Capítulo 10
El niño de doce años, gordito, de lentes, puberto sin cara de puberto, acababa de despedirse de su tía, en el parque. Bajo el brazo llevaba un balón, fue un regalo días atrás, muestra de cuánto cariño le tenía su tía. Habían pasado varios días sin verse y, por casualidad, ella pasó por el parque y lo vio, pidiendo inmediatamente a su compañero de trabajo estacionar el auto para bajar a saludar al niño.
A lo lejos, el niño de doce años, gordito, de lentes, puberto sin cara se puberto, distinguió la figura que llevaba rato buscando: el sujeto de la banca que, días atrás, tenía en una mano un helado derretido, y en la otra el libro de Don Quijote de La Mancha. Apenas venía llegando, con paso lento, en ropa deportiva y Converse, tapabocas negro y sin pañoleta que le cubriera la cabeza.
—Creí que no tenía cabello —mencionó el gordito.
El sujeto no fue conciente de su presencia hasta que escuchó su voz y los miró con detalle. Al reconocerlo sonrió. Había deseado encontrar de nuevo al puberto sin cara de puberto, pero tras varías visitas al parque no lo había logrado, pero ya estaban juntos en el mismo lugar.
—Bien has dicho: "no tenía cabello". Ahora ya tengo cabello.
—¿Por qué no tenía?
—Cosas de la vida —respondió, tenía la intención de poner un poco de misterio, para atacar la curiosidad del puberto sin cara de puberto—. Mi vida es como un libro de esos que se venden bien, pero yo no soy capaz de vender mi propia historia.
—¿Por qué no? Haga un libro de usted?
—Yo escribo, pero cuento las experiencias de mi vida camufladas en cuentos para niños... Aunque no me agradan los niños.
—Y si no le gustan los niños, ¿Por qué sigue hablando conmigo?
—Porque eres un niño diferente, menos... —Adoptó expresión pensante, mirando al cielo.— Menos tonto, creo que así es como veo a los niños. Además, me recuerdas a alguien.
—Qué odioso.
—Lo soy, odioso y amargado, especialmente cuando hay niños en el ambiente. Mi mayor temor, quizás, es tener un hijo. Imagino que no sería una buen padre.
—Ojalá no tenga hijos pues.
—Dios no lo quiera.
El gordito, de lentes, puberto sin cara de puberto, se sentó en el extremo derecho de la banca. El sujeto lo imitó, sentándose en el extremo contrario, en completo silencio, por un periodo largo.
—Quería que conociera a mi tía, estuvo hace poco aquí.
—¿Ya me está buscando novia? —reclamó en tono divertido.
—No, ella es una señora, tiene como ¿Veintiséis? Sí, creo que tiene Veintiséis.
—Y te parece una señora.
—Pues sí, se comporta como una. Aunque conmigo es muy divertida.
—¿Veintiséis, una señora? Y entonces, ¿qué edad crees que tengo, si dices que tu tía es muy vieja para mí?
—Diecisiete.
—Súmale cuatro añitos.
El sujeto no dejaba de mirar el cielo. ¿Cómo podía pagar el milagro de vivir? Se empezaba a sentir cómodo en su nueva vida. Debía reconocer que la preocupación y el apego por la mujer que amaba lo llevó lejos de su hogar, pero no era la única razón. Ecuador le seducía el corazón desde muy pequeño, por ende, no le pareció casualidad enamorarse de una guayaquileña. Dios sabía dónde tenía su corazón, y justo, en medio de una tormenta, allí lo ancló. Quizás lo hizo para que no muriera sin haber amado, o conociendo el resultado de sus días, como la fuerza que necesitó para que no morir, para no desfallecer por causa de su propia enfermedad, la pandemia y la crisis mundial que vino después, también por lo qué el virus le arrebató.
No sabía porque se ilusionó con con una mentira que con prontitud llegó a su fin, pero tampoco se arrepentía de haber vivido creyendo que ella lo amaba, porque lo más importante fue que él la amo más que a nadie en la tierra... Todavía sentía lo mismo, hasta parecía más fuerte con el pasar de su vida. No habían arrepentimientos, pues creía que el pecado más grande y la raíz de cualquier pecado menor es no haber sentido nunca amor en la vida o llegar a olvidarlo. Ya no se sentía como el más grande pecador.
—Hoy no trajo su libro, ¿terminó de leerlo?
—No todavía. Hoy no es mi día de leer, sino de recordar. Recordar para crear algo nuevo que haya echo falta... Un proceso creativo.
—¿Qué está recordando?
—Las horas previas a perder al amor de mi vida.
—¿Se murió?
—Peor que eso.
—Lo dejaron -atinó con tristeza.
—Me dejaron.
—Creí que no había nada peor que la muerte.
—Ilusionarte, con alguien que confesó sus sentimientos primero, que se robó tu corazón sin aviso y dio un buen giro a tu rutina, es desastroso. Es fatal si al final del cuento, esa persona desaparece un día, de repente, sin una explicación clara, ignorando tus llamadas y mostrándose indiferente a lo que llevaban construyendo juntos. Terminar así es peor que la muerte porque sabes que ella está allí en algún lugar, bajo el mismo cielo, pero debes, entre lágrimas, tratar de convencer a tú corazón de que ya murió.
Hubo un extenso silencio. El niño de doce años, gordito, de lentes, puberto sin cara de puberto, no sabía nada sobre desamor, y el sujeto extrajero, con veintiún años no entendía más que el niño, para ser francos esa fue su primer relación. Había huido del amor, él se conocía muy bien, sabía que si alguien le tocaba el corazón y él se enamoraba, lo haría por siempre, no iba a querer a nadie más. Por eso, todavía conservaba objetos de cuando era pequeña, si no se aburría de ellos en pocas semanas, los cuidaba con devoción y allí seguían con él.
—El hombre del libro que usted leía se había vuelto loco por leer muchos libros de caballería —mencionó el más joven—. Busqué en internet, me engañó, no buscaba pokebolas.
—Te iba a causar más curiosidad un libro tal como te lo describí que la historia original, eso pasó, corriste a investigarlo.
—Y empecé a leerlo, por su culpa. Aunque casi no entiendo, lo que sí entiendo me gusta, en eso me concentro para seguir.
—¡Ves! No me equivoco cuando digo que eres inteligente.
—Usted parece inteligente.
—Parezco —aclaró, antes de soltar una sonora carcajada—. Dijo un tipo en la calle: "Soy muy inteligente por eso he vivido tantos años". Me hiciste acordar de ese encuentro.
Por el frente pasó una mujer paseando dos perros. Los caminos tenían tapabocas a su medida, y una gorrita con una careta para proteger los ojos. El gordito, de lentes, puberto sin cara de puberto, se rió tras un sobreesfuerzo por contener la risa mientras la señora estaba cerca.
—Debe estar loca.
—¿Sabes?, le llamamos locos a los humanos que tratan de proteger lo que les hace bonita la vida. Sus perritos deben de ser lo más querido, por eso no encuentra cómo cuidarlos. No está loca.
—Ah, perdón —se arrepintió el gordito, de lentes, puberto sin cara se puberto.
—Y por qué quieren más a los animales que a la gente.
—Orgullo y decepción.
El más jovencito miró a la izquierda tratando de encontrar la mirada del sujeto, pero él nunca lo miraba a la cara, parecía esquivarlo, aunque de soslayo sabía percibir perfectamente sus acciones.
—¿Te suena más lógico que sea por decepción, pero no entiendes que tiene que ver el orgullo?
—Eso.
—Habia una vez una chica que amaba los caballos. Una vez tuvo un accidente, cayó del caballo, este le pisó la cara y la desfiguró. Habían huesos fracturados, estuvo muy mal, casi muere y tuvieron que hacerle una reconstrucción. ¿Que crees que hizo cuando regresó a casa después de su recuperación?
—No sé, imagino que no salió más. Dígame usted.
—Fue hasta el establo y abrazó al caballo que casi la mata, el que le había desfigurado el rostro. Lo perdonó.
Fue en ese momento, la primera vez que el sujeto hizo contacto visual con el gordito, un contacto cargado de sentimiento. Fue capaz de sostenerle la mirada, mientras el menor se mantenía asombrado, no solo por el rumbo de la historia, también porque una mirada cálida se había convertido en todo, en un mundo donde sólo se podían leer los ojos, mientras los rostros se ocultaban bajo mascarillas.
—Su amor por los caballos fue más grande que cualquier otro sentimiento. Vivió con cicatrices que por vida le recordaron lo que pasó, pero no dejó que la llenaran de rencor.
—¡Qué bonita historia! —Alabó. Sin embargo su pregunta seguía intacta y no estaría tranquilo hasta zanjarla—. ¿Pero por qué aman más a los animales?
—Fácil. No perdonamos por orgullo. Todos los seres humanos cometemos errores, no somos perfectos. En ese sentido todos somos iguales. Sin embargo, creemos que valemos mucho, que merecemos esto o aquello, cada uno de nosotros se ha sentido superior por algún aspecto. Y como el orgullo nos distorsiona el pensamiento, esperamos perfección de otros, juzgamos, divagamos que nosotros nunca cometeríamos el error en cuestión. Y cuando alguien nos deja cicatrices, porque todos vamos acumulando cicatrices en la vida, nos falta amor y nos sobra orgullo... Cada día despertamos y vemos en el espejo cada cicatriz, y como no podemos cambiar el pasado, no tenemos el control de muchas cosas, creemos que tampoco está en nuestras manos controlar la manera en que reaccionamos. Perdonamos en palabras, pero en la práctica no hemos olvidado. Y es nuestro futuro el que cambia por culpa del rencor.
Los ojos atentos del niño le indicaban que no estaba conforme con su extensa explicación. Pero él no había terminado, llevaba mucho tiempo sin hablar con una persona de verdad. Estaba disfrutando de que alguien oyera sus palabras sin querer objetar o silenciarlo, sin ser juzgado a prisa, aunque quizás nos tuvieran orden, aplicación o sentido. Se sentía libre, libre como se sintió con ella.
—Ahora, no quiero excusar ningún crimen o pecado, no soy partidario de la indulgencia. La justicia siempre es el camino. Pero cuando hablo de rencor me refiero a esa carga que te llevas después de alguien te lastima, lo que te afecta, el como reaccionas. Es probable que quién hizo el daño no es conciente de ello, pero nosotros reaccionamos como si creyéramos que somos la persona más importante del universo: ¿Por qué me hizo esto?, ¿Cómo fue posible?, No merece perdón, no volveré a ser el mismo de antes. ¿No sería más fácil, olvidar, perdonar y dejar esa carga? Dejarlo en manos de un juez supremo, sea Dios, la vida, lo que llaman karma.
—Pues sí... Pero mi pregunta —Se estaba impacientando porque pensaba que, como buen adulto, el sujeto le daría mil vueltas y lo mandaría a casa mareado, con más preguntas que respuestas. Así como terminaba después de clases.
—Por que en nuestro mundo ideal, los seres humanos no se lastiman entre humanos. Aunque cualquiera de nosotros se puede convertir en el malo de la historia de quién sea, sin planearlo, no estamos exentos. Pero nuestro orgullo nos dice que somos superiores a los animales, solo por qué podemos expresar lo que pensamos y porque tenemos la habilidad de creer en algún dios. Así que nos resentimos con cualquier cantidad de personas que pasan por nuestra vida o por el otro lado de la calle, pero como los animales son "inferiores", no esperamos casi nada de ellos, más que sigan nuestras órdenes. Les mostramos amor con libertad, lo dejamos fluir, el rencor no nos ciega cuál cataratas en los ojos y vivieron felices por siempre.
El niño de doce años, gordito, de lentes, puberto sin cara de puberto, empezó a aplaudir con euforia. Las personas empezaron a mirar hacía ellos con curiosidad, unos riendo por la emoción reflejada, y unos pocos con esa típica mirada acusatoria detectora de bichos raros. El sujeto ignorando cualquier ser humano que no lo conociera, se levantó y empezó a hacer reverencias como las que hacen los actores al final de una obra de teatro.
—Usted habla mucho, pero me parece interesante. No quiero ser un resentido nunca más.
El niño de doce años, gordito, de lentes, puberto sin cara de puberto, al igual que el sujeto, se sentía satisfecho. Sus dudas habían sido despejadas de manera divertida. Ojalá fueran así sus maestros, o sus padres, que se tomarán el tiempo de resolver sus inquietudes, por tontas que parecieran, aunque no superan cómo hacerlo. Pero los adultos esquivaban su deseo de conocer cómo era el mundo, incluso asumían que él ya debía saber o que en algún momento lo aprendería.
—¿Cómo podemos convertirnos en el malo de historia, sin querer? —preguntó. Solo por probar, no sabía si el sujeto lo iba a regañar por preguntón, pero algo le decía que no sería así.
—Uff. Pregunta difícil. —Cerró los ojos con gesto dramático.— Déjame pensar en un ejemplo.
El sujeto adoptó, concientemente, la postura de la escultura famosa llamada «El Pensador», y empezó a descartar cuál ejemplo de los que inundaron su mente sería el más efectivo para ayudar la mente de aquél puberto sin cara de puberto.
—Imaginate que sacas tu licencia de conducción. Eres un conductor paciente, responsable, tranquilo, un muy buen conductor —explicó—. Hasta allí todo bien ¿Verdad? Pero un día tienes un accidente, no te explicas cómo te pudo pasar a ti, pero acabas de matar a un peatón... Te has convertido en el villano del cuento, especialmente para las personas que aman a ese ser que, sin querer, sin planear, tú mataste.
—¡Wow! Es cierto. No sabía eso.
—Ahora ya sabes, no saques tu licencia de conducción... Bromeó, no es verdad, no tengas miedo a vivir.
Y los dos rieron al compás, no era gracioso, pero estaban empezando a conectar sus vidas y, aunque no nos explicamos con certeza porque es así, eso hace felices a las personas sin ninguna razón especial. Nos necesitamos unos a otros para ser felices.
—Ya se van mis amigos —observó el gordito adelante—. Me están llamando, debo irme.
Esa despedida dolió más que la primera, pero se volverían a ver.
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