II

La alarma de un coche sonaba en el exterior, y la noche se cernía sobre los habitantes en una apacibilidad precaria. En un apartamento de la calle Leavenworth, en el acomodado barrio de Nob Hill, las ventanas del salón reflejaban el cambio de matices que proyectaba la televisión. Los tallarines chinos, la cena ahora olvidada, se enfriaban en su envase abierto.

Apenas hacía diez minutos que había empezado la rueda de prensa en la que el inspector Partner, el oficial que llevaba los casos del «Desmembrador» (como lo habían apodado los medios de comunicación), respondía a las preguntas de los periodistas.

—Estamos seguros de que no se trata de un imitador, sino del mismo maníaco que asesinó a aquella niña hace siete años.

Los ojos de Zanya se llenaron de lágrimas al recordar a su hermana.

—¿Podemos saber quién ha sido la víctima en esta ocasión? —preguntaba una reportera.

—Se llamaba Melalo Cortés —Un murmullo de sorpresa se instauró en la sala. El joven pianista prodigio, de etnia gitana y homosexual, era conocido por todos, y aquel sábado daba un concierto en el teatro Ópera de San Francisco—. Fue hallado sin vida entre bambalinas después de su recital por uno de los operarios del teatro, con innumerables cortes en su cuerpo y con el torso desnudo. Creemos que el asesino fue interrumpido antes de tiempo y no pudo llevar a cabo su proyecto inicial; no obstante, consiguió cercenar la lengua del fallecido.

—¿Alguna idea de cómo consiguió llevar a cabo semejante hecho sin llamar la atención?

—Bueno, tras la autopsia se han topado restos en su organismo de una fuerte toxina que paraliza al individuo en cuestión, incluso le priva del habla, pero que no sirve para paliar su dolor.

La mujer apagó el aparato con el mando, tapándose la boca por la conmoción.

El sonido de llamada del teléfono la hizo brincar en el sofá. Se levantó, se acercó hasta el aparador de la entrada, y descolgó el auricular.

—¿Señorita Cowell?

Esa voz la alarmó, con ella siempre venían ese tumulto de sensaciones desagradables. No respondió, no obstante.

—Necesito que mañana se pase por el depósito de cadáveres, en el San Francisco Medical Examiner. Quiero enseñarle algo.

Zanya colgó, dejando al detective con el sonido de la línea cortada de interlocutor.




La sala de la morgue estaba exactamente igual que la última vez. El mismo olor a producto químico, el mismo... frío. Su tiritera nada tenía que ver con la temperatura del lugar, sino con algo que provenía de su interior y que se negaba a dormitar.

Shaün había destapado el cadáver sin consideración, acostumbrada a su trabajo.

Podría parecer masoquista esa actitud de desafío a sus propias emociones, si no fuera porque alguien ya había marcado sus pasos tiempo atrás.

El estómago de Zanya realizaba piruetas con el escaso desayuno que había tomado. No era a causa de la novedad ni por la sorpresa, pero sí por la capacidad de la crueldad humana.

Debería haber estado prevenida para ello, pero ¿quién podría estar preparado ante hallazgo tan perturbador?

La escena era dantescas en sí. El occiso que se hallaba tumbado sobre la estructura metálica tenía innumerables cortes, aparte de los realizados por la autopsia. Algunos eran tajos profundos, intento de un desmembramiento frustrado. No obstante, y a pesar del vestigio de sadismo adyacente a cada centímetro de piel expuesta, lo más llamativo eran los números en su torso, hacia el costado derecho.

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Había tantas similitudes con su pobre hermana...

¿Por qué ellos? ¿Por qué?

¿Acaso no era suficiente ser objetivo de las fobias de una sociedad podrida? ¿También era necesario estigmatizar sus orígenes como si fuesen indeseables? ¿Tan poco merecían?

Se abrazó a sí misma, en un inútil gesto protector, clavándose las uñas en los brazos desnudos. Retrocedió torpemente, chocando contra una mesilla auxiliar llena de bisturís y otros utensilios de disección, y salió a toda prisa del lugar.

La escalinata de hierro que daba al exterior se tornaba borrosa en su afán por huir de allí. Tropezó un par de veces, pero al fin el clima lluvioso de la ciudad la recibió rociando su azabache piel. Se afianzó al pasamanos exterior con fuerza, reteniendo el grito de rabia e impotencia que sentía pero que no dejaría escapar.

Su hermana tenía toda la vida por delante, al igual que aquel joven músico. Sin embargo, ni él volvería a tocar el piano ni su hermana alcanzaría su sueño de ser Prima ballerina en la mejor compañía de danza del país.

Se fue agazapando sobre los peldaños de la calle, deslizándose hacia abajo y apoyando la espalda en los barrotes de la barandilla. El tenue gimoteo que separó sus labios quedó escondido por el ruido de la doble puerta del edificio al cerrarse. Una Shaün preocupada se acuclillaba junto a su amiga, sosteniéndole el rostro entre sus manos.

—Zanya... —susurró dulcemente, acariciándola.

—Tenía que haber sido yo, no ella —gimoteaba la camarera rota por el dolor.

—No digas eso... —Posó sus labios sobre los de ella en un beso breve pero cálido—. ¿Qué haría yo sin ti?

Antes de que su compañera pudiera responder, un carraspeo las alertó, haciendo que se separasen, incómodas.

—No pretendía interrumpir... —se disculpó una voz conocida—. Me alegro de que haya decidido venir, señorita Cowell. Necesito hablar con usted.

Ambas mujeres se despidieron sucintamente, quedando Zanya con el inspector. Este hizo un gesto con el brazo para indicar la ruta a seguir, mientras abría el paraguas que traía consigo. La joven afroamericana se levantó y caminó junto al hombre.

Evitaba la mirada garza de él, que buscaba conectar con la suya. Se resignó al comprender que su acompañante no lo miraría y habló.

—Solo le quedaba un año para acabar su licenciatura de música instrumentista —Se detuvieron ante un semáforo—. ¿Sabe qué encontramos en su cavidad bucal?

Zanya entornó los ojos, extrañada, y se giró hacia él.

—Una pepita de oro.

Cruzaron por el paso de peatones en silencio.

—Necesito su ayuda, señorita Cowell. Quiero que se involucre en el caso. Estoy seguro de que hay algo que se me escapa.

—¿Cree que es justo pedirme algo así cuando no hizo nada por mi hermana? —Frenó sus pasos, encarando al inspector.

—No. Sé que no lo es —dijo abatido.

El sonido de la lluvia los envolvió en medio de la calle.

—¿Qué cree que puedan ser esos números?

La repentina pregunta lo pilló desprevenido.

—Tengo la sospecha de que podrían tratarse de latitudes, pero ¿qué lugar señalarían?

La risa de Zanya fue amarga.

—La Bahía de San Francisco.

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