III

En la bahía de San Francisco se desplegaba un amplio dispositivo policial. Se había acordonado la zona y los perros llevaban a cabo la labor más importante: hallar restos humanos entre las inmundicias de los basureros y las drenadas aguas. Peinar los miles de acres suponía una brusca cuenta atrás. Tenían que encontrar ese fragmento orgánico antes de su pronta descomposición. Habían decidido dar prioridad al mismo sector de la vez pasada movidos por un pálpito, y el detective Partner se sentía inquieto.

¿Por qué ese lugar? ¿Qué tenía de especial? ¿Y por qué solo la lengua esta vez? ¿En verdad no había dispuesto de tiempo suficiente o solo se trataba de una estrategia? ¡Demasiadas preguntas! ¡Era frustrante!

Esperaba que al menos Zanya tuviera más suerte en su empresa. La había enviado al campus a recolectar información de compañeros y amigos de Melalo, con la vana esperanza de encontrar cualquier pista que los condujese a algo. Las horas pasaban y las incógnitas aumentaban, y por desgracia, el inspector creía que se aproximaban a un callejón sin salida.

Había depositado sus esperanzas en esa preciosa mujer azabache, cuyos ojos lo hacían estremecer cada vez que la miraba. Estaba seguro de que las pesquisas de ella darían sus frutos antes. O tal vez no.

—¡Inspector, hemos encontrado algo!





Recorría el campus de la Universidad de San Francisco con cierta aprensión. Un par de estudiantes le habían indicado el camino a la residencia en la que, hasta hace unos días, vivía Melalo. No le llevó demasiado ubicarla e internarse por los pasillos, finalizando en una puerta blanca entreabierta con una placa numérica sobre esta. Sin hacer ruido, se coló por la abertura y observó la escena que sucedía ante ella.

Un muchacho, de más o menos la edad del compositor, estaba de espaldas sollozando, agarrado a una sudadera.

Zanya se quedó plantada en el umbral sin decidirse a seguir avanzando. El cuarto era pequeño, suficiente para dos camas individuales, una pequeña ventana en el centro y un par de escritorios simples. Las paredes estaban adornadas con varios pósteres de músicos clásicos y algún que otro cantante contemporáneo. Había cierta armonía en cada rincón, a pesar del reciente desorden y vacío que se presentía en el lugar. La joven mujer no podía evitar esa amarga sensación de una vida arrancada a un futuro lleno de sueños, además de un corazón desolado.

Carraspeó para advertir de su presencia.

Los hombros del chico detuvieron su acompasada convulsión y se giró, con el rostro todavía bañado por las lágrimas, hacia ella. Se limpió con las mangas del jersey e hizo un inútil intento por sonreír.

—¿Puedo hacer algo por ti?

La pregunta sacó una mueca pesarosa en las comisuras de la fémina. No había traslucido ningún sentimiento que no fuera el genuino interés por ayudarla. ¡Qué curioso resultaba el duelo en según qué personas! Ella había arremetido contra todos y todo, asustada y odiando.

—Yo... —Sus palabras quedaron flotando en aquel espacio.

¿Qué le diría? ¡Ella no era detective! No era nadie. Solo otra persona que sufría igual que él, pero que todavía no había encontrado consuelo.

El joven entrecerró sus ojos y la observó con más atención. Parecía estar cavilando algo. Zanya, visiblemente incómoda, traspasaba su peso de una pierna a otra sin saber muy bien qué hacer. No era capaz de mantener la mirada fija de su interlocutor.

—¡Te conozco! —soltó de improviso—. ¡Melalo dijo que vendrías!

El brinco subyacente de su corazón se manifestó en todo su ser. ¿Cómo iba a saber un muerto que ella estaría allí?

—Perdona, ¿qué acabas de decir?

—Por eso estás aquí, ¿no?

—No sé de qué me estás hablando. ¿A qué te refieres?

Su rostro se manifestaba contrariado ante el desconocimiento de la mujer.

Rebuscó entre los libros, carpetas y papeles que había sobre la única estantería de la habitación, a su izquierda. Tras varias inspecciones infructuosas, depositó varios tomos sobre el escritorio de delante de la ventana y sacó, de entre las páginas de uno de los volúmenes, varias hojas en las que se distinguían unas partituras.

Las manos de Zanya sostuvieron los folios que le tendía el misterioso muchacho, perpleja.

—En las últimas semanas esto fue su obsesión —dijo señalando las composiciones que ella poseía—. Nunca me quiso decir de qué se trataba y nuestra relación empezó a resentirse por ello. Repetía que era peligroso que yo lo supiera.

El nudo de su garganta se volvió un peso difícil de tragar.

—¿Y no es peligroso para mí?

Él se encogió de hombros.

—Solo sé que tiene que ver con tu hermana.

El martilleo en su pecho fue doloroso, como todo lo que tenía que ver con el recuerdo de su única familia. Deseó que sus extremidades dejasen de temblar cuando intentó enfocar la vista en aquellas hojas. Tuvo que sentarse en el camastro desnudo de cualquier tipo de cobertor, y muy presumiblemente perteneciente al difunto Melalo.

Por fin, acertó a leer el título de la pieza: El oro de tu piel. 

Quiso encontrar algo entre los múltiples acordes que se superponían en los pentagramas, pero no entendía nada. Su estudio en las artes se reducía únicamente a los lienzos, pinturas y a la historia; la rama de la música le era en parte desconocida. No obstante, después de varios repasos a las partituras, creyó ver algo. Había un patrón.

Enseguida lo comprendió. ¡Era un criptograma! Su hermana le había enseñado el funcionamiento de estos después de haberse pasado todo un verano estudiando a Mata Hari, la famosa bailarina y espía que tanto idolatraba.

Le llevó más de lo que hubiera deseado descifrar el código. No era muy largo pero sí claro. Cogió un lápiz de encima de la mesa y lo transcribió.

Ella sigue viva.

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