Capítulo 5
Don Pedro ya se estaba preocupando, desde hace una hora había un sujeto sospechoso, con pañoleta amarilla, mirando las vitrinas de su panadería.
—Oiga mija, no será que tiene hambre y no tiene plata —comentó a su esposa de manera confidencial.
—Pues las muchachas ya trataron de atenderlo, yo también, y respondió que no quería comprar nada. —Tras encoger los hombros añadió— Tiene acento colombiano.
Don Pedro, que de verdad se interesaba por las personas, decidió actuar. Se desató el delantal y lo colgó del perchero en la pared. Mientras rodeó las vitrinas para salir, se quitó el tapabocas, era conciente de que ese elemento era una protección, pero por experiencia sabía que su uso les había cambiado la vida a todos; no verle bien la cara a sus vecinos y hasta desconocer a algunos de sus clientes fieles eran cosas bastante negativas en su, antes activa, vida social. Por ganarse la confianza de ese sujeto extraño, que calculaba era bastante joven, se arriesgo y por primera vez no tuvo temor de ese enemigo invisible que le cambió la rutina.
—Buen día, amigo. ¿Quiere comerse un pancito con café? Yo invito.
El sujeto de pañoleta amarilla, al escucharlo hablar miró detrás de sí, girando la cabeza a la derecha y luego a la izquierda, pero no había nadie más que él.
—¿Me habla a mí? —Se señaló.
—Sí, a usted paisano.
—Ah, perdón.
—Entonces, ¿Acepta la invitación? Porque hace rato lo veo mirando con deseo el pan, y razón tiene, yo hago un pan muy rico.
El sujeto lo miró con expresión de sorpresa y alegría, como si fuera el tesoro que andaba buscando.
—Es panadero... Señor, enseñeme a hacer pan, yo le pago las clases —pidió con entusiasmo.
—¿Y eso hijo, por qué tanto interés por aprender a hacer pan? Si puedo saber.
—Porque el pan tiene la culpa de todas mis angustias y todos mis quebrantos.
Don Pedro, que era un hombre alto, corpulento, ojizarco, oriundo de Urabá*, conocido por su alegría, amabilidad y hospitalidad, no dudó ni un segundo en ofrecer, con un gesto, que se sentaran en unas sillas, frente a frente, separados por una mesa. Y el sujeto, comprendió que la sonrisa y los dos brazos extendidos hacia la mesa indicaban que se pusiera cómodo para hablar largo y tendido, el paisano panadero, alto, corpulento, ojizarco, estaba dispuesto a escúchalo. Lo estaba invitando a hablar, y él no pudo resistirse.
—Viera que en diciembre me inscribí en un técnico de panadería, empezó en marzo, y con la pandemia se canceló —relató.
–¡Ave María! Como un sueño frustrado.
—Sí señor.
—Pero venga, y ¿desde cuándo es que quiere ser panadero? —indagó, al tiempo que giró a ver las vitrinas—. Comase un pancito, hombre.
—No, yo ya no como pan —respondió como lamento.
—Bueno... Oiga, si no quiere cafecito con pan, entonces pida algo de allí —señaló los refrigeradores—, una cervecita para este calor.
Para Don Pedro era un pecado imperdonable estar conversando con un amigo y no ofrecerle aunque sea algo para tomar. El sujeto, cociendo la amplitud de las personas como don Pedro, aceptó, una cervecita para el calor. Don Pedro se fue a sacarlas del refrigerador y decirle a su esposa que le echara otra presa a la sopa que estaba preparando para el almuerzo; ese sancocho lo iban a compartir con el primer invitado a casa después de muchos meses de confinamiento. Al regresar a la mesa el sujeto extrajero de ese país, pero paisano de don Pedro y su esposa, continuó la historia.
—Pues ser panadero no es que sea mi sueño. Yo soy mecánico automotriz con delirio de escritor de cuentos infantiles. Aunque siempre me llamó la atención la cocina y la panadería, es que de jovencito soñaba con recorrer los pasos de mi padre, él creció aquí, en Guayaquil, y yo pensaba que si me venía a vivir acá, como él, un día podía encontrar esa conexión que nunca tuvimos viviendo juntos. Entonces, entre mis planes de muchacho soñador estaba estudiar cocina y luego panadería para mudarme aquí, poner un negocio y vivir de eso.
A don Pedro le pareció maravilloso el relato, el muchacho era trabajador y un gran soñador, le recordó bastante a él cuando llegó a Guayaquil.
—Ya veo, un buen emprendedor, con buenas ideas. Y ¿hace cuánto llegó a Guayaquil?
—Hace nada, entré a Ecuador el día que se abrió la frontera y tuve que esperar unos cuantos días en Quito. Apenas oí noticias de la normalización de movilidad en Guayas, me vine pa'ca pero me tocó dormir unos días en la carretera porque no había entrada.
—¡Oiga muchacho, y esa travesía tan berraca! Si las personas de afuera les está dando miedo venir a Ecuador, con todo lo que pasó, en especial le temen a esta ciudad, y usted luchando por entrar. ¿No podía esperar unos días, para estar más seguro?
—No, es que yo no vine ya por esa ridiculez que pensaba de muchacho. Mi padre y yo tenemos una guerra perdida, más ahora por venirme de loco a estás tierras, con toda la oposición que puso.
—Y es que yo, como padre, también me opongo —comentó el panadero ojizarco.
—Pero no crea que fue solo por el miedo al virus, el detesta la razón que me trajo hasta acá. Yo estoy aquí por una mujer —confesó.
Don Pedro abrió los ojos, sorprendido y muy interesado en la historia, se estaba poniendo buena. Mientras tanto el narrador se estaba llenando de sentimientos y, de un solo trago, bebió la mitad del contenido de la botella de cerveza que le quedaba. El anfitrión, para ayudar al muchacho a desahogarse, hizo señas para que una de las muchachas le trajera otra botella.
—Yo estaba desesperado por saber cómo estaba esa niña y con miedo de no volverla a ver. Pónganse en mi lugar don... Don 'Éste'.
Llamar de esa manera a alguien cuyo nombre era desconocido u olvidado de momento, es una costumbre popular en su región. No estaba mal visto, ni se tomaba de mala educación, más bien se usaba como una buena herramienta para salir de un bloqueo, que hasta resultaba gracioso ante muchos.
—Pedro, me llamo Pedro Aristizábal.
—¡Eso!, don Pedro. Imagínese usted enamorado, al otro lado de la frontera, lo más de bien, cómodo y viendo como sufre la gente del país hermano y que la mujer que ama está allá a más de mil kilómetros de distancia viviendo en la zona más afectada.
—Lo entiendo perfectamente, mi Gloria, mi esposita que usted la vió por aquí ahora. Hace veintiún años estaba en Armenia cuando el terremoto que destruyó la ciudad. Usted sería un bebé en esa época. ¿Y sabe dónde estaba yo?
—Ni idea. Yo nací al mes siguiente —respondió, casi haciendo que don Pedro se riera, porque no esperaba una respuesta, y menos con tal seriedad e inocencia.
—Pues yo andaba en La Guajira, allá en la costa tratando de olvidar mi amor por ella. Habíamos terminado, ella me dejó y yo me fui con un tío dizque lo más lejos posible de ella. ¡No papá! Usted viera como se me salía el ombligo herniado por viajar a buscarla. Viera la travesía que hice para llegar a armenia, y tras días buscando entre el caos, la encontré con vida pero sin familia, sin nada. Fueron momentos duros y yo nunca me volví a separar de ella.
—Uy, don Pedro. ¡Qué valiente! Yo en cambio no me atrevo a hablarle. Es que ella no me ama, solo que no puedo dejara ir.
—¿Y por qué no la enamora?
—Pues, eso es lo que quisiera ahora. Por eso enseñeme a hacer pan.
Y fue en ese momento que doña Gloria los llamó a almorzar. Mientras comían la charla fue diferente: algunas anécdotas de don Pedro y doña Gloria sobre la vida en Guayaquil, preguntaron sobre Colombia, después de todo siempre se extraña la tierra y nunca se olvida, pero no se habló más sobre el muchacho, su amor y de porque le echaba la culpa al pan de sus desgracias. Lo único que sí se acordó fue el horario para las clases de panadería. Después de eso el muchacho se despidió y se fue muy agradecido, empezaba a forjar nuevos vínculos en su nueva vida.
—Nunca entendí por qué dijo todo triste que ya no comía pan pero sí quiere aprender a hacerlo... Me faltó escuchar esa historia —reflexionó el panadero, alto, corpulento, ojizarco, oriundo de Urabá, en voz alta.
—Ni idea mijo. Pero resultó buena gente el muchacho y yo pensando que estaba loco. Aunque sí es bastante peculiar.
—Un loco de amor.
—Como vos.
Así los esposos vieron al muchacho alejarse caminando. Les había dejado la curiosidad rondando por la casa, pero por no ser impertinentes no le hicieron las preguntas que a primera vista el sujeto inspiraba.
—¡Mija! Nunca le preguntamos el nombre.
*Urabá: En este caso se refiere a un municipio colombiano en el departamento de Antioquia, localizado en la sub-región que también recibe el nombre Urabá.
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