El Rescate a San Cara Rajada

Una noche particularmente calurosa, Mayette Weasley se encontraba dando vueltas en la cama. A pesar de que solía disfrutar de taparse, incluso cuando hacía calor, aquella noche se había quitado de encima las sábanas. La ventana estaba abierta y por ella entraban perezosas corrientes de aire, que también era caliente. La chica sudaba a chorros, y, molesta por no poder pegar ojo, finalmente decidió levantarse.

Si había algo que a la pelirroja le disgustaba era perder el tiempo. Y ya que no podía dormir, al menos podría hacer algo productivo. Se puso en pie y, muy despacio, procurando no hacer ruido para no despertar a su desagradable hermana menor, fue andando lentamente hacia su escritorio. Allí estaba el diario de Riddle, que la chica se había visto obligada a forrar con un trozo de seda verde que Pansy le había procurado. Así, cuando llegase el momento de activar la primera fase de su plan, nadie sospecharía que ella había poseído ese diario en algún momento. Y para la Slytherin era esencial que no la pudieran relacionar con el diario y por ende, con lo que sucedería aquel curso en Hogwarts.

El ruido del crujir de las tablas de madera flojas en el piso la hizo dejar lo que estaba haciendo. Se levantó, dispuesta a ver qué era lo que estaba sucediendo. Agarró su varita y la ocultó a su espalda, por si necesitara defenderse de algún ataque. Estaba convencida de que era alguno de sus hermanos el que producía aquel ruido, pero, al fin y al cabo, bien se decía que "más vale prevenir que curar" y Mayette estaba muy dispuesta a hacerle caso a aquella frase.

Siguió el tenue sonido de los pasos de quienes fueran que andaban de noche por la casa. Ahora había alzado la varita frente a ella, y avanzaba despacio, lo bastante como para no hacer ruido en la oscuridad casi impenetrable de la casa. Se hizo de pronto un silencio mortal, y Mayette susurró el nombre del poltergeist, que acudió de inmediato a ella y se quedó flotando a su espalda, siguiéndola con curiosidad.

Bajó una a una las escaleras, procurando no romper el ominoso silencio que se había formado. Llegó al salón, en el piso inferior de la Madriguera, y después sus pasos la encaminaron hacia el garaje donde su padre guardaba sus cachivaches: colecciones de enchufes, un coche encantado, llaves, y miles de objetos muggles más. Ese tipo de cosas que apasionaban al señor Weasley, que se pasaba horas allí, encantándolas y dejándolas luego sin tocar.

Desesperaba a su mujer esa pasión por guardar trastos muggles sin utilidad alguna, pero esto no detenía a aquel amante de los carentes de magia. A tal punto, que el señor Arthur Weasley atosigaba a sus hijos para que amasen a los muggles tanto como él, e intentaba conseguir que todos ellos cobrasen interés por los distintos objetos que guardaba en el garaje. Pero solo uno había atraído la atención de sus hijos. El Ford Anglia que había encantado para que volase.

Con eso estaban tonteando Ron y los gemelos, Fred y George, cuando Mayette entró en el garaje. Los tres volvieron la cabeza hacia ella, cuando hizo notar su presencia, susurrando junto a ellos:

—¿Qué estáis haciendo?

Sus hermanos, tanto su mellizo como los gemelos, se quedaron estáticos, mirando hacia la niña de doce años que les dedicaba una sonrisita inocente, y batía las pestañas. Los tres sabían bien que aquello quería decir que tendrían que sobornarla para que no corriera a contar sus intenciones a sus padres. Mayette era, al fin y al cabo, una Slytherin, y en lo que a beneficio respectaba, solo pensaba en dos personas, la primera del singular y la primera del plural: nosotros y yo. Nada más. Poco le preocupaba que no se beneficiasen aquellos que estaban fuera de su grupo.

—No es nada, Maye —dijo Fred, poniendo cara inocente.

—Sí, Maye, no te preocupes —corroboró George—. Ahora nos vamos a dormir, solo queríamos ver el coche más de cerca.

—Si fuera solo eso —replicó ella, con voz afectadamente dulce, y obviamente falsa—, entonces le habríais pedido a papá que os lo mostrase. Contadme, ¿qué es lo que estáis haciendo en realidad?

—No es asunto tuyo —Ron la miró mal—. Lárgate de aquí, sube a dormir y déjanos en paz. Nadie ha pedido tu presencia.

—Sí —dijo Mayette, volviendo su sonrisa malévola—. Tienes razón, podría subir las escaleras y volver al piso de arriba... Y ya de paso contárselo todo a nuestros padres: no me gustaría que os pasase nada. ¿Y si os viese un muggle?

—No nos verán —le aseguró George.

—Sí, es de noche y está nublado —afirmó Fred.

—Entonces sí que vais a alguna parte —cortó Mayette, cuya sonrisa astuta había regresado a su rostro—. ¿A dónde?

—No le digáis nada. Correrá a contárselo a mamá —dijo Ron, de mal humor—. No importa lo que hagamos, se chivará igualmente.

—A no ser que me llevéis con vosotros —sugirió la muchacha, con una nueva sonrisita inocente—. Si voy con vosotros, no tendré oportunidad alguna de contarle nada a mamá.

Mayette le hizo una seña a Peeves para que le escribiese una nota a su madre de su parte. Así, la señora Weasley sabría qué había sucedido en la noche, y qué habían ido a hacer. Por lo menos, ella tendría una excusa, cuando llegase el momento de la bronca. Al menos ella sí había informado de sus planes.

—No, no puedes venir —se negó Ron, mirándola mal—. Eres una hermana terrible y odias a Harry, solo traerás problemas.

—Muy bien —dijo la chica. Avanzó hacia la puerta del garaje, tomó aire y se dispuso a gritar.

—No grites —le pidió Fred.

—Te llevaremos —añadió George.

Tardaron un par de horas en llegar al número 4 de Privet Drive, la calle en donde vivían los tíos maternos de Harry Potter, el amigo de Ron. Mayette sentía un odio profundo hacia Potter, no porque fuera Gryffindor, porque fuera famoso, o porque hubiera derrotado al señor tenebroso. No, la niña no estaba del todo segura de porque, pero la visión de aquel muchacho producía rechazo absoluto en todo su cuerpo. Sentía unas inmensas ganas de golpearle con fuerza cada vez que abría la boca. Simplemente, le resultaba una persona desagradable. Y el sentimiento era mutuo.

—¡Ron! —exclamó Harry, encaramándose a la ventana y abriéndola para poder hablar con él a través de la reja—. Ron, ¿cómo has logrado...? ¿Qué...?

—¿Todo bien, Harry? —preguntó Mayette, con sorna.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ron—. ¿Por qué no has contestado a mis cartas? Te he pedido unas doce veces que vinieras a mi casa a pasar unos días, y luego mi padre vino un día diciendo que te habían enviado un apercibimiento oficial por utilizar la magia delante de los muggles.

—No fui yo. Pero ¿cómo se enteró?

—Trabaja en el Ministerio —contestó Ron—. Sabes que no podemos hacer ningún conjuro fuera del colegio.

—¡Tiene gracia que tú me lo digas! —repuso Harry, echando un vistazo al coche flotante.

—¡Esto no cuenta! —explicó Ron—. Sólo lo hemos cogido prestado. Es de mi padre, nosotros no lo hemos encantado. Pero hacer magia delante de esos muggles con los que vives...

—No he sido yo, ya te lo he dicho..., pero es demasiado largo para explicarlo ahora. Mira, puedes decir en Hogwarts que los Dursley me tienen encerrado y que no podré volver al colegio, y está claro que no puedo utilizar la magia para escapar de aquí, porque el ministro pensaría que es la segunda vez que utilizo conjuros en tres días, de forma que...

—Deja de decir tonterías —dijo Ron—. Hemos venido para llevarte a casa con nosotros.

—Pero tampoco vosotros podéis utilizar la magia para sacarme...

—No la necesitamos —repuso Ron, señalando con la cabeza hacia los asientos delanteros y sonriendo—. Recuerda a quién he traído conmigo. 

—Sí —asintió Mayette—. Slytherin o no, he practicado con Fred y George algunos trucos muggles.

—Ata esto a la reja —dijo Fred, arrojándole un cabo de cuerda.

—Si los Dursley se despiertan, me matan —comentó Harry, atando la soga a uno de los barrotes. Fred aceleró el coche.

—No te preocupes —dijo Fred— y apártate.

Mayette Weasley sonrió cuando su hermano mayor aceleró el coche. Normalmente no se permitía hacer locura alguna, era una mujer ambiciosa, astuta y muy sensata, muy dada a hacer aquello que era conveniente y no aquello que era divertido. Pero gracias a sus hermanos mayores, y también al trabajo exhaustivo de Tom Riddle, que se encargaba de analizar todas las posibilidades y evitar que saliera perjudicada incluso cuando cometía locuras, podía darse ahora un poco de rienda suelta.

El coche por poco salió disparado cuando la reja se soltó de la ventana de Harry, teniendo como resultado que tanto Ron como Mayette se fuesen de morros contra los asientos delanteros. La niña se incorporó un poco y se frotó la cara, que al parecer no estaba magullada, pues no había sido un golpe fuerte. Miró hacia atrás para descubrir un montón de polvo de ladrillo donde antes habían estado las firmes rejas.

—Entra —dijo Ron.

—Pero todas mis cosas de Hogwarts... Mi varita mágica, mi escoba...

—¿Dónde están? —preguntó George.

—Guardadas bajo llave en la alacena de debajo de las escaleras. Y yo no puedo salir de la habitación.

—No te preocupes —dijo George desde el asiento del acompañante—. Quítate de ahí, Harry.

Los dos salieron del coche, y Mayette los siguió. Saco de su cabello una horquilla y la desdobló, obteniendo un delgado palito de metal, bastante largo, que introdujo en el ojo de la cerradura. En unos instantes, la puerta se abrió con un suave "click" y la joven bruja, que Harry siempre había considerado que odiaba a los muggles y pensaba que todos sus trucos eran basura, sonrió complacida dejando pasar ante ella a sus hermanos.

Mayette le dedicó una mirada de franca superioridad a Harry, escaneándolo nuevamente de arriba a abajo antes de perderse en el oscuro pasillo de la casa de los Dursley. Pasó ante sus hermanos, quienes se detuvieron para escuchar una advertencia de Potter que tampoco a ella le pasó inadvertida.

—Tened cuidado con el último escalón, porque cruje —les susurró Harry.

La chica no tardó en encontrarse frente a la puerta de la alacena bajo las escaleras en la que el muchacho había dicho que se encontraban todos sus libros y demás materiales escolares. Se arrodilló para llegar a la cerradura y utilizó el mismo truco que la vez anterior. La puerta no tardó en abrirse con otro pequeño "click". Los gemelos llegaron en ese preciso instante. Mayette, que era más débil que ellos, les dejó paso para que ellos cargaran con el baúl escaleras arriba.

Llegaron de vuelta a la habitación de Harry justo a tiempo para escuchar una tos. Mayette se puso en guardia. Subió primera al coche, y con ayuda de Ron tiró del baúl para meterlo con ellos en el asiento trasero. Siendo un coche mágico, poseía más espacio del que pudiera parecer. Cuando estaban a punto de meterlo, se escuchó nuevamente una tos, haciendo que la pelirroja se tensase más todavía. Finalmente, el baúl estuvo dentro del coche.

—Estupendo, vámonos —dijo George en voz baja.

Y estaban a punto de hacerlo, cuando se escuchó tras Harry un potente chillido. La lechuza del muchacho, molesta porque la estuvieran dejando atrás, picoteaba la jaula en la que estaba encerrada.

—¡ESA MALDITA LECHUZA! —se escuchó desde una de las habitaciones contiguas.

—¡Me olvidaba de Hedwig!

Y el muchacho corrió hacia la jaula contra la que luchaba la lechuza, en un intento desesperado por salir de ella. La cogió y volvió todo lo rápido que pudo hasta la ventana. Dejó la jaula en manos de Ron y luego se preparó para subir él. Mayette observaba la escena con una ceja alzada.

Entonces entró alguien a la habitación. Era Vernon Dursley, el obeso tío de Harry, cuyo hijo había intentado "encandilar" a Mayette, si así se le podía decir. Durante una fracción de segundo, el señor Dursley se quedó quieto, como paralizado por el asombro, en la puerta. Luego mugió como un toro y corrió en dirección a su sobrino, a quien agarró por el tobillo justo antes de que pudiera entrar en el coche.

—¡Petunia! —bramó tío Vernon—. ¡Se escapa! ¡SE ESCAPA!

Fred y George pasaron la mitad de sus cuerpos al asiento trasero para tirar con más fuerza de Harry hacia el interior del coche. Mientras, su hermana lamentó no tener palomitas. Habría sido divertido ver aquello como si fuera una película. Finalmente, el señor Dursley se vio obligado a soltar la pierna de Harry, y tan pronto como eso sucedió, Ron gritó:

—¡Fred, aprieta el acelerador!

Mayette volvió la vista para ver una última vez a los Dursley, pues ahora la familia entera contemplaba el coche en el que escapaba su sobrino. Dudley Dursley, que también estaba asomado a la ventana, le hizo un gesto con la mano al verla y gritó:

—¡Vuelve a visitarnos!

Para la pelirroja eso fue señal bastante para meter la cabeza por la ventanilla nuevamente dentro del coche. Se llevo las manos al pecho, que le latía con violencia, más por el susto que por otra cosa. Aquello tendría que contárselo a los Malfoy, seguro que sí. Se incorporó en su asiento.

—Suelta a Hedwig —le dijo Harry— y que nos siga volando. Lleva un montón de tiempo sin poder estirar las alas.

La chica frunció el ceño, pues si había algo que odiaba era que le dieran órdenes, y más un estúpido de Gryffindor. Pero no podía resistirse a los animales, a ayudarlos, y decidió finalmente hacerle caso. Metió el delgado palito de metal que hace no tanto había sido una horquilla y en unos instantes Hedwig estuvo volando junto al coche, más feliz de lo que Harry la había visto en todo el verano.

Cuando por fin llegaron a casa, los gemelos Weasley empezaron a dar instrucciones a los demás.

—Ahora tenemos que subir las escaleras sin hacer el menor ruido — advirtió Fred—, y esperar a que mamá nos llame para el desayuno. Entonces tú, Ron, bajarás las escaleras dando saltos y diciendo: «¡Mamá, mira quién ha llegado esta noche!» Ella se pondrá muy contenta, y nadie tendrá que saber que hemos cogido el coche.

—Bien —dijo Ron—. Vamos, Harry, yo duermo en el...

Pero era tarde. Ante ellos se alzaba la pequeña y rolliza señora Weasley, que tenía pinta de ser un tigre furioso en esos instantes.

—¡Ah! —musitó Fred.

—¡Dios mío! —exclamó George.

—¡Buenos días, mamá! —dijo Mayette, poniendo su sonrisa más dulce y zalamera.

—Así que... —dijo la señora Weasley.

—Buenos días, mamá —saludó George, poniendo lo que él consideraba que era una voz alegre y encantadora.

—¿Tenéis idea de lo preocupada que he estado? —preguntó la señora Weasley en un tono aterrador.

—Perdona, mamá, pero es que, mira, teníamos que... 

—¡Las camas vacías! ¡Ni una nota, salvo la de vuestra hermana! ¿Y cómo me iba a fiar de las palabras de una Slytherin? El coche no estaba..., podíais haber tenido un accidente... Creía que me volvía loca, pero no os importa, ¿verdad?... Nunca, en toda mi vida... Ya veréis cuando llegue a casa vuestro padre, un disgusto como éste nunca me lo dieron Bill, ni Charlie, ni Percy...

—Percy, el prefecto perfecto —murmuró Fred.

—¡PUES PODRÍAS SEGUIR SU EJEMPLO! —gritó la señora Weasley, dándole golpecitos en el pecho con el dedo—. Podríais haberos matado o podría haberos visto alguien, y vuestro padre haberse quedado sin trabajo por vuestra culpa...

La reprimenda pareció durar horas, pero Mayette Weasley era experta en hacer oídos sordos a las palabras de su madre cuando éstas no le interesaban. Esa era una de esas ocasiones, y todo lo que la chica de doce años escuchaba en su cabeza era un constante pitido que la distanciaba de la realidad. Sin embargo, se obligó a poner cara de arrepentimiento para que su madre pensase que la estaba escuchando.

Después de la reprimenda, la señora Weasley los llevó a todos a la cocina para que desayunasen. Mayette, que se sentía especialmente hambrienta, aceptó las cuatro salchichas y el huevo frito que su madre le puso en el plato.

Por lo general, los desayunos eran momentos de fricción entre madre e hija, que no tenían ideas parecidas respecto a la cantidad que se debía comer en el desayuno, o qué se debía comer. Mayette sostenía que lo mejor eran la fruta y el yogurt natural, y a las siete de la mañana, mientras que la señora Weasley le decía que uno desayunaba a la hora a la que se levantaba y lo que había en la casa. Eso no era nada que la niña no supiera, solo desearía que su madre le permitiese comer lo que ella quería, y no las cantidades estratosféricas que siempre le ponía en el plato.

—Tú no tienes la culpa, cielo —aseguró a Harry, echándole en el plato ocho o nueve salchichas—. Arthur y yo también hemos estado muy preocupados por ti. Anoche mismo estuvimos comentando que si Ron seguía sin tener noticias tuyas el viernes, iríamos a buscarte para traerte aquí. Pero —dijo mientras le servía tres huevos fritos— cualquiera podría haberos visto atravesar medio país volando en ese coche e infringiendo la ley...

Entonces, como si fuera lo más natural, dio un golpecito con la varita mágica en el montón de platos sucios del fregadero, y éstos comenzaron a lavarse solos, produciendo un suave tintineo.

—¡Estaba nublado, mamá! —dijo Fred.

—¡No hables mientras comes! —le interrumpió la señora Weasley.

—¡Lo estaban matando de hambre, mamá! —dijo George.

—¡Cállate tú también! —atajó la señora Weasley, pero cuando se puso a cortar unas rebanadas de pan para Harry y a untarlas con mantequilla, la expresión se le enterneció.

Mayette rodó los ojos. Conocía esa expresión: algo que su madre reservaba siempre para los Gryffindor. Una expresión de dulzura infinita, y un deseo de ayudar y de cuidarlos. El deseo que toda madre debería tener para con sus hijos, pero que a Molly Weasley le faltaba cuando se trataba de ella. No era que le importase. Había tenido un año para acostumbrarse, y al fin y al cabo era una Slytherin. Podía con aquello y más, y se convenció a sí misma de que poco le importaba la opinión de su madre.

Estaba terminando de desayunar cuando llegó Déese, su búho, que ya estaba convirtiéndose en adulto. Sus plumas se estaban ennegreciendo y sus ojos se estaban volviendo azules, pero todavía estaba en transición de la infancia a la madurez física. A Mayette le gustaba el contraste que hacían las plumas negras que empezaban a brotarle para con las marrones claras que siempre había poseído, y la forma en que el castaño y el azul oscuro se mezclaban en sus ojos. El búho llevaba un trozo de pergamino atado a la pata, y se paró frente a ella.

Mayette le desató el papel y lo desenrolló. Le hizo unos mimos al búho y le entregó la última salchicha de cerdo que había en su plato antes de mirar lo que era. Se trataba de una carta de Marcus Flint que, como siempre, versaba sobre quidditch. La niña volvió a enrollarla y la guardó dentro de su bolsillo. No sería conveniente que la vieran sus hermanos, quienes pertenecían al equipo de quidditch de Gryffindor, mayor rival de Slytherin.

—Estoy que reviento —dijo Fred, bostezando y dejando finalmente el cuchillo y el tenedor—. Creo que me iré a la cama y...

—De eso nada —interrumpió la señora Weasley—. Si te has pasado toda la noche por ahí, ha sido culpa tuya. Así que ahora vete a desgnomizar el jardín, que los gnomos se están volviendo a desmadrar.

—Pero, mamá...

—Y vosotros tres, id con él —dijo ella, mirando a Ron, Mayette y George—. Tú sí puedes irte a la cama, cielo —dijo a Harry—. Tú no les pediste que te llevaran volando en ese maldito coche.

Pero Harry, que no tenía nada de sueño, dijo con presteza:

—Ayudaré a Ron, nunca he presenciado una desgnomización.

—Eres muy amable, cielo, pero es un trabajo aburrido —dijo la señora Weasley—. Pero veamos lo que Lockhart dice sobre el particular.

Y cogió un pesado volumen de la repisa de la chimenea. George se quejó.

—Mamá, ya sabemos desgnomizar un jardín.

—Es muy bueno —dijo la señora Weasley, viendo que Harry observaba con curiosidad el libro—, conoce al dedillo todas las plagas del hogar, es un libro estupendo...

—A mamá le gusta —dijo Fred, en voz baja pero bastante audible.

—No digas tonterías, Fred —dijo la señora Weasley, ruborizándose—. Muy bien, si crees que sabes más que Lockhart, ponte ya a ello; pero ¡ay de ti si queda un solo gnomo en el jardín cuando yo salga!

Así que los cuatro hermanos Weasley, seguidos de Harry, salieron al jardín y pusieron en práctica uno de sus juegos predilectos: lanzar al gnomo. A ellos les gustaba quizá más que a su hermana, pues Mayette siempre había visto a los gnomos como criaturas divertidas. Le hacía reír su torpeza de movimientos y la forma de patata de sus cabezas, desproporcionadas a su cuerpo. No pasó mucho tiempo hasta que los gnomos volaban de cinco en cinco y hasta de diez en diez más allá del seto.

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