Capítulo 21


Tras cenar riquísimo en un restaurante, llegamos a un bar. Queríamos tomarnos algo juntos y pasar un rato agradable. Quería intentar que bailáramos en la pista, la música que sonaba tenía mucho ritmo y eran en español, y deseaba hacerlo junto a él.

Elliot pedía en la barra mientras yo le esperaba en un pequeño sillón. No podía dejar de mirar su cuerpo. Era perfecto. Vestía unos pantalones denim claro con roturas, bastante ajustados, junto a una camisa ceñida de color blanco, la cual llevaba remangada y dejaba entrever sus tatuajes. Llevaba más que en el pasado.

No tardó demasiado de volver junto a mí. Me dio mi copa, se sentó a mi lado y besó fugazmente mis labios. Después bebió de su copa mientras yo era incapaz de dejar de observarle.

—¿Por qué me miras tanto? —preguntó divertido—. ¿Me veo mal?

Mordí mi labio mientras negué con la cabeza.

—¿No te duele la cara de ser tan guapo, Elliot Hoffman?

Elliot rio, y más atractivo se vio aún. Reía de forma infantil, arrugando sus ojos, y su rostro se convertía en pura magia cuando lo hacía.

—Nunca imaginé que te tatuarías —comentó observando mi brazo, acariciándolo delicadamente—. Recuerdo alguna que otra conversación donde me decías que te gustaban solo para verlos, no para llevarlos.

—La cicatriz con el tiempo quedó fatal. No lo pensé mucho cuando se me ocurrió taparla; corrí hasta el local más cercano de mi residencia en Milán y en tres días tenía el brazo cubierto.

—¿Puedo confesarte algo?

—¿No te gusta?

—Me encanta —respondió, y acercó su boca a mi oído—. No sabes cómo me pones, mi niña.

Noté calentura en mi cara, en mi abdomen, en realidad sentí calor por todo mi cuerpo. Dejé escapar un suspiro de entre mis labios y posé mi mano en su pierna, cerca de su cintura.

—Demuéstramelo.

Me levanté del sillón y avancé por el lugar hasta llegar al aseo de mujeres. Una vez en la puerta, le miré y le guiñé un ojo, levantándome un poco el vestido. Entré al baño y tras mirarme en el espejo y arreglar un poco mi aspecto, vi tras de mí a una mujer con una máscara vieja y ridícula. Sabía de quién era. Era el rostro de Marvin. Giré sobre mis talones mientras que ella salía de la habitación. Salí tras ella y cuando su cabellera rubia era engullida por la gente que bailaba, alguien agarró mi brazo. Grité, pero me relajé cuando me percaté de que era Elliot quien estaba frente a mí.

—¿Estás bien? —preguntó, alertado—. ¿Qué ocurre?

—Es... —Me temblaban las manos, y me replanteé no decírselo. Pero quería que todo saliera bien aquella vez, y eso conllevaba a no volver a guardarme nada nunca más—. Es Marvin.

—¿Está aquí?

Tuve que sujetarle para que no se fuera en su busca.

—No, no. Él no... ¿podemos irnos de aquí, Elliot? Prometo explicártelo fuera.

—Claro. Vamos.

Salimos del local y comenzamos a caminar por las calles de Miraflores. Había bastante gente, y el lugar estaba muy animado.

—¿Qué pasa? ¿Ese desgraciado aún sigue detrás de ti?

—Elliot... prométeme que no harás nada. Prométemelo, por favor. Necesito saber que no harás ninguna locura.

—Habla.

—Prométemelo, Elliot.

—Lo siento, Josephine —respondió—. No puedo prometerte algo que no puedo asegurar que cumpliré.

—No puedes pedirme que confíe en ti si no eres capaz de prometerme que no harás nada al respecto.

Me escuchaba con los ojos ampliamente abiertos, como si lo que yo dijera fuera una completa locura.

—¡Es que no puedes pedirme eso! —exclamó—. Ese tío te intentó violar. ¡No puedes pedirme que no le parta la cara!

Miré al suelo, y tras suspirar, le conté:

—Es el novio de Jacqueline. Ellos están esperando un bebé.

Intenté hacerle entrar en razón con eso. Quería quitarle aquella absurda idea de la mente. No quería que él se viera envuelto en un gran problema por culpa de aquel malnacido. Aun podía recordar la última vez que habían peleado, que casi Elliot lo había matado.

—¿Y qué? —cuestionó—. Saber eso no me va a impedir nada. ¿Tu hermana lo sabe?

—Sí. Se lo conté, pero no me cree. Supongo que es lo que pasa cuando no cuentas las cosas en su momento, que pierdes toda la credibilidad.

—Mira, Josephine. ¿Sabes qué? Me da igual. Me da igual de quién sea novio, te juro que me da igual todo lo que tenga que ver con esa mierda. Solo que no se te acerque. No voy a permitir que respire el mismo aire que tú.

—No merece la pena meterse en problemas por alguien como él.

—No voy a buscarle. Pero no voy a permitir que se te acerque, porque le mataré. Te juro que lo mataré si intenta volver a hacerte daño.

No pude evitar llorar.

—No me gusta verte hablar así. Tú no eres así, me siento culpable por...

Elliot me abrazó, interrupiéndome.

—Nunca serás culpable de nada. ¿Me escuchas? Nunca. Toda la culpa es de ese hijo de puta. ¿Me entiendes, mi niña? De ese hijo de puta.

Asentí, y él besó mi frente.

—Dime. Dime qué ha pasado ahí dentro —agregó.

Tenía miedo de decírselo, porque temía que cometiera una locura. Se le veía tan seguro de sus palabras, que en algún momento había dudado de si sería capaz de hacerlo.

Pero no podía faltar a mi palabra. Y él tampoco debería faltar a la suya.

—Sigue acosándome —dije finalmente—. No lo hace personalmente. Parece tener esbirros en todos los sitios a los que voy. Creo que intenta hacerme saber que sabe todo lo que hago.

—Pero... ¿desde cuándo? Ese psicópata está obsesionado contigo. Estás en peligro con él a tu alrededor. ¿No entiendes que debemos hacer algo? No voy a permitir que te vuelva a hacer algo.

—He contratado a Malakai para que vele por mí. No estoy desprotegida. De hecho la última vez que hablé con él me dijo que tenía a un chico en el que confiaba para que le ayudara.

—¿Quién es Malakai? —preguntó confundido.

—Mi guardaespaldas —contesté con una sonrisa pícara, divertida con la cara de asombro que estaba poniendo—. Te caerá bien. Es la primera persona con la que hablé cuando llegué a Baltimore.

—¿Y es de fiar?

—Lo es. Fue él quien eligió mi coche.

Elliot se mostró notablemente más relajado.

—¿Y porque eligió tu coche es de fiar?

Reí y rodeé su cintura con mis brazos. Besé castamente sus labios y le abracé con vigor.

—Me sorprende mucho cómo ha cambiado tu vida —comentó acariciando mi espalda—. Y me alegra saber que te va bien. Me gustaría que me hablaras sobre tu negocio.

—Hay muchas cosas que aún no sabes de mí.

—Y estoy seguro de que me las contarás, al igual que yo te contaré todo lo que necesites sobre mí.

***

8 de Julio de 2017

—¿Puenting?

Elliot, mientras conducía, se rio al escucharme. No pude ocultar el temor que me producía saber que íbamos a practicar puenting.

—Sí, puenting —contestó.

—¿Puenting es eso que te tiras por un lugar altísimo sujetada solo por un arnés?

De verdad, estaba horrorizada.

—Exactamente.

Me quedé callada por unos segundos. Con solo de imaginarme la situación mi piel ya comenzaba a transpirar, y sentí una enorme molestia general.

—¿No te parece más divertido desayunar? —cuestioné nerviosa—. Elijamos algo que no hemos comido nunca, así nos arriesgaremos a que no nos guste. También se le puede considerar eso un deporte de riesgo.

—Deporte de aventura —me corrigió—. Y no dudo de que lo que hablas no sea de aventura, pero prometiste que confiarías en mí.

—¿Cómo confiar en ti si quieres que me tire por un barranco?

Aquella conversación le divertía, pues se carcajeaba a cada rato. Yo sin embargo era incapaz de reírme por el miedo que sentía.

—Te estoy pidiendo que te tires por un barranco con un arnés de calidad. No nos va a pasar nada. ¿Dónde quedó eso de que sabías que no iba a ponerte en peligro?

No me salían más palabras que decir, solo deseaba no llegar nunca al cañón de Autisha, en Huarochirí, a dos horas de Lima, donde había un puente perfecto para practicar aquel deporte de aventura.

En el camino, y ya faltando poco, mi teléfono sonó. Lo saqué de la mochila que llevábamos y me sorprendió al ver que se trataba de Nicola.

Ciao! Come stai?

Pensavo ti fossi dimenticato di me.

—No me he olvidado de ti, pero estos días he estado molto impegnato —contesté con una sonrisa liviana. Escuchar a Nicola siempre me hacía bien—. La fabbrica sta per finire.

Che gioia! —exclamó—. Por cierto, Josephine. Has salido nel giornale.

—¿Cómo es eso? ¿Cómo que he salido en el periódico?

Observé a Elliot, el cual aunque seguía mirando a la carretera, estaba al tanto de lo que yo decía.

Di visita solidale in ospedale. ¡Esto está molto bene!

—¿Eh, qué? —Seguidamente supe a qué se refería, se había filtrado a la prensa la foto con Lexy—. Ah, sí.

—Hemos llegado —dijo Elliot.

—Nicola —añadí—. Devo appendere. Hablamos poi. Arrivederci!

Colgué y guardé el teléfono de vuelta en la mochila, mientras Elliot estacionaba. Cogimos nuestras cosas y bajamos del coche.

—Hablas bastante bien el italiano —contestó.

—Gracias, me costó mucho aprenderlo. Supongo que era eso o morir de hambre —Reí.

Nos cogimos de la mano y comenzamos a andar.

—Me interesa mucho saber tus experiencias en Milán. Debió ser genial para ti.

No lo dijo desde el rencor, pero noté cierta suspicacia en aquellas palabras. Era como si él pensara que yo había estado disfrutando mientras él sufría por mí.

—Te lo contaré todo —respondí, y le miré directamente a los ojos—. Y sabrás que no fue tan genial.

Ellio hundió sus cejas, confundido. Entendí por su reacción que May había tenido razón todo el tiempo. El odio que había levantado en todos se debía a que ellos realmente creían que desde que me había ido, todo había sido alegría en mi vida.

No podían estar más equivocados.

—¿Por qué...?

—¿Elliot Hoffman? —preguntó una chica acercándose a nosotros, interrumpiéndole—. ¿Elliot Hoffman y... Josefina Bellec?

Me horroricé al escuchar cómo me había nombrado.

—Sí, somos nosotros —respondió él.

—Genial, acérquense. Ya casi es su turno.

Fuimos tras la mujer y yo aún estaba algo azorada.

—¿Me ha llamado Josefina? —le pregunté en voz baja.

Elliot comenzó a carcajearse.

—Te ha llamado Josefina. Creo que debe decirse así tu nombre en español.

—Es horrible. ¿Acaso mi nombre es horrible?

No podía ocultar cuán de divertido se encontraba por mi repentina ofensa, y yo estaba absurdamente preocupada.

—Creo que estás a tiempo de cambiártelo en el registro.

—¿Quién de los dos va a empezar? —nos preguntó la mujer. Observó la libreta que tenía y añadió—: Veo que usted, Josefina, nunca lo ha practicado. ¿Qué tal si salta antes que él?

—En realidad me llamo Josephine.

—¡Oh! —La chica me ofreció su mano y la estrechamos—. Qué mal, no me he presentado. Yo me llamo Ximena. Encantada, Josefina.

Fui a abrir la boca para, de nuevo, corregirla. Pero Elliot fue más rápido que yo al hablar:

—Creo que es buena idea, Ximena. Josefina será la que saltará primero, porque temo hacerlo yo y no volverla a ver nunca más.

Ximena rio y accedió. Tras unos minutos esperando, sin darme cuenta, me vi apunto de saltar. Había estado tan entretenida irritada en las veces que Ximena pronunciaba mal mi nombre y en las que Elliot reía, que no me había percatado de que era mi turno. Súbitamente volví a sentir aquel miedo irracional.

Mientras que mi sien sudaba y mis manos temblaban, dos chicos me colocaron el arnés, el casco y la soga bajo la estricta supervisión de Ximena y Elliot. Me ayudaron a subir a la baranda del puente, y me recomendaron que al ser la primera vez, me tirara de espaldas para evitar el vértigo. Cuando me dieron permiso para saltar, miré a Elliot, e inquieta por el miedo, le susurré:

—Te quiero.

—Yo también te quiero.

Y fui capaz de lanzarme.

¿Alguna vez te has sentido liberado? El puenting me ofreció una sensación plena de libertad, de sentir que volaba cuando me lancé al vacío. El hecho de estar cogido por un arnés y las piernas, me permitió libertad en mis brazos, por lo que cuando los abrí sentí la sensación de estar volando como si fuera un pájaro. Estar en las alturas me permitió ver lo inmenso que es el mundo y lo pequeño que se veía desde arriba. Vi el mundo con otra perspectiva. Pude verme entre las nubes, pude ver la copa de los árboles de cerca y contemplé ríos y montañas por debajo de mi.

El salto me provocó una total sensación de euforia, y nunca me había sentido tan pletórica.

Y, gracias a Elliot Hoffman, entendí qué era vivir. Entendí que mis instintos suicidas del pasado me habían confundido. Por fin entendí la vida: comprendí que había que vivirla, fueran cuales fueran las circunstancias. Entendí que cuando dudas sobre el sentido de tu existencia, lo mejor no es intentar acabar con ella. Lo mejor es vivir. Demostrar que sabes vivir, pese a todo.

Ojalá todos tuviéramos un Elliot Hoffman en nuestras vidas. O mejor aún; ojalá todos fuéramos como Elliot Hoffman en algún momento de nuestras vidas. 


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