Dieciocho
Antes de leer;
1º Primera actualización del año. Espero que sea de su agrado.
2º Escenas cuya descripción pueden herir la susceptibilidad de algún lector.
3º Gracias por leer. Buena lectura. ;)
Las grandes y fuertes manos se acoplaban brutalmente alrededor de su cuello, hundiéndole el torso por completo por debajo del agua de la fuente.
Jen, con los ojos estàticos y la boca abierta en un inútil intento por lanzar gritos desesperados y tomar aire, tragaba agua por montones, llenándose el estòmago y los pulmones de aquel líquido que le dirigía de forma lenta y tortuosa al destino de la muerte.
Con un agarre desesperado intentaba zafarse de la brutal asfixia, mas no pudo remover aquel gran brazo ni un solo centìmetro. Como consecuencia, solo podía observar aquel par de ojos amarillentos e iluminados observarle la faz, expendiendo un aura asesina y terrorífica; y tras èl, la luna roja que se ceñía en el cielo nebuloso, como señal de augurio de muerte y mal presagio.
El terror le invadìa por completo; tenía miedo; no quería morir.
A pesar de que su vida era una real mierda, en la que no sentía orgullo por ninguna de sus acciones y, cuando sintió que se había hundido el reciente vìnculo ìntimo que había formado con alguien, a pesar de todo ello, Jen no quería morir.
Aùn quería vivir para redimir sus acciones.
Con todas sus fuerzas intentò luchar contra aquella bestia, pero su agarre era tan intenso e imperturbable, que pronto Jen comprendiò cual era su destino.
Morirìa aquella noche.
Y el agua comenzó a entrar hacia su cuerpo. La sensación del ahogo era insoportable, y pronto sus sentidos comenzaron a esfumarse.
Y otro líquido ajeno al agua comenzó a invadir la pileta, cuando làgrimas de pura tristeza y resignaciòn se mezclaron por debajo del agua.
Quizà el último llanto de su vida.
Y de pronto, en medio de una semi inconsciencia, Jen es alzado por su agresor, siendo sacado del agua y ascendido por el aire.
Y entonces Jen, con su vista engorrosa y sus sentidos esfumados, pudo percatarse segundos antes de apagarse por completo, de la verdadera identidad de su agresor.
Era Jeroen.
Separò sus labios de forma leve, signo del impacto que aquello le provocaba. Intentò alzar sus manos para arremeter en contra del soberano, pero sus fuerzas eran nulas, y nada podría hacer para revertir la situación.
Jen estaba muriendo asfixiado por Jeroen, quien por causa de su esquizofrenia, había sufrido de un fuerte episodio de catalepsia.
Un episodio de muerte aparente.
Asì lo demostraban sus ojos abiertos de par a par, acompañado de la brutal fuerza que ejercía alrededor del cuello de Jen, quien expendìa con dificultad sus últimos alientos de vida.
Jeroen estaba màs vivo que nunca, y solo la tierra, las hojas, las ramas incrustadas en sus cabellos, y sus ojos inyectados en sangre, eran signo de una hipótesis contraria.
Su apariencia era deplorable, pero su fuerza brutal se ceñìa con seguridad sobre el casi inerte cuerpo de Jen.
Iba a matarlo.
Jen sintió como una última brisa nocturna le sacudió los cabellos mojados. El último aire gèlido le recorrió la espina, y se permitió deleitarse por un instante con el ruido lejano de los grillos.
Se deleitò con el último momento de vida.
Y entonces, comenzó a cerrar los ojos.
Y cuando pudo ver una última imagen borrosa a lo lejos, sintió que valió la pena vivir hasta aquel entonces.
Era Baek.
Baek le observaba a lo lejos, a espalda de Jeroen. Le miraba desde la entrada del patio exterior, con una expresión aterrorizada inmortalizada en su faz.
Le dolió verle de aquella manera. No quería llevarse aquella imagen de Baek hacia la eternidad.
No le gustaba verle sufrir.
''Huye...''
Musitò en un jadeo imperceptible a Baek, y tras varios segundos de observar la aterrorizada expresión del servidor màs antiguo del príncipe, fue testigo de como este huyò de aquel sitio, adentrándose hacia los pasillos del palacio.
Y Jen sonriò débil; Baek pudo salvarse; aquello le llenò de paz a pesar de todo.
Y cayó en un abismo oscuro sin retorno.
No tuvo màs nociòn del tiempo ni de su existencia.
—¿Què está pasando?
Cuando Jen cayó en la absoluta inconsciencia, Seung-Gil apareció por detrás de Jeroen, acompañado de la presencia de Baek, quien corrió a alertarle de aquella terrible situaciòn.
Jeroen se quedó en su sitio, aùn sosteniendo del cuello a Jen.
—¡Suelta a mi servidor, suéltalo ahora mismo!
Jeroen removió sus pupilas de forma abrupta hacia su costado, sin voltearse aùn a la presencia de Seung-Gil y Baek.
Y, después de un instante, Jeroen pudo reconocer aquella voz del príncipe, y posteriormente, reconocer los jadeos desesperados de Baek.
Y soltò a Jen sin ningún cuidado, provocando una abrupta caída del màs joven.
Baek corrió despavorido hacia su cuerpo, sin esperar siquiera un segundo y sin guardar respeto hacia la presencia de ambos soberanos.
—¡¡¡Jen!!! —exclamò desesperado, echándose al suelo y tomàndole entre sus brazos, intentando recibir una respuesta del mayor—. ¡Responde, por favor, responde!
Los brazos le temblaban y las làgrimas no tardaron en surcarle de inmediato por el rostro, cuando pudo percatarse de que el cuerpo de Jen yacìa frìo como escarcha, y que el agua abundaba en su interior.
No pensó que ver a Jen de aquella forma le desgarrarìa el alma de tal manera.
—¡Jen, por favor...!
Exclamò desecho, aferrando el cuerpo de su compañero a su pecho.
Jeroen observaba en silencio y de forma atenta la escena entre ambos, no pudiendo vocalizar palabra alguna ni ejecutar movimientos.
Dentro de su incapacidad de poder hilar las acciones a su alrededor, Jeroen pudo percatarse de lo afectado que Baek se veìa ante la situación de Jen.
Y aquello no le pasó para nada inadvertido, y quiso actuar, mas no pudo ni siquiera mover un dedo.
Sintiò su cuerpo de piedra.
Jeroen, sintió como una llamarada le cruzò por la cabeza, cuando vio a Baek unir sus labios a los de Jen, en un intento desesperado del màs pequeño por ejercer re animación a su compañero.
Como consecuencia de ello, un montón de agua salió expulsada por las fosas nasales y la boca de Jen.
—¡¿Quièn eres tù, por què...?!
Los pensamientos difusos de Jeroen fueron irrumpidos de forma abrupta por la voz y presencia de Seung-Gil, quien había acortado total distancia por delante de èl.
Y el príncipe quedó estupefacto, cuando pudo cerciorarse de quién se trataba aquel intruso.
Retrocediò dos pasos y separò los labios, atònito por la situación.
—¿T-tù...?
Jeroen no dijo palabra alguna. Sintiò como desde el interior de su cabeza un silbido agudo le anulò los sentidos y, de un momento a otro, sus ojos se volvieron blancos.
Y volvió a caer en la inconsciencia, desplomándose en el suelo de forma brutal.
La absoluta fatiga de su cuerpo, la deshidratación, la falta de alimento y, el tener que luchar por salir de varios metros bajo tierra, le pasaron la cuenta.
—¿A... a dónde se llevaràn a Jen, majestad? —Luego de unos minutos y, posterior a que Seung-Gil pidiese la ayuda de guardias, Baek se atrevió a consultarle.
Seung-Gil, aùn descolocado por el reciente episodio, contestò:
—A una habitación para su recuperación. Lo mismo harè con el Rey. Tù te haràs cargo de Jeroen; pondrè a otro servidor a disposición de tu compañe...
—¡No! —Baek se alzò nervioso ante Seung-Gil; este se mostró extrañado ante la repentina reacción del màs pequeño—. Y-Yo, lo siento... —musitò, percatándose de su falta de respeto—. Di-digo... majestad; yo quiero cuidar de Jen.
Seung-Gil le mirò descolocado, no entendiendo su inusual petición.
—Si te pido que cuides a Jeroen, es porque eres el servidor en el que màs confìo, Baek.
—Lo sè, majestad, y la verdad, no sabe cuànto valoro eso, pero...
—¿Pero?
Baek mordió sus labios, nervioso. Bajò la mirada y unió sus manos, temeroso por lo que diría.
Seung-Gil le mirò con cierta impaciencia.
—Tambièn quiero cuidar de Jen, por favor —suplicò.
—No puedes cuidar a ambos al mismo tiempo, Bae...
—Sì puedo.
—Baek...
—Si tan solo usted posicionara a ambos en la misma habitación, yo podría cuidarlos sin problema.
Seung-Gil contrajò las cejas, extrañado por aquella petición tan particular, y hasta cierto punto descabellada.
Baek sabìa que existía una probabilidad de negación por parte del príncipe, pero no desistió en su petición.
—Por favor, majestad, por favor...
Baek articulaba aquella suplica con tal devoción, que Seung-Gil sintió imposible el poder negarse ante ello.
Pero de pronto, un elemento distractor ayudò a que la petición de Baek fuese concedida.
Phichit pasó a la lejanía del lugar en que se hallaban, dirigiéndose rápidamente a las caballerizas, cosa que no pasó desapercibida por Seung-Gil.
—Sì, Baek —dijo sin màs, dirigiendo su atención completa hacia Phichit, que había desaparecido por el recodo de las caballerizas.
Baek contrajo sus pupilas, sorprendido por la concesión del príncipe.
—¿En serio, mi señ...?
—Sì, sì —repitió, encaminándose lentamente hacia las caballerizas; Baek sonriò aliviado—. ¡Guardias! —exclamò, tomando a dos guardias en la cercanìa.
—¡Sì, mi señor!
—Posicionen al Rey Jeroen y al servidor recientemente atacado en camas separadas y en una misma habitación. —Los guardias se miraron con sorpresa ante tal orden; era un insulto a la jerarquía del rey el posicionarlo en la misma habitación con un simple servidor—. Baek cuidarà de ambos. Denle las herramientas necesarias para su recuperación, y que uno de ustedes haga guardia fuera de la habitación.
—¡Sì, señor!
Ambos guardias corrieron a cumplir con el mandato, y tras ello, Seung-Gil se apresurò hacia las caballerizas.
Tenía temas pendientes que hablar con Phichit.
En la oscuridad, la soledad y silencio de las caballerizas, Phichit se acurrucò por unos instantes, intentando descansar del ruido de su propia mente.
Se calò una capucha negra hasta el rostro, y a paso lento deslizò sus dedos por la madera astillada de los establos.
Solo era perceptible el sonar de la brisa y el leve relinchido de los caballos.
—Hola...
Musitò débil, acercándose a un caballo y ejerciendo una leve caricia en el hocico al animal.
—Es un lugar frìo, ¿verdad?
Susurrò, clavando su mirada en los ojos melancólicos del caballo.
Sintiò que nuevamente le llovía por dentro.
—Todo se ha vuelto tan frìo... —Extendiò sus manos y las observó, percatándose del leve temblor que las sacudìa por causa de las bajas temperaturas—. Siento el frìo en mi cuerpo, y siento el frìo en mi alma.
Se quedó quieto por unos instantes, intentando acallar a su conciencia que, nuevamente en el dìa, comenzaba a propinar gritos sofocantes.
Cerrò los ojos, perturbado.
—Me gustaría ser como ustedes... —dijo en un jadeo, aùn con la vista baja—. No pueden percatarse de nada de lo que ocurre a su alrededor...
Un silencio absoluto invadió las caballerizas.
—No siempre... —Una nueva voz se hizo presente en el lugar; Phichit dio un pequeño salto de la sorpresa. Sintiò como su estòmago se contrajo, y de forma lenta ladeò su rostro hacia el emisor de aquellas palabras—. ¿Recuerdas que te contè que los caballos lloran la muerte de un compañero?
Seung-Gil acortò total distancia con Phichit, posicionándose a su lado y comenzando a acariciar al mismo equino que Phichit.
Este retirò sus manos de inmediato.
—Majest...
—Te lo contè en este mismo sitio —recordó, intentando amenizar un poco el nerviosismo de Phichit—. Lo recuerdo bien. Recuerdo ese dìa muy bien.
Phichit desviò la mirada hacia el lado contrario. Su expresión se endureció.
—¿Tù no recuerdas ese dia? —inquirió Seung-Gil.
Phichit lanzó un leve jadeo. Otro silencio absoluto se asentó entre ambos.
—¿Phich...?
—Lo recuerdo, señor.
Seung-Gil enarcò ambas cejas, descolocado por la repentina formalidad que Phichit le mostraba.
Formalidad que se traducía en distancia.
—Fue el dìa en que me confesaste tu amor —dijo, sintiendo como el nudo se aferraba en su garganta y, a la vez, como Phichit tensaba su cuerpo—. El dìa en que nos besamos por primera vez. Jamàs podría olvidar ese dìa.
Phichit no fue capaz de observarlo, manteniendo su expresión estàtica hacia el hocico del equino.
—Fue el dìa màs feliz de mi vida.
Phichit sintió que las làgrimas le humedecieron un poco los ojos.
—¿No fue un dìa feliz para ti?
Seung-Gil hacìa resonar aquellas palabras con cierto rencor, como queriendo hurgar en la confusa mente de Phichit.
Necesitaba respuestas de lo que pasaba y, si tenía que orillar a Phichit a hablar de ello, entonces que asì fuese.
No olvidarìa tan fácil lo que Phichit había hecho aquella misma tarde con èl, en la cabaña en medio del bosque.
No olvidarìa aquella deshonra y humillación.
—¿Acaso ello importa, mi señor Seung-Gil? —dijo seco.
—Claro, todo lo tuyo importa, servidor Phichit.
Ante aquella respuesta tan formal, Phichit observó a Seung-Gil con la expresión un tanto ofendida.
—Basta.
—No —disparò Seung-Gil, hastiado—. ¿Ya ves que duele? ¿No es agradable, verdad?
Phichit se mordió los labios, ofendido. Bajò la mirada, negó con la cabeza y, sintiendo como las manos le temblaban de la pura frustración, tuvo intenciones de abandonar las caballerizas.
Mas Seung-Gil le detuvo.
—No te iràs —decretò—. No haràs lo mismo que hiciste hoy en la cabaña.
Phichit le observó atònito.
—Mi señor Seung-Gil, yo soy su servidor personal, y todo lo que tenga relación con temas netamente personales, creo que no son correctos. Debemos mantener distancia prudente. Es lo que hace un soberano con sus criados.
Seung-Gil sintió que las manos le ardieron por propinarle una bofetada.
—No me vengas con esa mierda, Phichit —dijo entre dientes, y frunciendo aún más el ceño—. No después de haber compartido el mismo lecho, de habernos besado, acariciado, de habernos unido en Adelfopoiesis y no después de casi haber intimado, Phichit.
Phichit sintió que el color subió por su rostro.
—No me vengas con excusas de ese tipo.
Phichit lanzó un fuerte jadeo; sintió que un fuerte mareo le golpeò. Tuvo que apoyarse de pronto en la madera astillada de la caballeriza.
Seung-Gil se asustò y le sostuvo, auxiliándole.
—¿Estàs bien? —musitò preocupado—. ¿Te duele algo? ¿Llamo a un médic...?
—N-No... es-està bien...
Un silencio abrumador se instalò entre ambos. Phichit retomò su compostura, y la brisa del viento comenzaba a sacudir con màs fuerza las ramas.
Ambos se sintieron muy incòmodos.
—Tenemos que calmarnos —dijo el príncipe de pronto—. Estamos muy alterados. Lo siento, no debì hablarte de esa forma.
Phichit asintió despacio, sin poder mirarle.
—Yo también lo siento, majestad.
La tensión se sentía en la atmòsfera. Ambos comenzaban a ser afectados por el ego.
Pero Seung-Gil, intentò entonces disuadir aquella barrera.
De un movimiento suave, aferrò a Phichit a su pecho, entrelazando sus manos por la nuca de su servidor, y posicionando su oreja en la parte donde latìa su corazón.
Phichit contrajo las pupilas y tenso su cuerpo, teniendo intenciones de alejarse de golpe.
Pero Seung-Gil no se lo permitió.
—Tranquilo... —musitò el príncipe, ejerciendo suave presión hacia Phichit—. Quèdate allí, no será por mucho tiempo.
Y por màs que su mente le dijese que debía abandonar aquella situación, Phichit se permitió el privilegio de la duda.
Y se quedó allí, fundido al pecho de Seung-Gil.
Y sintió como latìa su corazón. Cerrò los ojos despacio, y se permitió sentir el calor de sus manos acariciándole los cabellos de la nuca.
Alzò sus brazos y se aferrò a èl en un suave abrazo.
Seung-Gil sonriò.
Phichit sintió que los gritos de su mente de pronto se callaron. Una exquisita sensación de paz le invadió el alma, y en los brazos de Seung-Gil volvió a sentirse reconfortado.
Se sentía acunado en pura felicidad.
—Te amo tanto, Phichit... —musitò Seung-Gil, intensificando el agarre en su servidor—. Te amo tanto, que simplemente te perdono por lo que ha pasado hoy.
Phichit separò la cabeza del pecho de Seung-Gil, y ascendió la vista a su rostro.
—Majestad...
—Sè que estàs muy afectado por lo de tu hermana —musitò conmiserativo, repartiendo leves caricias en el rostro de su amado—. El dolor de la muerte es inmenso, y tan solo alguien que lo ha vivido sabe los estragos que ocasiona en quien lo sufre.
Phichit sintió que en aquellos momentos simplemente no merecía a Seung-Gil.
—Te perdono por ello. Sè como debes sentirte, y por eso, lo único que te pido es que me permitas acompañarte en este dolor.
Phichit sintió que la primera làgrima le cedió por la mejilla, y tras ella, un montón de ellas cedieron.
—Te amo y asì será siempre. No voy a dejar que te hundas en este camino.
—¡Majestad!
Phichit no pudo soportar el ímpetu y, en un movimiento fugaz, se aferrò al cuello de Seung-Gil.
Y comenzó a sollozar despacio.
No podía desatenderse de lo que realmente sentía. Amaba a Seung-Gil. Lo amaba, pero de una forma que también le generaba dolor.
—Todo pasarà —susurrò, tomando a Phichit por la nuca y meciéndole junto a èl de forma suave—. Las cosas tendrán solución. Todo tiene solución.
No, no todo tenía solución. La muerte no tiene solución, y aquello es lo que su relación estaba ocasionando de forma abismal en el pueblo.
Y por ello, Phichit sufría. Porque Phichit era consciente de que amaba a Seung-Gil, pero también era consciente de que su unión era mortífera para las personas del pueblo.
Y la muerte no tenía solución. Su relación era el màs grande problema. Phichit no podía hacer vista ciega ante ello.
Pero tampoco podía dejar de amar a Seung-Gil. No al menos de un día para otro.
Odiaba aquella situación. Y le estaba volviendo loco. Le estaba transformando en lo màs bajo e irreconocible en lo que jamás pensó convertirse.
—Te amo, Phichit... —susurrò, separándose de forma leve, y tomando a Phichit por el mentòn—. ¿Tù me amas?
Con los ojos inundados en làgrimas, y con el llanto aprisionándole los labios, Phichit solo se limitò a decir:
—Sì... majestad.
Y Seung-Gil, objeto de las ansias de no poder aprisionar màs aquel sentimiento, acortò distancia hacia el rostro de Phichit, y depòsito un leve beso en los labios de este.
Phichit cerrò los ojos y tan solo se limitò a sentir.
Y otro beso les unió, y desde allí no pudieron detenerse y tomar distancia.
Y un beso desesperado les mantuvo cautivos en aquel instante. Cuando sus lenguas se entrelazaron de forma torpe, y las caricias hicieron contacto por lo largo y ancho de sus rostros y espaldas.
Y pequeños suspiros se oyeron en la ejecución de aquella unión. Porque Phichit y Seung-Gil, simplemente no podían separarse el uno del otro.
Se necesitaban de forma mutua, a pesar de todo.
—Te amo... —musitò Seung-Gil en medio del beso, apenas tuvo la oportunidad de tomar un poco de aire, para volver a arremeter hacia los labios de Phichit.
Phichit tan solo se mantenía al margen de sus pensamientos. Noqueó su mente de cualquier distracción, y se limitò a sentir la suave fricciòn de los labios de su amado en los suyos.
Se sentía en el cielo.
Y de pronto, sintió que cayó a lo màs bajo del infierno.
Como una imagen fortuita, el rostro destrozado de Areeya se dibujò de golpe en su mente; con las mejillas rasgadas, la mandíbula caída, los dientes molidos, la lengua partida y los ojos disparados.
El estòmago se le volteò.
Y de forma inconsciente y por causa del fuerte shock, Phichit cerrò la boca, mordiendo fuertemente los labios de Seung-Gil.
El príncipe lanzó un fuerte alarido de dolor. Phichit tomò distancia, le dio la espalda a Seung-Gil y comenzó a temblar.
—¡¿Què haces?!
Exclamò Seung-Gil iracundo, sintiendo como el inmenso dolor de la herida en su labio le golpeaba incluso parte de la quijada.
La sangre salìa a borbotones de su boca.
Phichit estaba fuera de sì. Los ojos se le llenaron de làgrimas, su cuerpo se tensò, y el estòmago le subìa y le bajaba por causa del asco.
—Phichit, te estoy hablando —inquirió Seung-Gil, notoriamente ofuscado por la herida que Phichit, a errónea consideración de èl, le había ocasionado de forma voluntaria—. Mira lo que has hecho; me partiste el labio.
Pero Phichit ni siquiera oìa la recriminación de Seung-Gil.
Por su mente, un montón de imágenes pasaban.
El cadáver de Areeya, con el rostro irreconocible y la intimidad destrozada. Teodorico en un charco de sangre, inducido al suicidio y sin sus extremidades. La sensación de su quijada siendo arrancada con la tortura de Snyder. La cantidad de sangre cuando sus muelas eran disparadas. La imagen de su familia desecha en llanto. Las voces de los cuadros. El sentimiento abismal de soledad y rechazo. El impulso del suicidio.
No pudo reconocerse a sì mismo.
Y peor fue la sensación, cuando de forma inconsciente pasó una de sus manos por su labio, cuando un gusto metálico inundò su cavidad bucal.
Phichit pudo ver que tenía sangre en la boca y en sus manos. Era sangre de Seung-Gil, mas Phichit, por causa de ello, solo pudo dibujar una imagen terrible en su mente.
A su familia completa asesinada a manos de Snyder.
Y el pánico fue completo.
—¿¡Phichit, estàs escuchàndom...?!
Seung-Gil intentò voltear a Phichit, pero se detuvo de golpe, cuando fue testigo de la terrible expresión en el rostro de su servidor.
Seung-Gil sintió miedo.
—Phi-Phichit... —musitò dèbil—. ¿Què... què te pas...?
—No puedo... —dijo en un alarido—. No puedo, no podemos... no... soy culpable y... asesino, yo... no...
Seung-Gil abrió la boca de la impresión. Jamàs había visto a Phichit tan fuera de sì, después de aquel episodio en medio de la catedral y a orilla del rìo.
—No te amo, Seung-Gil, yo... no puedo hacerlo, jamás...
Y ante la atónita expresión de Seung-Gil, Phichit le empujò hacia un lado y se echò a correr a su habitación.
Y después de varios segundos atònito, Seung-Gil se echò a correr tras èl.
Y cuando llegó a la puerta de la habitación de su servidor, tan solo pudo oìr sus fuertes sollozos ahogados en la almohada.
Y Seung-Gil entonces supo, que el dolor de la muerte estaba transformando a Phichit en alguien distinto.
Y que por màs que se esforzara en cambiar aquel destino, no podría hacerlo.
Porque ya no dependía de èl, tan solo dependía de Phichit.
Aquella mañana el frìo calaba hasta los huesos. El presagio de un duro invierno era màs latente que nunca, y el pueblo en todas sus divisiones jerárquicas, se preparaba para recibirlo en òptimas condiciones.
Celestino, el reciente clérigo ascendido a obispo de la catedral, asì bien lo sabía. Por las noches, recibía al interior de la catedral a un grupo considerable de personas en situación de calle, con la intención de resguardarlos del feroz y mortífero frìo.
Las puertas de la catedral se volvían a abrir a las siete de la mañana, y a aquella hora, entonces se hacia abandono del recinto, para luego cerrarlas nuevamente a las diez de la noche.
Y aquella mañana, Celestino se disponía a despedir a los pueblerinos que descansaron aquella noche al interior de la catedral.
—Que tenga un gran dìa, padre Celestino —dijo una mujer, abandonando el recinto catòlico por la mañana—. Que su bondad sea pagada con la gentil mano de Dios, nuestro Señor.
Celestino tan solo sonriò.
—Que vuestro dìa esté lleno de bendiciones, hermana mìa.
—Que Dios dè eterna gracia a ti, padre Celestino. Dios nos ha bendecido con un padre tan gentil y bondadoso.
Celestino tan solo sonriò, alzò su mano y despidió a los pueblerinos.
Celestino era muy amado entre el pueblo, y asì lo demostraban todas las risas de gratitud que emitìan los aldeanos cuando le despedían.
—Muy querido como siempre, ¿no, Celestino?
Una voz àspera le sacudió la espina al nuevo obispo Celestino. Este se volteò de inmediato, dibujando una expresión descolocada.
—Tù... —musitò con enojo, observándole de pies a cabeza—. ¿Què haces en la casa de Dios, nuestro señor?
Snyder sonriò de forma déspota.
—Por favor, Celestino —dijo entre risas, tomando su bolso de cuero y dirigiéndose al interior de la catedral, siendo perseguido de cerca por el obispo—. No necesito darte explicaciones del por què vengo a mi santuario; soy el inquisidor de estas tierras, y soy quien hace cumplir la palabra de nuestro señor.
Celestino torció los labios, observándole con cierto desprecio.
—Lo comprendo —musitò—. Mas no eres muy bienvenido a este sitio.
Snyder resoplò sin mostrar interés.
—¿Es por què no soy igual de querido que tù, querido obispo? —Celestino frunció el ceño—. Por favor, tù sabes que esta gente ignorante del pueblo es asì. —Se encaminò hacia la mesa central, se sirvió algo de vino, y volvió a su lugar, sentándose en una de las bancas de la iglesia—. A ti te aman porque te confían sus pecados, a mì me odian por castigárselos.
Celestino mantenía su expresión hostil hacia èl. Snyder se echò un gran sorbo de vino.
—Por cierto, bonita tùnica. —Se echò a reir—. Ciertamente, ser ascendido a obispo te da ciertos detalles.
—No nos hagamos los tontos, Snyder —disparò de pronto Celestino, harto de la chàchara sarcástica del inquisidor—. Tù y yo sabemos porque no eres bienvenido a este sitio; la gente del pueblo huye de ti, y creo que sabemos cuál es la razón.
Snyder se echò otro sorbo de vino, y arqueò ambas cejas.
—¿Mi presencia tan ensalzada con divinidad los ahuyenta, quizá?
Lanzò una fuerte carcajada al aire; Celestino no dijo palabra alguna.
—Los estàs matando.
Snyder se atragantò con algo de vino. Un silencio abrumador se acentuò entre ambos.
Snyder carraspeò su garganta.
—Bueno, es lo que hacen los inquisidores. Un hereje muerto es mejor que un hereje vivo.
—No pienso discutir sobre ello, porque conoces mi postura.
Snyder guardò silencio.
—Tu exacerbado respeto por la vida da asco, Celestino.
—Estàs asesinando gente de forma indiscriminada. No lo estàs haciendo en el ejercicio de tus funciones.
Snyder le observó notoriamente ofendido.
—Estàs provocando una masacre en el pueblo, ¿o me equivoco?
Snyder le observó en silencio, expendiendo un aura asesina de su expresión.
Mas Celestino no tuvo miedo y, de un movimiento rápido, propinò una leve patada al bolso de Snyder.
Y este cayó de costado, dejando al descubierto su interior.
Un silencio abrumador se posò entre ambos.
—Lo sabìa...
Un montón de herramientas de tortura, impregnados de sangre seca, yacían ahora regados por el suelo de la catedral.
Snyder observó atònito.
—Son consecuencias de mi trabajo. Los herejes están màs rebeldes que nunca, ellos me obligan a...
—Estàs causando una masacre. ¿Por què tù...?
—No te des baños de pureza, Celestino.
—Eres un asesino.
—Y tù un maldito traidor del pueblo.
Celestino se quedó de piedra en aquellos instantes, no entendiendo las palabras de Snyder.
—¡Claro! —sonriò nervioso—. Ahora resulta que no es de tu conveniencia recordar tu pasado, ¿verdad? —dijo, mientras volvía a guardar las herramientas en su bolso—. ¿Crees que no lo sè, Celestino?
Celestino se quedó de piedra, dubitativo.
—No sè de què habl...
—La venta de las indulgencias —dijo seco Snyder, dibujándose una sonrisa amplia en su rostro—. La venta del perdón de los pecados.
Celestino sintió una punzada en el estòmago.
Un silencio abrumador se posò entre ambos.
—¿Còmo tù...?
—Lo sabìa desde hace mucho, pero no creìa que fuera cierto —confesò—. Pero, por la expresión tuya, me doy por confirmado todo.
Celestino bajò la mirada, huyendo de la expresión inquisitiva de Snyder.
—Asì que hace un tiempo atrás, vendìas el perdón de los pecados a los pueblerinos, Celestino...
—Y-yo...
—Traicionaste la confianza de los pueblerinos, y obtuviste riquezas por el perdón de los pecados. Te aprovechaste de su necesidad de paz. ¿Acaso eso no es igual de repulsivo que mis acciones?
Celestino aferró sus manos a la túnica, y bajó la mirada. ¿Cómo es que Snyder había tomado conocimiento de ello? ¿Acaso algún pueblerino se lo había confiado en una de sus sesiones de interrogación?
Sentía vergüenza. Vergüenza y remordimiento. Aquel era un episodio pasado de su vida, que él jamás volvería a repetir, pero que, en su momento, se vio obligado a ejecutar por pura necesidad económica.
Por la necesidad de salvar de la enfermedad a la única mujer de su vida a la que tanto amó, pero que no pudo despojar de las garras de la muerte.
—Tú y yo no somos distintos, Celestino —volvió Snyder a arremeter—. Somos iguales. Igual de repulsivos.
—Guarda silencio —dijo Celestino, con la voz contenida, cerrando los ojos con fuerza y surcándole el sudor frío por las sienes—. Tú y yo no somos iguales. Yo lo hice por amor. Necesitaba salvarla, ella... ella era una pobre mujer enferma, que cuidaba sola de sus cinco hijos, yo no podía dejar que ella...
—¡Ah! —exclamó con éxtasis Snyder, percatándose de más detalles del secreto de Celestino—. Así que vendiste las indulgencias por el amor a una mujer.
Celestino alzó la mirada, shockeado. No midió sus palabras, y ante las garras venenosas de Snyder, quedaba al descubierto.
—Doble pecado, Celestino. Vendiste el perdón de los pecados, y aparte violaste la orden del Celibato.
—¡No es cierto! —disparó ofuscado—. Ella y yo jamás tuvimos otro acercamiento que no fuese el de peregrina y sacerdote. Ella jamás supo de mis sentimient...
Celestino se calló de pronto, cuando entendió que se dejaba provocar por las tóxicas palabras del inquisidor.
Snyder comenzó a reir placentero. Se irguió hacia la mesa y se sirvió otra copa de vino. Tomó asiento, y observó con éxtasis la desecha expresión de Celestino.
Amaba verle destruido.
—¿A cuántas personas enviaste cautivas al palacio real?
Disparó de pronto Snyder, y Celestino se sintió esta vez completamente expuesto.
Dentro de sus sesiones de tortura e interrogación, Snyder se tomó la libertad de preguntar a algunos pueblerinos acerca de temas externos al que inicialmente le encomendó Jeroen.
—Por tu causa, muchas personas están cautivas bajo el yugo del rey Jeroen y el príncipe Seung-Gil, ¿verdad?
Celestino contrajo las pupilas y separó los labios, temeroso.
—Se endeudaron con la familia real, para poder obtener el perdón de sus pecados. Estaban tan desesperados por la culpa que sentían, que recurrieron a endeudarse con el reino, para obtener de ti el perdón.
Era cierto. Celestino cargaba con aquella culpa. La imagen de aquel jovencito que le marcó, volvió a su memoria.
Aquel jovencito que llegó arrastrándose a la catedral aquel día, hace años, suplicando el perdón de su terrible pecado y, que por causa de la venta de indulgencias, terminò cautivo en el palacio de la familia real.
No había día en que no sintiese remordimiento por aquello. Y hasta recordaba el nombre de aquel jovencito con claridad.
Jen se llamaba.
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10 años atràs.
Año 1408. Suburbio de aldea del Reino de Weizbatten.
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Era de noche. La oscuridad era total en los callejones de uno de los suburbios màs marginales de la aldea Weizbatten. La pobreza, el hambre, el frìo y los malhechores, eran de mayor cantidad cuando se trataba de aquellas zonas.
Solo la luz de la luna amenizaba un poco el terror de lo desconocido pues, ni siquiera el fuego de una vela, podía disuadir la escasez de luz.
Aunque aquello podría parecer terrorìfico para una persona media y común, para Jen, un niño de tan solo doce años, no era asì.
Estaba acostumbrado al vacío de la noche. A los gritos. A los golpes. Al olor de sustancias desconocidas. Al miedo de la oscuridad. Al escozor del frìo, y lo que màs le marcò siempre:
Al sexo y el morbo en sus narices.
Hijo único de una prostituta del suburbio; para èl, era una cuestión cotidiana el cargar con escenas frívolas, con su madre gimiendo y su lecho saltando por el acto carnal. Al olor nauseabundo de fluidos y la poca higiene del sitio.
Se había vuelto hasta cierto punto insensible a aquello.
—Eh, niño, vete de aquí. —Un hombre le tomò por el brazo y lo lanzó fuera de su metro cuadrado—. Vete a tu choza; es tarde, vete a dormir.
Jen se alzò en silencio, se sacudió las ropas y le mirò estàtico.
—Pero es que mi mamà no me deja dormir. Està con un hombre en mi cama. Tengo sueño. —Alzò su pequeña mano y rascò su cabeza; la abundancia de piojos y la nula preocupación de su madre le tenìan en un estado deplorable.
—No es mi problema; fuera, pulgoso.
Y Jen sintió la brisa de la puerta golpeando en su nariz.
Rechazado, como siempre.
Arrastrando los pies por el callejón oscuro, se devolvió a su hogar.
Su hogar era tan solo una pequeña choza de una sola habitación. No había separaciones siquiera, que le permitiesen descansar del ruido y de la traumática imagen de su madre siendo fornicada.
La veìa a diario de aquella manera.
—Hey, niño, estàs interrumpièndon...
—Sh, deja, es mi hijo; déjale ahì.
Jen se inmiscuyó despacio hacia su hogar. Sin meter ruido y sin rechistar, se arrastrò hacia el rincón de la habitación, se abrazò las rodillas y dirigió su mirada hacia su cama.
Su madre estaba fornicando con otro hombre allí.
Se quedó estàtico viendo la escena, esperando a que terminase. En su retina tenía grabada cada imagen, y en su oìdo resoplaba cada gemido, cada palabra sucia y cada ruido viscoso del fluido.
Jen estaba acostumbrado a ello.
(...)
—Mami, ¿què haces?
Preguntò un par de días después, cuando observó incrèdulo, en la misma habitación, como su madre, abierta de piernas y cubierta de sangre, metìa en su intimidad un pedazo de hierro.
Jen no comprendía que pasaba.
—Càllate, imbécil.
Jen guardò silencio, no pudiendo despegar su vista de la entrepierna de su madre.
—¿Por què sangras?
Volviò a preguntar, incrèdulo por lo que pasaba. Porque Jen, a pesar de sufrir de una terrible apatía, de no tener apego con absolutamente nadie y, a pesar de normalizar todo tipo de imágenes grotescas y sexuales, aùn tenía dudas por saber què hacìa su madre, y cuál era el significado de las acciones que ejecutaba.
Dentro de todo, aùn mantenía cierta parte de niño.
—Que te calles, imbécil.
Jen alzò sus manos a su cabeza. Comenzò a rascarla por la abundancia de piojos.
—Me pica. Tengo insectos, mamà.
—No me importa, y càllate. —Jadeò con fuerza, removiéndose el hierro en la entrepierna; se practicaba un aborto—. Vete a jugar por ahì; déjame en paz.
Jen le mirò con cierta inocencia.
—Tengo hambre.
Y de una sola patada en la quijada, Jen no pudo seguir hablando.
—¡Què te calles, imbécil! —Gritò con dolor; un coàgulo de considerable tamaño le deslizò por el muslo—. Eres un castigo, idiota.
Jen alzò su rostro tembloroso, no comprendiendo el proceder de su madre.
—Ma...ma-mà...
—¡¡No soy tu madre!! —gritò fuera de sì—. Jamàs debiste nacer. Hice contigo lo mismo que hago ahora, pero fuiste màs fuerte.
Jen comenzó a llorar en silencio. Se arrinconò en una esquina, observando la densa aura de su madre.
—Perdòn, mamà...
No fue hasta después de un tiempo, que Jen comprendiò el proceder de su madre aquel dìa.
Cuando, con el pasar de los meses, la panza de su madre era voluptuosa, y entonces Jen, comprendiò de què se trataba.
Era un bebè lo que crecía, y su madre quería deshacerse de èl, antes de que fuese demasiado tarde.
Pero el tiempo no le perdonò.
—¡Es una persona pequeña!
Aquella noche, su madre parìa en un rincón de la habitación. En cuclillas, con el rostro sudoroso, la sangre escurriendo y la entrepierna abierta, la mujer apretaba con fuerza la cabeza que se asomaba hacia el exterior.
Jen observaba extrañado e impactado.
Y un llanto fuerte le remeció la psìquis cuando, de un momento a otro, una fuerza descomunal expulsò al bebè hacia el suelo.
Y su pequeña hermana había nacido al mundo.
Aquel fue el inicio de su conversión, y el fin de su poca libertad.
Jen, no tomaba suficiente peso a los maltratos y el abandono de su madre, pero, el dìa en que naciò su hermana, comenzó a entender lo nocivo de aquello.
Y comenzó a empatizar con el sufrimiento de la pequeña.
—Mamà... mi hermana tiene hambre. —Aquella noche, Jen, con su hermana en brazos, acortò distancia hacia su madre, que yacìa fornicando con un hombre en la cama de ambos.
La madre ladeò el rostro y le mirò sin sentimiento alguno. En su lugar, solo lanzó quejidos de dolor por la fuerte penetración.
—Saca a tus sucios bastardos de acà; me desconcentran.
Dijo el hombre, mientras no cesaba en sus movimientos.
—No... pued...puedo... —gimoteò la mujer.
Jen observó incrèdulo a ambos, con la pequeña sollozando entre sus brazos.
—¡Te estoy pagando! ¡Haz lo que digo!
Un fuerte golpe le sacudió el rostro a la mujer. Y uno tras otro, tras un fuerte arranque de ira.
Jen sintió miedo, e intentò defender a su madre.
—¡Dèjala, déjala, maldito!
Pero de un fuerte manotazo por parte del hombre, Jen salió eyectado hacia el rincón de la habitación, con su hermanita en brazos.
Y aquello se replicò durante interminables días.
Su madre fornicando con distintos hombres todos los días. Con hambre, con frìo, con el inaguantable llanto de su hermana dìa tras dìa, y noche tras noche.
Con los piojos invadiendo su cabeza. Con sus huesos punzàndoles el pellejo por debajo, a causa del hambre. Con la alergìa en sus pieles por causa de la suciedad. Y con las grotescas imágenes del sexo a sus narices.
Jen no creyó soportarlo màs.
Y aquello, lo confirmó el dìa en que, por causa de la inconsciencia de su madre después de una sesión exhaustiva, un hombre intentò tomar como objeto carnal a su pequeña hermanita.
Intentando abusar de ella.
Y aquel dìa, Jen no pudo olvidarlo.
Como consecuencia de la defensa hacia la niña, terminò golpeado a màs no poder, pero con la conciencia tranquila de que pudo salvarla de manos de un asqueroso depredador.
Y aquel dìa, Jen huyò junto a su hermanita de casa.
Harto de normalizar aquella deplorable convivencia, y exhausto del abandono de su madre, decidió armarse de valor y salir a la calle.
Porque Jen, se prometió a sì mismo darle un futuro distinto a aquella criatura que, sin pedir venir al mundo, estaba viviendo en un real infierno.
Y aquello no era justo.
(...)
Jen tenía quince años el dìa en que decidió abandona su hogar. Solo, perdido y sin una guía parental, se encaminò sin rumbo y con una niña de tres años en sus brazos.
Por causa del mismo abandono y la poca estimulación, la niña no sabìa siquiera caminar por sì misma, y mucho menos hablar.
Solo sollozaba, balbuceaba y se arrastraba.
—Te prometo que no volveremos a ese horrible sitio. Te lo prometo.
Jen solo recibía por parte de su hermana balbuceos inentendibles.
—No volveremos, no volveremos...
Y sollozò.
Los días pasaron, y el escenario fue màs oscuro que nunca. Con los estòmagos vacìos, la enfermedad afectándoles, y los llantos no sonoros de su hermana, Jen comprendiò entonces que pronto llegarìa su fin.
Su hermana estaba tan débil, desnutrida y deshidratada, que no era màs que un simple saco de huesos con poco pulso.
Y ante aquella realidad, èl no pudo hacer mucho; después de todo, Jen no podía revertir en un corto lapso el daño generado por años de abandono en el cuidado de la menor.
Con quince años, perdido, sin saber què hacer, sin entender por què las cosas ocurrìan de aquella manera, lleno de frustración y dolor, Jen, en un acto desesperado, solo llegó a una sola conclusión.
Debìa terminar con el dolor de su hermana.
Porque como su hermana y èl, muchos niños estaban en la misma situación. Criaturas que no pidieron nacer, y que se les condenaba a una crianza paupérrima, llena de dolor, abandono y abuso.
Y Jen sintió que el pecho se le consumió, cuando vio una mañana a su hermana casi sin aliento, y con los ojos desorbitados.
Estaba agonizando.
—Perdòname, perdóname... —sollozò amargo—. No pude cuidarte, no pude hacerlo...
Y preso de la desesperación de ver el dolor de su hermana, Jen se vio acorralado a terminar rápido con su sufrimiento.
Y con las manos temblorosas y las làgrimas inundándole los ojos, Jen la adormeció con una mano, y cuando esta no mostró ningún rasgo de vida, entonces Jen la asfixiò.
Y la matò.
Acabò con su absoluto sufrimiento, y algo dentro de èl, entonces descansò.
Pero la culpa del asesinato de su hermana, jamás le dejó en paz.
Y a los días posteriores, la mente de Jen jamás descanso.
Y las voces le recriminaron a tal punto, que sintió que comenzaba a volverse loco.
Y aquel dìa, tan solo el perdón de su terrible pecado, sintió que le liberarìa de su total sufrimiento.
Y se acercò en medio de la noche a la catedral, arrastrándose y sollozando el perdón del sacerdote.
—Ma-matè a mi hermana, la matè... —Abrazò las piernas de Celestino, y hundió su rostro inundado en làgrimas—. Ne-necesito perdón, perdón, yo... yo no quería, ella... sufría; lo siento, lo siento...
Celestino le mirò conmiserativo; se agachò a su altura y le acariciò el rostro.
—Eres tan solo un chiquillo... —musitò el sacerdote, indulgente al ver que se trataba tan solo de un jovencito desesperado; de un muchachito totalmente perdido.
Jen jadeaba fuera de sì.
—Matè a mi hermana... perdón. No puedo seguir, yo... necesito que usted... usted me perdone. Yo no puedo màs con este dolor, yo...
—Te perdonarè, hijo mìo.
Jen sonriò débil y entre làgrimas. Una pizca de esperanza resplandeciò en sus ojos opacos.
—¿Usted...?
Celestino sonriò con làstima.
—Dios te dará el perdón de tu pecado, tan solo si me das algo a cambio.
Jen descompuso su expresión.
—Dinero. Es lo que Dios pide a cambio de tu perdón.
Y con ello, la venta de la indulgencia fue altísima. El asesinato, acto que violò el mandamiento de ''no mataràs'', fue de un alto costo para Jen.
Y aquello, le llevò a pedir dinero a la familia real, y tan solo asì, obtuvo el perdón de su pecado.
Pero jamás contó con el hecho de que no tenía recursos para devolver tal préstamo, y que pronto, sería un sujeto moroso objeto de la familia real.
Y a las pocas semanas de su perdón, Jen fue cautivo como servidor del príncipe.
Y aunque su pecado fue perdonado por Dios, jamás pudo contar con el perdón màs importante.
El perdón de sì mismo.
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La fuerte brisa chocando en la ventana, fue la gran responsable de despertarle de su profundo sueño. Cuando abrió los ojos de forma lenta, la vista le era aún engorrosa. Con suavidad, apretò la mano que sostuvo mientras conciliò el sueño; se alzò despacio y martilleò uno de sus ojos con su mano libre.
Baek había despertado.
Toda aquella noche la había pasado en una habitación, junto a Jen y Jeroen, pero, había conciliado el sueño en una esquina de la cama de su compañero.
Mantenìa una distancia prudente de Jeroen, y con mayor razón después del episodio reciente.
Lo odiaba màs que nunca.
Apenas pudo estabilizar su vista, ladeò su cabeza de inmediato hacia su compañero.
Jen estaba aùn inconsciente.
Dibujò una expresión melancólica en su rostro; de forma lenta aferrò sus manos a la inerte mano de Jen.
Le dolía verle de aquella forma.
—Jen...
Susurrò con la voz contenida, entrecerrando sus ojos grisàceos y apretando con suavidad la débil mano de su compañero.
Sintiò una profunda tristeza.
Ver a Jen con una expresión cansada y abatida. Con la piel pàlida. Con el cuello inmerso en cicatrices y con los labios entreabiertos, generaban en Baek una fuerte llamarada interior.
Llamarada que se traducía en intensas ganas de asesinar a Jeroen con sus propias manos.
—Ese hijo de puta... —musitò, alzando una mano con cierta duda, y llevándola al rostro de Jen—. Ese hijo de puta; cómo te dejó...
Se mordió los labios, signo de la impotencia que sentía.
Y es que en su mente, una y otra vez se replicaba la imagen del rostro de Jen siendo asfixiado. La imagen de sus ojos resignados en el momento. El sonido del agarre brutal de Jeroen, y la expresión agonizante de Jen.
Le llenaba de rabia. Le llenaba de ira. Le llenaba de frustración.
¡Jen era su amigo! Sì que lo era.
Era su amigo, y era importante para èl.
Y de pronto, un recuerdo cruzò su mente.
''Nunca te considerè ni siquiera mi amigo''.
Abriò los ojos de golpe y lanzó un leve jadeo. Un sentimiento de culpa absoluta se posò en su pecho.
El dìa anterior había tratado a Jen como menos que mierda, y le había dejado en claro que no le interesaba en lo absoluto.
Pero era mentira. Todas las palabras dichas el dìa anterior, eran mentira.
—Solo quería que te alejaras... —susurrò, tomando la mano de Jen entre las suyas, y alzándola hacia su frente, sollozando—. Por eso te dije todo eso, idiota. Por tu seguridad. No quería que te vieras envuelto conmigo, no quería...
Se quedó por largos minutos en aquella posición. Con las làgrimas escurriéndoles en silencio.
—No quería perderte.
Dijo al fin, alzando su vista de forma lenta hacia el rostro de Jen.
Sintiò ganas de aferrarlo a su pecho.
—Te has vuelto importante para mì.
Se quedó observando a Jen por varios minutos, totalmente inmerso en su rostro. De forma lenta y dubitativa, alzò su mano hacia el rostro de su compañero, ejerciendo suaves caricias en su mejilla.
Y de pronto, una sonrisa inconsciente le brotò del rostro.
Acariciar a Jen le ocasionaba paz, y desde aquel instante, fue consciente de algo como ello.
—Vaya, que conmovedor, Baek.
De pronto, Baek sintió que una daga le cruzò el pecho. Aquella voz tan àspera y vomitiva, le revolvía las entrañas de manera fortuita.
Se separò de Jen de un golpe, y se apegò a la pared contraria.
Jeroen le observaba en silencio.
Le había sorprendido junto a Jen.
Un silencio absoluto invadió la habitación. Baek jadeaba despacio. Las pupilas se le contrajeron.
—Nunca te vi tan cariñoso con alguien —carraspeò Jeroen, dèbil—. Ni siquiera con Seung-Gil.
Jeroen entonaba aquellas palabras con suma tranquilidad, mas Baek, era capaz de reconocer las intenciones detrás de ellas.
El aura asesina que Jeroen expendía de su expresión, eran signo claro de ello.
Baek no pudo articular palabra alguna. El labio inferior le temblaba de forma leve.
—Jen se llama, ¿verdad? —musitò, ladeando su rostro en la almohada, observando con dirección al inerte cuerpo del servidor—. Asì te escuchè llamarle. Vaya, debì dislocar su cuello cuando tuve la oportunidad. Debì matarlo cuando pude.
Baek cambió su expresión de inmediato. Una densa aura invadió su faz.
Estaba irritado.
—Oh, divertido, Baek —dijo agraciado Jeroen, notando el cambio en la postura del menor—. Creo que este asqueroso servidor, te importa lo suficiente como para reaccionar de tal manera...
—No te metas con èl —advirtió Baek, seguro en su posiciòn—. No te le acerques. No le hagas nada.
Jeroen alzò ambas cejas, sorprendido por la insolencia del menor.
—Vaya, que curioso.
Baek caminò a paso lento por delante de Jen. Se interpuso entre ambas camas, observando en dirección a Jeroen.
—No te metas con èl.
—Voy a matarlo.
—Intèntalo, y veràs lo que pasa.
Jeroen se echò a reir. Una mueca de odio absoluto le inundò la faz en un segundo.
—¿Ese hijo de puta te gusta, acaso?
Se atrevió a preguntar, frunciendo el ceño y mostrando sus dientes en una sonrisa escalofriante.
Baek sintió que el estòmago se le contrajo del pavor, mas no se moviò de su sitio.
Cuidarìa de Jen.
—Y-yo no... no es a-asì...
Intentò articular con seguridad, pero el miedo le fallò en sus palabras.
Jeroen apretò los puños. Se mordió los labios.
—Tù eres solo mìo, y de nadie màs.
—Me das asco.
—Me perteneces.
—Jamàs.
Tras las insolentes palabras de Baek, Jeroen intentò erguirse de la cama y golpearlo, mas no le fue posible.
Tenìa el cuerpo fatigado, y en cuestión de segundos, nuevamente cayó sobre el lecho, rendido.
Le dedicó una expresión mortífera a Baek.
—Escùchame bien... —dijo el soberano, intentando controlar su respiración agitada por el rencor—. Voy a matar a ese hijo de puta. Voy a matarlo. Tù eres solo mìo. De nadie màs. No voy a compartirte con nadie. Èl va a morir. Nadie tiene derecho a tenerte; solo yo puedo tenerte.
Baek sintió que las sienes le apretaban. Las palabras de Jeroen le causaban pavor, pero no podía demostrarlo.
Estaba harto de ser acorralado a la pared.
—No le haràs nada a Jen, o te arrepentiràs.
Jeroen lanzó una carcajada sonora.
—Oh, ¿què haràs, inútil? ¿Què podría hacer una escoria que mide la mitad de mi tamaño?
Baek le dedicó una densa mirada a Jeroen.
Y de pronto, el soberano sintió miedo de la expresión del màs pequeño.
—No te olvides de quién soy, Jeroen —le advirtió, acortando distancia hacia el gran cuerpo del soberano, que yacìa tendido en una cama frente a Jen—. Soy un asesino a sangre fría. Un mentiroso. Un encubridor. Un arpìa. Un manipulador.
Jeroen se contrajo en su sitio.
—Soy tu creación, y no olvides lo que he sido capaz de hacer todo este tiempo —musitò, deslizando su dedo índice por los labios resecos de Jeroen; este tragò saliva, sintiéndose expuesto ante el màs pequeño.
—Alèjate, pedazo de mierd...
—Puedo tenerte en la palma de mi mano, si es que asì lo deseo. Puedo tenerte a la merced de mis pies, y puedo derrocar a este reino si asì me lo propongo. —Jeroen contrajo sus pupilas—. No te metas con Jen, o de lo contrario, conoceràs de lo que soy capaz.
Y un largo silencio se acentuò entre ambos, pero Jeroen lo irrumpió lanzando un bufido revestido de sorna.
—No me amenaces de aquella manera, maldito —escupió ofendido—. ¿Te olvidas de Seung-Gil? ¿Quieres verlo muerto? Si no te quedas en tu miserable sitio, te juro que lo matarè. Lo harè pedazos. Su maldita cabeza quedarà expuesta en la plaza central del pueblo, èl...
—No mataràs a Seung-Gil —decretò Baek—. Durante años me has amenazado con su vida, pero... ¿sabes? Ya no Jeroen; ya no.
El soberano apretò sus puños. Al parecer, Baek le estaba declarado la guerra.
—Ambos sabemos que Seung-Gil es tu carta principal. El único heredero del trono. No lo mataràs; jamás lo haràs. No es de tu conveniencia. La muerte de èl, solo supondría tu completa indefensión.
Baek sonriò placentero; Jeroen se contrajo en su sitio.
Y a pesar de que Baek sentía miedo por las palabras que entonaba, sabìa que Jeroen no asesinarìa a Seung-Gil. Sì, tenía miedo de tal situación, y se recriminaba en el momento de las palabras insolentes que articulaba, pero ya estaba harto de tener una posición pasiva ante las innumerables amenazas de Jeroen.
Estaba harto.
—No matarìas a Seung-Gil, por màs que quisieras.
Concluyò, dejando a Jeroen absolutamente atònito.
Y un largo silencio se instalò entre ambos; ninguno pudo separar su vista del otro.
Y de pronto, Jen comenzó a toser desesperado.
Baek cambió su expresión de inmediato, pasando de una expresión estàtica a una de suma preocupación.
Se volteò hacia Jen de forma fugaz.
—¡Jen! Jen, tranquilo, tranquilo...
Irguiò tan solo un poco el torso de su compañero, dejando que su respiración fluyese de mejor manera. Rápidamente posò una de sus manos en la frente de Jen, cerciorándose entonces de que se trataba de una alta fiebre.
Se preocupò.
—Voy a calmar tu pesar —dijo, acomodando el cuerpo de su compañero—. Vendrè en un instante. Irè a buscar algo de agua fresca. Aguanta.
Jeroen solo observaba con evidentes celos la escena. Despellejaba a un inconsciente Jen con la mirada.
Querìa matarlo.
—Guardia. —Baek se alzò hacia la salida de la habitación, abrió la puerta y observó al guardia de espalda.
Este se volteò y le mirò incrèdulo.
—Por favor, necesito que haga guardia por un instante en la habitación. Irè a buscar màs insumos para la recuperación de ambos —mintió, pues solo se iba para buscar insumos para Jen.
El guardia asintió sin màs, ingresando en la habitación.
Baek se retirò y entonces, tan solo el guardia, Jeroen y Jen, quedaron en la habitación.
Todo fue completo silencio.
—Oye —dijo de pronto Jeroen, llamando la atención del guardia; este lanzó un fuerte jadeo del susto, y se arrodillò ante el soberano.
—N-no...no sabìa que usted estaba despierto, mi... mi excelentísimo se-señor...
Jeroen rodò los ojos.
—Soy tu rey, y me debes devoción —anunció Jeroen—. Sè cuál es tu nombre —mintiò—, y sè quién es tu familia.
El guardia se irguió temeroso, no entendiendo las palabras del soberano.
—Si osas traicionar mi confianza, tù y tu familia perecerán de la peor forma.
Le amenazò, y el guardia contrajo sus pupilas del pavor.
—Me haràs un favor esta misma noche. Serà un secreto.
Y sonrió.
Cuando el ocaso se divisaba por encima de sus cabezas, entonces Seung-Gil y Phichit emprendieron una cabalgata hacia el pueblo.
Independiente de que su relación personal mostrara en aquellos momentos deficiencias, Seung-Gil exigía a Phichit el tener que cumplir a lo menos con sus funciones del cargo; acompañarle a realizar tràmites fuera del palacio.
—Majestad...
Susurrò Phichit, abrazado a la espalda de Seung-Gil mientras cabalgaban; este último musitò como respuesta.
—Lo siento por lo de ayer, yo... —Se detuvo, bajando la vista hacia el césped, que pasaba rápido bajo sus pies—. No quise herirle el labio. Vi la cantidad de sangre que le salió y... pensé que...
—No importa —respondió Seung-Gil, esforzándose por no tocar el tema de la noche anterior—. Ya no duele tanto. Està bien.
Phichit dibujò una triste expresión en su rostro, mas por causa de estar a espalda de Seung-Gil, no fue evidente.
Ambos siguieron cabalgando hasta el corazón de la aldea.
(...)
—No tardarè mucho —dijo Seung-Gil, amarrando al equino en las cercanías del sitio—. Sabes que con la ausencia de mi padre en el mando, tengo que suplir màs tareas administrativas.
Phichit asintió en silencio; Seung-Gil torció levemente los labios.
Le incomodaba la distancia entre ambos.
—Puedes quedarte sentado a orilla de la fuente en la plaza; solo asegúrate de estar en este sitio cuando yo vuelva.
—Sì, majestad.
—No quiero que se repita lo de la vez anterior.
Phichit bajò la mirada; sabìa a lo que se referìa.
—Ya vuelvo.
Dijo seco, y se marchò hacia el interior de los pasajes; Phichit se quedó allí, parado sin saber què hacer.
Pasaron varios minutos y decidió inmiscuirse al corazón de la plaza. Las personas y los comerciantes ya se retiraban del sitio; aquella noche pronosticaba nuevamente una gélida atmòsfera.
La gente pasaba y el ruido era grande. Los carretones siendo empujados por hombres en una plaza con agujeros en la tierra. Los bueyes mugiendo mientras transportaban en sus grandes cuernos mercancías.
Todo era ruidoso, pero había algo que no pasaba inadvertido.
Las expresiones abatidas de los pueblerinos.
Para Phichit, todo era un tumulto de distracciones. Sintiò que la cabeza le iba a estallar; conocía la razón del por què se respiraba aquel ambiente.
Y sintió que la culpa le invadió màs.
De pronto, algo llamó su atención a lo lejos; una pequeña mujer que se dirigía con dirección al bosque.
Phichit supo de quien se trataba.
Le siguió el paso de inmediato.
Por algunos minutos le siguió de forma cautelosa, no intentando meter ruido alguno. Cuando la mujer al fin se detuvo en su paradero, entonces esta se agachò en la tierra, sacando un bolso de su capucha.
Phichit se detuvo en la sombra que un arbusto formaba.
Saichol, su hermana menor, estaba en aquel sitio.
En un sitio màs o menos abierto del bosque, en donde por razones desconocidas, ella comenzaba a cavar un hoyo en la tierra húmeda.
A Phichit sintió que la duda le asaltaba, pero no tenía intenciones de romper el silencio y su anonimato.
Cuando por fin la joven concluyò con su tarea en la tierra, entonces volteò el contenido del bolso en la tierra.
Phichit sintió una punzada en el pecho.
Eran pertenencias de Areeya.
—Hermana...
Susurrò Saichol, observando cada una de las pertenencias de su difunta hermana. Con gran melancolía y un llanto silencioso, llevaba cada una de ellas a su pecho, para luego echarlas al hoyo que había recientemente cavado.
Phichit no entendió por què hacìa eso.
Se deshacían de los recuerdos de su hermana.
—Saich...
Quiso hablar, pero recordó que le observaba desde el anonimato. Se callò de inmediato, y solo siguió observando.
Y después de extensos minutos de un llanto silencioso por parte de Phichit y Saichol, la joven terminò con su tarea.
Y Phichit pisò sin darse cuenta una rama tras èl, provocando un fuerte crujido.
Saichol se sobresaltò, y se volteò en aquella dirección.
—¡¿Quièn está ahì?! —exclamò con una voz temblorosa, empuñando sus manos como rocas—. ¡¿Quièn es?! ¡Sal!
Phichit se puso rígido.
—¡Sè que estàs ahì! —gritò, con intenciones de alarmar a gente a la lejanìa—. ¡Dèjame en paz! ¡Voy a gritar! ¡Te lo juro, voy a...!
—Soy yo...
Dijo Phichit son voz suave, dejándose lentamente al descubierto.
Saichol cambió su expresión.
—Phichit...
Susurrò, dibujándose la melancolía en su rostro.
Ambos guardaron silencio. Phichit intentò sonreír, mas le fue en vano.
Saichol retrocedió tres pasos.
—No te vayas, Saichol, espera...
—No puedo hablar contigo —dijo su hermana—. Yo... tengo prohibido; papà y mamà...
—Lo sè —contestò Phichit, sintiendo que el nudo se aferraba a su garganta—. Lo sè, Saichol.
Saichol mantenía la mirada baja; no era capaz de mirar a Phichit a los ojos. Sentìa culpa por rechazarlo, pero también sentía miedo y cierto recelo por lo pasado.
—Me alegra que estès bien —sonriò Phichit—. Me alegra tanto, hermana...
—Debo irme.
Phichit sintió que la frialdad de Saichol era como una daga màs y màs profunda en su alma.
—¿Què hacìas? ¿Por què tù... tù enterraste las cosas de Areeya?
Saichol guardò silencio; su cuerpo se tensò.
—¿Acaso se están deshaciendo de su recuerdo? ¿Acaso...?
—Papà me obligò a enterrar sus pertenencias —aclarò—. Mamà se está volviendo loca.
Phichit contrajo las pupilas. Aquellas declaraciones le sacudìan el alma.
—Estoy eliminando todo registro de ella. Papà no deja de llorar. Mamà se está volviendo loca. —Saichol ascendió su vista entre làgrimas, y observó a Phichit con cierto recelo—. Le duele demasiado que su hijo sea el causante de tantas muertes. Que no puede creer que te ha parido.
Phichit quedó de piedra. La expresión se le endureció.
Se quedaron en silencio por varios segundos. Tan solo la brisa de la nueva noche se deslizò entre ambos.
Y con el brillo de la luna que se ceñìa entre ambos, algo resplandeció entre la tierra.
Era un viejo amuleto que Areeya guardaba de niña.
Phichit lo recogiò.
—Mi-mira... —quiso amenizar el denso ambiente, mostrándole el amuleto a Saichol y sonriéndole con torpeza—. Se... se te olvidò enterrarlo —dijo, recibiendo de Saichol solo una mirada indiferente—. Este amuleto... ¿lo recuerdas? —rio nervioso—. Este amuleto se lo regalaron a Areeya el dìa en que llegamos a esta aldea. El muchacho del pasaje estaba muy enamorado de ella. —Intentò recordar momentos pasados junto a Saichol, pero esta no le seguía la corriente—. ¿Lo recuerdas, Saichol? Ese dìa fue gracioso, èl...
—Lo mataron —dijo Saichol sin cuidado; Phichit le mirò incrèdulo—. Lo mataron a èl, y a su familia entera.
Phichit no podía creerlo.
—Los hombres de Snyder han matado a muchas familias completas. Muchas de las cosas que recuerdas, ya no existen, Phichit.
Fue tan grande el impacto de aquella noticia, que Phichit soltò el amuleto de forma inconsciente, enterràndose este en la tierra y perdiéndose su rastro.
No fue capaz de oìr las palabras que su hermana siguió diciendo, hasta que de pronto, una nueva voz le sacò de su inmersión.
—Te dije que no hablaras con èl, Saichol.
Phichit alzò la vista de inmediato; era la voz de su padre, Damdee.
—Lo siento, papà, es que...
—Vamos —decretò, tomando a la chica por su antebrazo, con cierta rudeza—. No te le acerques. Vámonos.
Y cuando se disponían a abandonar el sitio, Phichit de forma inconsciente y, empujado por el ìmpetu, dio un paso en falso, diciendo:
—¡Esper...!
—¡¡No te acerques!! —gritò Damdee, volteándose y apuntándole con el ìndice—. ¡¡Alèjate de mi familia!! ¡¡Alèjate!!
Phichit parò en seco, con los labios separados.
—Ya no le haràs màs daño a nadie, nunca.
Phichit sintió que su padre lo trataba como si fuese un monstruo. Como si fuese una bestia. Un criminal. Un peligro.
—Ya has destruido mi familia lo suficiente. No te vuelvas a acercar a mi hija, ni a mi mujer. Tampoco a mì.
—Pa...papà...
Dijo con la voz rota a màs no poder, pero a Damdee aquello no le provocó ni una pizca de làstima.
—No soy tu padre —decretò—. No tienes padre. No tienes madre. No tienes hermanas. Y no tienes familia.
Phichit lanzó un fuerte sollozo, y Damdee, le lanzó una última mirada llena de desprecio.
—Vamos —dijo a Saichol, y esta se volteò a mirar a Phichit con làstima, siendo arrastrada por su padre.
Y ambos se perdieron hacia el exterior. Phichit se quedó solo allí en medio de la noche.
Y sintió que murió por dentro.
La vida le había abandonado.
A los pocos minutos, Seung-Gil y Phichit volvieron al palacio. En medio de la noche y, con las nubes señalando el augurio de fuerte lluvia, Phichit se inmiscuyò a la planta superior del recinto.
Y allí se quedó, mirando hacia la nada.
Tenìa un revoltijo en la cabeza. El pecho le dolía y sentía que los gritos le ensordecían la mente.
Estaba entrando en un trance de locura.
''Lo mataron. Lo mataron a èl, y a su familia entera''.
Tras recordar las palabras de su hermana Saichol, Phichit lanzó un fuerte jadeo y se pasó las manos por el rostro.
No podía creerlo.
No podía creer que las cosas fuesen de aquella manera. ¿Cuànta gente estaba muriendo tras de aquellas paredes? ¿Còmo estaba viviendo la gente en el pueblo? ¿Què estaba ocasionando Snyder?
Aquello era claro, y recordó las expresiones de la gente en la aldea.
La gente estaba sufriendo, y por su causa.
Cerrò los ojos con fuerza.
A Snyder no le había bastado simplemente con someterle a èl a una terrible tortura, asesinar a su hermana y deshacer su familia completa.
Ahora también asesinaba a diestra y siniestra a la gente del pueblo.
¿Por què?
Lanzò un quejido de la frustración. Se comenzó a tirar las greñas con fuerza.
''No tienes padre. No tienes madre. No tienes hermana, y no tienes familia''.
Recordò las palabras de su padre Damdee. Sintiò una punzada en el pecho y en el estòmago.
Estaba relegado al rechazo absoluto.
Y no los culpaba, después de todo, no era màs que un criminal, asì como le trataba su padre.
Su padre, a quien tanto amaba y, que por el amor a su figura, se ofreció ser cautivo en su lugar.
Pero ya nada de eso importaba.
—¿Todo bien?
De pronto, una suave voz le sacò de su inmersión. Phichit lanzó un jadeo de la sorpresa, y se irguió.
Era Seung-Gil.
—Es bueno que hayas decidido salir de tu habitación —le dijo, extendiéndole un vaso de cristal con algo de infusión humeante y caliente—. Toma; te hará bien. Hace frìo, y necesitas abrigarte con algo tibio.
Aùn descolocado, Phichit tomò el vaso entre sus manos, observando a Seung-Gil con cierta tristeza.
El príncipe tomò la infusión caliente de su propio vaso.
—La brisa es exquisita. A pesar de que es gélida, creo que me reconforta un poco —dijo, intentando causar un ambiente tranquilo—. La vista desde acà arriba es muy bonita. Hasta se logra ver el brillo de la noche sobre el mar.
Phichit no dijo palabra alguna. En su mente, solo replicaban las palabras de Saichol y de su padre.
Un silencio apaciguador inundò el ambiente; Seung-Gil volvió a tomar de su propia infusión.
—¿Hay algo sobre lo que quieras hablar, Phichit?
Aquella pregunta sorprendió al servidor. Apretò levemente el vaso con la infusión caliente, y alzò la mirada contenida hacia Seung-Gil.
Este se mostraba tranquilo.
—N-no... —articulò dibutativo.
Seung-Gil alzò ambas cejas, y volvió a tomar.
—Quizà algo que te inquieta. Algo que te duela; creo que no es bueno guardarse todo lo que pase en tu cabeza.
Phichit desviò la mirada; se sintió incòmodo.
—No. No hay nada de lo que quiera hablar.
Solo resonò la fuerte brisa.
—Bien —dijo Seung-Gil, algo resignado—. Yo si quiero hablar de algo que me inquieta —dijo, y Phichit le mirò de soslayo.
¿De què se trataba?
—Me he percatado de que, el semblante en la gente del pueblo, ha cambiado —revelò, y ante ello, Phichit contrajo sus pupilas—. Algo está pasando, y no sè de què se trate, pero voy a averiguarlo.
Phichit sintió que los dedos le temblaban.
¿Y si era momento ya de confiárselo? ¿Y si los problemas concluìan confiándole el secreto a Seung-Gil? Después de todo, èl era el hombre al que amaba, y confiaba en èl.
Pero también sentía miedo por lo que sobrevendría.
Y aunque la consciencia le dijese que no era buena idea hablar, entonces su cuerpo actuó por sì solo.
—Creo que... que quiero ha-hablar también —susurrò tembloroso, y Seung-Gil, con la expresión sorprendida, le observó.
—¿Què ocurre?
Comenzò a caer una lleve llovizna sobre ambos. Phichit sintió que en su estòmago se anidaba un fuerte temor.
Pero no podía soportarlo màs.
—La razón por la que... por la que yo incluso he tomado distancia de usted, majestad...
Seung-Gil le observó extrañado.
—¿Què? —disparò impaciente.
Phichit comenzó a temblar despacio.
—Yo... Areeya, el señor Teodorico, mi familia... —Phichit comenzó a disparar palabras dispersas, que, por ahora, no obtenían sentido alguno—. Ellos, yo...
Seung-Gil no pudo quitarle la vista de encima. Estaba inquieto.
Phichit lanzó un quejido de la frustración; no podía hacerlo.
—Phichit, ¿què ocurre?
Y sintió que las palabras le quemaban los labios por ser liberadas.
Ya no lo soportò.
—Su... su padre y el señor Snyder, ellos...
Jadeò despacio.
—¿Ellos què?
—Ellos fueron quienes...
Y de pronto, Phichit se callò.
Y Seung-Gil, contrajo sus pupilas a màs no poder.
Un fuerte silbido resonò por el aire.
Seung-Gil sintió que las sienes se le contrajeron.
Phichit le mirò horrorizado.
—¿Ma-majes...tad?
Seung-Gil sintió que la vista se le puso engorrosa de pronto. Una fuerte punzada le atacò el cuello. Perdiò el sentido del equilibrio.
Se llevò de forma lenta y temblorosa, una mano a la parte trasera de su cuello; se arrancò un objeto.
Era una aguja con veneno.
Phichit mirò horrorizado.
—Phi...ch...
Seung-Gil soltò la aguja por inercia. El vaso de cristal se rompió en el suelo de forma estrepitosa.
Perdiò el equilibrio. Los ojos se le pusieron opacos.
Phichit no pudo reaccionar.
Y Seung-Gil, cayó sobre el soporte de la planta superior y, posteriormente, se deslizò hacia abajo.
Phichit gritò. Soltò su vaso. El cristal se rompió de forma estrepitosa en el suelo.
—¡¡¡MAJESTAD!!!
Gritò horrorizado, e intentò tomarlo, socorrerlo, salvarle la vida.
Pero no pudo.
Y Seung-Gil, con el cuerpo inerte, cayó hacia el primer piso.
Y su cuerpo se azotó en el pavimento de abajo.
Cayò varios metros.
Phichit quedó con la mitad del torso y mano estirada hacia abajo. Sus ojos se llenaron de làgrimas.
Gritò horrorizado.
Sangre comenzó a salir de la cabeza de Seung-Gil.
Los guardias se acercaron en grupo hacia el cuerpo del príncipe.
—¡¡El príncipe Seung-Gil ha caìdo de la planta superior!!
—¡¡El príncipe ha muerto, ayuda, ayuda!!
—¡¿Què pasó?! ¡¿Quièn fue el hijo de puta?!
Y Phichit, no pudo reaccionar. Las làgrimas le cedìan por sì solas. Su expresión era de absoluto horror.
No Seung-Gil. No al hombre que amaba. No el amor de su vida.
—¡Eh! ¡Allà, arriba!
Todos los guardias que estaban alrededor del cuerpo del príncipe, entonces alzaron la vista.
Estaba Phichit.
—¡Èl lo ha empujado! ¡El príncipe Seung-Gil ha sido atacado por su propio servidor personal!
N/A;
¡Hola! Espero que estèn bien.
Ojalà esta continuación haya sido de su agrado. No tengo mucho que decir, solo dos cosas:
1º Capìtulo con dedicatoria. Para ti, que me has demostrado tu apoyo en este proyecto. ¡Espero que te haya gustado! Y muchísimas gracias por el dibujo. No dejarè de agradecerte.
2º Un mensaje con respecto a la noticia que entreguè hace días sobre mi abandono del fandom. Como algunas sabrán, tuve un dilema con una lectora anónima, cuya identificación aùn no sè, y ya no me interesa saber. Por causa de ello me deprimì mucho, porque intentò plagiar la obra para obtener beneficios personales. Por causa de ello, anteriormente mencionè que dejaría inconclusa esta obra, y hasta abandono total del fandom. Me llegó gran apoyo por esto, tanto en una página de Facebook (de las confesiones, creo que muchos la conocen) y por parte de lectoras cercanas. ¡Muchas gracias! Creo que tienen razón. He puesto mucho esfuerzo en esta obra, y no pienso derrocharlo por la actitud infantil y maliciosa de X persona que no conozco. Solo espero que hayas recapacitado algo, y no vuelvas a plagiar otras obras.
Hay que respetar el esfuerzo ajeno. Hay que saber guardar un mìnimo de clase y decencia.
Un saludo, que estès bien. ¡Cariños!
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