El Pequeño Vampiro Y La Guarida Secreta 11

El pequeño vampiro y la guarida secreta

Angela Sommer-Bodenburg

Traducción de José Miguel Rodríguez Clemente.

Ilustraciones de Magdalene Hanke-Basfeld.

Este libro es para Burghardt

que quiere como a la niña de sus ojos

a la Sommer-Bodenburg...

con todo bicho viviente

(algunos con capa de vampiro, otros sin ella).

Angela Sommer-Bodenburg

En plena forma... para quedarse en la cama

Aquella mañana de domingo a Antón le despertaron unos extraños brincos junto a su cama. Abrió los ojos y vio a su padre, que -por extraño que pudiera parecer- ¡estaba a los pies de la cama haciendo gimnasia!

Y además no llevaba puesto ni el pijama ni el albornoz, sino el chándal y las zapatillas de deporte (algo completamente inusitado para ser domingo por la mañana).

Antón tenía la sensación de estar en mitad de un sueño; o mejor dicho: de una pesadilla...

Cerró los ojos y los volvió a abrir pestañeando cuidadosamente, pero su padre aún seguía allí.

-¿Por qué me despiertas tan temprano? -gruñó.

-¿Temprano? -se rió el padre de Antón- ¡Son casi las once! ¡Mamá y yo acabamos de decidir que vamos a empezar este domingo un programa de entrenamiento en toda regla!

-¿Vamos? -preguntó desconfiado Antón, que poco a poco empezaba a comprender por qué su padre estaba dando brincos precisamente delante de su cama-. ¿Acaso yo también?

-¡Pues claro que sí! -contestó su padre-. ¡Tú eres el que más necesita el entrenamiento!

-¡Oh, no! -se quejó Antón tapándose con la manta hasta la punta de la nariz.

-Oh, sí -dijo su padre-. ¡Esta mañana no tienes muy buen aspecto que digamos!

Y con una risita de complicidad añadió:

-Te quedaste viendo la televisión, ¿eh? ¿Qué pusieron? ¿«Drácula abandona la cripta»? ¿O «La viuda de Frankenstein»?

-¿Viendo la televisión? -dijo Antón frunciendo los labios-. ¿Los Alegres Músicos Ambulantes? ¡No, gracias!

-¿Y la película de por la noche? -bromeó su padre-. ¿Es que no te iba?

-Primero: sabes perfectamente que no me dejáis ver la película de por la noche -repuso Antón-. Y segundo: ¡A esas horas yo ya estaba durmiendo!

Aquello era cierto: después de la visita de la tarde anterior a la consulta del señor Schwartenfeger, en la que el pequeño vampiro había conocido el programa contra los miedos fuertes... y Antón había tenido que emprender completamente solo el vuelo de regreso a casa. Había llegado a su habitación bastante agotado y se había ido a la cama enseguida.

-Ah, ¿de verdad? -dijo su padre guiñándole un ojo como si estuviera conchabado con él.

Antón le miró muy digno... y se calló.

-¿Estáis ya listos?

Para terminar de ponerle de mal humor a Antón, ahora encima apareció su madre en la habitación, también con un chándal azul oscuro.

-¡Cómo! ¿Antón está todavía en la cama? -exclamó.

-Nuestro hijo no está hoy en plena forma -bromeó su padre-O mejor dicho: está en plena forma... ¡para quedarse en la cama!

-Ja, ja, ja -se burló Antón sin pestañear.

A cámara lenta retiró la manta.

-¡Nosotros sí tendríamos más motivos para estar cansados! -dijo el padre de Antón guiñándole un ojo a la madre.

-Sí, pero ¡quién sabe hasta cuándo habrá tenido la luz encendida Antón! -observó ella.

Antón se rió burlón aún más.

-Sí, quién sabe...

Sin embargo, su madre se limitó a reponer secamente:

-Date prisa en vestirte.

Y luego se marchó de la habitación.

-¡Hasta pronto, pues, amigo deportista! -dijo el padre de Antón siguiéndola.

Olvidado, sin más

Cuando sus padres se marcharon, Antón se quedó aterrado. De repente se había acordado de que la noche anterior se había dejado la bolsa en casa del señor Schwartenfeger... la bolsa en la que estaba también su nuevo chándal amarillo. En esas circunstancias, ¿no sería mejor quedarse en la cama? Podría decir, por ejemplo, que le dolía la cabeza... Pero entonces su madre le trataría con vendas y bolsas de hielo.

No, no le quedaba otro remedio: ¡tenía que levantarse! Con una sensación de malestar se puso los pantalones vaqueros y el jersey verde con capucha. Mientras tanto, se rompió la cabeza intentando encontrar una buena excusa, que convenciera también a su madre, para explicar por qué no se ponía aquel día el chándal nuevo.

-¿Antón?

Aquella era ya la voz de su madre, y poco después estaba en la puerta de la habitación.

Exactamente como Antón se había imaginado, cuando le vio exclamó perpleja:

-¿Te has puesto tu ropa vieja?

-Hummm, sí -dijo Antón.

-¿Y eso justo hoy que es domingo?

Antón intentó poner cara de indiferencia.

-No sabía yo que contigo se tuviera uno que vestir bien los domingos.

-¡Uno no! -repuso ella indignada-. Pero si yo te compro un chándal nuevo -y el amarillo ha sido bastante caro, ¡lo sabes muy bien!-, ¡espero que te lo pongas!

-Yo, eh...

Al principio Antón iba a contestar que se había puesto la ropa vieja para no estropear su chándal nuevo, pero supuso que su madre no se tragaría aquella excusa; así que reconoció:

-Me lo he dejado olvidado.

-¿Olvidado? ¿Así, sin más, olvidado? -dijo ella resoplando-. ¿Y dónde?

Antón dudó.

Mal podía decir que en casa de Ole... ¡pues entonces ella se empeñaría en que fuera a recoger inmediatamente el chándal!

¿Y si decía que en casa de Rüdiger von Schlotterstein? Sus padres creían que el pequeño vampiro y su hermana Anna se habían trasladado a otra ciudad y que, con ello, habían desaparecido definitivamente de la vida de Antón. Sin embargo, podría haber llegado el momento de informarles del regreso de Rüdiger y Anna...

Pero Antón también desechó enseguida aquel plan. De todas formas, al pensar en el pequeño vampiro se le ocurrió una idea.

-Me he dejado el chándal olvidado en casa de Jürgen -dijo; ¡y aquello respondía incluso a la verdad!

-¿En casa de Jürgen? -dijo su madre mirándole incrédula-. Es la primera vez que oigo ese nombre.

-¡Es posible! -exclamó Antón riéndose para sus adentros.

«Jürgen»... Antón se refería al señor Schwartenfeger.

Y probablemente la madre de Antón el nombre de pila del psicólogo sólo lo había leído... ¡en el cartel de la puerta de la consulta del señor Schwartenfeger!

-¿Es un nuevo compañero de clase? -preguntó ella entonces.

-¿Un nuevo compañero de clase? -repitió Antón para ganar tiempo.

Le vino a la cabeza un sueño que había tenido una vez: iba a ingresar como nuevo miembro de la familia Von Schlotterstein...

-¡Más bien un nuevo colega!

-Sí, sí, ya estás otra vez con tus chistes -repuso su madre bastante airada-. Pero te voy a decir una cosa: sea el tal Jürgen un colega de la clase que sea... ¡mañana por la tarde el chándal tendrá que estar otra vez colgado aquí en tu armario!

Tras decir aquellas palabras salió rápidamente de la habitación.

-¿Tengo que quedarme en casa ahora? -le gritó esperanzado Antón-. Lo digo por lo de la ropa vieja siendo hoy domingo.

-¡Por supuesto que no! -le gritó a su vez su madre.

-¿Y la gente? -volvió a intentarlo Antón-. ¿Te da igual lo que vayan a pensar de nosotros por andar yo por ahí un domingo con una ropa viejísima?

-¡Naturalmente! -dijo ella con una falta de educación inusitada-. Puedes mantenerte siempre a un metro de distancia.

-¡Con mucho gusto! -gruñó Antón.

Y para indignarla añadió:

-¡Mejor a un kilómetro!

Ella esta vez no respondió; así que Antón salió trotando malhumorado al pasillo.

Sin embargo, en contra de lo esperado, resultó un domingo muy agradable: con cacao y pastel de manzana en el Café del Parque Municipal... «Como excepción para celebrar el domingo», según resaltó la madre de Antón. Y como Antón había dado dos vueltas corriendo a la piscina para niños, le dejaron incluso pedir además una ración de helado con nata.

-¡Espero que tu estómago pueda digerir bien tanto dulce! -dijo su madre.

-¡No te preocupes! -replicó Antón riéndose irónicamente-. Está bien entrenado.

Los que sí que no estaban tan bien entrenados eran los músculos de Antón; de eso se dio cuenta Antón cuando se levantó al día siguiente. Y la cosa estaba realmente mal cuando después de comer se montó en la bicicleta para ir a casa de «Jürgen» a recoger el chándal. Pero, ¡qué no haría él por su madre!

-¿Y dónde vive el tal Jürgen? -le preguntó ella al despedirse.

-Bueno, pues... en el vecindario -contestó de forma imprecisa Antón.

En el vecindario... ¡ya, ya, ojala!

Cuando Antón se detuvo por fin ante la casa del señor Schwartenfeger estaba como si le hubieran pasado por la rueda de tormentos en el verdadero sentido de la palabra.

Con grandes esfuerzos consiguió subir los escalones y llamó al timbre de la puerta.

La señora Schwartenfeger le abrió y dijo sorprendida:

-¿Tú, Antón?

-¡Me he dejado olvidada aquí mi bolsa!

-Bueno, siéntate un momento en la sala de espera.

-¿Sentarme? ¡Oh, sí, con mucho gusto!

En la sala de espera Antón se dejó caer en el sillón que había junto a la ventana, que por suerte estaba bien mullido, y estiró mucho las piernas. Así seguía sentado también cuando de repente se abrió la puerta y, de forma completamente inesperada para Antón, entró el mismísimo señor Schwartenfeger en persona.

-Desgraciadamente no dispongo de mucho tiempo -dijo el psicólogo disculpándose-. Tengo a una paciente.

Le dio la bolsa a Antón.

-¡Pero antes de que me marche me gustaría saber qué es lo que ha dicho Rudolf!

¡Anímale!

-¿Ru... Rudolf? -balbució Antón.

Probablemente nunca se acostumbraría al nuevo nombre que se había puesto el vampiro para el psicólogo... ¡como seudónimo!

-¿Qué va a haber dicho?

-¡Bueno, pues de la sesión de prueba! ¡Seguro que Rudolf te ha contado qué efecto le ha hecho mi programa!

-¿A mí? ¡No!

-¿No te ha dicho absolutamente nada?

-No, porque... es que tuvo que marcharse -contestó vacilando Antón.

No se sentía muy a gusto en el papel de informador. El psicólogo puso cara de decepción.

-Así es que no me puedes decir qué decisión tomará Rudolf... Si a favor de mi programa o en contra.

-No.

-Hummm. ¡Y precisamente ahora que sería tan importante que Rudolf se decidiera a favor de mi programa! -El señor Schwartenfeger se mezo el bigote-. ¡Ahora que casi me temo que Igno Rante me haya dejado en la estacada!

-¿Cómo... que en la estacada? -preguntó alarmado Antón.

-Bueno, pues ya ha faltado tres veces a la terapia -contestó el señor Schwartenfeger.

-¿Ha faltado tres veces? -preguntó asombrado Antón.

El señor Schwartenfeger asintió con la cabeza.

-Sí, y sin ninguna disculpa.

Antón tragó saliva.

Igno Rante era el paciente misterioso en quien el señor Schwartenfeger ya había probado su programa contra los miedos fuertes. Al parecer con mucho éxito, pues resultaba evidente que Igno Rante, que Antón estaba convencido de que era un auténtico vampiro, había perdido en gran medida su miedo a los rayos del sol... o su «fobia al sol», como lo llamaba el señor Schwartenfeger.

-¿Cree usted que podría haberle ocurrido algo? -preguntó consternado Antón-. Quiero decir que si su fobia al sol aún no estaba realmente curada y se ha puesto al sol... y se ha ido... extinguiendo...

-No, no lo creo -repuso con voz firme el señor Schwartenfeger-. ¡Con lo avanzado que iba ya Igno Rante en el programa de entrenamiento, no!

-¡Pero quizá sea justamente ése el motivo! -dijo después de una pausa-. Quizás Igno Rante ya se haya dado por satisfecho con lo que ha conseguido. Después de todo, el programa de desensibilización es muy duro y requiere una gran capacidad de resistencia...

El señor Schwartenfeger se interrumpió.

-¡Pero ahora debo volver con mi paciente! Sólo te pido un favor para terminar, Antón: si vuelves a ver a Rudolf, anímale... ¡anímale mucho!

Antes de que Antón pudiera decir nada el señor Schwartenfeger había abandonado ya la sala de espera.

Antón se quedó allí desconcertado.

Anímale... ¿No sería mucho más conveniente prevenir al pequeño vampiro?

Antón llegó a casa bastante confuso y con los miembros agarrotados.

-¡Jürgen te ha debido de obligar a que te quedaras a cenar! ¿No? -observó su padre.

-¿Es que he estado tanto tiempo fuera? -se hizo el sorprendido Antón.

-¡Más bien sí! -dijo su madre con gesto sombrío-. ¡Casi creíamos que también ibas a pasar la noche en casa de ese Jürgen!

Antón se sonrió agotado.

-¿Es que hubiera tenido que hacerlo?

Pero realmente estaba demasiado cansado como para enredarse en disputas con sus padres. Dejó ostensiblemente el chándal en medio de la mesa de la cocina y se retiró a su habitación; supuestamente porque todavía tenía que resolver un problema de matemáticas. Sin embargo, se metió enseguida en la cama para estar un poco más fresco cuando el pequeño vampiro -¡lo que Antón esperaba fervientemente!- llamara aquella noche a su ventana.

¡Y entonces Antón hablaría con él sin falta sobre el señor Schwartenfeger y sobre la nueva y preocupante evolución de los acontecimientos con Igno Rante!

De desagradecidos está el mundo de los vampiros lleno

Pero el pequeño vampiro no fue...; ni aquella noche, ni las siguientes. Y Anna tampoco apareció. Antón estaba cada vez más intranquilo.

Y por fin llegó el sábado... la noche que Rüdiger tenía su segunda cita con el señor Schwartenfeger.

Los padres de Antón se marcharon de casa a las siete y media. Les habían invitado unos amigos.

Antón abrió su ventana, se sentó en la cama y empezó a leer Hombres-lobo: las trece mejores historias. Afortunadamente encontró una historia bastante terrorífica; así que apenas se dio cuenta de cómo iba pasando el tiempo.

Cuando de repente aterrizó una figura en el alféizar de su ventana y dijo con voz ronca «¡Hola, Antón!», ya estaba incluso realmente asustado.

-¡Ho... hola, Rüdiger! -balbució metiendo rápidamente el libro debajo de la almohada.

El pequeño vampiro entró en la habitación y se acercó a la cama.

-¡Anda, y yo que creía que ya estarías listo! -bufó mirando fijamente a Antón con ojos fulgurantes-. ¡Pero ni siquiera tienes puesta la capa!

-Yo... no sabía que ibas a venir tan pronto -se defendió Antón.

-¿Pronto? ¿Has dicho pronto?

El vampiro se rió con un graznido e hizo rechinar sus fuertes y afiladísimos dientes.

-Pero tienes razón: ¡hoy he sido muy rápido Ja,ja,ja!

Antón observó con un ligero estremecimiento los gruesos labios del vampiro, que a la luz de la lámpara de la mesilla de noche parecían de color rojo subido. Al fin y al cabo, sin embargo, sabía al menos que el pequeño vampiro ya había... ¡comido!

-¡Y ahora estoy ávido de ir por fin a ver a Schwartenfeger! -continuó diciendo el vampiro.

-¿Ávido? -repitió Antón lleno de malestar.

-¿He dicho «ávido»?

El vampiro volvió a reírse con un graznido.

-Naturalmente quería decir «ansioso». ¡Que estoy ansioso por empezar el programa!

-¡Ah..., antes tenemos que hablar una cosa! -objetó Antón.

-¿Una cosa? -dijo desganado el vampiro-. ¿Qué cosa?

Al parecer estaba de bastante mal humor y eso no era una condición favorable para hablar con él de problemas serios. ¡Pero a pesar de todo Antón tenía que intentarlo!

-El vampiro del que te hablé... -empezó a decir.

-¿Qué vampiro? -le interrumpió Rüdiger.

-¡Eso era lo que iba a explicarte!... Pues el vampiro que es también paciente del señor Schwartenfeger, el tal Igno Rante...

¡Ya ha faltado tres veces a la terapia, y además sin disculparse!

-Bueno, ¿y qué? -dijo el pequeño vampiro encogiéndose de hombros con indiferencia-. Sus razones tendrá el rancio Igno ése. Y además... ¿a mí que me importan tus conocidos?

-En primer lugar; yo no le conozco -repuso Antón («¡Afortunadamente!», añadió para sí)-. Y segundo, podría haberle ocurrido algo, ¡algo que quizá tenga que ver con el programa!

El pequeño vampiro aguzó el oído.

-¿Con el programa?

-¡Sí! -dijo Antón carraspeando, pues sabía que ahora iba a tocar un tema difícil-. Si Igno Rante ha estado demasiado tiempo al sol, entonces...

-Entonces, ¿qué? -preguntó cortante el vampiro.

-Entonces es posible que se haya... ¡extinguido!

-¿Extinguido? -repitió el vampiro con voz de ultratumba-. ¡Eso sólo lo dices por celos!

-¿Qué quieres decir con eso?

-¡Tú quieres quitarme las ganas de hacer el programa porque tienes celos de Olga!

-¿Yo celos de Olga?

Antón estuvo a punto de reírse.

-¡Sí, señor! -exclamó el pequeño vampiro-. A ti Olga nunca te ha gustado, y ahora que ella va a hacer el largo camino desde Viena hasta aquí... -¡por mí!- tú estás cavilando cómo puedes separarnos.

Antón sacudió la cabeza.

-¡No!

-¡Oh, sí! -replicó el vampiro-. ¡Nunca has dicho ni una sola palabra amable sobre Olga! ¿Y por qué?

Dirigió una mirada penetrante a Antón, pero éste fue lo suficientemente inteligente como para no responder que si no se podía decir nada amable sobre Olga la culpa la tenía ella.

-Porque te indigna que... ¡yo tenga afecto también a Olga! -se contestó a sí mismo el pequeño vampiro... visiblemente orgulloso de haber demostrado tanta agudeza de ingenio.

Antón se temía que le iba a resultar muy difícil abrirle los ojos a Rüdiger en aquel estadio avanzado de ceguera por amor. Sin embargo, quiso asegurarse:

-Yo no lo he dicho para separaros. Yo sólo quería prevenirte... por lo de Igno Rante. Pero si tú crees que estoy en contra de ti...

-¡En contra de mí no! -dijo el pequeño vampiro-. ¡En contra de Olga!

Antón suspiró de un modo apenas perceptible.

-Está bien, vámonos volando.

-Ya era hora -gruñó el vampiro.

Se subió al alféizar y se elevó en el aire. Antón sacó del armario su capa de vampiro, se la puso y después de apagar la luz siguió al pequeño vampiro.

-¡Date prisa! -le ordenó el vampiro fuera-. No me gustaría llegar tarde por tu culpa.

«Por mi culpa, sí», pensó furioso Antón.

Él hacía todos los esfuerzos imaginables para prevenir al pequeño vampiro del amenazante peligro... ¡y encima tenía que servirle a Rüdiger de cabeza de turco!

-¡De desagradecidos está el mundo de los vampiros lleno! -dijo..., pero en voz tan baja que seguro que el vampiro no lo oyó.

Fiebre estomacal

No llegaron tarde, ni mucho menos: cuando aterrizaron detrás de los rosales de la casa del señor Schwartenfeger el reloj de la farmacia marcaba solamente las 21.20 h.

-¡Hemos llegado incluso diez minutos antes! -dijo triunfal Antón.

-¡Ja, eso tienes que agradecérmelo únicamente a mí! -repuso jactancioso el pequeño vampiro-. Como yo he impreso una velocidad tan rasante, tú, automáticamente, te has dejado arrastrar..., digo, no, te has dejado llevar por los aires.

-Ah, ¿sí? -dijo irónicamente Antón.

-Sí, y naturalmente tienes que agradecérselo también a las capas... ¡A nuestras capas original-von-Schlotterstein! -continuó diciendo el vampiro-. Además, por si no lo sabías, ¡las capas las tejió a mano mi abuela, Sabine la Horrible! -y añadió con una sonrisita-: Se pondría vampirescamente furiosa si supiera que tú, ¡un ser humano!, lleva puesta su capa.

-¿La capa de ella? -dijo sorprendido Antón-. Yo pensaba que era la de Tío Theodor.

-Y sí que lo es -contestó el vampiro-. Pero ella se la tejió para él por aquel entonces, en Transilvania, antes de tener aquella fiebre estomacal.

-¿Fiebre estomacal? -repitió Antón... medio compadecido, medio escéptico-. ¿Es eso una enfermedad?

-¡Una enfermedad terrible! -le explicó el pequeño vampiro con una voz repentinamente cambiada y quejumbrosa-. Y me temo que yo lo he heredado de mi abuela. Vuelvo a sentirme tan raro...

Contrajo el rostro y se apretó la barriga con la mano al tiempo que miraba el reloj de la farmacia, cuya aguja grande avanzaba en aquel momento hacia el número seis.

-¡Las nueve y media! -dijo Antón-. Vamos, el señor Schwartenfeger nos espera. O mejor dicho: ¡te espera!

-¡No me dejes solo! -le gritó el pequeño vampiro-. Ahora que me siento tan raro...

-Seguro que es por los nervios -opinó Antón.

-¿Por los nervios? -dijo el vampiro con voz débil.

-Bueno, sí... -dijo Antón reprimiendo una sonrisa burlona-. Si está tan próximo el regreso de Olga...

-¿Crees tú que será por eso? -preguntó el pequeño vampiro apareciéndole en la cara una sonrisa enamorada.

-¡Seguro! -dijo Antón.

Mientras tanto, miró preocupado al reloj. Ya eran las diez menos veinticinco.

-¡Ahora vamos, Rüdiger!

Antón se fue decidido hacia la puerta.

Cuando vio que el pequeño vampiro le seguía apretó el timbre de la puerta del señor Schwartenfeger: dos timbrazos cortos y dos largos, como habían acordado.

Se acercaron unos pasos pesados y poco después se encontraban ante el señor Schwartenfeger.

-¡Ya creía que no ibais a venir! -dijo.

Antón le dirigió una mirada al vampiro y contestó irónicamente:

-Sólo ha habido un par de problemas con el vuelo.

-¿Con el vuelo? -dijo el señor Schwartenfeger sonriendo satisfecho; probablemente creía que era una broma-. Temía que Rudolf pudiera haberse decidido en contra de la terapia.

-No, no... ¡a favor!-repuso desgañifándose el vampiro.

-¡Me alegro de veras! -dijo el señor Schwartenfeger suspirando profundamente-. Pero, entrad, entrad.

Antón entró y el pequeño vampiro le siguió vacilando.

-¿Y de qué tipo eran vuestros problemas? -preguntó el psicólogo mientras subían los escalones hacia la consulta.

-Bueno... -dijo Antón mirando de soslayo al vampiro y sonriendo burlón-. Estas viejas capas de vampiro con sus mil agujeros... no están demasiado protegidas contra el viento que digamos. Y Rü..., digo..., Rudolf ha sido hoy bastante lento.

-¿Lento yo? -exclamó indignado el pequeño vampiro.

Antón pasó completamente por alto la objeción.

-Es que la salud de Rudolf está algo afectada, ¿sabe usted? -dijo.

-¡Ja! -bufó el vampiro cruzándosele en el camino a Antón y colocándole amenazante los puños debajo de la nariz-. Tú sí que vas a estar afectado enseguida... ¡Traidor!

-¡Pero es posible!... -exclamó el señor Schwartenfeger, que también se había detenido-. ¡Apenas habéis llegado y ya estáis arremetiendo el uno contra el otro!

-¿Nosotros? -bufó el pequeño vampiro-. ¡Antón es el que arremete contra mí!

-Y también es Antón el que agita los puños, ¿no? -repuso el señor Schwartenfeger.

El pequeño vampiro dejó caer los brazos y siseó:

-¡Es usted parcial!

El psicólogo, sin embargo, permaneció muy tranquilo.

-Creo que sería mejor que Antón se quedara hoy en la sala de espera -declaró.

El pequeño vampiro enmudeció durante unos segundos. Luego exclamó:

-¡Sin Antón no quiero relajarme! ¡Como no esté Antón, puede usted olvidarse de su terapia, sí señor!

-Está bien... -cambió de actitud el señor Schwartenfeger-. Entremos los tres en mi consulta.

-Pero se quedará Antón, ¿no? -se aseguró otra vez el pequeño vampiro.

-¡Con la condición de que tú seas algo más amable! -declaró Antón sonriendo irónicamente.

-¡Súper amable! -gruñó el vampiro.

Boxeo sin contrario

En la sala de consulta del psicólogo el pequeño vampiro se dirigió sin rodeos a la ancha silla de relajación, forrada de cuero verde, en la que se había sentado durante la sesión de prueba.

Tomó asiento y empezó a ejecutar extraños movimientos con los brazos..., como si hubiera hecho un curso de boxeo sin contrario.

-¿Quieres enseñarnos algo con tus gestos, Rudolf? -preguntó el señor Schwartenfeger, que estaba sentado como en un trono en su silla giratoria detrás del escritorio repleto, como siempre, de documentos y libros y observaba con atención al vampiro.

-¿Cómo que... enseñar? -gruñó el vampiro.

-Lo que estás haciendo parece muy misterioso -opinó el psicólogo.

-¿Misterioso? -repitió el pequeño vampiro-. ¡Me estoy relajando!

-Ah, vaya...

El señor Schwartenfeger se rascó la barbilla. Era evidente que le resultaba penoso no haber reconocido como tales los «ejercicios de relajación» de Rüdiger.

Pero inmediatamente después se sobrepuso y con su voz tranquila y amable de psicólogo dijo:

-¡Bueno, es maravilloso que ya hayas empezado! Así podremos iniciar de inmediato los ejercicios..., si estás de acuerdo.

-Claro que estoy de acuerdo -resopló el vampiro-. ¿Es que acaso no se ve que estoy ardiendo de ganas de hacer el programa?

-¿Ardiendo? -dijo el señor Schwartenfeger con una posecilla -Sí, hoy estás algo menos pálido que la última vez.

Antón no pudo evitar sonreír irónicamente.

«¡No es de extrañar, sintiendo Rüdiger un amor tan ardiente!», pensó..., pero prefirió guardárselo porque no quería provocar una nueva discusión.

Se sentó lleno de expectación en la vieja y dura silla de madera que había delante del escritorio del señor Schwartenfeger y observó cómo el psicólogo empezaba ya con el entrenamiento:

-Cierra el puño derecho, Rudolf. Muy fuerte... Mantén la tensión, así... Y ahora suelta los dedos, distiéndelos... Estás muy relajado...

Antón vio que el pequeño vampiro parecía aquel día mucho más concentrado y también parecía no estar ya tan temeroso y tan agarrotado. Rüdiger interrumpió el programa una sola vez porque sus brazos, según dijo, «pesaban más que un ataúd de plomo». Por lo demás, siguió sin rechistar las instrucciones que le daban, relajando los brazos, la nuca y después los hombros.

La extraña y concentrada calma que acompañaba aquellos ejercicios se trasladó incluso a Antón.

Apenas se atrevía a respirar.

Sólo cuando el pequeño vampiro tuvo que relajar los músculos de la cara se deshizo aquel estado de ánimo especial.

De repente a Antón le costó trabajo no explotar de risa, pero es que era demasiado cómico ver cómo al pequeño vampiro le salían arrugas transversales en la frente y parecía un triste perro teckel.

Después el vampiro tuvo que cerrar los ojos.

Antón vio sorprendido cómo en aquella ocasión Rüdiger ni siquiera parpadeó. Dirigió una mirada de aprobación al señor Schwartenfeger.

¡Las instrucciones reposadas y firmes del psicólogo parecían producir sobre el pequeño vampiro un efecto casi hipnótico!

-¡Y ahora vas a contar lentamente hacia atrás empezando desde cinco! -prosiguió el señor Schwartenfeger-. Y luego dirás: «¡Me siento bien, estoy completamente despierto y despejado!», ¡y abrirás los ojos!

El pequeño vampiro empezó a contar con voz amortiguada:

-Cinco... Cuatro... Tres... Uno... Me siento bien, estoy completamente despierto y despejado...

Abrió los ojos y silbó suavemente entre los dientes.

-Realmente estoy completamente despierto y despejado -dijo, y con una voz áspera y gutural añadió-: ¡Su programa es casi tan bueno como una transfusión de sangre, ja, ja, ja!

Antón se estremeció, pero el señor Schwartenfeger sonrió halagado.

-¡Estoy muy contento de que tenga para ti un efecto tan positivo! -dijo-. Mi otro paciente, Igno Rante, después de las primeras sesiones siempre se quejaba de que tenía dolores de cabeza.

-¿Dolores de cabeza? -dijo el vampiro dándose golpecitos en la frente-. Esa palabra es desconocida para mí -y añadió fanfarroneando-: ¡Es que depende siempre de la cabeza que tenga uno!

-¡O de lo idiota que sea uno! -completó Antón.

Apenas se le escapó aquello, podría haberse abofeteado por hacer esa tonta observación. Pero el pequeño vampiro no se dignó dirigirle una mirada a Antón... como si no hubiera oído la observación.

El sol sale cada día

-Por mí podemos hacer tranquilamente un par de ejercicios más -declaró entonces el pequeño vampiro dirigiéndose al señor Schwartenfeger.

-Pero yo no quisiera que te esfuerces demasiado, Rudolf-contestó el psicólogo.

-Bah... -dijo el vampiro-. Estoy acostumbrado a que me machaquen los nervios.

-¿De veras? -inquirió el señor Schwartenfeger, que parecía afectado.

-Bueno, es que... -dijo el vampiro sonriendo irónicamente y señalando con un gesto de cabeza a Antón-. ¡Cuando uno es amigo... digo... conocido de uno como ése!

En un primer momento Antón fue a contestarle con algo malo, pero luego se dijo a sí mismo que era la venganza de Rüdiger por lo de «lo idiota que sea uno» y, así, se limitó a lanzar al vampiro una mirada furiosa.

-¡No, realmente creo que ya ha sido bastante por hoy! -declaró el señor Schwartenfeger. Era evidente que sentía que se respiraba en el ambiente una nueva pelea entre Antón y el pequeño vampiro-. ¡Vamos a dejarlo para el próximo sábado, Rudolf!

-¡Pero yo quiero hacer otro ejercicio más! -se empeñó el pequeño vampiro.

-Hummm... -dijo el señor Schwartenfeger mesándose el bigote-. Bueno, pues entonces podríamos hacer un par de ejercicios más con las cosas amarillas..., si tú quieres.

-¡No... no puede ser! -balbució Antón.

El señor Schwartenfeger le miró sorprendido.

-¿Por qué no?

-Es que yo..., la bolsa con las cosas amarillas... Me la he dejado en casa; en mi armario.

-¿En tu armario? -bufó el pequeño vampiro-. Dime; ¿para qué te traigo, si tienes menos memoria que un colador..., sólo que encima con más agujeros?

-Lo siento -dijo apocado Antón.

-¿Cómo que lo sientes? ¿Nada más? -gruñó el pequeño vampiro-. Por tu culpa tengo ahora un retraso de semanas en el programa... ¡Sí señor!

-No, en eso eres injusto, Rudolf -se inmiscuyó entonces el señor Schwartenfeger-. Al fin y al cabo, a cualquiera le puede ocurrir que se olvide de algo. Y lo de un retraso de semanas en el programa... pues, en fin, para decirlo suavemente: ¡Quizá sea un poco exagerado!

El pequeño vampiro frunció con disgusto la boca pero no repuso nada.

-Y además -siguió diciendo el señor Schwartenfeger en tono más conciliador-, ¡no estamos, ni mucho menos, supeditados a las cosas amarillas! Lo vas a ver ahora mismo, Rudolf.

Le asintió con la cabeza al vampiro y con gesto misterioso abrió uno de los cajones de su escritorio..., pero sólo un poco, de tal forma que ni Antón ni Rüdiger pudieron ver lo que contenía.

-Te gusta la música, ¿no? -le preguntó.

-¡Claro que sí! -le contestó el vampiro.

-¡Entonces escucha con atención! -dijo el señor Schwartenfeger echando mano al cajón, del que, inmediatamente después, salió una música suave y de sonido algo metálico.

Era una melodía que a Antón le resultaba conocida.

Escuchó atentamente... y de pronto supo qué canción era aquella: «El sol sale cada día».

«¡Y el señor Schwartenfeger tiene que ir a ponerle justo esta canción al pequeño vampiro!», pensó mirando preocupado a Rüdiger.

Sin embargo, éste estaba recostado en su silla verde y parecía escuchar arrobado y con muchísima atención.

-¿Te gusta esta música? -preguntó el señor Schwartenfeger.

-¡Sí! -dijo el vampiro-. ¡Es justo la apropiada para Olga y para mí!

-¿Conoces la canción?

-No, ¿por qué?

-Se titula «El sol sale cada día1»

-¿Cada día... el sol? -dijo el vampiro soltando un gemido.

-Sí. ¡Pero no dejes que el título te ponga nervioso! -le recomendó el señor Schwartenfeger volviendo a hacer un nuevo movimiento dentro del cajón, con lo que la canción sonó otra vez-. ¡Atiende sólo a la música! -dijo con su voz profunda y un poco adormecedora-. ¡Estás muy relajado y sólo escuchas la música!

El pequeño vampiro se echó hacia atrás y cerró los ojos.

-Y ahora yo cantaré en voz baja la letra -le anunció el señor Schwartenfeger.

-¡Oh, no! -murmuró Antón.

Entonces, efectivamente, el señor Schwartenfeger, aunque muy contenido, empezó a cantar:

«El sol sale cada día en la maravillosa ronda de los bosques. Y la bella y recelosa hora de la creación emprende su camino cada mañana.»

Para asombro de Antón, el pequeño vampiro siguió tumbado muy tranquilo... a pesar del «sol naciente» y de «la bella y recelosa hora de la creación».

¿Así, sin más?

Mientras cantaba, el señor Schwartenfeger observaba al pequeño vampiro... con atención y un poco preocupado, según le pareció a Antón.

Sin embargo, Rüdiger mantenía los ojos cerrados y no daba muestras ni de repulsa ni de miedo.

-¿Te gustaría enterarte ahora de dónde sale la música, Rudolf? -preguntó el señor Schwartenfeger cuando terminó de cantar.

-No -contestó el pequeño vampiro sin abrir los ojos-. Pero oírla otra vez sí que quiero.

-¡Podrás escuchar esta música todas las veces que quieras! -dijo misteriosamente el psicólogo.

-¿Todas las veces que quiera? -repitió el pequeño vampiro entreabriendo un poco los ojos-. Entonces quiero oírla ahora -declaró-. ¿Por qué no empieza usted?

-¡Porque eres tú quien tiene que empezar! -repuso el señor Schwartenfeger.

-¿Yo? -dijo el vampiro abriendo ahora del todo los ojos-. Yo no canto... ¡Hoy por lo menos no!

El señor Schwartenfeger sonrió.

-Tampoco tienes por qué hacerlo, Rudolf. ¡Sólo tienes que levantar la tapa igual que he hecho yo!

-¿Levantar la tapa?

-¡Sí! -dijo el señor Schwartenfeger metiendo la mano en su cajón y sacando una caja de música forrada de terciopelo amarillo.

Antón contuvo la respiración: ¡con sus picos amarillos y una cara sonriente pegada, la caja de música representaba sin lugar a dudas un sol!

Sin embargo, Rüdiger no parecía en absoluto tener miedo o estar asustado..., sino más bien estar sorprendido e incluso sentir algo de curiosidad.

-¿Y esta repugnante cosa amarilla es lo que hace una música tan bonita? -preguntó con incredulidad.

El señor Schwartenfeger asintió con la cabeza.

-Sólo tienes que abrirla y empezará a sonar la canción... ¡Solamente para ti!

-¿Para mí solo? -dijo el pequeño vampiro dudándolo-. ¡Pero si Antón también la está oyendo!

-Si te gusta la caja de música -contestó el señor Schwartenfeger con ceremoniosa seriedad-, y si quieres tenerla... ¡te la regalo!

El vampiro levantó desconfiado las cejas.

-¿Se desprende usted de la caja de música... así, sin más?

-No -le contradijo el señor Schwartenfeger-. «Regalar» no significa «desprenderse así, sin más». Yo te la regalaría porque puede ayudarte a superar tu miedo a los rayos del sol.

-¡Ah, es por eso! -dijo el pequeño vampiro, a cuyo rostro asomó una sonrisa de alivio-. Ahora entiendo -hizo crujir las uñas y murmuró-: Si no fuera por ese asqueroso color amarillo... Pero la música... ¡es realmente estupenda!

-Y a Olga le encanta la música... -añadió tras una pausa.

Al parecer, el pensar en Olga era lo que le había hecho decidirse al pequeño vampiro, pues acto seguido, con su insolencia habitual, declaró:

-¡Bien, si es bueno para la terapia, me llevaré la caja de música!

-¿Si no, no te la hubieras llevado? -le preguntó el señor Schwartenfeger.

-¡No! -repuso muy digno el vampiro-. Yo no acepto nada de seres humanos -dijo haciendo desaparecer la caja de música bajo su capa-. Con una excepción...

-¡Sí! -observó burlón Antón-. A excepción de mis libros, de mis libros favoritos.

El pequeño vampiro le lanzó una mirada divertida.

-¡Alégrate de que yo de ti sólo quiera libros! -dijo con una risa socarrona-. Pero es que desgraciadamente con la lectura no me sacio -declaró poniéndose serio otra vez y levantándose.

Tarareando la melodía de la caja de música se dirigió hacia la puerta.

-¿Cómo era la letra? -preguntó hablando consigo mismo-. ¿«Cada noche salen las estrellas»? Sí, exactamente: «Cada noche salen las estrechas»...

Dicho aquello, salió de la consulta dando un portazo.

-¡Pero espérame! -exclamó Antón.

-¡Sí, espera! -dijo también el señor Schwartenfeger, a quien con su gruesa barriga le costaba salir de detrás de su escritorio.

Rüdiger ya había alcanzado la puerta de la casa cuando apareció el señor Schwartenfeger en el descansillo de la escalera.

-¡Hasta el sábado que viene, Rudolf! -exclamó-. ¡Y que tengas mucho éxito con la caja de música!

-¿Éxito? -gruñó el vampiro.

Pero luego se rió burlón y dijo:

-Sí, es verdad. Mi caja de música me proporcionará incluso un enorme éxito... ¡con Olga!

Con una risa ronca abrió de un tirón la puerta de la casa.

Ya fuera se elevó por los aires y se alejó con rápidos y fuertes braceos sin preocuparse ni lo más mínimo de Antón.

Antón echó a volar detrás de él lo más deprisa que pudo..., decidido a decirle al pequeño vampiro su opinión: ¡que aquel día Rüdiger estaba volviendo a mostrar la faceta más negativa de su persona!

Rasgo de amistad

Después de un rato el pequeño vampiro redujo la velocidad de su vuelo y se volvió hacia Antón con una risita de reconocimiento.

-No está mal -dijo-. Vuelas tan velozmente como si llevaras un siglo haciéndolo.

-Bah... -dijo Antón estirando la palabra-. Me conformo con estar haciéndolo así hoy. No tengo ninguna gana de regresar volando siempre solo.

-¿Eso es un reproche? -se puso furioso el pequeño vampiro.

-Más bien una propuesta -repuso Antón.

-Seguro que es un golpe al agua -dijo burlón el pequeño vampiro.

-O un golpe2 en la cara -le contestó Antón.

-¡No me empieces ahora con sermones! -bufó el vampiro-Suelta ya de una vez lo que quieres decir.

-¡Está bien! -dijo Antón carraspeando-. Mi propuesta es la siguiente: el sábado que viene también iré contigo a ver al señor Schwartenfeger.

El pequeño vampiro se quedó perplejo y mirándole fijamente.

-¿Qué quieres decir con eso? -le preguntó-. Si tú me acompañas siempre...

-¡Eso es lo que tú te crees! -dijo Antón moviendo con fuerza los brazos un par de veces.

-¡Sí, pero es lo acordado! -exclamó el vampiro.

-¿Lo acordado? -se rió secamente Antón-. Y aunque así fuera: yo no estoy obligado a acompañarte.

-Pero es que yo sin ti no puedo... -dijo de repente muy apocado el vampiro-. No es posible que tú quieras que vaya solo a ese...

-¡Es verdad que no lo quiero! -dijo Antón en un tono marcadamente condescendiente-. Y además te acompañaría si...

Dejó la frase sin terminar para que aumentara todavía más la tensión.

-¿Si qué? -exclamó el pequeño vampiro.

-¡Si tú te portas como un amigo! -declaró Antón riéndose irónicamente para sus adentros.

-¿Yo... como un amigo?

Durante unos segundos dio la impresión de que el pequeño vampiro le iba a saltar al cuello a Antón, pero luego pareció haber comprendido que en aquel momento Antón tenía todas las bazas en su mano.

Haciendo rechinar los dientes dijo:

-Está bien, me portaré como un amigo... ¡si tú te empeñas!

-¡Claro que me empeño! -dijo Antón saboreando su triunfo-¡Y ya sé también cuál es el primer rasgo de amistad que me puedes mostrar!

-¿Cuál? -preguntó desconfiado el vampiro.

-Ahora, como un verdadero amigo, me acompañarás hasta la puerta de mi casa; ¡no, hasta la ventana!

-Tus clases particulares de amistad empiezan de una forma muy emocionante -gruñó el pequeño vampiro.

Sin embargo, acompañó volando a Antón... hasta la colonia donde Antón vivía.

-Ya es suficiente con esto, ¿no? -resopló el vampiro.

-No. Querría que me llevaras hasta mi ventana -declaró Antón.

El pequeño vampiro soltó un bufido de rabia, pero luego, de repente, empezó a reírse irónicamente.

-Sí, sí, muy bien -dijo con una amabilidad exagerada-. ¡Con la condición de que después tú también me muestres a mí un rasgo de amistad!

Y para que Antón entendiera a qué se refería dejó al descubierto sus colmillos, afilados como agujas.

A Antón se le puso la carne de gallina.

-Yo... esto... no hace falta que me acompañes hasta la ventana -dijo precipitadamente.

-¿Así, de pronto? -preguntó con suavidad el vampiro.

-Ejem..., es que ya no está lejos y... -balbució Antón.

-¡Típico de Antón Bohnsack! -observó desdeñoso el pequeño vampiro-. A mí me exiges un rasgo de amistad, pero cuando te toca el turno a ti, no estás dispuesto a nada... ¡Ni siquiera al más pequeño rasgo de amistad!... Y además -añadió-, a un verdadero amigo nunca se le hubiera olvidado la bolsa, ¡no señor!

Resolló muy satisfecho de sí mismo, según le pareció a Antón... y luego se marchó de allí volando sin despedirse.

-¡Por mí de ahora en adelante puedes ir a casa de Schwartenfeger tú solo! -le gritó Antón.

Un pretendiente

A pesar de todo, el sábado siguiente la furia de Antón ya se había esfumado.

Después de que sus padres se hubieran marchado poco más tarde de las siete para ir a un concierto, estuvo en su habitación esperando impaciente al pequeño vampiro.

La bolsa con las cosas amarillas ya la había puesto en la ventana abierta. Pero el tiempo pasaba sin que Rüdiger apareciera. «¿Se sentirá ofendido el pequeño vampiro?», pensó Antón, que ya casi se arrepentía de haberle reprochado a Rüdiger que no era un verdadero amigo.

Pero luego, a las nueve menos veinte, el pequeño vampiro aterrizó en el alféizar de la ventana de Antón... bastante sofocado.

-¡Las hermanas pequeñas son una verdadera peste! -bufó en lugar de saludar.

-¿Qué quieres decir? -preguntó perplejo Antón.

-¡Ja! ¡Por culpa de Anna ahora voy a llegar tarde a la terapia!

-¿Por culpa de Anna? -se asustó Antón-. ¿Ha pasado3 algo?

-¡Pasado, pasado! -resopló el vampiro-. ¡Apremia!

-¿Qué?... -preguntó sin entenderlo Antón, que nunca había oído aquella palabra.

-¡Que hay que darse prisa! -tronó el vampiro-. Bueno, vamos, ponte la capa y vente.

-Sí, sí-murmuró Antón mientras se ponía rápidamente la capa de vampiro y se metía la bolsa debajo del jersey.

Mientras volaban el uno junto al otro, preguntó cautelosamente:

-¿Qué es lo que pasa con Anna?

-¡Bah, sólo un maldito pretendiente! -contestó el vampiro haciendo un ademán desdeñoso.

-¿Un... pretendiente? -dijo Antón sintiendo cómo su corazón empezaba a latir impetuosamente-. ¿Anna tiene un pretendiente?

El vampiro se rió socarronamente.

-¡Ella no! ¡No, Tía Dorothee! Pero Anna me ha estado dando tanto la lata que al final he tenido que irme volando con ella a ver a ese pretendiente.

-¿Le... le has visto? -le preguntó Antón,- que se acordó de lo que el señor Schwartenfeger le había contado hacía algún tiempo sobre su misterioso paciente: que Igno Rante estaba interesado en una dama-vampiro.

Ya entonces Antón había pensado que aquella dama-vampiro podía ser Tía Dorothee...

-¿Y qué aspecto tiene? -preguntó con voz ronca Antón.

-¡Qué más da! -contestó desabrido el pequeño vampiro-. Bastante bajo, bastante delgado, capa de vampiro, pelo negro y untuoso...

-¿Pelo negro y untuoso? -exclamó Antón, al que le tembló la voz de excitación.

Lo más llamativo de Igno Rante habían sido dos cosas: su cabello, peinado hacia atrás y con mucha pomada y que era tan negro que, a la fuerza, tenía que ser teñido... y su olor a lirio de los valles.

-¿Y no te ha llamado la atención ninguna otra cosa? -preguntó esforzándose porque no se le notara su nerviosismo.

-¿Alguna otra cosa? -repitió el pequeño vampiro, y empezó a reírse burlón-. ¡Sí! Tía Dorothee le saca la cabeza y por eso tiene que ponerse de puntillas cuando va a darle..., ji, ji..., un beso.

-¿Y su olor? -preguntó Antón-. ¿No olía a nada raro?

El vampiro sacudió la cabeza.

-¡Ni siquiera un poquito!... Pero, ¿cómo se te ocurre eso? -preguntó de mala gana después de una pausa-. ¿No te habrá llevado ya también Anna a que le veas?

-No, yo no he vuelto a ver a Anna desde la fiesta de disfraces en casa de Schnuppermaul -repuso Antón.

-¡Efectivamente! -dijo el pequeño vampiro riéndose burlón-Anna estaba muy decepcionada contigo... ¡porque no la defendiste de Lumpi!

-¿De Lumpi? -dijo sorprendido Antón.

-¡Sí! -confirmó el vampiro-. Cuando Lumpi hizo aquel simpático chistecito de que bajo su vestido ella tenía que llevar unos leotardos agujereados...

-¿Lumpi?

Antón se acordaba muy bien de quién había hecho aquel odioso chiste que había echado a Anna de la fiesta de disfraces: ¡el propio Rüdiger!

Sin embargo, como no quería volver a pelearse con el pequeño vampiro -y mucho menos antes de la visita al señor Schwartenfeger -prefirió no entrar en el tema.

-Ese pretendiente -dijo- ...si oliera a perfume de lirios del valle, podría ser el paciente misterioso del señor Schwartenfeger: Igno Rante.

-Pero su olor es completamente normal -contestó el pequeño vampiro.

-¿Ni siquiera un poquito dulzón? -preguntó Antón.

-¡No! -respondió el vampiro riéndose-. Huele casi tan bien como tú -dijo mirando de soslayo la capa de Antón.

-¡Cómo que yo! -dijo Antón poniendo una cara muy digna-. ¡Yo no tengo la culpa de que el olor a aire viciado esté impregnado en la tela!

-¿Olor a aire viciado? -preguntó evidentemente halagado el vampiro-. Sí, mi tío Theodor despedía un aroma muy personal... y verdaderamente agradable ¡a azufre y huevos podridos!... Pobre Tío Theodor -añadió después de una pausa-. ¡Sólo su aroma le ha permanecido fiel!

Carraspeó y luego señaló hacia abajo, a la casa del señor Schwartenfeger.

-¡Ya hemos llegado!

El aparato luminoso

Cuando entraron en la sala de consulta había junto al escritorio del señor Schwartenfeger una especie de carro de servir encima del cual Antón vio una caja alta y estrecha. Dentro de aquella caja había varios tubos de cristal colocados verticalmente y muy apretados unos contra otros.

-¿Qué es esto? -preguntó el pequeño vampiro yendo hacia allí vacilante.

-Es un aparato luminoso -le explicó el señor Schwartenfeger.

-¿Un aparato luminoso?

-Sí. Es una pantalla que desprende una fuerte luz, aproximadamente tan intensa como la luz del día.

-¿Como la luz del día? -gritó el vampiro-. Pero entonces...

En lugar de terminar la frase soltó un suave gemido.

-Pero si es sólo una luz artificial -le tranquilizó el señor Schwartenfeger-. ¡El aparato no puede hacerte absolutamente nada, Rudolf!

-¿Y usted cómo lo sabe? -bufó el vampiro.

-Lo sé por experiencia -respondió el señor Schwartenfeger-. ¡Mi otro paciente, Igno Rante, habla maravillas de los efectos del aparato luminoso!

-¿De verdad?

Aquello parecía haber convencido al pequeño vampiro.

-¡Espero que os hayáis traído las gafas de sol! -dijo el señor Schwartenfeger.

-¡La bolsa! -le ordenó el pequeño vampiro a Antón-. ¿Tienes la bolsa?

-Sí -gruñó Antón... molesto por el brusco tono del vampiro.

-¡Menos mal! -dijo el vampiro sonriéndose ahora burlón.

Dirigiéndose al señor Schwartenfeger y haciéndose el importante dijo:

-Le he echado una buena bronca a Antón, ¿sabe usted? No se le volverá a olvidar nada en una temporada.

Antón apretó furioso los labios. De un tirón sacó de debajo del jersey la bolsa y se la dio al vampiro. Rüdiger empezó inmediatamente a revolver en ella, pero luego le entraron temblores.

-¡Brrr, tanta cosa amarilla! -gimió tendiéndole la bolsa a Antón con un gesto de repugnancia-. ¡Hurga tú ahí dentro!

Antón ni se inmutó.

-¡Hazlo! -vociferó el vampiro.

El señor Schwartenfeger, que debía de presentir una nueva pelea, carraspeó.

-Coger lo de la bolsa puedo hacerlo yo -le ofreció.

Después de buscar un poco encontró las gafas y se las entregó al pequeño vampiro. Éste las cogió en contra de su voluntad manteniéndolas alejadas y cogidas con la punta de los dedos.

-¡Bueno, y ahora te vas a ir a la silla de relajación! -dijo el señor Schwartenfeger... de forma inusitadamente autoritaria, según le pareció a Antón.

Rüdiger gruñó algo y se dejó caer en la butaca, poniendo una cara como si tuviera que mordisquear un limón... o no, peor aún: ¡un diente de ajo!

Antón, que como siempre tuvo que conformarse con la silla dura e incómoda, observó al vampiro medio divertido, medio preocupado. No estaba seguro de si el vampiro, quizás, estaba solamente fingiendo su repulsa hacia las gafas, ¡pues, al fin y al cabo, no era más que una montura de plástico negro con unos cristales oscurísimos!

-Y ahora te vas a relajar, Rudolf -oyó Antón la voz del psicólogo-. Estás muy tranquilo y dejas que tus músculos se suelten..., muy sueltos...

-Con estas asquerosas gafas en la mano no puedo -gruñó el vampiro.

-Sí, ¡sí que puedes! -le contradijo el señor Schwartenfeger-Vas a relajarte mucho... Así... Concéntrate solamente en esa sensación de relajación... Sí, ahora estás extraordinariamente tranquilo... Y ahora ponte lentamente las gafas de sol...

Como si el señor Schwartenfeger hubiera hipnotizado al vampiro con sus ejercicios de relajación, Rüdiger levantó su brazo derecho y se colocó las gafas de sol sobre la nariz.

-¡Muy bien! -le elogió el señor Schwartenfeger-. Sigues estando muy relajado, Rudolf... Apenas notas ya las gafas... Están ahí pero no te molestan... Estás muy suelto y muy relajado...

El pequeño vampiro soltó un suspiro.

Ahora parecía estar relajado por completo, pues incluso sus largas y flacas manos, que casi siempre se hallaban en movimiento, estaban tranquilamente apoyadas en los brazos de la silla.

A Antón aquello le pareció casi un milagro. Se acordó de lo que el señor Schwartenfeger había dicho al principio de la terapia: que si cooperaban, Rüdiger y él quizá podrían conseguir un pequeño milagro.

-Y ahora vamos a encender el aparato luminoso -anunció el señor Schwartenfeger-. Vas a cerrar los ojos y vas a relajarte...

Antón había esperado que el vampiro reaccionaría con miedo o incluso quizá con pánico al encender el aparato. Sin embargo, el vampiro se quedó sentado y por sus estrechos y bastante exangües labios no salió ni una sola palabra de protesta.

-¿Has cerrado los ojos? -se aseguró el señor Schwartenfeger.

-Sí.

-Bien. Sigue muy relajado, Rudolf...

Antón vio excitado cómo el señor Schwartenfeger accionaba un interruptor incorporado en un lateral de la caja.

Durante unos segundos no ocurrió nada, pero luego los tubos de cristal se iluminaron e inundaron la sala de consulta con una luz extraordinariamente clara e intensa.

En un primer momento Antón se quedó como cegado. Cerró con fuerza los ojos y pestañeó.

La luz le recordaba la lámpara de luz roja que había en su casa, que también despedía una luz así de penetrante; sólo que la luz del aparato no era roja, sino blanca.

El señor Schwartenfeger acercó más a la silla de relajación el carro del aparato luminoso.

Era estremecedor ver allí sentado a Rüdiger sin moverse para nada mientras la luz se reflejaba en los oscuros cristales de sus gafas de sol. ¡Igual que en una película de terror que Antón había visto una vez!

-Bueno, y ahora vas a abrir los ojos y vas a mirar muy relajado a la luz -ordenó el señor Schwartenfeger al pequeño vampiro-. Estás muy suelto... Estás muy relajado... y ahora tu vista se dirige hacia la luz... Y tú sigues tranquilo, muy tranquilo...

La cabeza del vampiro se movió, pero con los reflejos en los cristales de las gafas no pudo comprobar si Rüdiger había abierto realmente los ojos.

En aquel momento llamaron a la puerta.

Con tanto secreto

Antón se sobresaltó. Y también el señor Schwartenfeger puso cara de desconcierto.

El psicólogo, sin embargo, se rehizo rápidamente y en su tono mesurado le dijo al pequeño vampiro:

-¡Quédate sentado, Rudolf! Sigue sentado, muy tranquilo y relajado. Y ahora cierra los ojos... Has cerrado los ojos y estás muy relajado... Sí... Así... ¡Y ahora vuelvo enseguida!

Rechinándole la suela de los zapatos, el señor Schwartenfeger se dirigió hacia la puerta.

Allí habló -bastante excitado, según le pareció a Antón- con su mujer, pues, como Antón había supuesto, había sido ella la que había llamado a la puerta.

Antón aguzó el oído, pero sólo pudo pescar un par de cosas sueltas de la conversación: «demasiado pronto», le oyó decir al señor Schwartenfeger, y «precisamente en el momento decisivo».

Se fijó en el pequeño vampiro, que estaba sentado sin moverse en la silla de relajación. No se podía distinguir si Rüdiger tenía los ojos abiertos o cerrados. Mientras Antón le estaba observando regresó el señor Schwartenfeger.

El psicólogo se quedó de pie junto a Antón, le puso una mano en el hombro y le dijo susurrando:

-Te llaman por teléfono, Antón.

-¿Por teléfono? ¿A mí? -repitió Antón-. ¡Pero si ni siquiera ha sonado!... -dijo señalando el teléfono que había sobre el escritorio del señor Schwartenfeger.

-¡Chiss, no hables tan alto! -contestó el señor Schwartenfeger mirando preocupado a Rüdiger-. Mi mujer ha pasado la llamada a su despacho -le explicó luego en voz baja.

-Ah, es por eso... -murmuró Antón.

Mirando inseguro al vampiro, que seguía allí sentado sin moverse y con la cara vuelta hacia el aparato luminoso, casi como si se hubiera quedado dormido, Antón abandonó la sala de consulta.

La señora Schwartenfeger le estaba esperando en el pasillo.

Llevaba moño, como siempre; aunque en aquella ocasión lucía unos pendientes grandes y brillantes y un collar de perlas.

Le hizo un gesto amable con la cabeza a Antón y fue delante de él... hacia su «despacho», que no era más que una estrecha y angosta habitación que había junto a la puerta de entrada.

-La llamada telefónica... -dijo Antón con voz ronca-. ¿Quién es?

La señora Schwartenfeger se volvió hacia él, sonrió... y se quedó callada.

«¡Con tanto secreto debe de ser alguien muy importante!», pensó Antón.

Pero, ¿quién? Antón no le había contado a nadie -ni siquiera a sus padres- que aquella noche iba a estar en la consulta del señor Schwartenfeger. Luego, de repente, tuvo una idea: ¡Anna!

Debía haberse enterado por Rüdiger de que tenía hora con el psicólogo y de que Antón le acompañaba. Antón notó cómo los latidos de su corazón se aceleraban.

Seguro que Anna le iba a pedir explicaciones... por su comportamiento en la fiesta de disfraces en casa de Schnuppermaul. Y por eso que Antón había intentado incluso salir tras ella, pero es que Rüdiger se lo había impedido. ¿Debería pedirle disculpas a Anna a pesar de todo?

La señora Schwartenfeger abrió la puerta de su habitación y le hizo una seña con la cabeza. Titubeando, Antón entró con sensación de malestar.

Su mirada se dirigió hacia la ventana, allí estaba Igno Rante aquella noche que Antón echó solamente un rápido vistazo para que le dieran hora para otro día. Entonces toda la habitación estaba llena de un repelente olor a lirios del valle, mezclado con -de eso a Antón no le cabía ninguna duda- un ligero olor a podredumbre. Sólo pensar en encontrarse por segunda vez con Igno Rante le hacía estremecerse a Antón.

-¡Ponte cómodo, Antón! -le dijo la señora Schwartenfeger señalándole un mullido sofá marrón.

Ella tomó asiento junto al escritorio... en una dura silla.

Antón examinó el sofá. ¡Hubiera podido jurar que aquella vieja y buena pieza no estaba allí la última vez!

Justo cuando Antón iba a sentarse, su vista fue a dar con el teléfono... y se quedó paralizado: el auricular no estaba apartado del aparato, ¡sino colgado!

Miró a la señora Schwartenfeger mudo de asombro.

-¡Siéntate, Antón! -le dijo ella amablemente pero con firmeza.

Antón, perplejo, tomó asiento.

-El teléfono... -empezó a decir-. Alguien debe de haber colgado el teléfono...

«¡Y ahora Anna sí que se va a poner furiosa conmigo!», se le pasó por la cabeza a Antón.

-Te lo voy a explicar -respondió la señora Schwartenfeger-¡Tú ya conoces el programa que mi marido ha desarrollado contra las fobias!

-Sí...

-Mi marido ha estado muchos años trabajando en ese programa -continuó ella en un tono serio y solemne-. ¡Y ahora, después de tanto tiempo y de tantas privaciones, está en puertas!

Hizo una pausa.

-¿En puertas? -repitió Antón, que no estaba seguro de a qué se refería.

-¡Sí! Pronto se sabrá si su programa funciona realmente -dijo la señora Schwartenfeger-. ¡Y tú, Antón, espero que nos ayudes a conseguirlo!

Se calló y le sonrió a Antón... con excesiva confianza, según le pareció a Antón. Él volvió la vista hacia el teléfono.

-La llamada... Quiero decir: ¿quién quería hablar conmigo?

-¡Escúchame un momento! -dijo la señora Schwartenfeger sin hacer caso a su pregunta-. En esta fase decisiva que acaba de comenzar -explicó ella entonces-, lo más importante es que mi marido pueda trabajar con Rudolf en óptimas circunstancias. Lo comprendes, ¿no?

Antón asintió.

-Sí, y por eso tenía que sacarte hoy de la sala de consulta..., para que esperes en mi cuarto hasta que acabe la sesión. Lo que pasa es que debo de haber llegado demasiado pronto... -dijo carraspeando.

-Por cierto... -añadió ella sacando de un cajón dos tebeos, una tableta de chocolate y una bolsa de caramelos-. Toma, para que endulces la espera.

-Ahora empiezo a entenderlo -dijo Antón inspirando profundamente-. ¡Lo de la llamada de teléfono sólo era un truco!

-No, yo no lo llamaría así -le contradijo la señora Schwartenfeger-. Es un paso necesario en la terapia.

-¿Un paso en la terapia?

-¡Sí! Rudolf tiene que aprender que puede sacar adelante el programa él solo. ¡Sólo cuando haya aprendido eso podrá tener el tratamiento de su fobia al sol un éxito profundo y duradero!

Excluido

Antón no repuso nada. ¡Le indignaba que el señor Schwartenfeger y su mujer hubieran echado mano de un truco como aquel! (Según él lo veía, seguía siendo un truco).

Aunque comprendía que para el pequeño vampiro era importante, o incluso vital, seguir el programa él solo y sin su ayuda... al pensar que Rüdiger estaba ahora en la sala de consulta, quizás haciendo ya los ejercicios con el aceite bronceador y el chándal amarillo, a Antón le hacía sentirse engañado... y excluido.

La señora Schwartenfeger pareció darse cuenta de su decepción.

-¡Puedo imaginarme muy bien qué es lo que sientes, Antón! -dijo ella-. ¡Pero piensa en Rudolf... y en lo hermosa que puede ser la vida para él cuando haya superado el miedo a los rayos del sol!

-¿La vida? -se sonrió ligeramente Antón con ironía.

-¡Qué triste y qué desconsolada ha tenido que ser su existencia hasta ahora! -siguió diciendo con mucho sentimiento la señora Schwartenfeger-. Lejos de la luz del sol, condenado a la eterna oscuridad. Créeme: ¡si la terapia tiene éxito, Rudolf te estará muy pero que muy agradecido!

-¿Agradecido? ¿A mí? -dijo Antón poniéndolo en duda.

-¡Seguro que sí! -asintió llena de confianza la señora Schwartenfeger.

Se hizo una pausa.

Antón miró hacia la puerta. Le entraron tentaciones de levantarse y de volver sencillamente a la sala de consulta. Al fin y al cabo, había sido él quien había puesto en contacto al señor Schwartenfeger y al pequeño vampiro. ¡La crema solar y la loción solar las había pagado incluso de su propio dinero! Y ahora de repente era repudiado y no era necesario... Era «persona non grappa» o algo parecido..., que era una de las expresiones favoritas de su padre.

-¿Quieres un caramelo? -oyó decir a la señora Schwartenfeger.

-No -gruñó.

-¿O un trozo de chocolate? -preguntó haciendo crujir el envoltorio.

-¡No, gracias, no tengo ganas!... ¡Y leer tampoco quiero! -se le adelantó lanzando una breve mirada a los tebeos.

-¡Está bien! -dijo la señora Schwartenfeger fingiendo que no le importaba- Entonces nos quedaremos aquí sentados esperando a que Rudolf haya terminado la terapia.

Ella miró su reloj y añadió:

-Ya no pueden tardar mucho.

Antón no respondió. Le había entrado de pronto una sensación tan rara... Su exclusión de la terapia, tan repentina, ¿no tendría otros motivos completamente distintos? ¿Por ejemplo, que el señor Schwartenfeger quisiera deshacerse de un testigo peligroso para él? Se esforzó en aguzar el oído a ver si salía acaso algún ruido de la sala de consulta, pero luego se acordó de lo gruesa que era la tapicería que forraba la puerta.

Tapicería... Observó el sofá marrón en el que estaba sentado. ¿No era extraño que en la sala del psicólogo sólo hubiera para él una silla incomodísima, mientras allí le esperaba aquel confortable sofá?

De alguna manera, parecía como si estuviera preparado..., como si el señor Schwartenfeger y su mujer hubieran tramado juntos un plan. Lo de las golosinas y los tebeos también hablaba en favor de ello, con lo cual se reforzaba aún más la sospecha de Antón.

Miró con suspicacia a la señora Schwartenfeger, que estaba jugueteando con su collar de perlas y parecía estar profundamente sumergida en sus pensamientos.

Antón hubiera querido saltar y hacer algo. ¡Pensar que en la sala de consulta podían estarle pasando cosas horribles al pequeño vampiro... y él estaba allí metido sin hacer nada!

Pero, ¿qué remedio le quedaba?

¡Como oyera algún ruido preocupante, entonces sí que intervendría!

Pero el piso, la casa... todo parecía sumido en un sueño tan profundo como el de la Bella Durmiente.

Y cuanto más aguzaba el oído Antón en medio de aquel inquietante silencio, más nervioso e intranquilo se iba poniendo.

Cuando por fin escuchó pasos por el pasillo, sintió un alivio enorme.

Sin pensárselo corrió hacia la puerta. La abrió de un tirón... y se encontró de frente con el pequeño vampiro.

Comentarios estúpidos

-Rüdiger -dijo con alegría... y se quedó paralizado.

Él pequeño vampiro seguía llevando puestas las gafas de sol y parecía bastante abatido.

-¿Qué te pasa en los ojos? -le preguntó asustado Antón.

El vampiro frunció la boca a disgusto, como si le resultara penosa la preocupación de Antón.

-¡Nada! -gruñó.

-¿Nada? -repitió Antón-. ¿Y las gafas?

-¡A Rudolf le gustan tanto las gafas de sol que ya no quiere quitárselas! -dijo entonces el señor Schwartenfeger, yendo un par de pasos detrás del pequeño vampiro y con cara de estar muy satisfecho-. ¡Un éxito enorme! -dijo entusiasmado-. ¡Algo extraordinario! ¡Estoy verdaderamente orgulloso de Rudolf!

El vampiro sonrió halagado.

-Entonces, ¿ha salido todo bien? -preguntó Antón.

-Sí, maravillosamente bien -respondió el señor Schwartenfeger-. ¡Pero ahora Rudolf está muy cansado!

-Muy cansado no -le contradijo el vampiro con una risa ronca-. Después de todo, yo soy conocido por mis fuertes nervios. ¡Dicen que tengo unos nervios como clavos de ataúd!

-¡Ah, ¿sí?! -le dijo burlón Antón.

«Nervios como clavos de ataúd»: aquella expresión la había empleado Lumpi; pero no refiriéndose a Rüdiger, ¡sino a él, a Antón!

-Me parece que tú no puedes soportar que alguien me diga algo agradable, ¿no? -bufó el pequeño vampiro-. ¡Pues sin ti la sesión ha sido mil veces mejor! He podido concentrarme como es debido y nadie se ha peleado conmigo ni me ha hecho perder la concentración con comentarios estúpidos.

Dio un sonoro resoplido como para subrayar sus palabras.

-Y para que lo sepas -continuó diciendo levantando la voz-¡De ahora en adelante renunciaré por completo a tu compañía, Antón Bohnsack! ¡La próxima vez vendré yo solo a ver al señor Schwartenfeger, sí señor!

Dicho aquello se dio media vuelta y desapareció por el pasillo de la casa.

-¡Espera, Rudolf! -dijo el señor Schwartenfeger apresurándose a seguirle.

Lentamente e hirviendo de rabia por dentro, Antón les siguió. Se sentía como un imbécil...

Él se preocupaba por el pequeño vampiro, quería ayudarle, estar a su lado ante el peligro... ¿Y qué hacía el vampiro?

En cuanto se le presentaba la oportunidad dejaba tirado a Antón y ya no se preocupaba ni lo más mínimo de él. El pequeño vampiro era un desagradecido y un traidor... ¡Y pensaba única y exclusivamente en su propio provecho!

Cuando Antón llegó a la puerta de la casa ya apenas se asombró de encontrar allí solamente al señor Schwartenfeger.

Era evidente que el señor Schwartenfeger estaba entusiasmado. Con una amplia sonrisa se dirigió a Antón y le explicó agitado:

-¡Ha sido una sesión extraordinaria que permite tener grandes esperanzas!

-¿De veras? -dijo simplemente Antón.

¡No estaba de humor para oír cómo el señor Schwartenfeger entonaba un canto de alabanza al pequeño vampiro!

-Y yo ahora estoy «dado de baja», ¿no? -observó.

-¿Dado de baja? -repitió el señor Schwartenfeger haciéndose el indignado-

¡Por supuesto que no! ¡En cierto sentido tú eres incluso el protagonista!

-¿Yo? -dijo Antón riéndose secamente.

El cuento del «protagonista» ya lo había oído él una vez... durante su primera visita a la consulta del psicólogo. En aquella ocasión quizá la expresión fuera apropiada... pero ahora a Antón le parecía más bien un burdo intento de consolarle de su indignación y de su decepción.

-Buenas noches -dijo, y salió desfilando.

-¡Antón, te olvidas la bolsa! -oyó que decía el señor Schwartenfeger.

Pero Antón no respondió nada. ¿Qué le importaban ya el aceite bronceador, los calcetines amarillos y la banda para la frente?

Sin volverse ni una sola vez se metió por el angosto y oscuro camino. Protegido por los matorrales extendió los brazos por debajo de la capa, los movió con fuerza arriba y abajo... y salió volando.

La hora de Antón

Antón aterrizó bastante agotado en la cornisa de su ventana. En el piso todo estaba a oscuras; de ello ya se había dado cuenta según se acercaba volando.

¡Por lo menos aquella noche se iba a librar de la bronca con sus padres!

Bien es verdad que había cerrado con llave por dentro la puerta de su habitación, pero su madre se negaba sencillamente a considerar lo de cerrar la puerta con llave un derecho de Antón a «una vida privada sin que le molestaran»..., a pesar de que en este punto él se podía apoyar incluso en el señor Schwartenfeger. Sin embargo, ella hablaba de «falta de confianza» y de «secretos».

¡Pero es que los «secretos» eran obligados cuando se era amigo de un vampiro!

Amigo... Antón apretó los labios.

¡No, tal como había transcurrido aquella noche, él ya no estaba seguro, ni mucho menos, de si debía seguir considerando amigo suyo al pequeño vampiro! Empujó la ventana hacia dentro y saltó del alféizar al interior de la habitación.

Cuando las puntas de los pies de Antón tocaron el suelo empezó de repente a sonar música: «El sol sale cada día», la canción de la caja de música.

-¡Rüdiger! -exclamó con alegría.

Al parecer el pequeño vampiro se había dado cuenta de que se había portado bastante mal al despedirse. ¡Sin duda no pediría disculpas, pues eso no lo hacía nunca, pero a su manera seguro que querría reparar lo que acababa de ocurrir!

Sin embargo -cosa extraña- el pequeño vampiro no dijo absolutamente nada.

Sólo se oía la clara y metálica canción.

Antón guiñó los ojos. El vampiro estaba sentado en la cama y se había echado su capa negra por encima de la cabeza.

-¿Rüdiger? -volvió a decir Antón, ahora de una forma algo más cautelosa.

-¡No! -llegó la respuesta... muy rotunda.

Y Antón de repente comprendió:

-¡Anna! -exclamó.

Se encendió la lámpara de la mesilla de noche y Antón vio a Anna, que se quitaba la capa con gesto apesadumbrado.

-Yo..., yo pensaba que eras Rüdiger -balbució Antón, al que no se le ocurrió nada mejor que decir.

-¡Ya me he dado cuenta! -le contestó de mal genio Anna.

-Yo... la música... -dijo Antón tragando saliva.

Abochornado, se quitó la capa de vampiro y la colocó en la silla del escritorio.

-Es que, ¿sabes? la caja de música..., creía que era de Rüdiger.

-Y lo es -repuso Anna-, pero yo la he cogido prestada.

-¿Prestada? -repitió Antón... contento de que Anna pareciera no estar ya tan furiosa.

-Sí -dijo ella-. ¡Y también me he inventado una letra para esta música! -dijo muy animada a continuación.

Pero luego, de un momento para otro, su cara volvió a cobrar una expresión desconfiada.

-¡Pero si tú no piensas siempre más que en Rüdiger, seguro que no quieres oír mi letra!

-Oh, claro que sí -le aseguró Antón, y añadió:

-Rüdiger y yo ya no somos amigos... Por lo menos no del todo.

-¿De verdad?

Aquella novedad pareció gustarle a Anna, pues sonrió satisfecha y dijo:

-Está bien, ¡entonces empiezo!

Abrió la caja de música y empezó a cantar:

«Anna se levanta cada noche

en la lúgubre ronda del cementerio

y cada noche inicia su marcha

la bella y recelosa hora de Antón.»

-¿Qué? ¿Qué te ha parecido mi letra? -preguntó muy esperanzada.

-Yo... -dijo Antón carraspeando-. Lo de cada noche es un poco exagerado -dijo por decir algo-. ¡Hacía por lo menos dos semanas que no nos veíamos!

-¡Efectivamente! -confirmó Anna ahuecándose el pelo, que lo llevaba sorprendentemente bien peinado.

¡Tenía que haber dedicado mucho esfuerzo para que le hubiera quedado tan liso y tan brillante!

-Es que estaba furiosa contigo -declaró.

-¿Estabas? -repitió Antón palpitándole el corazón.

Ella se puso colorada.

-Estoy furiosa contigo -rectificó rápidamente-. ¡Por permitir que Lumpi, Rüdiger y Schnuppermaul se rieran de mí! Además, te quedaste mirando sin hacer nada cuando me marché corriendo.

-¡No, eso no es verdad! -repuso Antón-. Incluso salí corriendo detrás de ti.

-¿Tú?

-¡Sí! Pero Rüdiger me agarró de la capa y me dijo que me sacarías los ojos si intentaba alcanzarte.

-¿Eso dijo? -exclamó indignada Anna-. ¿Que yo te sacaría a ti los ojos?

La expresión de su rostro volvió a cambiar, y muy suavemente dijo:

-¡Yo a ti jamás te haría ni el más pequeño rasguño!

Ahora el que se puso colorado fue Antón.

Dirigió una larga mirada al cuello de él.

-¡Ni el más mínimo rasguño! -añadió con una sonrisa de lamentación.

La dama de compañía

-Pero si hubiera sabido que quisiste salir corriendo detrás de mí -prosiguió ella con su voz normal, algo ronca-, ¡entonces, naturalmente, habría venido mucho antes!

Aunque... -dijo mirando hacia la ventana-, últimamente hemos tenido bastante jaleo en casa.

-¿Por qué?

-¿No te ha contado Rüdiger que vuelve su...,bah!..., Olga? -repuso Anna.

-¡Pero cómo! ¿No es ningún rumor? -murmuró sorprendido Antón.

Anna suspiró.

-Desgraciadamente no.

-Pero ese Rencoroso, Richard el Rencoroso... realmente no existe... ¿O sí? -preguntó perplejo Antón.

-¡Vaya que si existe! -contestó Anna con una voz a la que afloró el orgullo-. Él mantiene la comunicación entre los distintos vampiros esparcidos por toda Europa.

Antón se había puesto pálido.

-Y yo que creía que lo de Olga sólo era un rumor... Un rumor que Lumpi había lanzado para enfadar a Rüdiger...

Anna sacudió la cabeza.

-Pues, según parece, Olga llegará aquí dentro de cuatro o cinco semanas.

-¡Oh, no! -se le escapó a Antón.

-¡Sí, sí, dilo en alto, no te importe! -le corroboró Anna.

-Y Además -siguió diciendo sombría-, está lo del nuevo pretendiente.

Antón aguzó el oído.

-¿El de Tía Dorothee?

-Ah, ¿ya lo sabes?

-Sí, me lo ha dicho Rüdiger.

-¡Es terriblemente aburrido! -se quejó Anna-. ¡Y yo tengo que ir casi todas las noches y escuchar las cursiladas que él le dice a Tía Dorothee!

-¿ Tú tienes que ir?

-¡Sí, de dama de compañía!

-¿De qué?

-¿No conoces la expresión? -dijo Anna con una risita-. Una dama de compañía es una vigilante que debe cuidar de la moral y la decencia.

-¿De qué debe cuidar?

-Bueno, pues de que Tía Dorothee siga siendo una viuda honrada -le explicó Anna llevándose la mano a la boca para taparse la risa.

Después, cuando volvió a ponerse seria, dijo:

-¡Si supieras lo aburrido que es ser dama de compañía! Noche tras noche se sientan los dos en el banco del parque y se arrullan y se besuquean... ¡como dos tórtolos! Y al final pasean horas y horas. Imagínate, Antón: ¡dos vampiros que están siempre paseando, a pie!

Anna se llevó la mano a la frente y lanzó un gemido.

-Afortunadamente, las dos próximas noches le toca a Lumpi. ¡Gracias a Drácula!

-¿También de dama de compañía? -preguntó Antón.

-No necesariamente de... dama -repuso Anna.

Ella se rió; tan alto que Antón miró sin querer hacia la puerta. ¡Y eso que estaban completamente solos en el piso!

El verdadero motivo

-Pero aún no hemos hablado del verdadero motivo por el que estoy aquí -dijo entonces Anna mirando tiernamente a Antón.

-¿Del verdadero motivo? -repitió Antón.

Justo en aquel momento iba a haberle preguntado el nombre del pretendiente. Pero si lo hacía ahora, seguro que Anna se lo reprocharía por no tener ningún interés en saber el motivo de que ella hubiera ido allí. Así que prefirió dejar la pregunta para después.

Anna le miró con ojos grandes y brillantes.

-¡Se trata del programa!

-¿Del programa?

-¡Sí! Rüdiger me ha hablado tanto de él -declaró ella, pero rectificó inmediatamente-: No, tanto tampoco... ¡Ya le conoces! Aun así, sus... sus insinuaciones suenan muy prometedoras. ¡Y ahora me estoy pensando si quizá no querría hacer el programa!

-¿De veras?

-Bueno, es que... me siguen creciendo los colmillos... -dijo Anna riéndose apocada-. ¡Y eso que me he esforzado por que no me crezcan!

-Pero es que sólo con fuerza de voluntad no basta -explicó ella después de una pausa suspirando con tristeza-. Nadie puede hacer nada contra su naturaleza, dice mi abuela, Sabine la Horrible. Y encima ella está encantada con mis dientes.

Anna sonrió avergonzada.

-¡Pero desgraciadamente lo de la naturaleza no es tan fácil como mi abuela se piensa! -dijo después-. ¡Al fin y al cabo, también es mi naturaleza la que me atrae hacia ti, sin que tampoco yo pueda hacer nada en contra de ello! Y como tú no quieres convertirte en vampiro...

-¡No, no! -repuso apresuradamente Antón.

-¡Bueno, pues por eso he pensado que si tú no quieres volverte como yo, quizá debería intentar yo volverme como tú!

-Tú... ¿cómo yo? -preguntó sorprendido Antón.

-¡Sí, con el programa! En caso de que resulte podríamos estar juntos mucho más a menudo; iríamos juntos al colegio... ¡Podríamos hacer mil cosas! Y Rüdiger dice que el programa obra verdaderos milagros.

-El que lo dice es el señor Schwartenfeger, el psicólogo -repuso Antón, a quien le habían conmovido especialmente las sentidas palabras de Anna.

-Tanto mejor -dijo Anna-. Entonces sí que merece la pena intentarlo. ¿No te parece?

Le miró implorante.

Antón asintió.

-¡Sí!

-Y me atreveré a intentarlo... si tú me ayudas -declaró Anna.

-¿Yo?

-¡Sí! ¡Contándomelo todo sobre el programa!

-Pero es que sólo puedo decirte lo que yo sé -repuso Antón.

Anna sonrió.

-¡Sí, todo lo que tú sabes!

Antón tosió un par de veces.

Se sentó apocado en la cama al lado de Anna y con voz ronca empezó a contar: el aceite bronceador, la crema solar, las prendas amarillas, las gafas de sol, el aparato luminoso, la silla de relajación... Y le repitió a Anna -lo mejor que pudo- un par de ejercicios de relajación del señor Schwartenfeger.

Cuando más contaba, más se iba animando Anna.

-¡Pero si parece maravilloso!... -exclamó cuando Antón terminó de contárselo-. ¿Tú crees que yo también podría hacer una sesión de prueba?

-¡Seguro que sí! -dijo Antón.

-Pero al principio preferiría sólo mirar -dijo Anna después de pensárselo un poco-. ¿Tú crees que sería posible?

-Humm... -dijo Antón dudando-. Tendría que preguntárselo al señor Schwartenfeger.

De repente se le ocurrió una idea:

-El sábado que viene, cuando Rüdiger tenga su sesión de terapia, nosotros, tú y yo, podríamos volar hasta la casa del señor Schwartenfeger y mirar primero desde fuera.

-¿Cómo... desde fuera?

-¡Podríamos mirar por la ventana!

-Por la ventana... -dijo Anna con una sonrisita-. ¡Sí, eso es lo que haremos!

Y de alegría abrazó a Antón y le dio un beso; un beso como un suspiro.

Sin abandonar su sonrisa, se puso de pie.

-¡Tengo que irme volando!

-¿Ya?

-Sí, tengo que comprobar si Lumpi está cumpliendo realmente con su deber.

Antes de irse dirigió aún una tierna mirada a Antón y dijo:

-¡Hasta el sábado!

Antón se tocó con cuidado la mejilla, pero los labios de Anna no habían dejado rastro: ¡ni el más mínimo rasguño!

Sin vampiros la vida sería aburrida

El sábado siguiente Anna aterrizó poco después de las nueve en el alféizar de la ventana de Antón.

-¡Buenas noches, Antón! -dijo con una tierna sonrisa.

Llevaba puesta también aquella vez su cinta de color rojo oscuro en el pelo y ofrecía un aspecto sorprendentemente cuidado... para tratarse de un vampiro.

-Hola, Anna -contestó él con voz ronca.

-¿Estás preparado? -preguntó ella.

Antón asintió con la cabeza. Se puso la capa de vampiro, que ya tenía lista, y se subió al alféizar de la ventana.

Fuera, estando ya por los aires, Anna le preguntó:

-¿Sabes qué camino tenemos que seguir?

-Sí -contestó él.

La clara luz de la luna caía sobre el rostro de ella y hacía brillar sus grandes ojos. Tenía un aspecto realmente adorable...

Antón retiró con rapidez la mirada. Temía olvidarse de mover los brazos arriba y abajo si seguía mirando a Anna.

-¿No hace una noche maravillosa? -oyó que preguntaba ella-¡Que ni pintada para un baño de luna!

-¿Un ba... baño? -dijo Antón-. ¿No íbamos a casa del señor Schwartenfeger?

-Sí -dijo suavemente Anna-. Lo del baño de luna era sólo una idea. Y la vida sin ideas sería aburrida. ¿No te parece?

-Sí -confirmó Antón.

«¡Pero sería más aburrida aún sin vampiros!», añadió para sí.

Aunque refiriéndose a Anna y a Rüdiger, «vida»... no era precisamente la palabra más adecuada por mucho que Anna hiciera todo lo posible por volverse igual que Antón.

Después de un rato, Antón redujo la velocidad de su vuelo.

-¡Ya hemos llegado! -dijo, e involuntariamente susurró-: ¿Ves aquella casa grande con los matorrales delante? En la planta baja tiene el señor Schwartenfeger su consulta.

-¿En la planta baja? -repitió Anna-. ¡Qué pena!

-Qué pena, ¿por qué? -preguntó Antón.

-¡Porque no nos harán falta las capas! -dijo ella poniendo cara de decepción.

-Pero sí las necesitaremos para volver volando -repuso Antón-. Si no, tendríamos que tirarnos horas sentados en el autobús.

-A mí me gustaría tirarme horas sentada a tu lado en el autobús... ¡Horas no: una eternidad! -dijo Anna.

Antón no respondió. Se dirigió hacia el jardín delantero de la casa y aterrizó detrás de los rosales. Anna le siguió.

-¿Y dónde está Rüdiger? -preguntó ella en voz baja.

Antón señaló la fachada de las ventanas.

A la derecha de la entrada se distinguían seis ventanas que, suponía él, pertenecían a la consulta del señor Schwartenfeger. Las cuatro primeras estaban a oscuras; Antón sólo vio luz en las dos últimas.

Intentó acordarse de cuántas ventanas tenía la sala de consulta del psicólogo. Creía recordar que eran dos...

-Las dos últimas -dijo susurrando-. Tienen que ser las de la sala de consulta.

-Afortunadamente, el psicólogo no tiene persianas. Sólo esos gruesos visillos de tul... ¡Brrr!

-¿No te gusta el tul? -preguntó asombrado Antón.

Se acordó de lo entusiasmada que estaba Anna con el ya bastante ajado vestido de encaje que había encontrado en el castillo en ruinas del Valle de la Amargura.

-Sí -dijo Anna-. Pero para unas cortinas son un auténtico derroche... Mejor dicho: ¡ya de por sí las cortinas son un derroche! -se corrigió inmediatamente después-. ¡Para nosotros, por lo menos, sería un gran alivio si los seres humanos no pusieran ni cortinas, ni persianas, ni visillos de tul!

Ella entonces soltó una sonrisita.

-Pero si los visillos de tul son transparentes... -dijo Antón, y luego añadió-: ¡Por cierto, si realmente es ésa la sala de consulta, hemos tenido una suerte enorme!

-¿Por qué?

-Pues porque debajo de las ventanas hay unos muretes que sobresalen. Nos podemos sentar encima y espiar desde allí la habitación con toda comodidad.

-Sí, es verdad.

Anna extendió su capa, hizo un par de movimientos con los brazos y aterrizó delante de la ventana de la izquierda, de las dos que estaban iluminadas.

Antón la siguió y se posó en el alféizar de la ventana de la derecha.

-Como cortados..., no: ¡como construidos a nuestra medida! -dijo Anna.

Antón lanzó una mirada rápida hacia la calle, pero las ventanas estaban bajo la sombra de un alto abeto, así que sólo alguien que se fijara muy bien en ellos podría descubrirles.

Ruidos y olores

-Estoy viendo a Rüdiger -suspiró excitada Anna-. Pero está tumbado y tiene los ojos cerrados. ¿Crees que se habrá desmayado?

-¿Desmayado? -repitió Antón-. Me imagino que será uno de esos ejercicios de relajación.

-¿Cómo que te lo imaginas? ¡Yo creía que tú sabías lo que está haciendo ahí Rüdiger!

-No -dijo Antón riéndose irónicamente-. El señor Schwartenfeger me tapa la vista con sus anchas espaldas.

-¡Entonces vente aquí conmigo!

-¿No es demasiado estrecho para los dos?

-¿Demasiado estrecho? -dijo Anna sonriendo-. ¡Contigo para mí nunca será nada lo suficientemente estrecho!

-Si tú lo dices... -dijo tímidamente Antón pasándose a donde ella estaba.

Antón pudo advertir entonces, debajo del perfume de rosas de Anna -«Muftí Amor Eterno»-, el ligero olor a moho que ella despedía.

Nunca lo suficientemente estrecho... Aunque Anna fuera la chica más simpática que él había conocido jamás, seguía siendo un vampiro, y su deseo de mayor cercanía y proximidad seguramente nunca se vería satisfecho.

Como si Anna le hubiera adivinado el pensamiento, le miró y le sonrió tiernamente. Antón desvió enseguida la mirada.

Vio la silla de relajación, en la que, al parecer, el vampiro estaba completamente relajado y muy estirado.

-¿No es inquietante? -dijo en voz baja Anna-. ¡Hay que ver cuántas cosas podía hacerle el psicólogo ése! Y Rüdiger está indefenso...

-Pero el señor Schwartenfeger sólo quiere poner en práctica su programa con Rüdiger -intentó tranquilizarla Antón-. En principio a él no le interesan para nada los vampiros. Sólo quería conoceros porque vosotros tenéis ese miedo tan fuerte a los rayos de sol, esa fobia al sol. El señor Schwartenfeger nunca le haría nada a Rüdiger... Y a ti, naturalmente, tampoco.

-¿Tú crees? -preguntó insegura Anna.

-¡Sí! -le aseguró Antón... aunque él tampoco se sentía muy bien del todo al ver así al pequeño vampiro a través del cristal..., ¡sin tener la posibilidad de hacer algo en caso de que la cosa se pusiera seria!

¡Por otra parte, había sido decisión del propio Rüdiger excluir a Antón de las sesiones!

-¿Y para qué va a ser bueno estar tendido? -preguntó Anna-¡Si Rüdiger ha estado todo el día en el ataúd!...

-Probablemente el señor Schwartenfeger esté hablando con él -dijo Antón-. O quizá le esté leyendo algo en alto.

-¿Le lee en alto? ¿Y eso ayuda?

-¡Quizá sea una historia sobre el sol!

-¿Sobre el sol? -se rió burlona Anna-. Si así fuera, te garantizo que Rüdiger no estaría ahí tumbado tan tranquilo.

-¡O quizá sí! -repuso Antón-. Eso es precisamente lo más especial del entrenamiento. Poco a poco te hace enfrentarte a cosas que te dan miedo. Pero como estás muy relajado, de repente ya no te dan miedo.

-Ah, vaya...

Anna inspiró y expiró un par de veces de tal modo que se la oyó hacerlo.

-¿Y qué pasa ahora? -preguntó ella.

El señor Schwartenfeger se había levantado de su silla giratoria. Con un gesto autoritario le tendió la banda amarilla para la frente y los calcetines amarillos al pequeño vampiro, que había vuelto a abrir los ojos.

-Me parece que Rüdiger tiene que ponerse guapo -respondió Antón.

-¿Ponerse guapo?

-¡Sí!

Justo en ese momento el vampiro se estaba metiendo la banda por sus salvajes greñas. Y lo hacía poniendo unas muecas terribles. Pero, con absoluta decisión, se caló aún más la banda en la frente, remetiéndose un par de mechones por debajo.

-¡Iiiih! -exclamó despectiva Anna-. Un vampiro no debería llevar prendas amarillas.

-Pero si es por la fobia al sol... -dijo Antón, dándole la razón en secreto: con la piel blanca como la leche del pequeño vampiro y con sus oscuras ojeras, la banda amarilla le quedaba realmente repulsiva... ¡Todo lo contrario que la cinta roja oscura que llevaba Anna!

-¿Tú crees que yo también tendré que llevar una banda amarilla como ésa si hago la terapia? -preguntó Anna.

Antón asintió... esforzándose mucho por no reírse, pues el pequeño vampiro había empezado a quitarse ropa: primero los extraños zapatos de tela negros... y luego su par de leotardos de lana; o no: los dos pares de leotardos, pues parecía que llevaba dos.

-¡No mires! -dijo entonces Anna.

-¿Por qué no? -preguntó sorprendido Antón.

-¡Porque no quiero que veas con qué cosas tan miserables tenemos que ir por ahí! -declaró ella.

-Pero si ni siquiera pienso en ello... -repuso Antón-. Es sólo por la terapia... y porque tengo que saber cómo sigue el programa.

-¡A pesar de eso! -contestó Anna-. Ya te diré yo cuándo puedes volver a mirar.

Antón volvió la cabeza. Mientras desviaba la vista hacia la calle se imaginó el olor que soltarían los pies de Rüdiger y sus antiquísimos y agujereados leotardos.

«¡Menos mal que están por medio esos gruesos cristales!», pensó. Los cristales amortiguaban los ruidos... ¡y los olores!

-¡Bueno, ya puedes mirar! -oyó que decía la voz de Anna.

Antón se dio la vuelta... y le faltó un pelo para pegar un grito: el pequeño vampiro estaba tendido en la silla de relajación con sus terriblemente blancas piernas desnudas. Los pies los tenía metidos en los calcetines amarillos de lana, que eran, por lo menos, de una talla mayor.

Y encima la banda amarilla en la frente... Una visión que le hacía estremecerse a Antón y, al mismo tiempo, le provocaba risa.

-¡Y a eso le llamas tú ponerse guapo! -dijo Anna.

-Pero funciona -repuso Antón-. ¡Rüdiger tiene cara de estar muy satisfecho!

Ceguera de amor

-Sí, parece satisfecho -le dio la razón Anna.

El pequeño vampiro había vuelto a cerrar los ojos y parecía estar soñando.

-Probablemente está pensando en Olga -dijo Antón con una risita irónica.

-No me hables de Olga -bufó Anna-. ¡Ya tengo bastante con que vaya a venir pronto aquí!

-¿Sabéis ya cuándo? -preguntó Antón.

-Dicen que dentro de cuatro o cinco semanas -dijo de mal humor Anna-. ¡Pero si me lo preguntas a mí, aunque apareciera por aquí dentro de ocho semanas, seguiría siendo demasiado pronto!

«¡Ojala sean ocho semanas!», pensó Antón. «¡O mejor doce!.»

¡Sólo así el pequeño vampiro tendría tiempo suficiente para repetir los ejercicios del señor Schwartenfeger tantas veces como fuera necesario para dominarlos realmente! Por el contrario, si Olga venía demasiado pronto, Rüdiger, impulsado por su ceguera de amor, quizá se expondría a los rayos del sol antes de tiempo... A Antón le entraron escalofríos de pensarlo.

Ceguera de amor... Como si hubieran sido las palabras mágicas, el señor Schwartenfeger arrimó el carro con el aparato luminoso a la silla de relajación, mientras el pequeño vampiro se ponía las gafas de sol haciendo un lento movimiento.

Y luego, antes de que Antón pudiera prevenir a Anna, se iluminaron los tubos de la luz.

-¡Iiiih! ¿Qué es eso? -gritó Anna con voz chillona tapándose los ojos con la mano.

-Es un aparato luminoso -le explicó cortado Antón.

Anna pestañeó.

-¿Y para qué se necesita esa terrible luz deslumbrante?

-Rüdiger tiene que estar un rato mirándola -a través de sus gafas de sol, naturalmente- para que sus ojos se vayan acostumbrando a una luz más clara.

-¡Pero yo no llevo gafas de sol! -exclamó Anna.

-Tendrás unas si haces la terapia -aseguró Antón.

-¿Y ahora qué? -preguntó Anna con la voz temblorosa por la excitación-. ¡Ahora también he visto la luz, y sin ninguna protección en los ojos!

Ella sollozó.

Antón tenía remordimientos. ¡No había pensado para nada en que Anna también estaba en peligro!

-¿Ya no te acuerdas de cómo ocurrió aquella desgracia con la foto? -preguntó Anna con voz llorosa.

-Sí.

Antón se acordaba muy bien de que durante la Noche Transilvana sus padres llegaron de improviso... y de que a su padre se le ocurrió la fatal idea de hacerles una foto a Anna y a Antón.

Por el deslumbrante fogonazo del flash semanas después Anna todavía tenía terribles dolores de cabeza y problemas con la vista.

-Pero la luz del aparato no es tan fuerte como la de aquella vez... -intentó animarla Antón.

Como Anna no contestaba, preguntó preocupado:

-¿Te están doliendo ya los ojos?

-No sé -murmuró ella, abriendo y cerrando los párpados-. No -dijo-, parece que está todo en orden... ¡Y a ti todavía puedo verte perfectamente! -añadió, y al decir aquello su voz se animó de nuevo, y sonrió.

Tú eres diferente

-Yo... hubiera debido prevenirte del aparato luminoso -observó entristecido Antón-. ¡Pero es que no me he dado ni cuenta...! -dijo tosiendo tímidamente-. ¡Lo siento!

Anna había agachado la cabeza.

-¿Sigue mirando Rüdiger la luz? -preguntó ella en voz baja.

«¡Suena como si ya casi se le hubiera pasado el enfado!», pensó Antón, y miró hacia el interior de la habitación.

-Sí, Rüdiger sigue ahí sentado como si tal cosa.

-¿Y el señor Schwartenfeger?

-Está hablando con él.

-¿Eso es todo?

-Me parece que ahora el señor Schwartenfeger va a apagar el aparato luminoso.

-¿Va a apagarlo? -dijo Anna suspirando-. ¡Ojala!

-Yo podría comprarte unas gafas de sol también a ti -propuso Antón.

-¿A mí? -dijo Anna pasándose la mano por los ojos-. No, ya es demasiado tarde.

-No, digo para el sábado que viene -repuso Antón-. Por si acaso venimos también y el señor Schwartenfeger vuelve a trabajar con el aparato luminoso.

-Ah... -dijo Anna.

Miró cautelosamente hacia Antón y con una sonrisa coqueta dijo:

-Sí, si de verdad quieres hacerlo y no te importa demasiado gastarte tu dinero en eso...

-¿Cómo me va a importar demasiado... siendo para ti? -dijo perplejo Antón-. ¡Claro que no! Sólo me importaría demasiado si fuera para Rüdiger.

-¿Para Rüdiger? -preguntó sorprendida Anna.

-¡Sí!

En aquel momento se extinguió la clara luz. Antón engurruñó los ojos.

Susurrando declaró:

-Ya te he dicho que Rüdiger y yo ya no somos amigos; por lo menos no somos amigos de verdad.

-Sí, ya lo sé -contestó Anna susurrando también. ¡Porque te ha echado de las sesiones de terapia!

-Y porque lo único que hace siempre es aprovecharse de mí -completó Antón.

Dentro, en la sala de consulta, el pequeño vampiro había empezado a hacer nuevos ejercicios de relajación. Antón vio cómo levantaba los hombros y los volvía a dejar caer.

-Yo tengo que gastarme mi dinero en él -dijo furioso Antón- y Rüdiger sólo piensa en sí mismo. ¡Es un verdadero egoísta!

-Es cierto -opinó Anna.

Después de hacer una pausa, ella añadió suavemente:

-Pero es que también somos así por naturaleza.

-¿Por naturaleza?

-Bueno, sí... -dijo ella tosiendo apocada-. Ninguno de nosotros podría sobrevivir si no pensara antes que nada en sí mismo.

-¡Pero tú eres diferente! -repuso Antón.

-Sí, todavía sí -dijo Anna con una risita avergonzada-. Sólo que... ¡podría ser que también me volviera como Rüdiger!

-¿Tú?

-Humm, sí... Si me salen dientes de vampiro y tengo que convertirme en un auténtico vampiro...

Antón sintió que se le ponía la carne de gallina. Involuntariamente se separó un poco de Anna.

-Pero precisamente por eso quiero seguir el tratamiento del señor Schwartenfeger -aseguró rápidamente Anna-. ¡Para que tarde mucho, mucho tiempo!

Miró con ternura a Antón y le preguntó:

-¿O es que acaso has cambiado de idea?

Antón sabía a qué se refería: a la negativa de él a convertirse en vampiro.

-¡Mi idea al respecto no cambiará nunca! -declaró con voz firme.

Una sombra nubló el rostro de ella.

-¿Nunca?

-¡No!

-Pero hay otra cosa que tampoco cambiará nunca -dijo Anna riéndose ahora con picardía-. ¡Que yo nunca dejaré de seguírtelo preguntando!

La masa misteriosa

Ella se volvió hacia la sala de consulta y con una voz completamente diferente y preocupada preguntó:

-¿Ahora Rüdiger tiene que comer?

Antón, que últimamente había prestado más atención a Anna que a lo que estaba ocurriendo en la habitación del psicólogo, se asustó.

El señor Schwartenfeger le había dado al pequeño vampiro una bandeja en la que había una masa grande de color amarillo.

-¿Comer? -dijo Antón poniéndolo en duda.

No, aquella extraña masa amarilla no parecía ser comestible.

¿O sí? Vio cómo el vampiro se acercaba aquella misteriosa masa a la nariz y la olía.

Luego le dijo al señor Schwartenfeger un par de palabras que Antón no pudo entender y empezó a modelar entre sus manos la masa amarilla formando una figura en forma de salchicha.

-¡Pasta, es pasta! -susurró animado Antón.

-¿Eso es pasta? -preguntó perpleja Anna-. Pero si vosotros lo que tenéis normalmente son monedas o billetes...

-¡No, no me refiero a ese tipo de pasta! -dijo Antón con una risita-. Es plastilina. Con ella se pueden modelar coches, casas, personas...

-¿Personas?-dijo Anna sonriendo irónicamente-. ¡No creo que Rüdiger vaya a modelar personas!

Y tenía razón: lo que salió de entre los huesudos dedos del pequeño vampiro parecía un ataúd... un mini ataúd.

Antón se sonrió.

-Última moda: ¡un ataúd amarillo!

Sin embargo, modelando, el pequeño vampiro parecía haberse olvidado incluso de su repugnancia al color amarillo, pues hizo además dos cruces de tumba y una rata. Cuando lo terminó ya había gastado toda la plastilina.

El pequeño vampiro levantó la cabeza y miró al señor Schwartenfeger muy esperanzado, pero el psicólogo sacudió la cabeza riéndose con buena intención.

-Al parecer la sesión de Rüdiger ha terminado por hoy -susurró Antón.

-¡Yo también tengo ya bastante! -le contestó Anna susurrando también.

Antón le dirigió una mirada sorprendida. A él los ejercicios le parecían siempre casi un juego. El pequeño vampiro, por el contrario, parecía estar muy agotado después de las sesiones. ¡Y parecía que a Anna le ocurría exactamente lo mismo a pesar de que sólo había estado mirando!

Debía de ser porque a los dos, como vampiros que eran, les resultaba completamente extraño obedecer órdenes.

Y luego además estaba el esfuerzo psíquico durante las sesiones, el miedo a que, a pesar de todo, el señor Schwartenfeger pudiera planear quizás algo contra ellos...

Y no había que olvidarse de una cosa: ¡Anna y Rüdiger llevaban ya más de ciento cincuenta años sin estar acostumbrados a tratar normalmente con seres humanos!

El pequeño vampiro se había levantado de la silla de relajación.

-¡Venga, vámonos volando! -dijo Anna.

-¿No vas a esperar a Rüdiger? -preguntó Antón.

-No, será mejor que no sepa que he estado aquí..., digo... que hemos estado aquí -respondió ella extendiendo su capa.

Con un par de braceos fuertes se elevó en el aire.

Antón la siguió... dudando si, a pesar de todo, no debería esperar al pequeño vampiro.

Por otra parte... ¡El sábado anterior en la consulta del señor Schwartenfeger Rüdiger se había portado tan mal y de un modo tan poco amistoso que Antón no sentía la más mínima necesidad de que volvieran a tratarle de aquella manera!

Ganas de acción

-¿Y hacia dónde volamos? -preguntó cuando se colocó a la misma altura que Anna.

-¿Que hacia dónde volamos? -repitió ella... más bien con rechazo, como si aquella noche sus «ganas de acción» estuvieran ya agotadas.

«¡Espero que no quiera regresar tan pronto a la cripta!», pensó Antón, que después de su papel de mero espectador en casa del señor Schwartenfeger quería a toda costa vivir aún algo emocionante.

-¿Es que no tienes que irte a casa? -le preguntó Anna.

-¿Yo? -dijo Antón-. ¡No!

En ese momento pasaban volando por la torre de una iglesia y Antón vio que las agujas señalaban las diez y media. A sus padres les habían invitado a las despedida de soltera de una compañera de su madre y esas fiestas -Antón lo sabía por experiencia- duraban siempre hasta la madrugada.

-Aún tengo mucho tiempo -declaró él.

Y para «tentar» a Anna añadió:

-Si tú quieres, podríamos probar lo de los baños de luna; es decir, si es que encontramos un lago y el agua no está demasiado fría.

Sin embargo, para asombro suyo, Anna sacudió la cabeza y contestó:

-No, ahora tengo que reflexionar sobre lo del señor Schwartenfeger y su programa, y para eso necesito tranquilidad.

Tranquilidad... Aquello sonaba sospechosamente a cripta... ¡A su tranquila Cripta Schlotterstein!

-Y además -añadió Anna-, ¡tengo que ver si esta vez Lumpi está cumpliendo realmente con su obligación!

Antón aguzó el oído.

-¿Lumpi? ¿Otra vez como vigilante de Tía Dorothee y su pretendiente?

-¡Efectivamente! -dijo Anna-. Lumpi y yo lo hemos cambiado. Realmente esta noche me tocaba a mí volver a -¡bah!- hacer de dama de compañía de Tía Dorothee como si fuera un perrito faldero. Pero es que, si no, no habría podido ir contigo a casa del señor Schwartenfeger. ¡Lo único que espero es que Lumpi no se haya largado como hizo la otra vez!

Antón notó que con los nervios se le aceleraba el ritmo del corazón. Si Anna tenía que comprobar si Lumpi estaba cumpliendo su servicio con Tía Dorothee... ¡entonces la noche aún podía ser muy emocionante!

-¿Sabes dónde están? -preguntó él.

-Querían ir al depósito de agua -contestó Anna.

-¿Al depósito de agua?

-¡Sí! En la planta baja hay un local que se llama... «El castaño enamorado».

-¡Cómo! ¿Están sentados en un local? -preguntó Antón sin creérselo.

-No, no dentro del local -repuso Anna-. Se sientan fuera... ¡Precisamente junto al castaño enamorado!

Antón se rió para sus adentros. «Un castaño enamorado... ¡Pues ese amor tiene que ser muy espinoso!», pensó.

-Sí, allí fuera hay un par de rincones retirados -le explicó Anna.

-¿Rincones para espiar? -preguntó Antón entendiéndola mal a propósito4.

-¡Sí! -dijo Anna con una risita-. Rincones para sentarse rodeados de rosales. ¡Como en mi cuento!

-¿Como en tu cuento?

-¿Ya no te acuerdas?: la historia del príncipe en el castillo, detrás de los espinos centenarios. Sólo una princesa muy concreta podía traspasar los espinos porque..., bueno, ¡porque podía hacer algo muy especial!

-Ah, sí... -dijo Antón.

Era el cuento de la Bella Durmiente, que Anna había cambiado a su manera. En el cuento de Anna el salvador era, naturalmente, salvadora. Y no una salvadora cualquiera, sino... ¡un vampiro!

-Me decepcionaría mucho que se te hubiera olvidado el cuento -dijo Anna sonriendo-. ¡Bueno, y ahora vámonos volando al depósito de agua!

Su voz volvió a sonar otra vez como Antón la conocía: llena de fuerza y emprendedora.

¡Casi demasiado emprendedora!, le pareció a Antón, quien de repente ya no se sentía tan bien en su pellejo.

Los que están en la oscuridad

Pronto habían llegado ya al pequeño bosquecillo en el que, en un alto, estaba el depósito de agua.

Las ventanas de la planta baja arrojaban una clara luz y de la puerta abierta salía alguna canción de moda. Fuera, delante del depósito, había además algunas mesas con velas encendidas.

Todo tenía un aspecto recogido y atractivo; y sin embargo...

Pensar en que allí abajo estaba Tía Dorothee con su pretendiente, vigilados por Lumpi el Fuerte, le hacía estremecerse a Antón.

-¿Los has visto ya? -preguntó él en voz baja.

-¡Sí!

Anna se dirigió hacia un castaño y aterrizó en su copa.

-Están sentados en la mesa que está alejada de las otras -le informó susurrando cuando Antón se puso al lado de ella-

Además, en su mesa no hay ninguna vela encendida.

-¿No hay ninguna vela? -preguntó.

¿Cómo iba a poder reconocer a Tía Dorothee?... Y sobre todo: ¿cómo iba a averiguar si su pretendiente era realmente el paciente misterioso del señor Schwartenfeger, Igno Rante?

-¡Creía que a vosotros os gustaban mucho las velas!

-Y así es -declaró muy digna Anna-. Pero en un sitio tan agarrotado de gente preferimos quedarnos en la oscuridad.

-¿Agarrotado de gente? -repitió Antón poniéndolo en duda.

En primer lugar, según creía él, se decía «abarrotado»; y en segundo lugar, la mayoría de las mesas, por lo que Antón podía ver, estaban vacías.

Al parecer, todos los clientes, excepto Tía Dorothee, su pretendiente y Lumpi -¡a los que además no se les podía llamar precisamente «clientes»!- se habían metido dentro.

En el interior del local parecía haber más gente, aunque en ningún caso podía decirse que estuviera «abarrotado».

Pero es que los vampiros eran muy huraños... ¡Por lo menos por lo que se refería al trato social!

-¿Y Lumpi? -preguntó él-. ¿También está sentado en la misma mesa?

-No, está sentado dos mesas más allá -contestó Anna.

-¿También en la oscuridad?

-Sí.

Anna hizo una pausa.

-Pero ahí hay algo que no encaja... -dijo ella.

-¿Algo que no encaja? ¿Crees tú que podría habernos... descubierto?

-¡No, no da esa impresión! -contestó Anna con una voz que sonó furiosa.

-Entonces, ¿qué es lo extraño?

-Tiene la cabeza apoyada en la mesa, y si mis oídos no me engañan, el muy traidor ¡está roncando!

-¿Está roncando?

Antón estuvo a punto de soltar una carcajada... aunque en aquella situación realmente no se sentía como para reírse. Pero es que un Lumpi dormido haciendo de vigilante de Tía Dorothee...

-Es igual que en tu cuento.

-Ah, ¿sí? -dijo solamente Anna.

-¡Sí! ¡En el cuento de la Bella Durmiente están todos dormidos!

-Tía Dorothee no está dormida -repuso fríamente Anna.

¡Al parecer ella creía que Antón quería burlarse de su cuento!

-Y Lumpi se va a despertar ahora mismo -añadió ella-. ¡De eso me encargo yo!

-¿No irás a despertarle? -preguntó asustado Antón.

¡Si por él fuera, podía dejar que Lumpi siguiera durmiendo! ¡Al fin y al cabo, el propio pequeño vampiro no se había atrevido en una ocasión a molestar a Lumpi, con su imprevisible genio, mientras estaba durmiendo!

-¡Vaya que si le despierto! -dijo Anna-. Lumpi me había prometido firmemente que cumpliría a conciencia con su cometido. ¡Y si se duerme, volverán a echarme la bronca a mí!

-¿Te echarán la bronca a ti?

-Sí, igual que la última vez, cuando Lumpi se largó. Después mi abuela, Sabine La Horrible, me regañó a mí. ¡Dijo que no hubiera debido imponer sobre Lumpi la carga de ese servicio tan difícil!

Anna agitó rabiosa los puños.

-Imponer... ¡Si él es el mayor!... Pero, nada, lo único que dicen siempre es: piensa que Lumpi se convirtió en vampiro durante la pubertad y que por eso nosotros tenemos que ser comprensivos e indulgentes con sus problemas de adolescente. ¡Ja! ¡Yo no soy nada indulgente si él no cumple con su deber!

Con decisión extendió los brazos por debajo de la capa.

-¡Venga, vamos, Antón!

-Yo... yo preferiría esperar aquí -dijo Antón.

-¿Es que no sientes ninguna curiosidad por ver a Juan Babas? -preguntó Anna.

-¿A quién?

-¡Pues al pretendiente de Tía Dorothee! Yo le llamo Juan Babas porque..., bueno, tienes que haberte dado cuenta de cómo se le cae la baba cuando está con Tía Dorothee. ¡Sencillamente diabólico!

Antón vaciló.

-¿Y si me descubre Tía Dorothee?

-Seguro que no -repuso Anna-. Ella y su pretendiente sólo tienen ojos el uno para el otro... Mucho, mucho peor que nosotros dos -añadió riéndose por lo bajo.

-¿Y Lumpi? Rüdiger dice que Lumpi siempre se pone furioso si alguien le molesta cuando está durmiendo.

-Esta vez va a estar muy pacífico -contestó Anna-. ¡Se ha quedado dormido durante el servicio!

Ella extendió los brazos por debajo de su capa y sin hacer ruido se elevó en el aire.

Antón esperó aún un momento.

Cuando vio que ningún vampiro parecía advertir la presencia de Anna la siguió.

Alevosía

Antón aterrizó detrás de un frondoso rosal. A tan sólo unos pasos de distancia estaba la mesa en la que se sentaba Lumpi... o, mejor dicho, sobre la que tenía apoyada su cabeza. Antón percibía con mucha claridad los ronquidos de Lumpi, que iban seguidos por un tono agudo y silbante.

Un poco más allá se podía reconocer a dos figuras cuyas cabezas estaban juntas: una alta y bastante voluminosa y otra más pequeña y delgada.

-¿Son Tía Dorothee y su pretendiente? -susurró Antón dirigiéndose a Anna.

-Sí -le confirmó Anna en voz baja.

-¿Es que no se da cuenta Tía Dorothee de que Lumpi está durmiendo? -preguntó Antón.

-Claro que se da cuenta -contestó Anna-, pero eso a ella le viene de perlas: un vigilante que se duerme en lugar de cuidar de que se mantenga la decencia y la moral... ¡Y luego -añadió airada Anna- va al Consejo de Familia y se queja de que yo he hecho el cambio con Lumpi y Lumpi ha estado todo el tiempo roncando!

-¡Pero eso ya es alevosía! -exclamó indignado Antón.

-¡Efectivamente! -se reafirmó Anna-. ¡Pero lo del pretendiente ése es más alevosía aún!

-¿De verdad? -murmuró Antón.

Observó con malestar al pretendiente. Sus cabellos, de un negro intenso, estaban muy repeinados hacia atrás y tenían un brillo aceitoso como si los hubieran tratado con pomada.

-¡Fíjate si será alevosía que pretende incluso instalarse con nosotros! -le explicó Anna.

-¿Con... con vosotros?

-¡Sí! ¡Imagínate: ha pedido en matrimonio a Tía Dorothee!

-¡No! -se le escapó a Antón.

-¡Sí! ¡Y como ella acepte se instalará en nuestra cripta! -dijo Anna soltando un bufido de furia.

-¿Y cómo lo sabes? -preguntó Antón.

-¿Que cómo? ¡Pues porque yo no me duermo cuando tengo que vigilar!

-¿Y has oído realmente que le hacía la petición de mano? -preguntó Antón, que seguía sin poder creérselo.

-No sólo eso -dijo-. ¡Él quiere adoptar el apellido de soltera de ella!

-¿Cómo que... el apellido de soltera?

-Tía Dorothee se apellida Von Schlotterstein de nacimiento y es viuda de Von Schlotterstein-Seifenschwein. Y el Juan Babas ése quiere apellidarse también Von Schlotterstein. Dice que ya no se identifica con su propio apellido... ¡Bah!

-Ah, ¿de verdad?

Antón intentó permanecer muy tranquilo. Por fin había llegado la ocasión de preguntarle a Anna por el nombre del misterioso pretendiente.

-¿Tan malo es su apellido?

-¿Malo? -dijo Anna arrugando la comisura de los labios-Rancio, totalmente rancio es lo que es.

-¿Rancio?

A Antón parecía que se le iba a salir el corazón por la boca.

-¡Sí, Igno Rante! -confirmó Anna echándose a reír en alto..., amarga y descuidadamente alto.

Antón vio aterrado que las dos figuras de la mesa giraban sus cabezas y miraban en dirección a donde ellos estaban.

Allí en los matorrales hay algo

-Allí en los matorrales hay algo... -oyó Antón entonces que decía la voz de Tía Dorothee.

-Probablemente sean conejos -dijo Igno Rante.

-¿Conejos?

Tía Dorothee no parecía estar muy convencida.

-¡Sí, seguro! -dijo Igno Rante riéndose y con una voz aguda y artificial-. Conejos que celebran su boda... ¡igual que haremos pronto nosotros, querida mía!

-Conejos no son -repuso Tía Dorothee-. Yo más bien diría que...

Hizo una pausa.

El corazón de Antón latía como loco.

-¡... es mi indiscreto sobrino!

-¡¿Qué?!... -dijo indignado Igno Rante-. ¿Es que tu familia nos ha enviado acaso otro vigilante más? -preguntó señalando a Lumpi, que seguía roncando-. Me acababa de hacer tres cruces, de tumba, porque por fin se había dormido ese mocoso- ¿y ya viene el siguiente?

-¡La siguiente! -exclamó entonces Anna... y para perplejidad de Antón dio la vuelta a los rosales y se dirigió hacia Tía Dorothee e Igno Rante.

-¿Tú? -dijo desdeñosa Tía Dorothee.

-Sí, quería comprobar si Lumpi cumplía realmente con su obligación -declaró Anna.

-¡Demasiado tarde! -observó Tía Dorothee.

-¿Tarde?

-¡Ya lo creo! -bufó Tía Dorothee-. ¡Un vigilante que ronca tanto que le retumban a una los oídos no creo que sea muy del agrado del Consejo de Familia!... Además, me resulta extremadamente penoso en presencia del señor Rante -añadió-¡Qué va a pensar de nuestra familia!

-Yo no tengo ninguna culpa de que Lumpi se haya dormido -se defendió Anna.

-Pero tú conoces sus problemas -repuso Tía Dorothee-. Por ser un vampiro que está en edad de crecimiento no se le deben imponer tantas cargas como a los demás.

-¡Siempre estáis defendiendo a Lumpi! -dijo furiosa Anna.

-¿Y qué es lo que tenías que hacer tú tan importante para tener que cambiarte por Lumpi? -preguntó entonces Tía Dorothee acechando desconfiada hacia donde estaba Antón.

A Antón se le paró el corazón de miedo.

Anna dudó durante unos segundos.

Luego, con una tranquilidad y una presencia de ánimo sorprendente, dijo:

-Quería buscar un regalo.

-¿Un regalo? -preguntó Tía Dorothee riéndose desdeñosa-¡¿Para qué necesitas tú un regalo si ya te va todo demasiado bien?!

-No era para mí -respondió Anna.

-¿No era para ti? -dijo Tía Dorothee volviendo a mirar hacia donde estaba Antón-. ¿Para quién era entonces?

-¡Era para vosotros dos! -declaró solemnemente Anna.

-Ah, para nosotros...

-¡Sí, un regalo de boda!

Mala sangre

¡Antón no pudo dejar de admirar a Anna por aquella excusa! Tía Dorothee, que hacía un momento daba la impresión de encontrarse excitada y dispuesta a atacar, parecía estar ahora de un ánimo extraordinariamente apacible.

-¡Un regalo de boda! -repitió cambiando una mirada con Igno Rante-. Entonces Anna debe ser la primera en enterarse de la buena noticia. ¿No te parece? -preguntó.

-¡Sí! -admitió Igno Rante.

-¿Una buena noticia? -dijo Anna, que igual que Antón parecía estar preparada más bien para una mala.

-¡Muy buena incluso! El señor Rante y yo nos hemos decidido a... ¿cómo se dice?..., a una experiencia prematrimonial. ¿No es cierto, amor mío?

Al decir aquello le tendió el brazo a Igno Rante. Igno Rante le tomó la mano y le dio un beso de lo más formal.

Fue tan ridículo que Antón estuvo a punto de reírse.

-¿Experiencia prematrimonial? -oyó que preguntaba Anna.

-¡Efectivamente! ¡Las experiencias prematrimoniales hoy en día son algo habitual en todas partes -declaró con altivez Tía Dorothee-. Para estar seguro de que se lleva uno bien también en la vida diaria.

-¿En la vida diaria? -preguntó Anna con una voz que sonó burlona.

-Es una forma de hablar -contestó Tía Dorothee-. Me refiero a la convivencia normal y cotidiana de cada noche.

Y en el mismo tono que hubiera empleado un catedrático siguió diciendo:

-¡Para el querido señor Rante va a ser, con todo, un gran cambio, pues hace ya mucho, mucho tiempo que vive solo! ¡Y vosotros tres -Lumpi, Rüdiger y tú- tampoco sois precisamente una ayuda!

Anna miró a Lumpi.

-¡Ahí sí que tienes razón!

-Y por eso -dijo Tía Dorothee- el señor Rante y yo queremos probar primero si también en circunstancias normales tenemos..., bueno -dijo riéndose estridente-... tenemos algo que decirnos.

-¡Exactamente! -intervino Igno Rante.

-Además -concluyó Tía Dorothee-, ya no será necesario que nos manden cada noche a un vigilante.

-¡Oh, eso sería estupendo! -dijo Anna suspirando.

Después de reflexionar un poco, Anna preguntó:

-Y si es tan difícil para el señor Rante... ¿por qué no te trasladas tú a su casa, Tía Dorothee?

-¡No te metas en asuntos que no comprendes! -repuso muy digna Tía Dorothee.

-Pero si te trasladaras a casa del señor Rante, os dejaríamos estar tranquilos... Quiero decir: ¡Lumpi, y Rüdiger, y yo!

-¿No me has oído? -repuso Tía Dorothee algo más severa en aquella ocasión-. Te he dicho que te mantengas al margen.

-Eso es lo que yo quiero: ¡mantenerme al margen de todos vosotros!

-¡Pues entonces no metas las narices en asuntos que no te incumben!

-¿Que no me incumben? -dijo indignada Anna-. ¡Casualmente yo también vivo en la Cripta Schlotterstein!

-¡Desgraciadamente, diría yo! -observó sarcástico Igno Rante.

-¿Desgraciadamente? -repitió Anna sin dejarse intimidar-. No creo que mis hermanos sean de la misma opinión -declaró muy segura de sí misma-. ¡Y mi madre, Hildegard la Sedienta, y mi padre, Ludwig el Terrible, mucho menos aún! ¡Y también mi abuela, Sabine la Horrible, y mi abuelo, Wilhelm el Tétrico, están de mi parte porque soy la más joven de la familia! -inspiró profundamente antes de continuar-: ¡Seguro que mis parientes renunciarían antes a usted!

-¡Anna! -exclamó Tía Dorothee mirando asustada ora a Igno Rante, ora a Anna-. De..., debes haberlo entendido mal, Anna -declaró apresuradamente-. El señor Rante sólo quería gastar una broma... ¿No es verdad, mi querido Igno? -dijo ella-. Era una broma, ¿a que sí?

-¿Una broma? -gruñó él desganado-. Yo no suelo bromear.

-Bueno, a veces sí -le contradijo Tía Dorothee. Y con voz dulzona y aflautada añadió-: ¡Dile a mi sobrinita que no querías decir eso! Si no, aún vamos a tener mala sangre antes de que mis parientes te hayan conocido siquiera.

-¿Mala sangre? -repitió Igno Rante-. ¿Hasta qué punto?

-Bueno...

Tía Dorothee bajó la voz hasta llegar a un susurro confidencial, pero Antón aún pudo entender lo que decía:

-Si Anna ahora pone ya a los miembros de la familia contra ti..., digo, contra nosotros..., sería muy desfavorable. Entonces mis parientes quizá no te dedicarían una acogida muy cálida. Y eso sería horrible, ¿no te parece?

-Efectivamente -dijo Igno Rante-. ¡Con el frío que paso yo siempre!

-Pues eso -susurró Tía Dorothee-. ¡Hay que cuidar y fomentar las relaciones intervampirescas!... ¡Y por eso -añadió con énfasis- me gustaría que mi sobrinita y tú os hicierais amigos!

Se puede cambiar de opinión, ¿no?

-¿Que nos hagamos amigos? -dijo Igno Rante observando a Anna-. Sí, ¿por qué no? Incluso tengo ya una idea de cómo...

-Ah, ¿de verdad? -respondió secamente Anna.

-Tú eres una chica como es debido, ¿no? -preguntó Igno Rante.

-¿Una chica como es debido? -repitió Anna desconfiando extraordinariamente.

-¡Sí! Y a las chicas, al contrario que a los chicos, les gusta mucho llevar trajes bonitos. ¿O no?

-¿Al contrario que a los chicos? -dijo Anna riéndose desdeñosa-. A nadie le gusta ir por ahí lleno de andrajos... ¡Ni a las chicas ni a los chicos!

-Está bien, lo que tú digas -concedió Igno Rante-. Pero a ti te encantan los vestidos bonitos, ¿no?

-Humm, puede -dijo Anna fingiendo indiferencia.

-Lo sé por tu querida tía -declaró Igno Rante-. Y también sé que vosotras os habéis peleado más de una vez por eso.

-¡Efectivamente! -confirmó Anna-. ¡Tía Dorothee todavía no me deja ponerme el vestido de encaje que me encontré en el castillo en ruinas!

-En fin... -susurró Tía Dorothee-. Es que no me parecía apropiado para tu condición. Pero ahora, desde que conozco al señor Rante...

Y como si le resultara penoso hablar del tema musitó:

-Se puede cambiar de opinión, ¿no?

-¿Has cambiado de opinión? -preguntó Anna, que parecía no creérselo todavía...- ¿Y de verdad que puedo ponerme el vestido blanco de encaje? -preguntó después de una pausa.

-No sólo eso -contestó Igno Rante haciéndose el importante-¡Ahora nos dirigiremos los tres a mi domicilio y allí te voy a enseñar una cosa muy bonita!

-¡Cómo! ¿Vas a llevarte a Anna a tu casa? -dijo sorprendida Dorothee.

-¿Por qué no? -preguntó Igno Rante.

-¡Hasta ahora siempre habías insistido en que mantuviéramos tu guarida en secreto! -repuso Tía Dorothee con un tonillo ofendido en la voz.

-Sí, es verdad -dijo Igno Rante-. Pero, ¿no has dicho tú que hay que cuidar y fomentar las relaciones intervampirescas? ¿Y no has dicho también que te gustaría que tu sobrinita y yo nos hiciéramos amigos?

-Bueno, sí -admitió Tía Dorothee-. ¡Pero no por eso tenías que haberla invitado inmediatamente a tu casa!

-Pero es que sólo allí puedo enseñarle eso tan bonito -repuso Igno Rante-. ¡Y con eso tan bonito debe comenzar nuestra amistad! -añadió pomposamente.

-¿Es algo... de vestir? -preguntó Anna.

-Eso no te lo voy a decir -contestó Igno Rante-. ¡Tú simplemente déjate sorprender!

Con aquellas palabras se levantó y como un auténtico caballero de la vieja escuela, le ofreció su mano a Tía Dorothee. Tía Dorothee se puso en pie e Igno Rante se enganchó del brazo de ella.

-¿Que me deje sorprender? -gruñó Anna.

-¡Venga, vamos! -urgió Tía Dorothee-. No eches a perder con tus chismes la incipiente amistad con el señor Rante.

-Ya voy -dijo Anna, dirigiéndole a Antón una rápida mirada en la que había pesar y un cierto desamparo.

Luego les siguió a los dos.

El deber de Antón como amigo

Antón se quedó quieto observando al extraño trío: Tía Dorothee, que le sacaba la cabeza a su prometido, el flaco Igno Rante, y la pequeña y adorable Anna.

Antón no respiró aliviado hasta que no desaparecieron los tres por detrás del depósito de agua. Tenía la sensación de que su cupo de pasar nervios y de aventuras estaba ya bastante cubierto por aquella noche. Por otra parte... cuando pensaba que el señor Schwartenfeger ardía en deseos de saber más cosas de su inusual paciente, del que ni siquiera sabía la dirección...

Y a él, Antón, que estaba por lo menos igual de impaciente por saberlo, se le presentaba ahora la oportunidad de averiguar dónde estaba la guarida secreta a la que Igno Rante quería llevar a Anna...

Al pensar en Anna, Antón notó cómo su corazón latía más deprisa... por la preocupación. ¿No había aceptado muy a la ligera la propuesta de Igno Rante de ir con él a casa? ¿Y si le amenazaba ahora algún peligro?... ¡No por parte de Tía Dorothee, sino de Igno Rante!

Al fin y al cabo, todavía no estaba del todo demostrado que Igno Rante era verdaderamente un vampiro. ¡Y aunque lo fuera, Anna tampoco podía estar segura de que no fuera a hacerle nada malo!

¿No era entonces su deber -como amigo- estar al lado de Anna? Y, además, Antón prefería no fiarse de que Tía Dorothee la fuera a ayudar. Después de todo, Tía Dorothee se había largado sin preocuparse ni lo más mínimo por el durmiente y por tanto indefenso Lumpi! Antón miró hacia Lumpi, que seguía con la cabeza sobre el tablero de la mesa roncando con la regularidad de un reloj con toda la cuerda dada.

El hecho de que los vampiros le hubieran abandonado sencillamente a su suerte demostraba una vez más lo dura y hasta brutal que era la ley que regía su vida... o, mejor dicho, su supervivencia: Piensa siempre y sobre todo en ti mismo.

La única que no era así era Anna; por lo menos no siempre. Ella también se preocupaba por los demás... exactamente igual que él, Antón. Él se preocupaba por sus amigos; sobre todo por sus amigos vampiros. Él ni siquiera sería capaz de dejar allí tan indefenso a Lumpi.

Antón se agachó y buscó en el suelo algún objeto con el que pudiera despertar a Lumpi. Encontró una castaña, se incorporó rápidamente, apuntó y se la tiró.

Lo último que vio fue levantarse adormilada la cabeza de Lumpi con su pelo desgreñado.

Luego Antón echó a correr. Corrió sin volverse hasta alcanzar un claro del bosque.

Allí extendió los brazos, los movió un par de veces arriba y abajo y salió volando.

Mientras Antón iba ganando altura buscó denodadamente con la vista a Tía Dorothee, Igno Rante y Anna. Pero no se veía a nadie. Se preguntó con inquietud si podían haberse largado tan rápido que ya hubieran llegado a la guarida de Igno Rante.

¡Pero haría unos cinco minutos que se habían marchado y Tía Dorothee con su oronda figura no daba la impresión de ser una voladora muy rápida!

¿En qué dirección debía dirigirse Antón? ¡Ni siquiera sabía por dónde tenía que ir para encontrar el camino de regreso a casa!

Se introdujo inseguro en una calle bordeada por grandes árboles... y a punto estuvo de gritar de alegría. Debajo de él divisó al trío de vampiros, que iba caminando por la acera: delante Igno Rante del brazo de tía Dorothee y detrás de ellos Anna, muy pequeña y muy delicada bajo su capa negra.

Antón aminoró la velocidad de su vuelo y aterrizó detrás de uno de los árboles. Miró temeroso hacia las oscuras figuras, pero los tres siguieron su camino sin detenerse. Antón aún esperó un momento... y luego les siguió, siempre protegido por los árboles.

Antón nunca había estado en aquella calle. Todo le resultaba extraño y hasta inquietante: que hubiera tan pocos coches aparcados..., que la calzada estuviera llena de socavones... y que en muchos jardines la hierba llegara a la altura de las rodillas.

«¡Como en una ciudad fantasma!», le vino a la mente. Pero no -pensó luego-, en una ciudad fantasma no habría una bicicleta de niño apoyada en la verja de un jardín, ni se habrían dejado una comba olvidada en la acera.

Además, en varias casas había luz; así es que allí tenía que vivir gente.

Gente... Antón observó el grupo de vampiros y un escalofrío le recorrió la espalda. Con lo peligrosa que era Tía Dorothee, hubiera preferido un barrio menos abandonado. ¡Por si acaso! Sin embargo, no se encontraron ni un alma.

Villa Vistaclara

Al llegar a la altura de las últimas farolas de la calle, Igno Rante, Tía Dorothee y Anna se detuvieron de repente. Igno Rante fue hasta la puerta de un jardín y la abrió, lo que produjo un ligero chirrido.

Al oír aquello, Tía Dorothee miró desconfiada a su alrededor, pero a Antón le dio tiempo a esconderse detrás del grueso tronco de un árbol.

Miró con cautela por los lados del árbol.

Vio cómo Igno Rante, Tía Dorothee y Anna se dirigían hacia una casa grande y oscura. Segundos después habían desaparecido.

¿Acaso tendría Igno Rante su guarida en aquella casa?

¡No, aquello Antón no se lo podía imaginar! A los vampiros les pegaba un cementerio, una cripta, las ruinas de un castillo, una capilla... Pero, ¿una casa? ¿Una casa normal y corriente?

Claro que... tan normal y corriente como Antón había supuesto al principio no era la casa. Al acercarse se dio cuenta de que tenía que estar vacía desde hacía bastante tiempo, pues la puerta y las ventanas de la planta baja estaban condenadas con gruesos tablones. Tampoco el resto resultaba precisamente muy atractivo, con sus muros que se habían vuelto negros de viejos y su chimenea derrumbada.

Aunque el lugar en donde Antón se encontraba no fuera una ciudad fantasma..., aquello sí que era una casa fantasma: ¡el refugio ideal para alguien que no quisiera ser descubierto!

No ser descubierto... Antón pensó si no sería mejor acercarse a escondidas a la casa desde el solar vecino. Pero presumiblemente los vampiros habrían ido al sótano, así que no tenía ninguna importancia el lado por el que Antón llegara... ¡siempre que se moviera con suficiente sigilo!

Se detuvo ante la puerta del jardín, pero no la tocó... ¡por miedo a que el chirrido pudiera bastar para poner sobre aviso a los vampiros!

Con mucho cuidado subió por la verja, cuyos barrotes de hierro forjado terminaban en unas peligrosas puntas afiladas, y luego se dirigió sigilosamente hacia la entrada de la casa a través de la alta maleza.

Antón miró con preocupación hacia las dos casas limítrofes, pero todo estaba en calma. «¡Posiblemente las casas vecinas también estén vacías!», pensó.

«Aunque», pensó Antón después volviéndose de nuevo hacia la puerta condenada con tablones, «si Igno Rante se ha instalado aquí, ¡esta casa no está vacía ni mucho menos!»

Antón advirtió entonces que en la puerta de la casa había un cartel. Engurruñó los ojos y, aunque con alguna dificultad, con la luz de las farolas de la calle consiguió descifrar la inscripción:

«Limpio el corazón, la vista clara y con osadía, la fortuna te sonríe en Villa Vistaclara».

No pudo evitar reírse con sarcasmo. De aquella sentencia, que presumiblemente era una especie de lema para bendecir la casa, ya sólo era verdad una cosa: lo de «limpio el corazón». ¡Aquella expresión era que ni pintada para la guarida de un vampiro!

¡Pero Villa... «en Ruinas» sería más apropiado! Y lo de «la vista clara»... ¿acaso sería entre las tablas clavadas a las ventanas?

No, la única osadía que, en su opinión, se podía tener en Villa Vistaclara era... ¡largarse de allí! Y es que la fortuna parecía haber abandonado aquella casa hacía ya mucho tiempo.

Voces desde las profundidades

En aquel momento, con un crujido, se desmoronó bajo sus pies el montón de escombros y piedras al que se había subido para poder leer mejor la sentencia.

Asustado, Antón dio un paso atrás.

«¡Espero que los vampiros no se hayan enterado!», pensó pasando la mirada por la sombría fachada de la casa.

Sí, como Antón suponía, Tía Dorothee, Igno Rante y Anna estaban en el sótano, el peligro no era demasiado grande. Pero si habían subido al primer piso... Allí no habían clavado tablones ante las ventanas. Los vacíos huecos de las ventanas, negros e inquietantes, miraban fijamente a Antón.

«¡Pero presumiblemente un vampiro jamás se instalaría bajo un deteriorado tejado que deja pasar los rayos del sol y la lluvia!», pensó entonces.

De repente Antón oyó voces lejanas: una grave y ronca y otra aguda y ligeramente estridente.

Las voces sonaban extrañamente amortiguadas, como si procedieran de una bóveda subterránea.

¡Luego era cierto que los vampiros habían ido al sótano! Sólo que... ¿dónde estaría la entrada que habían utilizado? Por la puerta de la casa no podían haber entrado en «Villa Vistaclara», pues los tablones estaban demasiado firmes para eso. ¿Habría acaso en la parte trasera de la casa una escalera que conducía al sótano?

Antón se alejó de puntillas de la entrada de la casa.

Descubrió un sendero medio cubierto por la maleza que rodeaba la casa por la izquierda. Con cuidado dio un par de pasos, se detuvo y escuchó con atención.

Volvió a percibir entonces las voces. Seguían sonando extrañamente amortiguadas, pero ahora estaban tan próximas que Antón podía entender cada palabra.

-¿De verdad que no quieres ver eso tan bonito? -preguntó Igno Rante.

-Sí que quiero -dijo Anna-, pero sólo si viene usted conmigo. ¡Yo sola no subo!

¿Subir? Antón se apretó aún más a la pared de la casa. Ya podía rezar para que lo «bonito» estuviera en la planta baja, con las ventanas condenadas... ¡y no en el primer piso!

-¿Por qué le llamas de usted al querido señor Rante? -dijo con voz aflautada Tía Dorothee-. ¡Llámale de tú!

-Sí, exactamente -aprobó Igno Rante-. ¡Llámame simplemente Tío Igno!

-¿Y eso por qué? -repuso Anna.

-¡Para mejorar las relaciones intervampirescas! -contestó Tía Dorothee.

-Humm... lo pensaré -dijo Anna... no muy entusiasmada, como se pudo oír claramente.

-¡Pues entonces empecemos a mejorarlas ahora mismo! -dijo Igno Rante..., a pesar de la apenas disimulada hostilidad de Anna. Y con una empalagosa amabilidad añadió:

-¡La pequeña Anna no se atreve a ir sola! ¡Qué mona!

Antón cerró los puños. ¡Igno Rante era el último al que él permitiría llamarle «mona» a Anna!

-¿Que no me atrevo? -repitió Anna-. ¿Y por qué cree usted eso?

-Porque tú siempre has sido un poco cobarde -objetó Tía Dorothee.

Antón sintió cómo al oír aquella malévola imputación se le encendía la cara de furia.

-¿Que yo soy cobarde? -dijo Anna riéndose indignada-¡Bueno, pues entonces por pura cobardía contaré ante el Consejo de Familia que tú le has revelado secretos de familia al señor Rante!

-¿Ante el Consejo de Familia? -exclamó aterrada Tía Dorothee-. ¡No, no debes hacer eso, Anna! ¡Por el amor de Drácula, no digas nada en contra del señor Rante y de mí ante el Consejo de Familia!

-¡Entonces retira tú lo de que soy una cobarde! -exigió Anna.

-Pues claro que lo retiro -susurró Tía Dorothee-. ¡Eres incluso muy valiente!

«¡Vaya si lo es!», coincidió con ella Antón, aunque sólo con el pensamiento.

Ceguera nocturna

-Pues si realmente tu sobrinita es tan valiente... ¿por qué no sube sola? -intervino entonces Igno Rante.

-¿Que por qué? -dijo Anna-. Porque usted se conoce esto mucho mejor que yo, y porque yo no tengo ninguna gana de darme un golpe en la cabeza o de clavarme algo en un pie.

-Pero, ¿no dicen que vosotros tenéis una vista tan penetrante como la de un ave nocturna? -preguntó Igno Rante.

-«Vosotros»... ¿quiénes? -dijo Anna-. ¿De quién está usted hablando?

-De vosotros..., de vuestra familia -contestó Igno Rante carraspeando-. ¡Vosotros los Von Schlotterstein... sois famosos por vuestra aguda vista!

-Nuestra vista es absolutamente normal -dijo Anna-. Como la de todos los demás vampiros.

-¡Como la de todos no! -le contradijo Tía Dorothee-. El señor Rante, por ejemplo, no tiene tan buena vista... desgraciadamente.

-¿Qué le pasa a su vista? -preguntó Anna.

-Bueno... El pobre querido señor Rante tiene algo de ceguera nocturna.

-¿Ceguera nocturna? -repitió Anna.

-Sí -dijo Tía Dorothee con una tosecilla, a quien al parecer lo del defecto de Igno Rante en la vista le resultaba penoso-. Eso sucede en las mejores familias de vampiros.

-Ah, ¿sí? Pues yo no he oído hablar nunca de ningún vampiro que tuviera ceguera nocturna -dijo Anna. Y luego añadió mordaz-: ¡Lo principal es que esa ceguera nocturna no se contagie!

-¡Anna, no digas esas cosas! -exclamó suplicante Tía Dorothee-. Y sobre todo... ¡no digas ni una palabra de ello en el Consejo de Familia!

-¿Y por qué no?

-Porque... -Tía Dorothee hizo una pausa y luego declaró solemnemente-: ¡Porque uno debe juzgar a su prójimo por lo que es... y no por lo que no es! Y si el Consejo de Familia se entera de que el señor Rante tiene..., bueno..., algún que otro problema con la vista, podrían abrigar enseguida prejuicios contra él. Y además... -añadió-eso es precisamente lo que yo estimo del querido señor Rante.

-¿Que no vea como es debido? -preguntó asombrada Anna.

-¡No! Que no sea como los demás -repuso muy digna Tía Dorothee. Y en tono susurrante añadió-: Ahora ya puedes encender tranquilamente tu linterna, mí querido Igno. Anna ahora ya lo sabe. Y Anna no tiene ningún prejuicio, ¿no es verdad?

-No -dijo Anna... ¡qué iba a contestar si no!

-¿Que encienda la linterna? -dijo Igno Rante riéndose apocado-. ¡Bien, si tú lo dices, mi querida Dorothee, la encenderé!

Debía de tener la linterna en la mano, pues inmediatamente se encendió una luz. Procedía de una profunda ventana del sótano, que, igual que las ventanas del primer piso, estaba condenada con tablones de madera... aunque de una forma más chapucera: faltaban varias tablas y hasta Tía Dorothee se podría colar entre ellas.

Al pensar en ello a Antón se le aceleró el ritmo cardíaco. Quizá los vampiros no hubieran entrado en la casa por la escalera del sótano como él había supuesto al principio, ¡sino por aquella ventana!

El haz de luz tembló y se hizo más débil.

Antón oyó entonces la voz de Igno Rante:

-¡Sígueme, Anna! Así podrás ver enseguida una cosa muy bonita. ¿Qué digo yo ver? ¡Ponerte! ¡Podrás ponértela! Espera y verás. Te va a entusiasmar.

-Sí, id vosotros dos delante -corroboró Tía Dorothee-. Yo, por si acaso, voy a echar un vistazo ahí fuera.

¿Un vistazo ahí fuera? Durante unos segundos Antón se quedó rígido de espanto. Pero luego, cuando empezó a oírse ruido detrás de las tablas, echó a correr.

Corrió a toda prisa hasta la puerta del jardín y trepó por los barrotes de la verja. Ya en la acera volvió a darse la vuelta y miró hacia la casa. Allí estaba, sombría y repulsiva, y no se observaba en ella ni el más mínimo signo de vida.

Con un ligero remordimiento pensó en Anna. ¿La estaría dejando en la estacada por salir huyendo de Tía Dorothee? Pero Anna no parecía estar ni siquiera un poco intimidada o temerosa. ¡No, ella sabría defenderse si es que tenía que hacerlo!

Antón extendió los brazos por debajo de la capa, los movió arriba y abajo, e inmediatamente sus pies se separaron del suelo.

Dormir con zapatos

Fue un largo y agotador vuelo de regreso a casa. Primero Antón regresó al depósito de agua, y desde allí fue volando casi todo el trecho que había hasta la casa del señor Schwartenfeger. Luego consiguió encontrar una calle que conocía y que le llevó a su casa.

Llegó a su habitación cansado y destrozado.

Se dejó caer en la cama con un profundo suspiro. Sólo quería descansar un momento.

-¿Duermes con zapatos? -preguntó de repente junto a él una voz clara.

-¿Yo? -exclamó Antón pegando un respingo, y sin estar seguro de si estaba despierto o soñaba.

En una franja de plateada luz de luna había una pequeña figura...: como una aparición del reino de los espíritus. Confuso, se frotó los ojos.

La figura entonces soltó una risita y Antón supo de pronto quién era.

-¡Anna!

-¡Cuando duermes estás para enamorarse de ti, Antón! -dijo ella otra vez con su risita.

-¿Cuando duermo? -preguntó él rascándose la cabeza-. Yo... yo sólo quería descansar un segundo.

-Hasta has sonreído -dijo suavemente Anna-. ¡Quizás has soñado con nosotros!

-O con quitarme los zapatos -repuso Antón... intencionadamente jovial para desviar la conversación hacia otro tema.

Sacó los pies de la cama y empezó a desabrocharse los zapatos.

-No tienes por qué sentirte incómodo por lo de los zapatos -dijo Anna-. Al contrario: ¡me parece estupendo que empieces ya a practicar!

Antón levantó la cabeza.

-¿Que empiece ya a practicar? ¿Acaso te crees que no sé quitarme yo solo los zapatos?

-¡No! -dijo ella riéndose animada-. ¡Quería decir que en lo de dormir con zapatos tú no tienes tanta práctica como nosotros!... Todavía no -añadió.

Antón entonces entendió su insinuación.

-Es que yo tampoco quiero practicar lo de dormir con zapatos -declaró él volviendo otra vez a su zapato izquierdo, donde se le había hecho un nudo.

Anna no respondió. ¿Se habría ofendido por el comentario de Antón?

Para conciliarse con ella preguntó sin levantar la vista:

-El vestido que llevas... ¿Era ésa la cosa bonita que quería enseñarte Igno Rante?

-¡Bah, qué más da! -repuso arrogante Anna-. A ti de todas formas no te gusta...

-¿Cómo se te puede ocurrir eso?

-Pues primero porque cuando te has despertado no has dicho ni una palabra de mi vestido. ¡Y segundo por que ahora ni siquiera me estás mirando!

-Porque me quiero quitar el zapato -se defendió Antón.

Por fin consiguió deshacer el nudo. Respirando profundamente se quitó el zapato.

-Y además sin luz no puedo distinguir mucho.

-¿No puedes distinguir nada?

Anna fue hasta el escritorio y encendió la lámpara.

-¿Está mejor así?

-Sí.

La repentina claridad le hizo parpadear a Antón.

Cuando sus ojos se habituaron a la luz miró detenidamente a Anna.

Llevaba un vestido largo de una tela brillante como la seda de color rosa. Le sentaba sorprendentemente bien; casi como si se lo hubieran hecho a medida. ¡Probablemente era un viejo vestido de niña!

-¿Qué? -preguntó Anna sin apenas poder reprimir la curiosidad.

-Tú..., estás muy elegante -dijo con cautela Antón.

No quería de ninguna manera volver a llevarse una plancha.

-¿Elegante? -dijo Anna sonriendo halagada y pasándose la mano por el vestido-. ¿De verdad?

-Sí, elegante y...

Antón dudó.

Anna levantó las cejas.

-¿Y qué?

Si Antón era sincero, completamente sincero, ahora tendría que contestar que ella le parecía un maniquí... y no la Anna que él conocía y a él le gustaba. Pero también la sinceridad a veces era brutal y hería, así que Antón dijo simplemente:

-Elegante y algo... ¡extraña!

-¿Extraña? -repitió Anna, y para alivio de Antón sonrió-. ¡Sí, eso es verdad! Si se compara este estupendo vestido con los harapos que tengo que llevar normalmente...

-El señor Rante, por cierto, tiene otras cosas bonitas -le contó ella después.

-¿De veras? -dijo Antón esforzándose en que Anna no se diera cuenta de lo expectante que estaba él por saber más cosas de Igno Rante.

-¡Y tanto! -dijo Anna recogiéndose el vestido y tomando asiento en el borde de la cama de Antón-. ¡Tiene un gigantesco armario del que sólo él tiene la llave!

-¿En la planta baja? -preguntó excitado Antón.

Anna le miró sorprendida.

-¿Sabes lo del armario?

-No, lo del armario no.

-¡Pero si acabas de preguntar por la planta baja!

-Sí, porque os he seguido hasta la guarida de Igno.

Antón carraspeó. Anna no se podía tomar a mal que les hubiera seguido, ¿no?

-¿Nos has seguido?

-¡Sí, por precaución! Porque no quería dejarte sola con ese Igno Rante.

Anna entonces se rió disimuladamente.

-Yo no lo llamaría precaución -dijo-. Más bien...

Hizo una significativa pausa y miró tiernamente a Antón.

-¿Más bien qué? -preguntó afónico Antón.

-Yo lo llamaría celos -contestó Anna-. Celos por ¡amor!

Atractivas perspectivas

Antón sintió que se ponía colorado.

-¿Celos? -dijo Antón haciéndose el ignorante-. ¿Celos de quién?

-¡Bueno, ¿de quién va a ser?! -dijo Anna riéndose disimuladamente-. Pero no temas, no he aceptado los regalos del tío Igno.

-¿Del tío Igno? -preguntó irritado Antón-. ¡Antes estabas en contra de llamarle «tío»!

-Antes... -dijo sin cargo de conciencia Anna-. Pero se puede cambiar de opinión, ¿no?

-¡Igual que Tía Dorothee! -observó sarcástico Antón.

-Sí, ¿no es increíble? -dijo Anna riéndose-. Tía Dorothee ha dicho que puedo ponerme el vestido siempre que me venga en gana.

-¿Siempre que te venga en gana? -repitió Antón.

¡Qué perspectivas tan fascinantes!

Después de una pausa preguntó él:

-Tú has dicho los regalos. ¿Qué más había?

Sin decir una palabra y sonriendo misteriosamente, Anna se sacó del escote de su vestido una larga cadena de oro de la que colgaba un corazón cubierto de piedras azules y verdes.

-¿También te ha regalado la cadena de oro? -preguntó Antón desconfiando cada vez más.

-¡Me la ha prestado! -le corrigió muy digna Anna-. Ya te he dicho que no había aceptado los regalos.

-¿Prestado? ¡Yo creía que entre los vampiros no había ninguna diferencia entre «prestado» y «regalado»!

-¡Seguro que eso lo has leído en uno de tus libros de vampiros! -dijo Anna con una risita.

-No, me lo contó Rüdiger el día de tu aniversario de vampiro.

-¿Rüdiger? ¡Pues ya ves los cuentos que va contando por ahí!... ¡Pero al ver los anillos del tío Igno casi me desmayo! -añadió ella tendiéndole a Antón su mano derecha.

En sus dedos corazón e índice lucían dos anillos de oro; uno con una piedra de color rojo sangre y el otro con una blanquecina.

-¿Son acaso piedras preciosas? -preguntó Antón.

-Pues claro que sí -dijo con orgullo Anna-. La roja ha dicho el tío Igno que es un rubí, y la clara una piedra de la luna.

Con la punta de los dedos rozó arrobada la piedra blanquecina.

-¿No es un nombre maravilloso? Piedra de la luna... -preguntó ella.

-Yo... -dijo Antón carraspeando.

Por muy entusiasmada que estuviera Anna... a él le parecía sospechoso que Igno Rante le quisiera regalar el vestido y las joyas.

-A mí me parece un soborno -dijo él.

-¿Un soborno? -dijo Anna con una risita-. ¡Ay, Antón, tú estás aún más celoso que Rüdiger aquella vez con su Olga! ¡Conmovedor, me parece realmente conmovedor!

-¿Conmovedor? -dijo Antón poniendo cara de furia.

Anna volvió a soltar la risita.

-Realmente tú no te puedes oponer en absoluto a que yo de vez en cuando le tome prestadas un par de cosas buenas a mi nuevo tío. Pero cuando se es tan celoso como tú... Claro que yo me he puesto guapa sólo para ti -añadió tiernamente-. Para que veas que no soy una cenicienta como Rüdiger dice siempre.

-Yo nunca he dicho que tú seas una cenicienta -repuso Antón.

Poco a poco tuvo la sensación de que, igual que cuando hablaba de Olga con el pequeño vampiro, le estaba hablando a una pared. Dijera lo que dijera, Anna sólo se sonreiría burlona y replicaría que él tenía algo en contra del tío Igno. Pero Antón necesitaba forzosamente hablar con Anna sobre una cosa; una cosa que para el pequeño vampiro y posiblemente también para Anna... ¡podía ser de gran importancia!

Mirar demasiado profundo a los ojos

-Los ojos de Igno Rante -empezó a decir él-. ¿No ha dicho Tía Dorothee que él tiene ceguera nocturna?

-Ella ha dicho un poco de ceguera nocturna -le corrigió Anna.

-Está bien, un poco de ceguera nocturna -dijo Antón-. Pero en la oscuridad no ve mucho, ¿no?

-Pues el ojo de la cerradura del armario lo ha encontrado a la primera.

-¡Sí, pero porque llevaba una linterna!

-Pero la linterna la llevaba sobre todo por mí -repuso Anna.

-¿Por ti? -dijo Antón poniéndolo en duda.

-¡Ay, Antón! -exclamó ella riéndose bajito-. De verdad que eres demasiado dulce con tus celos. La linterna la ha encendido para que yo pudiera buscar entre los vestidos, y seguro que había veinte o más, el que más me gustara.

Antón cada vez tenía más la sensación de que estaba hablando con las paredes. A pesar de ello hizo un último intento:

-¿Sabes desde cuándo tiene Igno Rante ese problema en la vista?

-No, ni idea -respondió Anna. Y con una risita añadió-: Aunque tú no te lo creas, de verdad que a mí no me interesa el tío Igno.

Antón suspiró.

-¡No se trata de eso!

-Ah, ¿no? -preguntó Anna mirándole con una sonrisa coqueta-. ¿Y entonces de qué se trata?... ¡De ti!... Pero eso ya lo sé yo -dijo ella muy suavemente-. Y por eso no me enfado en absoluto de que tú estés tan celoso. ¡Todo lo contrario!

-¡Se trata de tus ojos! -dijo Antón en un intento definitivo.

-¿De mis ojos? -preguntó Anna pestañeando un par de veces-. ¡Probablemente ahora vas a afirmar que yo le he mirado al tío Igno muy profundamente a los ojos!

-¡No!

Antón apretó los labios. Nunca había visto a Anna tan inaccesible como aquella noche.

-¿Te acuerdas del aparato luminoso del señor Schwartenfeger? -preguntó él.

-¡Vaya que si me acuerdo! -dijo Anna-. ¿Crees tú que yo me iba a olvidar de una injusticia como ésa? ¿Que Rüdiger tuviera unas gafas de sol... y yo no?

-Quizás Igno Rante tampoco tuviera gafas de sol -observó Antón.

-¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Anna.

Antón inspiró profundamente. ¡Por fin parecía Anna dispuesta a escuchar sus argumentos!

-Ya te he hablado del misterioso paciente al que el señor Schwartenfeger le ha aplicado también ya su programa -dijo él escrutándola con la mirada.

-Sí, ¿y qué?

-Ese paciente que le contó al señor Schwartenfeger que él no era un vampiro es... ¡Igno Rante!

-¿Igno Rante? -repitió anonadada Anna.

A ella entonces empezó a temblarle la comisura de los labios y con una risita dijo:

-¡Antón! ¡De los celos que tienes ves ya fantasmas!

-¿Tú crees? -repuso Antón rechinando los dientes.

-El tío Igno en casa del señor Schwartenfeger... ¡Eso realmente ya es una broma demasiado pesada!

-¿Y si te digo que me lo he encontrado dos veces en la consulta del señor Schwartenfeger?

-¿En la consulta?

Anna no parecía estar en absoluto inquieta, sino más bien divertida.

-Probablemente era su doble. ¡O a lo mejor es verdad que ves fantasmas! -dijo ella.

-¿Y esta noche en el depósito de agua? -repuso Antón-¿Acaso era un fantasma lo que estaba sentado a la mesa con Lumpi y con Tía Dorothee?

-¡No! -contestó Anna con una risita...- Pero en el depósito de agua todo estaba bastante oscuro -dijo ella después de una pausa-Por lo menos para unos ojos humanos.

-¡A pesar de todo! -dijo Antón-. Le reconocí por la voz, su figura y su pelo aceitoso. ¡Lo único que al parecer se reserva para sus visitas al señor Schwartenfeger es su perfume de lirios del valle!

-¿Perfume de lirios del valle? -preguntó Anna, ahora ya no tan despreocupada-. ¿Y cómo huelen los lirios del valle?

-Dulzones, terriblemente dulzones, como... -dijo Antón intentando encontrar una comparación apropiada-. No se puede describir.

-¡Sólo olerlo! -le dio la razón Anna, y para perplejidad de Antón sacó de un bolsillo de su vestido un pequeño frasquito redondo.

Desenroscó el tapón y se lo tendió a Antón.

-Toma, el frasco me lo ha dado el tío Igno... para ocasiones solemnes. ¿Es esto perfume de lirios del valle?

Antón tuvo que toser.

-Sí, efectivamente -dijo él-, éste es su perfume: lirios del valle de la más horrible variedad, ¡brrr!

-O sea, que entonces es verdad que el paciente es él -afirmó objetivamente Anna... -Bueno, en realidad tampoco es tan malo que el tío Igno vaya también a las sesiones del señor Schwartenfeger -añadió ella después de pensárselo un poco, y volvió a sonreír.

-Ha ido a algunas -informó Antón-, pero no ha vuelto desde hace un par de semanas. Lo sé por el señor Schwartenfeger, que está muy preocupado por ello.

-¿Está preocupado?

-Sí, exactamente igual que yo.

-¿Que tú? -exclamó Anna con una risa clara-. ¿Tú estás preocupado por el tío Igno?

-¡No, te aseguro que por él no! -contestó Antón-. ¡Por ti... y por Rüdiger!

-¿Por Rüdiger también? -dijo Anna contrayendo enojada la boca.

Antón volvió a inspirar profundamente. ¡No quería ofender a Anna ni confirmarla en su impresión de que él, Antón, estaba celoso de Igno Rante!

-Es por la ceguera nocturna de Igno Rante -empezó cautelosamente-. Es que se me ha ocurrido una cosa.

-¿Se te ha ocurrido una cosa? ¿El qué?

-¡El aparato luminoso! Quizá se haya estropeado la vista con la deslumbrante luz del aparato.

-¿Tú crees que la ceguera nocturna le ha venido por mirar la luz? -preguntó Anna no muy convencida.

-Bueno... -dijo Antón-. ¡De momento sólo es una sospecha, pero si es verdad, entonces vosotros, Rüdiger y tú, estáis corriendo exactamente el mismo peligro!

-Sí, si es verdad, sí -dijo Anna, que parecía seguir sin tomarse excesivamente en serio las advertencias de Antón.

Tres veces hasta trece

-Pero es fácil averiguarlo -dijo ella dejándose deslizar por el borde de la cama-. ¡Con las relaciones intervampirescas tan buenas que tengo últimamente con el tío Igno!

Con una risita se subió el borde de la falda y se dirigió a la ventana. Allí se detuvo y dijo:

-Ahora tienes que volverte, Antón.

-¿Volverme? ¿Por qué?

-Porque debes guardarme en la memoria con este estupendo vestido... y no con mi vieja y harapienta capa de vampiro.

-¿En la memoria? -dijo sorprendido Antón-. ¿Es que no nos vamos a volver a ver?

-¡Sí, por supuesto que sí! -exclamó Anna riéndose suavemente-. Pero si tú recuerdas cómo estaba con el vestido, quizás esta noche sueñes conmigo. Y quizá sueñes entonces que podemos permanecer juntos para siempre, tú y yo.

Antón se puso colorado. Volvió rápidamente la cabeza hacia la pared.

-No, no lo creo -dijo él-. Yo siempre sueño sólo con el colegio.

-¡Eso no me lo creo yo! -repuso Anna con una risita.

Antón oyó cómo crujía misteriosamente la tela de seda. Quizás Anna se estaba poniendo su capa de vampiro.

-El vestido blanco de encaje del castillo en ruinas... -empezó a decir él con la mirada dirigida hacia el grueso papel pintado-. ¿No quieres llevártelo ahora? Quiero decir: ¡ahora que Tía Dorothee ha cambiado su postura!

-No, mejor no -contestó ella-. Antes tengo que esperar a ver si ese cambio es duradero... Además, me gusta que tengas algo mío... ¡aunque sólo sea un vestido! -añadió-. Y ahora: buenas noches, Antón. ¡Prométeme que contarás tres veces hasta trece antes de darte la vuelta:

Antón se rió irónicamente.

-¿Tres veces hasta trece? No sé si lo conseguiré...

-¿Quieres que te ayude -preguntó ella en broma- con tres veces trece besos?

-No, gracias, no hace falta -rehusó él-. Yo creo que si me concentro lo conseguiré.

-¡Entonces hasta pronto, Antón! -dijo ella.

-Sí, hasta pronto -contestó él.

Y con voz monótona empezó a contar:

-Uno, dos, tres...

Antón había llegado hasta doce cuando de repente tintinearon unas llaves en el pasillo y resonó la vieja sentencia de su padre:

-¿Qué? ¿Lo ves, Helga? Todo en calma.

Antón volvió la cabeza. Apresuradamente se quitó la capa de vampiro por encima de la cabeza y la escondió debajo de la cama. Luego corrió a su escritorio y apagó la lámpara. Al hacerlo chocó contra la silla, que se cayó al suelo con un estrépito.

Antón se quedó rígido. En la casa en silencio aquello había sido casi como una explosión...

Mientras volvía a la cama a tientas oyó la voz asustada de su madre:

-¡Ha sido en la habitación de Antón!

Y ya estaban llamando a la puerta de su habitación.

-¿Antón? -preguntó ella.

Él no respondió.

Ahora ella empezó a sacudir la puerta, que estaba cerrada con llave.

-¡Antón, abre! Sabemos que estás despierto.

-¿Qué pasa...? -preguntó haciéndose el dormido todo lo que pudo.

-¡Ha habido un ruido en tu habitación!

-Ah, sí... -dijo Antón bostezando una vez en alto-. Me he caído de la cama.

-¿Te has caído de la cama? -repitió ella.

-Sí, hoy es víspera de bodas5... ¿o no? -repuso él.

-¡Guasón! -resopló ella.

Antón oyó cómo los pasos de ella se alejaban.

Sonrió satisfecho. Su madre, sin sospecharlo, había vuelto a dar en la diana: realmente él sabía gastar buenas bromas cuando quería... ¡y también sabía volar!*

Aunque... ya no estaba para más bromas, y para un segundo vuelo estaba demasiado cansado. Se tapó con la sábana hasta la barbilla y después se durmió.

Antón con pintitas

Cuando el lunes por la mañana se miró al espejo en el cuarto de baño se encontró con una cara poco atractiva: por debajo de los ojos tenía unos oscuros cercos, y la piel parecía auténticamente amarilla.

No, no sólo amarilla. Sin creérselo, Antón se acercó todavía más al espejo. Tenía unas manchas más extrañas alrededor de la boca... Docenas de pintitas rojas no mayores que la cabeza de un alfiler.

¿Serían picaduras de mosquito? No, eran demasiadas para ser eso, y, además, estaban muy pegadas las unas a las otras.

«¡Una erupción de la piel!», pensó. ¡Tenía que haber comido algo que había digerido mal! A Ole, por ejemplo, le salían erupciones en la piel cuando comía fresas. Pero Antón el día anterior no había comido fresas...

Nervioso, se mordió los labios. ¿Tendrían las manchas algo que ver con Anna?

El sábado por la noche habían estado muy juntos en el alféizar de la ventana del señor Schwartenfeger... y allí Anna había dicho que para ella nunca sería lo suficientemente estrecho...

Y después Anna había estado en su habitación y le había enseñado el nuevo vestido rosa.

Pero la piel de Anna estaba tan pálida e inmaculada como siempre.

De repente se acordó de que Henning llevaba una semana sin ir al colegio porque tenía... ¡varicela!

Antón sintió que le sobrecogía un terror gélido.

¡Eso sería una auténtica catástrofe! Para aquella tarde tenía pensado recorrer con la bicicleta los alrededores del depósito de agua hasta encontrar la guarida secreta de Igno Rante. ¡Y estaba seguro de que reconocería inmediatamente la gran casa sombría!

Pero si ahora resultaba que tenía varicela, su estupendo plan se iría a pique. No, eso no podía ocurrir bajo ningún concepto. ¡Tenía que ir allí aquella tarde!

-¿Antón? -oyó que decía la voz de su madre desde la cocina-¿Dónde estás que tardas tanto?

-Ya voy.

Abrió el grifo y puso la cara debajo del chorro de agua fría. Después se frotó la boca con una toalla de baño. Un vistazo al espejo le convenció de que sobre la piel, más colorada que un cangrejo ahora, ya no se notaban las pintitas.

A pesar de ello también se lavó los dientes y se peinó cuidadosamente para dar la mejor impresión posible cuando se sentara a desayunar.

El enigmático desconocido

Pero, desgraciadamente, todo esfuerzo fue en vano. Apenas había tomado asiento cuando su padre empezó a reírse.

-Dime, Antón, ¿no habrás estado probando mi máquina de afeitar?

-¿Cómo se te puede ocurrir eso? -dijo Antón rechazando aquella acusación.

Fingiendo indiferencia siguió untándose el pan.

-¡Bueno, pues por lo colorada que tienes la barbilla! -contestó el padre de Antón volviéndose a reír.

-Es por el agua fría -explicó Antón.

-¿Te lavas con agua fría? -dijo su madre contrayendo burlona la comisura de los labios-. ¡Eso sí que es nuevo!

-Sí... -dijo Antón-. Lo he visto en la televisión. El agua fría conserva joven la piel más tiempo. Quizá tú también deberías probar.

-Ah, ¿sí? -dijo ella sarcástica-. ¿Y los de la televisión saben también de algún remedio contra la varicela?

Antón se puso pálido.

-¿Contra la varicela?

Ella asintió con la cabeza.

-Si yo no me equivoco, esas manchas rojas que tienes por la boca son de varicela.

A Antón estuvo a punto de caérsele de la mano el pan con miel.

-¿Y dónde la iba a haber cogido? -se hizo el sorprendido.

-¡Probablemente en el colegio! -dijo ella poniéndose de pie-Llamaré contigo por teléfono a la secretaría del colegio. Quizás ellos sepan allí de más casos.

-No te molestes -contestó apresuradamente Antón-. Yo, eh... -dijo tosiendo apocado-. Henning... tiene la varicela.

Ella volvió a sentarse.

-¿Y por qué no lo has dicho antes? -preguntó ella mirando penetrante a Antón.

-Porque... -vaciló.

En ese caso no era nada fácil encontrar una excusa creíble.

-Probablemente Antón tiene previsto algo importante que no quiere perderse de ninguna manera -observó el padre de Antón-Quizás una cita con alguna chica... -añadió.

-¡Exactamente! -dijo Antón agradecido por aquella ayuda.

Su madre no parecía muy convencida.

-¿Antón... con una chica?

-No, con una chica no. Pero es verdad que he quedado con alguien: con Jürgen.

Aquello respondía incluso a la verdad, pues Antón tenía previsto pasarse a continuación por casa del señor Schwartenfeger para contarle lo de la guarida de Igno Rante.

-¿Con Jürgen? -preguntó la madre de Antón moviendo nerviosamente la cabeza-. ¡Ya salió otra vez ese enigmático desconocido!

-¿Enigmático desconocido? -preguntó Antón riéndose irónicamente para sus adentros.

-¿Y por el misterioso Jürgen ése querías ir a toda costa al colegio... a pesar de la varicela? -inquirió entonces su madre.

-Bueno, es que... -dijo Antón carraspeando-. Podría ser que no fuera varicela. ¡Y además, es que tenemos que entrenarnos para el campeonato!

-¿Un campeonato? -preguntó ella de mal humor.

-Sí, en el colegio hay un campeonato de ping-pong el miércoles.

El padre de Antón asintió con reconocimiento.

-¡Nuestro hijo se va a convertir poco a poco en un auténtico as del deporte!

-¡No creo que Antón vaya a participar en ese campeonato! -apagó la madre de Antón el entusiasmo del padre.

-¿Por qué no? -se indignó Antón.

-Porque la varicela es muy contagiosa -contestó ella tranquilamente-. Por lo que yo sé, los niños con varicela tienen que estar aislados.

-¿Aislados?

-Sí. Durante una semana no deben asistir a clase.

-¡Qué! ¡¿Una semana entera?! -gritó Antón.

-Y puede que más todavía -contestó ella-. Pero ahora lo primero que nosotros haremos será tomar la temperatura.

-¿Haremos? -dijo Antón, que a pesar de su indignación no pudo evitar reírse-. ¿Es que tenemos tres termómetros?

Su madre le lanzó una fría mirada.

-Ahora vete a tu habitación que yo iré enseguida con el termómetro que tú de sobra conoces.

-¡Vaya que si lo conozco! -gruñó Antón.

Si había algo que él odiara aún más que los lunes, era tomarse la temperatura. Sin embargo, obedeció y desfiló hacia su habitación.

-Aislado... -dijo furioso cuando volvió a estar en la cama.

Segurísimo que su madre se empeñaría en que aquella semana tampoco saliera de casa; aunque sólo fuera por los hijos de los vecinos. Al menos... aún le quedaba una ligera esperanza: ¡que a pesar de todo, fuera únicamente algún tipo de erupción de la piel!

Visiones horribles

Cuando terminó de tomarle la temperatura, la madre de Antón declaró:

-38,6o... ¡Eso significa que tienes fiebre!

-¿Fiebre? -murmuró Antón-. ¡O sea que... entonces sí que es varicela!

-Yo no soy médico -contestó ella-. Pero todo indica que sí.

-¡Aquí pone algo sobre la fiebre! -se hizo notar entonces el padre de Antón.

Se había llevado de la librería un grueso diccionario de la salud, y ahora empezó a leer en alto:

-«Habitualmente, la varicela va acompañada por un ligero aumento de la temperatura de hasta 38°. En casos graves, la fiebre puede subir hasta 39° o 40o.»

-¿En casos graves? -preguntó Antón tragando saliva.

-«¿Qué complicaciones pueden surgir con la varicela?» -siguió leyendo su padre-. «Primero: los granitos pueden infectarse. Segundo: en casos aislados aparece una neumonía. Tercero: en ocasiones sigue a la varicela una...»

Pero antes de que pudiera seguir leyendo, la madre de Antón le interrumpió:

-¡Le estás poniendo nervioso con esas horribles visiones!

Y dirigiéndose a Antón dijo:

-No te preocupes, la varicela es una inofensiva enfermedad infantil.

-¿Inofensiva? -gruñó Antón-. Tengo que estar una semana sin poder salir, me he entrenado para el campeonato de ping-pong para nada... ¿y te parece inofensiva?

La madre de Antón no se dejó sacar de sus casillas.

-Ahora voy a llamar por teléfono a la doctora Dösig y ya veremos luego -declaró.

Antón lanzó una mirada hacia su televisión, que llevaba estropeada una eternidad.

-¿Veremos? -dijo él riéndose secamente-. ¡No estaría mal!

-Papá y yo estamos contentos de que tú ya no estés constantemente viendo la tele.

-¿Contentos? -dijo Antón sintiendo que se le llenaban los ojos de lágrimas-. Pero si yo siempre estoy a verlas venir... ¡Con la mala suerte que tengo siempre!...

-Tu cita tenía que ser increíblemente importante -intentó bromear el padre de Antón-. ¡Así que yo sigo apostando igual que antes, que se trataba de una chica! ¡No era Jürgen, sino Julia!

Sin dignarse a contestarle, Antón se tapó con la sábana por encima de la cabeza.

-Vámonos -oyó que decía su madre-. Antón necesita sobre todo tranquilidad.

La puerta se cerró y luego se alejaron los pasos de sus padres.

«¿Tranquilidad?», pensó Antón volviendo a sacar la cabeza de debajo de la sábana. ¡Eso probablemente iba a tenerlo más que de sobra durante los días siguientes!

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