Capítulo 3

Un grupo de trabajadores veían mal a un sujeto sospechoso que llevaba varios minutos dando vueltas a un círculo imaginario en una zona reconocida de Guayaquil. Después de sobreponerse medianamente a la crisis de una terrible pandemia, los dueños de los locales comerciales con esperanza adoptaban nuevas tecnologías para salir adelante, para devolver algo de movimiento a su amada ciudad. Algunos ya habían abierto, otros estaban remodelando y otros cerraron por falta de recursos. Pero la marcha del proyecto de recuperación se vio interrumpida aquel día. Era bastante inusual que al ascender o descender los peldaños de la, antes, concurrida zona del barrio Las Peñas se distrajeran por un sujeto de cabeza cubierta con pañoleta azul, pocas cejas y extrema palidez mortal que no paraba de caminar en la misma órbita sin detenerse y sin parecer mareado, pero allí estaban, todos criticando y acusando de demente al pobre. Y como si el tipo estuviera haciendo daño a alguien, algunos se tomaron el atrevimiento de llamar a la policía. Nadie podía imaginar que el sujeto lo que menos quería hacer era dañar a los demás. Si supieran lo que le había pasado tiempo atrás, a los pocos minutos de llegar a Guayaquil.

Aquella vez llegó a la ciudad conduciendo su Renault Kwid rojo. Y estando a cuarenta y cinco minutos de la urbanización dónde vivía la mujer que amaba se quedó atrapado dando vueltas en una glorieta, su mente empezó a cuestionarlo por primera. La incertidumbre sobre si ella aceptaría volver a verlo y cuál sería su reacción al encontrarlo frente a su puerta con el equipaje y esa maceta con flores como obsequio, le empezó a martillar el pecho y acariciar las manos. Ansiaba tenerla a su lado, pero temía lastimarla y que huyera de él, odiándolo. Así que perdió horas consumiendo un combustible que parecía inagotable en aquella glorieta. Hasta que un agente de la ATM intervino ordenando que se detuviera. Como es rutinario, estacionó, encendió las luces de parqueo, apagó el vehículo, bajó la ventana del piloto y esperó.

—Le aseguro que no estoy alterando el tráfico. Solo que aún no decido a dónde ir —defendió el sujeto ante la acusación del agente. No fue capaz de mirarlo a los ojos pero lo intentó, eso sí, su voz demotó seriedad, esa formalidad requerida para dirigirse a la autoridad.

Mientras el agente revisaba con sorpresa sus documentos, el sujeto se preguntaba, ¿Cómo podía decir que estaba haciendo un daño si por varios minutos era el único auto en la glorieta? Además, cuando entraban nuevos vehículos salían hacia sus destinos sin problemas, él no representaba un obstáculo, el tráfico fluía con normalidad aún estando su auto todo el tiempo transitando allí. Pero no se extendió presentando explicaciones: estaba dispuesto a ser detenido pues eso representaba una solución a su dilema. Tendría unas horas más antes de decidir ir o no a la casa de su amada.

—Todo está en orden —regresó los documentos a su propietario a través de la ventana de auto—. Ayer, recién levantaron las restricciones de circulación debido al virus, así que las personas andas paranoicas, es mejor que detenga el auto en un lugar seguro y medite a dónde quiere ir.

Y razón tenían las autoridades de estar alerta, siendo Guayaquil la primera ciudad más afectada por el brote del Covid-19 en sur américa, se habían visto todo tipo de locuras y actos irresponsables ejecutados por personas que llevadas por el pánico parecieron más locos que el protagonista de esta historia.

—Por cierto, ¿Usted es el jóven del libro? —interrogó el ATM casi a modo de afirmación, a lo que el sujeto detenido por pasar varios minutos dando vueltas a una glorieta de cierta carrera de Guayaquil asintió—. ¡Qué gusto! Mi hija me hace leerle su libro todas las noches. Es bien bonito.

Y fue así la versión de la historia de cómo el sujeto sospechoso terminó, por varios minutos, dando vueltas a un círculo imaginario en una zona reconocida de Guayaquil, en el barrio Las Peñas; para ser exactos el mismo lugar donde, en medio de un concierto de septiembre, supo que había encontrado a la mujer de su vida. Con Sergio Sacoto como banda sonora de la noche, ella le demostró que él valía mucho, que disfrutaba de esas conversaciones despreocupadas, sinceras, llenas de magia, bromas y hasta profunda meditación que tenían. Allí supo que ella deseaba su compañía y que él necesitaba la de ella por siempre.

Oficiales de la policía llegaron para detenerlo y de paso exigirle una prueba que acreditara que no tenia el temido virus y tuviera la perversa intensión de contagiar a mas personas. ¡Claro! tenia apariencia de enfermo y de paso demente. No hacía daño pero siempre era mal juzgado.

«Nuestros rumbos se apartaron
Sin motivo y al azar .
Los días fueron cruzando
Sin volvernos a encontrar» Uno vuelve, Sergio Sacoto.

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