Turquía / Grecia.
Las llamas van al cielo a morir, la fémina de largos cabellos negros deambulaba por las callejuelas desiertas y heladas de la capital turca, sus orbes yacían apagados como los luceros del firmamento que no brillaban con la misma intensidad de las noches anteriores. Tal vez sentían empatía y compasión hacia ella que permanecía con el alma sangrante en ese frío espacio que escuece su herida, el velo turquesa cubre su cabeza mientras espera el pronto regreso de su amado que hacía mucho tiempo atrás partió, para jamás volver a pesar de las promesas que pronunció en la costa de su tierra.
Ya no había nadie más por ahí, su carita bonita alumbrada por el astro platino que denotaba lo apenada que estaba y avanzó con parsimonia, sabiendo que la representación de esa nación calculaba los pasos que daba. Cabizbaja se coló en la vieja catedral abandonada, las columnas deterioradas por la falta de mantenimiento y los vitrales de colores relucían por los rayos de la luna ubicada en la cima del manto azulado. Lloraba pero no de tristeza, más bien una nostalgia que la abrazaba para esas fechas y por eso alzaba la mirada hacia las imágenes creadas por devotos fieles de la religión, juntando sus palmas como si estuviese rezándole a un Dios para que aliviara su congoja, sanando sus heridas frescas y aligerando la carga que llevaba ataviada a su espalda. Nunca se imaginó que ese ángel llamado Heracles tenía una marca en su alma, fue muy tarde cuando atisbó el filo de la daga enterrarse en la profundidad de sus entrañas; agonizante, sollozando y clamando a una entidad celestial que la sacara de ese tormento eterno que le impusieron al enamorarse de ese caído personaje.
Seguramente sería su sentencia, la vida inmortal cobrándole la cuenta y pasando factura de las vidas que arrebató por sed de poder, sus energías menguando como las caricias de aquel hombre de castañas hebras que conoció la fibra inocente de su ser. No era una mujer que se caracterizara por su ataraxia, ni su rostro acendrado puesto que las manchas de hollín y carmesí se esparcían en su anatomía, pero al final era vulnerable al amor... Sin embargo, pecó, pecó al creer que ese sentimiento podía disfrutarlo alguien como ella, con sus pureza mancillada y revuelta; merecía quemarse en el último círculo del infierno.
-¿Hasta cuándo estarás metiendo los dedos en la brecha para causarte más dolor? -cuestionó Sadiq, analizando la figura femenina enfundado en un vestido amarillo.
-Hasta que el Diablo me arrastre para saldar mi segunda condena en su reino -respondió, el tono de sadismo evaporándose y siendo su versión más rota, rota como los cristales de su país.
Cualquier ingenuo podría cortarse con los vidrios filosos al intentar unir los pedazos, reconstruyendo lo que alguna vez fue, pero no volvería a ser. Grecia había usado la más vil de las tácticas para desbaratar sus defensas, eliminando a su enemigo político en un sitio que no era el campo de batalla, sino enredados en las sábanas de seda importada y un mullido lecho que contaba las historias de su desgarradora pasión. Esa misma que le estaba arrebatando los últimos suspiros al marcharse, al percibir la oscuridad pegándose a su deteriorada fisionomía y soltó monosílabos sin coherencia, recostándose en el piso de cerámica con los ojos fuera de órbita.
Turquía despeinó sus hebras, víctima de la aplastante frustración que lo sofocó al observar el cuerpo convaleciente de su aliada y amor secreto que sufría, sufría sin centelleos de sanación al sucumbir en los engatusadores encantos del heleno. Caminó, sus botas negras emitiendo un suave y distante repiqueteo que se detuvo al ponerse de cunclillas, sobando la piel tersa de la fémina que le permitió a sus párpados descender, demasiado cansada como para continuar luchando una guerra que ya la había destruido desde adentro. Las bonitas pestañas escondían sus iris que pintaban un arrebol al sonreír, la nariz pequeña, los pómulos colorados y sus labios provocativos, su dedo pulgar delineó estos; siempre fascinado por la simetría en esas facciones gloriosas.
(Nombre) es su reina, esa que se ocupó en colmar de joyas y prendas lujosas que adornaron su cautivante belleza exótica, una diosa que habita en el devastador planto terrenal de los pecadores. No consentiría dicha muerte, acunando sus mejillas besó los labiales con premura, su lengua húmeda ingresando en la cavidad bucal y dándole ese alivio que requería para levantarse, dispuesta a recuperar lo que por herencia le correspondía. La mujer resurgiría de las cenizas, transformándose en un mejor Estado que el de antes y planearía su venganza a quien la había traicionado.
-Un baile te trajo hasta aquí y no permitiré que te arranquen de mí otra vez, aunque eso me oblige a poner sus cabezas en charolas de plata -graznó el moreno, con la susodicha en sus brazos y la nariz de ella enterrada en su cuello, aspirando su frangancia masculina a especias y almizcle.
-No quiero solamente sus cabezas -musitó, clavándole las uñas en la tela de su abrigo verde bosque y exhaló, erizando la tez del contrario en el proceso-, quiero cortarle sus dedos uno a uno, escucharlos pidiendo clemencia y para finalizar, lanzarlos en un lugar donde fácilmente puedan encontrarlos. Eso bastará para infundir miedo.
-Esa es mi chica -rió el varón, sintiendo la sonrisa felina que surcó la faz de la muchacha y estuvieron a la intemperie-, hay trabajo que hacer.
Se marcharon al palacio de Sadiq, dejando un rastro del líquido rojizo que provenía de la fémina y se camuflaron en el paisaje oscuro, siendo cómplices de la calamidad que acontecería en escasos meses.
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