Capítulo 3

El aire era fresco y el sol ya no se veía en el cielo. Parejas y personas solitarias caminaban rápido, mientras que el resto iban a paso normal como ellas. Cristina y Marisa iban cogidas de la mano.

— ¿Qué pasó al final con los vecinos de abajo? —preguntó Marisa.

—Nos contó Julián que consiguió que volvieran a sus casas sin problemas. Menos mal que existen vecinos como él —contestó Cristina.

Raquel las contempló con una sonrisa.

—En fin, ¿a dónde queréis que vayamos?

— ¿Vamos a la Alameda? —propuso Raquel en respuesta a Marisa.

Cristina y su pareja se miraron y luego asintieron mirando a la hija. Siguieron caminando por Torneo hasta que llegaron al puente de la Barqueta. Cruzaron varias veces cuando el semáforo se puso en verde para los peatones hasta llegar a una calle estrecha que llevaba directamente a la Alameda de Hércules. No eran ni las diez de la noche y ya había buen ambiente. Se acercaron a uno de los bares de montaditos y pidieron una ronda de cervezas para las tres y una tapa de patatas fritas con queso cheddar y bacon para picar.

— ¿Cómo van las clases, Raquel? —Se interesó Marisa.

La chica terminó de beber un poco de su cerveza.

—Bastante bien, la semana que viene tengo una práctica interesante, ya os contaré cuando la haga. También estoy practicando mucho mi técnica de dibujo porque estoy pensando en algo... —Vio que su madre esbozaba una sonrisa—. Cuando lo tenga más estudiado os prometo que informaré de todos los detalles, ¿vale?

Por el momento no quería contar nada porque sabía que, si lo hacía, era posible que no se llevara a cabo.

— ¿Y vuestro trabajo qué? —indagó Raquel.

—Ayer hubo un incidente con un cliente, pero la camarera que le atendió supo salir del paso. Es un cliente problemático al que ya conocemos, pero irónicamente es uno de nuestros mejores clientes —explicó Cristina.

Raquel conocía a ese cliente. Algunos fines de semana las ayudaba en el negocio y había tenido que lidiar con él. Aunque eso solo sucedió una vez y fue antes de que su relación con Pablo se rompiera. Después de eso no volvió a ayudarlas y estaba deseando volver a hacerlo.

—Mamá, me gustaría volver a ayudaros en la cafetería los fines de semana. ¿Crees que sería posible?

—¡Claro, hija! Ya sabes por qué preferí que dejaras de hacerlo... —Cristina volvió a sonreír y tomó las manos de su pareja y su hija. Las dos personas más importantes de su vida.

Una voz llamó a Cristina y fue a buscar las patatas que habían pedido. Raquel cogió uno de los tenedores y empezó a comer junto a sus acompañantes. Fue la que más comió y, aun así, seguía teniendo hambre.

—Voy a echar un ojo a los montaditos, creo que me pediré dos. —Rio a carcajadas.

Cristina y Marisa la miraron sorprendidas.

— ¿Qué? ¡Tengo mucha hambre!

—Come los que quieras, hija —apuntó Cristina.

—Tú tranquila, Raquel, son tan pequeños que yo pensaba comerme tres. —Marisa le guiñó un ojo a la chica.

—Sois geniales, lo sabíais, ¿verdad? —Raquel se puso sentimental.

—Y tú eres maravillosa, cariño —afirmó Cristina, apretando la mano de Raquel.

Cuando se decidieron, Cristina se levantó y fue a la barra para pedirlos. Ella fue la única que pidió uno, por lo que en total fueron seis. Unos minutos después, las tres degustaron su cena tranquilamente mientras conversaban.


···


Tres días después, el miércoles, Raquel salió de casa para ir de compras sola. Necesitaba unos materiales con urgencia para una clase de esa tarde, por eso se acercó a su papelería habitual en el centro. Sus pensamientos, durante la ida y después la vuelta, iban de un lado hacia otro, de un momento feliz a otro triste. Pablo aún estaba en su cabeza, pero su recuerdo seguía doliendo como al principio de la ruptura. Su corazón parecía encogerse cada vez que la imagen de su ex aparecía en su mente o cada vez que recordaba cualquier situación con él. Suspiró hondo e hizo todo lo posible por no atormentarse más.

De vuelta en su casa, los recuerdos volvieron a ella. Sintió que su corazón volvía a romperse en mil pedazos cuando aún no había empezado a cicatrizar. Se encerró en su habitación y lloró durante horas. Había roto su promesa, pero no podía evitar llorar si así lo necesitaba. Tampoco estaba segura del motivo de su llanto. ¿Sería por los recuerdos buenos, por las peleas constantes o por él? Dejó que su cuerpo cayera sobre la cama y su vista se centró en el techo. Hasta que no tuvo más lágrimas que derramar, no las secó de su rostro. «Basta ya. Esta será la última vez. La definitiva», se dijo a sí misma. Se levantó de la cama y encendió el ordenador de sobremesa. Puso música que la animara y abrió un programa que usaba para hacer diseños digitales. Sacó los auriculares del primer cajón de la mesa y se los colocó para aislarse un poco del mundo exterior. Durante varias horas estuvo concentrada en su labor, tan concentrada que no se dio cuenta de la llegada de su madre y Marisa. Ni siquiera se percató de que ya era su hora de comer. Cuando miró el reloj, cerró todos los programas, apagó el ordenador y se quitó los auriculares. Abrió la puerta de su habitación, salió y halló a sus madres en la cocina. Cristina se fijó en los ojos azules de su hija y supo que había estado llorando, pero no le reprochó nada. Sin embargo, sí que sonrió y le preguntó:

— ¿Qué te apetece comer hoy? Aún no hemos empezado a preparar el almuerzo.

Raquel las observó. Intuyó que su madre había descubierto lo que quería ocultar, aunque ya habían pasado dos horas desde que lloró.

—Una buena ensalada estaría bien. —Sonrió.

Cristina mantuvo la sonrisa y se acercó para abrazarla.

—Sé que no está siendo fácil, pero te estás esforzando. Pronto no te dolerá —susurró en su oído.

Su hija apretó su cuerpo más al de su madre en respuesta. Era consciente de que le costaría desde que hizo la promesa, pero estaba haciendo todo lo posible por superarlo.

— ¿Queréis que os ayude? —preguntó Raquel cuando se separaron del abrazo.

—No hace falta, pero si quieres ¡adelante!

Marisa sacó del frigorífico unos tomates, la lechuga y una cebolla. Cristina, por su parte, cogió manzana y mango. Después metió los palitos de cangrejo a descongelar en el microondas. Las tres cortaron todo y Cristina fue la encargada de aliñar todo más tarde.

—La ensalada está riquísima —aseguró Raquel cuando las tres se pusieron a comer en el salón.

—Eso es porque lo hemos hecho con mucho cariño. —Cristina sonrió de nuevo y su hija hizo lo mismo.

—Hoy entro más tarde, pero me gustaría llegar pronto para ir a una tutoría —comentó Raquel.

—Si quieres, te llevo aprovechando que tengo que ir al centro —se ofreció Marisa.

Raquel asintió y las tres terminaron de comer con calma.

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