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Elevo la mano y parte de la tierra que sostengo en la palma cae escapándose entre los dedos. Observo minuciosamente el puñado que queda y asiento con la cabeza mientras miro a Adalt. No hace falta decir nada, ambos sabemos a qué nos enfrentamos.
El grandullón guarda silencio, desmonta del caballo y ata las correas a un árbol. Con un gesto, le digo que ate también las de mi corcel y le indico con la mano que avanzaré primero.
Me adentro unos metros en el bosque siguiendo los rastros. Cuando examino un arbusto lleno de sangre negra, me pregunto: ¿Por qué tantas pistas? Y, sobre todo, ¿por qué está sangrando?
Me quito el guante y toco el líquido oscuro. Acerco los dedos a la nariz y lo huelo. No hay duda, la sangre no es de un espécimen joven. No, es muy antiguo. Este olor tan fuerte solo lo he olido una vez, hace ya demasiado tiempo.
Escucho los pasos de Adalt, me giro y lo veo portando la inmensa hacha de doble hoja. No sé qué es lo que me transmite mejor su estado de ánimo, el rostro inexpresivo o la cicatriz que lo surca en diagonal desde la sien hasta la barbilla.
Sin dejar de mirarme, se agacha y escribe en la tierra con una rama: "Ocho rastros. Dos son de los nuestros". Asiento, sigo avanzando y oigo cómo se alejan las pisadas de Adalt. Vamos a rodearlos.
El viento sopla y trae el olor del humo. Huele a carne quemada. Cierro los ojos y aumento la sensibilidad del olfato. Aunque muchos no son capaces de detectar las diferencias, el olor de la carne humana al ser quemada es ligeramente distinto al de los otros animales. Inspiro y tras unos segundos sé que es un jabalí el que está ardiendo.
Abro los párpados y camino rápido en busca del fuego. No me lleva mucho tiempo encontrarlo, está en medio de un improvisado campamento que seguro fue construido por bandidos o quizá por enemigos del Condomator.
La hoguera arde con fuerza. En ella ha caído parte del jabalí que estaban cocinando. El animal tiene la mitad del cuerpo calcinada y el hocico supura un líquido transparente que chisporretea al contacto con el fuego.
Examino las tiendas y aparte de ropa sucia y mantas ensangrentadas no veo nada de importancia. No sé cuántos hombres había aquí, aunque como mínimo serían unos diez. Cierro los ojos y un pensamiento cobra mucha fuerza dentro de mí:
«Podríamos haber acabado con cuatro o seis, pero si han transformado a estos forajidos no tenemos muchas probabilidades de sobrevivir en un enfrentamiento».
Durante unos segundos, observo pensativo las manchas de sangre en las cortezas de los árboles. Agacho la cabeza, dirijo la mirada hacia la hoguera y contemplo cómo bailan las llamas. Aunque lo que más ansía mi alma es acabar con los monstruos, he de ser realista, muerto no sirvo de nada.
Elevo el antebrazo, se produce un estallido de luz azulada y aparece Laht: mi cuervo sagrado. Le miro a los brillantes ojos rojos y le ordeno con el pensamiento:
«Busca a Adalt, dile que debemos retirarnos, que volveremos con más hombres».
Muevo el brazo y sale volando la parte de mi alma que representa Laht. Cuando desaparece entre las copas de los árboles, bajo la mirada y aprovecho para inspeccionar los alrededores del campamento.
El suelo me muestra cómo se resistieron algunos de los hombres. Creo que llegaron a herir a uno de los engendros; al menos eso parece por la sangre negra de un espécimen joven que veo sobre una gran roca.
De repente, oigo algo. No es un sonido natural del bosque. Afino el oído y busco el origen. Cuando lo encuentro siento cierta tristeza, es uno de los hombres del campamento. Aunque le falta un brazo y parte de una pierna, las heridas no sangran, están cauterizadas.
Me agacho para examinarlas y escucho con más fuerza la respiración agónica. Quien le amputó las extremidades no quiso que se desangrara y le sanó los tajos. Sin embargo, le dejó sin curar los huesos rotos y las heridas internas. Supongo que lo hizo para que sufriera más.
«Es muy extraño, este no es el modo de actuar de los silentes. Esto casi parece personal».
Miro a los ojos del condenado y maldigo por no poder interrogarlo. No sobreviviría hasta que nos alejáramos lo suficiente de este territorio; tendré que darle una muerte piadosa.
En sus últimos momentos, me encantaría decirle algo, pronunciar unas palabras, pero me es imposible. Solo puedo transmitirle con mi expresión que lo siento mucho.
Desenvaino un puñal del que emana un brillo carmesí, acerco el filo del arma al pecho y lo dejo apuntando al corazón. El pobre desgraciado no es consciente. Tiene la mirada perdida y respira con los pulmones casi encharcados en sangre. Cuando retrocedo la mano para dar la estocada, me coge la muñeca y pregunta:
—¿Quién anda ahí? —La cara le cambia y me busca con la mirada—. No te veo, pero presiento que estás cerca. ¡¿Quién eres?! —brama, escupiendo sangre negra por la boca.
«Se ha convertido, es uno de ellos, pero ¿por qué lo dejaron lisiado?».
Aunque tiene mi muñeca sujeta, no sabe con certeza que estoy aquí. Me gustaría interrogarlo, pero no puedo permitirme revelar la posición. Tampoco lo puedo llevar conmigo porque sabrían que alguien lo está moviendo. No, mejor esto.
—¡Dime! ¿Quie...? —la pregunta queda a medio pronunciar cuando el puñal le atraviesa el corazón.
Limpio la hoja en la ropa del desdichado y envaino el arma. Paso la mano por la cara y le cierro los ojos. Me gustaría darle un entierro, sería lo más humano, pero soy consciente de que no puedo hacerlo. La plaga se desplaza por el bosque con rapidez y nada le impedirá contagiar a más personas en las aldeas cercanas.
«Lo siento —pienso mientras me levanto—, siento haber llegado tarde y siento no poder enterrarte».
Me doy la vuelta y retorno sobre mis pasos. Cuando llego al campamento veo a Laht volar en círculos un par de veces. El cuervo desciende rápido, se posa en el hombro, grazna y, aunque solo lo entiendo yo, dice que Adalt está de camino.
«Menos mal que ese gigante malhumorado no ha decidido ignorar mi aviso y luchar él solo».
Elevo el antebrazo y Laht salta hacia él. Nada más que las patas lo tocan, desaparece y vuelve a unirse a mí.
No pasa mucho rato hasta que Adalt hace acto de presencia. Me mira serio y suelta un pequeño gruñido. Sonrío, no porque me haga gracia, sino porque es listo, sabe que ese pequeño sonido no nos delata, que es inapreciable para ellos.
En cambio, para mí es un mensaje claro. Aunque esto me va a cansar mucho, tengo que decírselo. Me acerco y le toco el hombro. Mientras los ojos se me iluminan con un rojo intenso, le hablo mentalmente:
«Hermano, tengo tantas ganas como tú de cazarlos, pero no podemos arriesgarnos a caer en combate y que sobreviva uno de ellos. Debemos exterminarlos. Debemos darnos prisa antes de que crezca la plaga. El que ha iniciado el contagio es antiguo, muy antiguo».
Vuelve a gruñir y me contesta desde dentro de su mente:
«No me dices nada nuevo, Vagalat. El hedor a podrido de esa sangre apesta por el bosque. Ese monstruo es tan antiguo que puede ser el primero de ellos. —Mira el hacha—. Pero ni a mí ni a mi arma nos gusta esperar».
Usar la telepatía me produce un inmenso dolor de cabeza. Adalt lo sabe y, aunque le debe de costar muchísimo, antes de separarse y gruñir, en cierta forma muestra su apoyo palmeándome la mejilla.
Aun sintiendo como si un cuchillo con la hoja al rojo vivo estuviera clavado en las sienes, sonrío. El gigantón, incluso con su humor de perros, es mi mejor amigo.
Me doy la vuelta y camino en silencio. Mientras ando, al pensar en el olor de esa sangre negra, me planteo si el destino no estará en verdad escrito.
Ilustración de Laht: PandoraAnghel
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