Capítulo 4

¿Qué probabilidad hay en la vida de ir a la playa y encontrar a un sujeto pálido, vestido de sudadera azul; con semejante calor, cubierto de pies a cabeza, con todo y capucha; solo con la cara, las manos y los pies al descubierto, gritando al mar?

—Si fue necesario, ¿por qué duele tanto? —gritó el sujeto, vez tras vez con insistencia. Pero solo las olas se le venían encima y cada vez lo cubrían más.

Y aunque fuera golpeado con violencia una y otra vez, no tenia miedo. Nada lo hacía sentir más cerca de lo querido como el mar. Frente al mar podía sentir que tocaba el cielo, algo tan similar a enlazar la mano de su amada a la suya. Tocar el cielo como las veces que la hizo sonreír después de apartar sus lagrimas con los pulgares y besar su frente. El mar no podía matarlo, muerto se sentía, pero sí creía que el mar era capaz de llevarlo de nuevo a las playas de Nuquí, donde besó por primera vez a su negrita consentida, o regresarlo a Tumaco donde soñó una noche que él podía llevarla a recorrer el mundo y hacerla feliz; tal vez con algo de suerte esas olas lo llevarían a Buenaventura donde solo las montanas lo separaban de su amada ciudad natal. Pero ese no sería el día para viajar por los siglos, todavía no era el momento porque guardaba un papelito con algunas cosas por hacer escritas: como abrazarla otra vez, y aunque un día afirmó haberse rendido no era distintivo de él rendirse por siempre.

—Ha perdido el juicio —murmuró una señora con lástima—. El aislamiento de la cuarentena afectó a más de uno.

El marido de la mujer la abrazó de manera protectora y la alejó del supuesto loco.

—Si fue necesario, ¿por qué duele tanto? —gritó de nuevo, pero esta vez en llanto.

Las cosas más bonitas, los pequeños detalles de la vida le traían la presencia de su amada. Como podía ser feliz nuevamente si todo lo bonito dolía, la arena bajo sus pies, la brisa que despeina, el color azul del cielo, el mar, esa cautivadora voz femenina que hacia presencia de repente y le erizaba la piel, la música, cada atardecer, una biblioteca y el pan. Dolía, en el centro de su pecho ardía, pero no se rendía, añoraba encontrar una cura a su locura y sospechaba que solo lejos de casa la podía encontrar.

Mientras tanto... se explayó en la arena para dejar su mente en azul, el sinónimo de su pena, el color de su tristeza. Y sin saber, alguien que lo conocía lo observaba sin reconocerlo.

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