ginny sus copias, dijo que compraría los suyos.
Aquello era, seguramente, lo único en lo que Potter y ella habían estado de acuerdo. Gilderoy Lockhart era un ser repulsivo y desagradable, un estúpido que se vanagloriaba por nada, y además, muy seguramente, un mentiroso. Ninguno de los dos creía en sus historias, y estaban profundamente avergonzados (y en el caso de Mayette, ofendida) de que los hubieran sacado para hacerse una foto con él. Cosa que solo se veía empeorada por el hecho de que hubieran tenido que estar cerca el uno del otro, cuando para todos aquellos con dos neuronas, debía de resultar evidente que se odiaban profundamente.
—¿A que te gusta, eh, Potter? —dijo una voz que Harry no tuvo ninguna dificultad en reconocer. Se puso derecho y se encontró cara a cara con Draco Malfoy, que exhibía su habitual aire despectivo—. El famoso Harry Potter. Ni siquiera en una librería puedes dejar de ser el protagonista.
—¡Déjale en paz, él no lo ha buscado! —replicó Ginny. Era la primera vez que hablaba delante de Harry. Estaba fulminando a Malfoy con la mirada.
—¡Vaya, Potter, tienes novia! —dijo Malfoy arrastrando las palabras.
Ginny se puso roja mientras Ron y Hermione se acercaban, con sendos montones de los libros de Lockhart. También Mayette se acercó rápidamente hasta ellos, aunque ella fue un poco más atrás, hasta el sitio donde se encontraba Rhaegar. El muchacho estaba apoyado en la barandilla de la escalera, subido sobre el peldaño inferior, observando la escena sin intervenir.
—¡Ah, eres tú! —dijo Ron, mirando a Malfoy como se mira un chicle que se le ha pegado a uno en la suela del zapato—. ¿A que te sorprende ver aquí a Harry, eh?
—No me sorprende tanto como verte a ti en una tienda, Weasley — replicó Malfoy—. Supongo que tus padres pasarán hambre durante un mes para pagarte esos libros.
—En realidad, los he pagado yo —le susurró la pelirroja a Rhaegar—. Pero no es un gran precio a cambio de una hora con Daph y Pans, ¿no crees, Alex?
—Los habría pagado gustoso a cambio de quince minutos con mis amigos —asintió él, todavía con los ojos fijos en la escena que representaban Draco y compañía.
—¡Ron! —dijo el señor Weasley, abriéndose camino a duras penas con Fred y George—. ¿Qué haces? Vamos afuera, que aquí no se puede estar.
—Vaya, vaya..., ¡si es el mismísimo Arthur Weasley!
Era el padre de Draco. El señor Malfoy había cogido a su hijo por el hombro y miraba con la misma expresión de desprecio que él. Mayette bajó el peldaño que la separaba del suelo y saludó cordialmente a Lucius Malfoy, quien le dedicó una sonrisa sincera. Luego volvió a su antigua posición.
—Lucius —dijo el señor Weasley, saludándolo fríamente.
—Mucho trabajo en el Ministerio, me han dicho —comentó el señor Malfoy—. Todas esas redadas... Supongo que al menos te pagarán las horas extras, ¿no? —Se acercó al caldero de Ginny y sacó de entre los libros nuevos de Lockhart un ejemplar muy viejo y estropeado de la Guía de transformación para principiantes—. Es evidente que no —rectificó—. Querido amigo, ¿de qué sirve deshonrar el nombre de mago si ni siquiera te pagan bien por ello?
—En eso estoy de acuerdo —le dijo Mayette a Rhaegar—. Creo que él debería cobrar más, sus horas extras no deberían ser gratuitas.
—Bueno, cada uno llega hasta donde llega —respondió Rhaegar, con una mueca cruel.
—Tenemos una idea diferente de qué es lo que deshonra el nombre de mago, Malfoy —estaba diciendo el señor Weasley.
—Es evidente —dijo Malfoy, mirando de reojo a los padres de Hermione, que lo miraban con aprensión—, por las compañías que frecuentas, Weasley... Creía que ya no podías caer más bajo. Y tu pobre hija... La única en tu familia que cumple con los estándares y la encerráis como a una vulgar criada.
Eso fue demasiado para el señor Weasley. El caldero de Ginny salió por los aires cuando se abalanzó sobre Lucius Malfoy. Mayette miraba la escena con horror. Se asió con fuerza del brazo de Rhaegar, preocupada de lo que su padre pudiera hacer. El muchacho, muy tranquilo, la estrechó contra sí.
—¿Qué hacemos? —preguntó la pelirroja—. Terminarán por hacerse daño.
—No te preocupes —afirmó él—. Pararán pronto, mi padre no tiene interés en dar una imagen como esa ante el público. Aunque lo cierto es que la pelea la inició tu padre.
—Sin duda alguna —corroboró la chica.
—¡Caballeros, por favor, por favor! —gritó un empleado.
Y luego, más alto que las otras voces, se oyó:
—¡Basta ya, caballeros, basta ya!
Mayette se volvió al escuchar la segunda voz. Rhaegar y ella quedaron frente a un semi-gigante, que pronto agarró a sus respectivos padres y los separó con sus enormes manazas. Dejó a uno frente al otro tan separados como sus grandes brazos lo permitían. Al señor Weasley se le había partido el labio, mientras que el señor Malfoy tenía un ojo morado, consecuencia de una enciclopedia que había caído sobre él.
Con la maldad brillándole en la mirada, le devolvió a Ginny el libro de transformaciones, acompañado del diario de Riddle, que Mayette le había devuelto. El señor Malfoy le había quitado disimuladamente el forraje de seda verde, y el cuaderno había quedado irreconocible. Todo estaba yendo según el plan de Mayette, que tuvo que contener su sonrisa malévola, pero le dedicó a Rhaegar un gesto que consiguió hacerlo sonreír a él.
—Toma, niña, ten tu libro, que tu padre no tiene nada mejor que darte.
El señor Malfoy se liberó del agarre del guardabosques y salió de la tienda seguido de sus hijos. Rhaegar se mostró un poco renuente a marchar. Cuando ya estaban en la puerta, Hagrid dijo:
—No debería hacerle caso, Arthur —y ayudó al hombre a levantarse del suelo y a ponerse bien la túnica—. En esa familia están podridos hasta las entrañas, lo sabe todo el mundo. Son una mala raza. Vamos, salgamos de aquí.
—¿Podridos hasta las entrañas? —preguntó Mayette, ofendida—. ¿Mala raza? Me atrevería a decir que los conozco más que vosotros, porque he convivido con ellos en una situación familiar. Os aseguro que no están más podridos que vosotros. Por supuesto, tienen sus prejuicios, pero vosotros no podéis decir que no tengáis ninguno.
—¡Qué buen ejemplo para tus hijos..., peleando en público! ¿Que habrá pensado Gilderoy Lockhart?
—Estaba encantado —repuso Fred—. ¿No le oísteis cuando salíamos de la librería? Le preguntaba al tío ese de El Profeta si podría incluir la pelea en el reportaje. Decía que todo era publicidad.
—Y tú, Mayette —continuó la señora Weasley, arremetiendo contra su hija—. ¿Cómo se te ocurre decir eso sobre los Malfoy? ¿Que no están tan podridos como nosotros? ¡Querrás decir que estás tan podrida como ellos. Al ritmo al que vas, te convertirás en mortífaga.
—¿Mortífaga? —inquirió Mayette—. ¡Eso es ridículo! Soy una Slytherin, mamás. Tengo muy claros mis objetivos, y no pienso ser la sirvienta de nadie. Yo soy una lider innata, no estoy hecha para obedecer. Si quisiera ser mortífaga, además, ya habría acabado con vosotros, o lo habría intentado. Desde ese punto de vista, sois todos unos traidores a la sangre.
Por supuesto que se abstuvo de decir que estaba de acuerdo y que los consideraba a todos unos traidores. ¿Que si creía en la superioridad de los Sangre Limpia? Bueno, sí y no, todavía no lo había decidido. Estaba más a gusto entre aquellos con su mismo estatus de sangre, eso seguro.
Hagrid los acompañó en dirección al Caldero Chorreante, desde cuya chimenea los Weasley volverían a casa. Mientras tanto, madre e hija seguían discutiendo. La señora Weasley gritaba abiertamente, mientras que Mayette le respondía con mucha calma.
—El tono de tu voz solo demuestra la debilidad de tu argumento, mamá —dijo la niña finalmente.
No esperaba la reacción de la mujer, que cruzó el rostro de su hija en una bofetada fugaz. Mayette se llevó una mano a la mejilla golpeada, que inmediatamente empezó a tornarse rojiza. Se hizo silencio en el bar, y la muchacha sintió las lágrimas ardiendo en sus ojos, lágrimas que se negó a derramar. No le había dolido verdaderamente el golpe, solo le hacía daño el sentimiento de humillación.
Sus ojos se volvieron rojos, ardientes como el fuego, y ante su deseo de devolver el golpe y su sentimiento de beligerancia, su serpiente respondió poniéndose en posición de ataque. Pero la niña la calmó con una caricia, y dirigiendo a su madre una mirada de terrorífica frialdad y calma, se formó en su rostro una sonrisa contrahecha, muy similar a la que se formaba en el rostro del profesor de pociones.
—No te preocupes, madre —le dijo con dulzura—. No tendrás la razón por muchos golpes que me des. Solo te advierto que tengas cuidado con las escaleras.
Y se dio la vuelta, tomó un pellizco de polvos flu y desapareció en la chimenea. Todos en el bar quedaron anonadados ante la escena que acababan de presenciar. La señora Weasley, cuyas mejillas solían estar sonrosadas y que solía lucir una amable sonrisa en el rostro, estaba pálida y sus labios se curvaban ligeramente hacia abajo. Parecía tener más ganas de llorar que su hija. Tomó los polvos flú e imitó a la niña antes de poder derramar lágrimas delante de todos aquellos extraños.
Encontró a Mayette en la habitación que compartía con Ginny. La niña tenía abierto su baúl para Hogwarts y estaba metiendo ordenadamente sus libros en él. También su perfectamente cerrada botica con sus materiales para hacer pociones estaba guardada en la esquina izquierda, y sus materiales de escritura descansaban en un paquete en el centro del baúl, junto a la ropa perfectamente doblada.
Aunque la puerta estaba abierta, llamó antes de pasar. Estaba ansiosa por poder hablar con su hija, sin que terminase en esta ocasión como una discusión. Quería decirle sus opiniones, hacerle comprender a la chica que estaba equivocada. Ayudarla a entender que aunque fuera una Slytherin, se podía comportar como una buena leona: dejarlo todo de lado y empezar a juntarse con Ronald y sus amigos.
—Maye, cariño —dijo, utilizando su voz más dulce con su hija—. Lo siento mucho, muchísimo. Sé que no tienes la culpa, estás haciendo lo que consideras correcto y te molesta que me considere superior por saber lo que es correcto de verdad. Sé que siempre has odiado equivocarte, y que estás dispuesta a seguir en tu error solo por orgullo. Pero aún no es tarde: puedes darle la espalda a todos esos malvados y volver al bando de la luz... Nosotros te recibiremos con los brazos abiertos, lo prometo...
—¿Cómo te atreves? —preguntó—. ¿Cómo te has atrevido siquiera por un instante a pensar en sugerirme algo así? Tú, que quieres que de la espalda a las personas que me han apoyado y ayudado prácticamente desde que nos conocimos, que quieres que los deje de lado porque los consideras malvados sin conocerlos siquiera... ¿Tú te atreves a decirme que tu bando es el correcto? ¿Que sois vosotros los que no tienen prejuicios, los buenos? ¿Qué no tenéis nada de maldad? Mamá, ¡eres una hipócrita! Y no pienso darles la espalda a las personas que me han querido siempre. No sois el bando de la luz. Solo sois un bando de un tono de gris más claro para los muggles, pero absolutamente negro para aquellos que no comparten vuestras ideas. No te creas tan buena, no eres diferente de Voldemort.
La niña se dio la vuelta y cerró violentamente su baúl, bajo la mirada atónita de su madre. La señora Weasley tardó unos momentos en procesar todo aquello que su hija había dicho y reaccionar, pero cuando lo hizo al fin, la cosa no fue bien. Cruzó a zancadas rápidas la habitación y agarró a la niña por el pelo. La obligó a levantarse.
La furia hizo que los ojos de Mayette se volvieran rojos y sus cabellos volviesen al revoltijo de mil colores que originalmente eran. Pateó a su madre en la espinilla para obligarla a que dejase de tocarla. Estaba más furiosa de lo que la señora Weasley la había visto nunca. Sin embargo, se obligó a calmarse. Miró a su madre de nuevo con esa frialdad aterradora que había visto en el Caldero Chorreante y ordenó:
—Fuera.
Cuando la mujer salió de la habitación, la niña se sentó en su silla del escritorio. Cruzó los dedos y se quedó unos instantes mirando hacia la puerta, pensando lo que debería hacer.
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