Bonus
Ya se respira el verano, piensa Darío mientras despierta. Su horario de sueño se mantuvo intacto, sin embargo, el de Kevin se alteró: ni bien el cielo se aclara, se levanta para regar las plantas. El perfume de las flores que flota desde el jardín es lo primero que Darío huele cuando abre los ojos.
Se gira. Ahí está la inquieta silueta de Kevin, entre los rosales, los claveles, las petunias. Darío sonríe. Si planta a Kevin en la tierra, ¿crecerá un árbol de hermosos chicos de ojos verdes como él? Alta orgía se daría con todos ellos.
—¡Bebé...! —lo llama.
Kevin se gira. Darío abre los brazos, quiere que vuelva a la cama.
—Vení que te quiero hacer mimos...
—¡Esperá que termino con el rosal, amor!
—¡Ah! —gruñe Darío, irguiéndose—. ¡Pedile al rosal que te coja entonces!
Kevin suelta una carcajada. Se acerca, atraviesa el ventanal abierto, apoya las manos en los hombros de Darío y lo empuja nuevamente a la cama.
—Ay, no, me va a dejar el culo lleno de espinas —le susurra al oído.
Se ríen y Darío lo estrecha con fuerza contra su cuerpo. Le acaricia la espalda con la mano abierta y llega hasta su cuello, donde sube por el nacimiento del pelo y se enreda entre sus mechas castañas.
—¿Qué vamos a hacer hoy?
—Hoy está la feria de Gratiplantas, en el Parque Centenario, ¿me llevás?
—¿La qué?
Kevin le explica: Gratiplantas, un grupo de Facebook mayormente formado por mujeres, donde se comparten fotos de plantas, arbustos, crasas, cactus y se ponen de acuerdo para hacer intercambios: un esqueje de tal plantita por un hijito de cactus, unas semillas por un bulbo, ese tipo de cosas.
Darío está seguro de que Kevin lo mencionó, pero no se acordaba de que la juntada fuese el día de hoy.
—Me vas a llevar, ¿no?
Darío suspira. Bueno, pero él se queda en el auto. No tiene ganas de estar en medio de un coro de cotorras menopáusicas fanáticas de las plantas.
—¡Ay, qué malo que sos! ¡Sos una víbora! —dice Kevin levantándose de un salto. Darío estira el brazo y alcanza a darle una palmada en la cola.
Todavía se siente incómodo cuando Kevin hace ese tipo de chistes: cuando lo trata o se trata a sí mismo por algún sustantivo o adjetivo femenino. Sabe que es cosa de tiempo, desacostumbrarse de los prejuicios tontos; sentirse fuera del armario, sentirse libre. Pero todavía...
Darío suspira de nuevo y se levanta. Extiende las sábanas para que les dé el sol y así matar a los ácaros. Mira el cielo de diciembre, totalmente despejado, sin ninguna nube. Sí, tal vez sea una buena idea ir al Parque Centenario.
Con cuidado, Darío y Kevin ordenan las cajas en los asientos de atrás. A Darío no le hace mucha gracia tener que transportar montones de vasitos de yogur llenos de tierra e hizo que Kevin cubriera las cajas con una manta, para que nada suelte mugre y ensucie el auto.
—¡No es mugre, son plantas! —se queja Kevin. Pero pronto se le pasa el mal humor y sigue hablando. Va a cambiar un gajito de potus por un rosario de virgen.
—Ah, justo para vos que sos re virgen.
Kevin se muerde los labios. No contesta. Sabe que ese tipo de comentarios son provocados por los celos. Porque Darío está celoso de cualquier hombre con el que Kevin haya tenido una historia, incluso si solo fue un beso en un boliche. Cuando recién se conocieron, hace casi tres años, Darío quería saber a cuántos hombres había besado, a cuántos les había hecho un pete, con cuántos se había acostado. Darío siente celos por dos motivos: porque él es diez años mayor y no tiene nada más que contar que experiencias heterosexuales frustradas; y porque le gustaría haber conocido a Kevin mucho antes, quizá cuando era un adolescente. Pero entonces se da cuenta de que habría quedado como un pederasta y...
—¡Ay! —grita Kevin cuando el auto frena de golpe—. ¿Qué pasó, bebé?
—¿Eh? Nada...
No hay mucha gente por la calle hoy domingo por la tarde, pero el Parque Centenario rebosa de familias, de parejas, de grupos de amigos. El aire huele a flores y a algodón de azúcar. Darío ayuda a Kevin a sacar las cajas y lo acompaña por el sendero rumbo a la orilla del lago artificial, donde acordaron juntarse todos los miembros del grupo de Gratiplantas.
—Andá, Ken, yo me voy a comprar un choripán, ¿querés uno?
Kevin deja caer un gruñido y dice que no, que gracias.
Como le había comentado a Darío, casi todas son mujeres. El único hombre es un abuelo con unos anteojos enormes que le hacen dar aspecto de lechuza. El suelo está lleno de cajas, macetas, botellas con pequeños brotes en su interior.
—¡Kevin! —lo saluda una señora—. ¡Pensaba que ya no venías!
—¡Hola, Mili!
Se presentan con besos y abrazos. La mayoría ya se conocen por haber hablado y bromeado por Facebook, así que la atmósfera es bastante agradable. Los patos del lago se acercan a curiosear y después se van con unos niños que les tiran pochoclos y galletitas.
—¡A ver, mostrá lo que trajiste!
—Mirá, acá te guardé el plantín de ipomea...
Inspeccionan las cajas y alguien comenta que las plantas de Kevin tienen que ser de las buenas, que Kevin sabe, que Kevin estudia Jardinería en la UBA.
—¡Ay, qué lindo, bichito! ¡No sabía!
—Gracias, Moni. Ya terminé el primer año, me faltan dos.
El abuelo se acerca a Kevin y le da el rosario de virgen a cambio del potus. Kevin reparte hojas de echeveria y sonríe feliz cuando le regalan una pequeña aljaba de flores violetas y rojas.
—Che, miren ese tipo de ahí, el grandote... —dice Moni—. Hace rato que mira para acá. ¿Qué onda? Me da miedo...
Kevin se da vuelta, observa al sujeto... y se ríe, nervioso.
—¿Qué? ¿Lo conocés, bichito?
—Sí... —Kevin sigue riendo—. Es mi marido. —Y cuando se rasca la nuca con la mano izquierda, el anillo le brilla en el dedo anular.
Por un momento, las mujeres (el abuelo está bastante sordo y parece que no se enteró) se quedan calladas, como si no hubiesen entendido. Pero luego una de ellas grita "¡claro, si ya es legal!" y la frase rompe la incomodidad y distiende la atmósfera.
—La cagaste, Moni —le dice Mili, y ella se ríe de puros nervios.
—Qué lindo... ¿y hace cuánto que se casaron?
—¡Decile que venga, que no mordemos!
Kevin le hace señas a Darío, quien al verse observado no tiene más remedio que acercarse.
—Vení, amor. Ellas son Moni, Mili, Lau, Sofi, Melanie, don Víctor... Él es Darío.
Darío da besos en mejillas perfumadas y estrecha manos con uñas pintadas. Se siente un poco incómodo. Nunca se presentaron ante un grupo de personas alardeando ser marido y marido.
—Pero vos sos re jovencito, Kevin, ¿cuántos años tenés?
Darío frunce las cejas. ¿Lo acaban de llamar viejo?
—Veintisiete.
—Ah, parecés de menos, bichi. ¡Yo me casé a los veinte!
Darío se acerca a Kevin y le susurra al oído:
—¿Y a mí qué me importa a qué edad se casó esta ballena austral?
Llegan a casa a las siete de la tarde en punto. Kevin deja las cajas en el jardín y se arroja a la cama boca abajo, con las piernas y los brazos abiertos.
—Parecés una rana —dice Darío—. ¿No vas a ordenar tus mugres?
—¡No son mugres, son plantitas! —se queja Kevin, aunque sabe que Darío solo lo hace para joderlo y verlo enojado.
—¡Ay! ¡Soltame, boludo, no me aplastes!
—Ay, no me aplaaasteees —se burla Darío con voz aguda.
Kevin no se aguanta la risa y patalea para liberarse, pero Darío, que es más grande, lo mantiene encerrado entre sus brazos y piernas.
—Mañana las ordeno, ahora no tengo ganas...
Kevin se escurre entre los brazos de Darío y se levanta de la cama. Está cayendo el sol. Cuando corre las cortinas, las luces del pequeño departamento se licúan, se opacan, las sombras se esconden debajo de los muebles.
Darío se estira sobre la cama y simplemente observa. Kevin se saca la camiseta. Su pelo castaño despeinado brilla, acariciado por la escasa luz que se cuela por entre la cortina. Cada vez que ve a Kevin desnudarse (cada vez que lo desnuda, cada vez que le muerde el cuello, cada vez que hacen el amor), Darío no puede evitar sentir un nudo en la garganta. Piensa en el tiempo perdido, en el tiempo que se le quedó estancado entre los brazos de las mujeres que intentó amar y que lo amaron...
Pero entonces, justo cuando la nostalgia está a punto de apoderarse de él, Kevin vuelve a la cama.
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