Capítulo II: Bestia
"Los animales salvajes nunca matan por deporte. El hombre es el único para quien la tortura y la muerte del prójimo son divertidas en sí mismas".
—James Anthony Froude.
Un trago, dos tragos o tal vez tres. Sinceramente había perdido hacía mucho rato la cantidad de bebidas que llevaba. La conversación con mi antiguo profesor era muy amena y la música animosa del salón con luz violácea acompasaba a la perfección nuestra charla sin sentido.
—No puedo creer que le hayas dicho eso a François. Imagino que se le debió despeinar ese bigote ridículo que tiene —aseguró mi profesor entre risas.
—Casi se le cae el peluquín —le dije entre risas. A medida que pasaba el tiempo, sentía cada vez más la influencia del alcohol en mi cabeza.
El hombre por su parte soltó una carcajada bastante estruendosa.
—Siempre has sido un irreverente, pero supongo que así debe ser el alma de un artista. Es una suerte que nunca te hice enfadar en alguna de mis clases.
—Tiene razón. Aunque con usted es difícil molestarse. Su forma de hablar es tan ligera que amansaría a las bestias —luego de darle el último sorbo a mi vaso, decidí que ya era tiempo de parar e irme a casa. Por suerte no había ocurrido nada de lo que lamentarme, pero quería que permaneciera así—. Fue muy divertido hablar con usted otra vez. Realmente me alegra que esté tan sano y fuerte. Inclusive me atrevo a decir que se ve mucho mejor que antes.
Él sonrió—. Supongo que tienes razón. Tal vez al estar al borde de la muerte y regresar, fui agraciado con mucha más vitalidad que antes. Aunque todo tiene un precio —aseguró él con un tono extraño.
—¿A qué se refiere?
—Oh, nada importante ¿quieres que te acompañe a tu residencia?
—No se preocupe. No quiero causarle molestias —me apresuré a decirle. Sin embargo, se levantó del asiento y se posicionó a mi lado.
—No es molestia. Además que nuestras residencias están en la misma cuadra —sinceramente no estaba seguro, pero al ser sábado, la mayoría de la gente estaba en los bares o clubes. Mientras que por la zona de residencias casi no habría personas. Sería peligroso andar solo por ahí, así que terminé por aceptar su ofrecimiento.
Antes de marcharnos, el profesor Cuzatti colocó unos billetes encima de la barra e insistió en pagar él solo la cuenta. Yo la verdad me sentí un poco aliviado, puesto que era consciente que había bebido demasiado y el efectivo que tenía encima no era suficiente para pagar mi cuenta. En suma, había dejado mi tarjeta de crédito en la habitación.
—Vaya, que solitario —le dije, habiendo salido del lugar y percatándome del panorama desolador. No me había dado cuenta lo tarde que era. Las calles no estaban tan concurridas como esperaba. Por suerte acepté la compañía de mi antiguo profesor.
—Así es. Cuando se está en una charla amena, el tiempo parece volar a nuestro alrededor. Son las... ¡dos y diez minutos! ¡Vaya que es tarde! —se exaltó, aunque no muy sorprendido—. No me imaginaba que ya estuviese tan avanzada la noche. Mejor caminemos ya. Mientras más nos apresuremos, en menos tiempo llegaremos.
Sin decir más, aceleré mis pasos por esas calles casi vacías. Parecía absurdo pensar que hacía poco tiempo atrás, había gente por todos lados. Ahora solo se veían algunos borrachos tambaleándose por las esquinas y una que otra persona saliendo de algún bar.
—Vamos por aquí. Es un atajo —el hombre hizo que cambiara bruscamente mi trayectoria. Antes que pudiera decir algo, ya me encontraba adentrándome en un callejón tenuemente iluminado.
—¿E-está seguro que es un atajo? Nunca he pasado por aquí...
No recibí respuesta de parte del profesor. Rápidamente me giré hacia atrás, solo para encontrarme con el paso de una suave y fría brisa, junto con el golpe sorpresivo al ver que estaba solo.
Agité mi cabeza en todas direcciones, certificando que mi acompañante no estaba por ningún lado.
—P-profesor... —el sonido mismo de mi voz pareció ser engullido por la soledad punzante y gélida que me acompañaba en ese callejón. Tragué fuerte y temerosamente volví a llamar a mi maestro.
El silencio sempiterno fue interrumpido por una risa incorpórea que me heló hasta la sangre dentro de mis huesos. Tras ese sonido sacado de las peores pesadillas, quise abandonar ese lugar tan pavoroso. Pero justo al dar la vuelta para emprender mi huída, el cuerpo oscuro de mi profesor se interpuso en mi camino. Casi solté un grito por el sobresalto, pero luego sentí alivio por no estar solo en ese sitio.
Sin embargo, mi corazón se aceleró sin motivo aparente, al mismo tiempo que los vellos de mi cuerpo se erizaban. Un viento helado recorría toda mi espalda y todo era producido por la presencia que estaba frente a mí.
—El cuerpo humano es algo increíble... ¿no lo crees? —habló él, mientras se paseaba alrededor mío, como una fiera asechando a su presa—. Reacciona al peligro mucho antes que la mente lo haga... —esbozó una sonrisa maligna al posicionarse nuevamente frente a mí. Con ese gesto fútil desató el verdadero terror en mi interior.
Ni siquiera mi peor sueño se llegaba a parecer a lo que estaba viviendo. Esa mirada macabra no era humana. Todos y cada uno de los dientes a la vista poseía una forma más o menos puntiaguda, exceptuando los cuatro incisivos centrales, que eran un poco más planos que el resto. De sus ojos antes castaño irradiaba un brillo escarlata, que destacaba en la oscuridad que nos envolvía deliberadamente con su manto frío, augurio de muerte.
—¿Qué ocurre? ¿Te estoy asustando? —habló él, relamiéndose los labios. Yo estaba ahogado en mi propio miedo, atónito y temeroso de siquiera articular palabra o intentar huir. En un movimiento explosivo, sentí como mi cuerpo era estampado fuertemente en una pared tras de mí. Con el impacto todo el aire de mis pulmones fue expulsado violentamente. Luego sentí como un agarre frío me sostenía por el cuello—. Sabes... siempre creí que eras un chico inteligente y agradable con futuro brillante como pintor.
—P-por... favor... —intente hablar, pero por la falta de aire apenas pude gestionar una súplica a medias. Quien se suponía era mi antiguo profesor, me observó con satisfacción.
—Pero ahora estás en esta situación tan dura. Qué irónico —lentamente acercó su rostro hacia mi cuello, luego inhaló con fuerza—. Hueles tan bien. La sangre joven sabe mucho mejor cuando es sazonada con miedo. Disfrutaré cada gota de tu sangre.
Aun cuando mi cuerpo temblaba y mi mente estaba sellada por el horror, sin darme cuenta introduje mi mano dentro de mi pequeño bolso. Sentí la punta de uno de mis lápices y aun sin saber lo que hacía, me aferré a él como un puñal. De repente sentí un objeto frío y húmedo recorrer mi cuello gustosamente. Estando tan cerca e impulsado por el asco de su gesto, saqué brío de lo más profundo de mi ser y clavé mi lápiz en uno de sus ojos.
Aquel que había sido mi profesor me soltó de golpe y lanzaba alaridos inhumanos e iracundos. En ese instante caí casi inerte sobre mi trasero, pero mi deseo de vivir se hizo más fuerte y rápidamente me puse de pie y corrí lejos del monstruo con disfraz de humano.
Salí de ese callejón funesto, pero por las calles reinaba el abandono y la oscuridad. Aun así no me detuve y continué corriendo a toda velocidad. Sin embargo, debido a mi errático andar terminé tomando el camino equivocado y cuando por fin tuve el valor de detenerme, me encontraba en la plaza donde había estado esa tarde.
Jadeante y agotado, no tuve más opción que sentarme en uno de los bancos. Mientras recuperaba el aliento, observaba hacía todos lados, buscando prevenir la llegada de ese monstruo. Pero tras unos minutos de calma, me había hecho la idea que por la herida que le causé, había decidido no perseguirme.
—E-esto tiene que ser una pesadilla —susurré para mí mismo. Buscaba una razón lógica para lo que acababa de pasarme.
Ahora que mi razón estaba regresando a la normalidad, me estaba cuestionando lo que había ocurrido. Pero por más lógico que mi mente quisiera explicarlo, los hechos en sí carecían por completo de sensatez. Virtualmente era imposible que mi antiguo profesor, amable y simpático como lo recordaba, de repente se convirtiera en un asesino monstruoso sacado de una película de terror. Esos ojos inhumanos y crueles teñidos de escarlata, quedaron grabados en mi mente perturbada, al igual que esa sonrisa siniestra, un epítome de la maldad.
Viendo que estaba aparentemente seguro, emprendí la caminata precavida y temerosa hacia mi habitación. Rogándole a los dioses por mi seguridad.
La luna llena lo alumbraba todo con su luz blanca y azul, ayudada por un suelo totalmente despejado. Lo que me daba cierta seguridad, y en su defecto, imprudencia.
Mientras corría, menos temeroso y verdaderamente precipitado, lancé una mirada hacia atrás, esperando no ver nada, como en la ocasión pasada. Pero en cambio, al final del camino vi una silueta oscura moverse en mi dirección, a una velocidad claramente inhumana. Mi corazón dio un vuelco por la sorpresa y el horror de ver a aquella criatura acercarse, hambrienta e iracunda.
A diferencia de la otra ocasión, en la que el miedo me congeló; corrí lo más veloz que me permitía mis piernas. Gracias al golpe de adrenalina, mi rapidez era mucho más de lo que esperaba. Sin embargo, cuando pensaba que la suerte estaba de mi lado y volvería a escapar de él, sentí algo deslizándose a lo largo de mi espalda, seguido por un intenso ardor. Lo siguiente fue perder todas mis fuerzas y caer de cara al suelo.
Algo acuoso y tibio comenzó a recorrer mi espalda y el dolor se empezaba a notar con fuerza. Mi atacante se colocó encima de mí y giró mi cuerpo para que lo mirase a la cara.
—Eres luchador, Dan. Pero al fin y al cabo eres un mero humano —espetó, mientras aplicaba bastante fuerza sobre mis hombros. Sentía que en cualquier momento me los iba a romper. El resplandor carmesí de su ojo intacto era mucho más intenso que antes y su tono de voz era más como el siseo de una serpiente a punto de atacar—. Como un antiguo alumno, pensaba darte una muerte rápida e indolora. Pero ya que te atreviste a herirme así, te concederé una muerte lenta y dolorosa.
Estaba usando todas mis fuerzas para liberarme de su agarre, pero me lo impedía sin un ápice de esfuerzo. Poco a poco me iba debilitando, a pesar de querer luchar por mi vida. Había cosas que me faltaba por vivir. Aun no había llevado mis pinturas a una importante galería de arte. No le había demostrado a mi padre que sería exitoso siguiendo mi pasión.
Ahora que estaba al filo del abismo, me daba cuenta que mi vida había sido tan incolora e inerte como un lienzo en blanco, o incluso peor. Justo en ese instante me hubiese gustado hacer las paces con mis padres. También me arrepentía de hace un año no haberle confesado mis sentimientos a la persona que me gustaba, aunque no fuesen correspondidos. Moriría sin saber que hubiera respondido o si quiera verlo otra vez. Pero por muy raro que parecía, el rostro de esa persona no llegaba a mi mente. En cambio, extrañamente mi cerebro rememoraba el encuentro con el hombre que había retratado hacía pocas horas atrás. No entendía el porqué en mi mente aparecía el rostro de ese extraño, cuyo nombre incluso había olvidado.
—No puedo esperar para desangrarte —dijo mi atacante, deseoso y excitado por arrebatarme la vida. Luego sentí como el agarre en uno de mis hombros desapareció, mientras alzaba su mano, preparada para lanzar un mortal zarpazo a mi cuello.
Solo pude abrir mis ojos por el dolor punzante que se instaló a lo largo de mi garganta, que opacaba por completo el ardor de mi espalda. Sentía como mi boca se llenaba con mi propia sangre, y al mismo tiempo que me ahogaba con ella. Mientras tosía, el líquido carmín salpicaba el rostro del hombre, que en ese instante saboreaba extasiado los dedos manchados con los que me había cortado la garganta.
Poco a poco la vista se me turbaba por instantes cada vez más prolongados, mientras que las pocas fuerzas que me quedaban se desvanecían. Ya mi destino estaba condenado.
Moriría allí, bajo una luna que me hubiese encantado retratar. Pero en ese instante que me imaginaba como hubiese sido ese cuadro, nuevamente la imagen de aquel chico misterioso regresaba. Aun en mi lecho de muerte, ese rostro pálido, misterioso y sinceramente perfecto acaparaba los últimos momentos de vida. Tal vez ese sujeto hubiese sido el modelo ideal para mis pinturas.
Tristemente, la muerte cercenaría cualquier cosa que pudo haber sido.
Segundo capítulo, espero que les haya gustado. Pueden hacerme llegar sus comentarios u opiniones. Si creen que lo merece, pueden darle una estrellita.
Nos leemos en el próximo capítulo.
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