Capítulo 9 -Hermanos de guerra-
El sonido de la llave abriendo la cerradura de la puerta de barrotes y los eructos del guardia que la sostiene son lo primero que escucho al despertarme.
—Arriba, panda de gandules. —Golpea el metal de la entrada con un palo—. Venga, levantaos que os están esperando. —Oigo cómo se le escapa otro eructo y cómo se alejan los pasos que da. Es curioso que no se haya llevado la llave, no he escuchado que la sacara de la cerradura.
Durante un instante, contemplo el techo agrietado por la sequedad y pienso:
«Un día menos para empezar a mandar almas oscuras a Abismo».
Me levanto y observo cómo Mukrah también lo hace. Sonríe y me mira; el azul de los ojos resplandece mucho.
—Te veo bien, amigo —le digo.
—Estoy contento de que seas lo suficientemente testarudo como para conseguir que La Moradora Oscura desista de intentar arrastrarte a su reino. —Me pone la mano en el hombro—. Dentro de dos días habrá que luchar sobre un terreno capaz de emanar una oscuridad que puede quemar el alma. Cuando los portales de La Gladia se activen serán imprevisibles. Cuando eso pase no sabremos a qué nos enfrentaremos hasta que lo tengamos encima. —Hace una pausa—. Me alegro de que estés aquí. Me has devuelto la esperanza y te lo agradezco. —Vuelve a sonreír—. Saldremos de este lugar o moriremos con honor.
—Mukrah, lucharemos con honor, pero todavía no ha llegado el momento de que tengamos que morir empuñando nuestras armas. —Lo cojo del cuello, lo miro a los ojos y añado—: Dentro de dos días empezará el fin del reinado de los Ghurakis.
Duda, aunque al notar la firmeza de las palabras, aprieta un puño y suelta con rabia:
—Que así sea. Que los granos de polvo en los que convirtieron a los niños de mi poblado se conviertan en granizos de fuego. Que las rocas que arrancaron de los cuerpos de los ancianos se trasformen en lluvia de ácido. —Unas lágrimas blanquecinas le surcan la piel rocosa, llevaba mucho tiempo reprimiendo los sentimientos—. Que la muerte de mi hija y de mi mujer no sea olvidada hasta que el último de ellos muera ahogado en sangre.
Los ojos se me humedecen, es la primera vez que Mukrah comparte su carga conmigo, es la primera vez que se expresa con ira. Antes de que los párpados no puedan contener por más tiempo las lágrimas, pego la frente a la suya y le prometo:
—Pagarán por lo que te han hecho, no dudes de ello, hermano. —Frunzo el ceño y aprieto los labios.
Se separa, afirma con la cabeza, se seca las mejillas y dice:
—Que así sea. —Tranquiliza la respiración—. No sé por qué, pero siento en ti lo necesario para lograr lo imposible.
Me giro, miro a los otros esclavos y aseguro:
—Lo haremos juntos.
Uno de ellos, delgaducho, con el ojo derecho blanco y ciego, se acerca y nos pregunta:
—¿De verdad os creéis capaces de vencer ya no a los Ghurakis, sino a un solo Ghuraki?
Antes de poder contestar, el otro, corpulento, con tatuajes de serpientes que le recorren los brazos, se aproxima y señala:
—Da igual si seremos capaces de conseguirlo, lo que importa es que lo intentaremos. —Lo observa con desprecio, cambia el semblante y me mira a mí—. Contad conmigo, quiero destripar a esos monstruos tanto como vosotros.
—Estáis locos —suelta el medio cegado—. Y tú más que ellos, maldito hereje. —Lo señala con el dedo índice.
Antes de que el fornido pueda contestar, y quizá golpearlo, intervengo:
—Eres libre de creer lo que quieras. Y por supuesto eres libre de luchar por tu cuenta.
Mukrah, con tono serio, le dice:
—Si deseas que tu alma sea arrancada de tu cuerpo por la bruma del Infierno debajo del Infierno, solo tienes que mantener tu mente ofuscada por el pensamiento de la derrota. Así dejas la puerta de tu ser abierta a los demonios y a las criaturas de la oscuridad.
—Tonterías —susurra, intentando reafirmarse. Clava el ojo sano en mí y pregunta—: ¿Quién te crees que eres? —Alarga el dedo esquelético y me señala—. Solo porque montaras un espectáculo de luces ayer en La Gladia, eso no te hace nuestro líder.
No puedo evitarlo, media sonrisa se me marca en la cara. Me acerco a él y digo mientras los ojos se me iluminan con la energía carmesí:
—No soy un líder, nunca lo he sido y no quiero serlo jamás. Pero sí soy dueño de mi destino. Y ahora, por más que te moleste, mi destino está unido al tuyo. —El pavor se le refleja en el rostro y lo empuja a retroceder un paso—. Si no quieres que mi destino esté unido al tuyo, si prefieres no entrenar con nosotros, si deseas luchar solo, no te lo impediré. —Extiendo el brazo, manifiesto a Dhagul y sentencio—: Esto es la representación de mi voluntad. —Hago una pausa—. Yo sé que quiero sobrevivir, sé que quiero ser libre y sé que quiero matar Ghurakis. —El resplandor de los ojos se intensifica—. ¿Qué es lo que quieres tú? —Bajo el brazo, me doy media vuelta y la espada desaparece—. Vámonos, dejemos que decida qué es lo quiere.
Mukrah empieza a andar, pero el fornido, antes de emprender la marcha, suelta con regocijo:
—Al final mi pueblo tenía razón, además de fanáticos sois cobardes. Espero que tu dios te perdone. —Ríe, se cobra con esta humillación el que por su culpa El Campeón le abrasara el brazo—. Hazme un favor, Dogmalista, lámele el culo a los Ghurakis como lo hace el resto de tu secta y entra en La Gladia por tu cuenta, alejado de nosotros. —Escucho cómo comienza a caminar—. Así seré libre de matarte si te acercas a mí. —La risa lo posee.
Sonrío, me empieza a caer bien, creo que nos entenderemos perfectamente.
—¡Malditos! —grita el medio cegado—. ¡No os necesito! ¡Yo he venido por voluntad propia! —Sé que miente, lo noto al rozarle la mente—. ¡Me sacrifico para respetar el pacto sagrado!
—Pues disfruta de tu pacto de traidores y de tu muerte, cobarde —espeta el fornido antes de cerrar la puerta y arrojar la llave al pasillo.
Le pongo la mano en el hombro y le digo:
—Vamos. —Miro de reojo al interior de la celda y añado—: Les diré que lo envíen a donde nos tenían encerrados ayer.
—Vagalat —me llama Mukrah—, ¿por qué tenemos tanta libertad? No hay ni un guardia en los pasillos.
Cierro los ojos y busco energías mentales.
—Sí, tienes razón —afirmo, abriendo los párpados—. Somos los únicos en esta parte de La Gladia. —Centro la visión en el pasillo—. Nos esperan en la compuerta que da acceso a la zona de combates. No sé vosotros, pero yo necesito estirar los músculos y descargar un poco de tensión. Me apetece muchísimo empezar a entrenar, ¿qué decís?
—Me parece un plan perfecto —contesta el fornido, afirmando ligeramente con la cabeza.
—¡No me dejéis aquí! ¡Malditos herejes! ¡Mi dios os castigará! —El medio cegado corre, saca los brazos por los agujeros que hay entre los barrotes y exclama con las facciones de un poseído—: ¡No os lo perdonaré nunca!
Nos damos la vuelta, empezamos a caminar e ignoramos los gritos.
—Compañero, ¿cómo te llamas? —pregunto al fornido mientras subimos los escalones y los chillidos van alejándose.
—Soy Artrakrak. —Cierra un puño, lo pone a la altura del pecho y lo cubre con la palma—. Será un placer luchar a vuestro lado —acaba la frase mirando a Mukrah.
El hombre de piedra y yo, para mostrar nuestro respeto por sus tradiciones, imitamos la posición de las manos.
—También será un placer derramar sangre Ghuraki a tu lado —digo.
—Disfrutaré de tu compañía en la batalla —pronuncia el hombre de piedra.
Artrakrak sonríe y explica:
—Al imitarme, habéis sellado un pacto. —Mukrah y yo nos miramos extrañados—. Nos hemos unido como hermanos de guerra.
—¿Hermanos de guerra? —susurro, bajando las manos—. Suena fantástico.
—Creo que, en estos momentos, no hay mejores palabras para definirnos —asegura el hombre de piedra.
—Así sea. —Asiente Artrakrak con la cabeza.
Mientras reemprendo la marcha, tengo un recuerdo muy vívido de Adalt momentos antes de que lucháramos contra veinte roba almas:
"Vagalat, aquí dentro —se golpea la sien con el dedo índice—, en nuestra mente, están las respuestas. Como dice el anciano somos lo que hacemos, pero ¿qué es lo que hacemos? —Se gira encarándose con los roba almas—. Hacemos la guerra contra las sombras y somos las armas del equilibrio. —Mientras el hacha que porta se recubre con la energía amarilla de la tierra y los ojos centelleaban envueltos en ese brillo, salta gritando—: ¡Somos hermanos que luchan en una guerra que no tiene fin! —Decapita a uno de los seres de piel oscura, largos dientes, lengua marrón y uñas amarillas. Uno de los que roban almas para resucitar a un dios cuyo nombre lleva largo tiempo olvidado—. ¿Lo ves? —Ríe y sin girarse, antes de esquivar los golpes de los roba almas, pregunta—: ¿Hay en el mundo algo mejor que enviar a estos malditos a Abismo? —Da una estocada—. Lo dudo. —Aunque no lo veo, sé que en la cara malhumorada se dibuja una diminuta sonrisa—. Lo dudo mucho".
«Yo también lo dudo, hermano... —Creo que hoy me he levantado demasiado sensible, ya que una pequeñísima lágrima me brota de uno de los ojos—. Te echo de menos, grandullón. No tardes en venir, no quiero que pierdas la oportunidad de enviar a muchos monstruos a Abismo».
Al mismo tiempo que me seco la mejilla, llegamos a la compuerta que une estos calabozos con el interior de La Gladia. En ella nos está esperando Etháro.
Mientras los relámpagos de color verde le recorren el rostro, el ser de vapor dice:
—Vagalat, me gusta el discurso que te has inventado para insuflar valor en esos cobardes. —Con el dedo, creando un trazo lateral en el aire, señala a mis compañeros—. ¿El fin del reinado de los Ghurakis? —Ríe—. Al amo le encantará.
—Qué descuidado soy... Es verdad, escuchas y sabes todo lo que sucede en La Gladia. Pero ¿quién es tu amo? ¿Un perdedor como tú? —Aunque sé quién es, me muestro ignorante e interpreto un papel. Doy un paso al frente y prosigo—: No tengas envidia por la suerte que correrá tu amo, el fin de los Ghurakis va unido al tuyo.
—¡Insolente! —Alza la mano y esta resplandece con miles de diminutas explosiones de distintos colores.
—Curioso, hablo de exterminar a tus amos y te lo tomas con humor. En cambio, te digo que tú también morirás y explotas. ¿Acaso crees que no soy capaz de lo primero pero sí de lo segundo? —suelto con picardía.
Grita y me lanza la mano contra la cara. Aunque por fin tengo el suficiente poder para enfrentarme a este ser, aún es pronto, debo parecer arrogante y débil. Debe creer que quiero ocultar la flaqueza con una gran capa de prepotencia.
Siento cómo impacta la palma en la mejilla y cómo tiembla la carne del rostro. La bofetada me gira un poco la cabeza. Me toco el labio con el pulgar y veo cómo se mancha de sangre; los dientes han hecho una herida en la piel.
Me relamo, trago la saliva enrojecida y pregunto:
—¿Eso es todo lo que sabes hacer?
—¡Maldito humano! —Los dedos de las manos se le alargan y se convierten en pequeñas estacas oscuras—. ¡Vas a pagar por tu insolencia!
Noto cómo, inquietos, Mukrah y Artrakrak quieren enfrentarse con Etháro. Mientras hago un gesto con la mano para que no se muevan, el ser etéreo grita y lanza las afiladas garras contra mí. Me preparo para esquivarlas por si mi plan falla, pero no tardo en descubrir que no es necesario, que ha funcionado.
Desde la parte exterior de la compuerta, sobre la arena de La Gladia, Essh'karish ordena:
—Basta, estúpido montón de vapor negro.
—Yo... —Detiene las puntas de los dedos a unos centímetros de alcanzarme la cara y manifiesta la ira con miles de relámpagos explotándole dentro de la bruma que le da forma a la cabeza.
—¿No me has oído? —espeta la Ghuraki.
—¿No la has escuchado, pequeña mascota de vapor? —El ser etéreo ruge al oír las palabras.
—¡Etháro! —exclama Essh'karish—. ¡Obedece! ¡Ya!
Me toca el pecho con la punta del dedo índice y me advierte:
—Te sobreestimas, Vagalat. Eres solo otro humano arrogante al que nadie echará en falta cuando la niebla del Erghukran te seque el alma. —Aprieta los puños y el vapor y la ropa que lleva puesta se condensan en una pequeña esfera que acaba desapareciendo.
—Te gusta llevarte bien con todo el mundo —me dice la Ghuraki mientras camina con paso seductor—. Va a ser una pena. —Me mira a los ojos y me acaricia los pectorales—. Será una pena que acabe pudriéndose un cuerpo tan perfecto. —Suelta una risa coqueta, dibuja en los abdominales corazones con las puntas de los dedos índices y añade con tono meloso—: Ayer pensé mucho en ti. Incluso después de que treinta de los mejores esclavos pasaran por mi cama, no pude evitar pensar en montarte y dejarte sin aliento.
—Essh'karish, te mentiría si te dijera que ayer, tras nuestro encuentro, no pensé en ti. —Sonríe—. Aunque no creo que te gustara lo que hacíamos en mi imaginación. —Muestro una sonrisa falsa y le aparto las manos.
Ríe.
—Empiezas a ser menos aburrido, Vagalat. ¿Quién sabe? A lo mejor antes del día de los juegos acabo montándote sin descanso durante horas. —Se da la vuelta y anda estilizando las curvas a la perfección—. ¡Vamos! Tengo que presentaros a unos invitados.
La Ghuraki se aleja un poco y Mukrah me pregunta:
—¿Estás bien, Vagalat?
—Sí, lo estoy. —Lo miro y añado dirigiendo la mirada hacia Artrakrak—: Interpretaba un papel. Etháro debe creer que soy arrogante. —Muevo los ojos de uno a otro—. Es muy poderoso, una gran amenaza, es capaz de saber lo que sucede en esta ciudad. Lo bueno es que no siempre puede prestar atención. En estos momentos no noto su presencia.
—¿No la notas, Vagalat? —pregunta Artrakrak con curiosidad—. ¿Tienes poderes mentales? —Entrecierra un poco un párpado y se toca la barbilla recubierta de una espesa perilla negra.
—No creo que se puedan considerar poderes, son pequeñas capacidades. Me cuesta mucho acceder a las mentes más allá de la superficie. Aparte de que tengo que usar esas habilidades con cautela, ya que si no me modero podría perder el juicio.
—Pues no las uses más de lo estrictamente necesario —dice Mukrah, antes de ponerse a caminar—. Eres esencial para que estos juegos lleguen a ser memorables —resalta mientras sale por la compuerta y pisa la arena.
—Cierto, compañero —coincide Artrakrak—. No me prives de la oportunidad de matar Ghurakis. —Sigue los pasos del hombre de piedra y yo sigo los suyos.
«Es verdad que mis habilidades telepáticas son limitadas. Siempre lo han sido. Pero aunque ahora siguen siendo débiles, noto que son algo más fuertes que... —Pauso el pensamiento y me pregunto algo inquieto—: ¿Por qué parece que me volveré más poderoso que antes? No lo entiendo...».
—¡Vagalat! —grita la Ghuraki—. Ahí tienes a los nuevos invitados.
Mientras camino pisando la arena que alguna vez formó parte del cuerpo de un dios ejecutado, observo a una treintena de guerreros. Tienen las caras pintadas con cuatro rayas azules que les bajan desde la frente hasta la barbilla. Hay hombres y mujeres. Todos con aspecto feroz.
—¿Quiénes son? —le pregunto a Essh'karish.
—Tus nuevos compañeros en los juegos. —Me mira y sonríe—. Ayer nos los regaló el cielo.
«Lo que cayó del cielo, lo que produjo el estallido, ¿eran ellos? No lo entiendo, ¿cómo es posible?» pienso mientras los examino.
—¿Quieres que los entrene?
—Bueno, digamos que el trato ha cambiado un poco. —Me pasa el dedo por los labios y lo chupa—. Confío en ti, pero me aburro. Así que he inventado un juego.
—¿Un juego? ¿A qué te refieres?
—Estos bárbaros no tienen las costumbres civilizadas que has demostrado tener tú. Provengan de donde provengan, no será un lugar con una cultura avanzada. —Se acaricia el cuello—. Al menos no la parte del mundo de donde vienen. —Me mira a los ojos—. Quiero que les demuestres quién manda entre los esclavos. Impón tu liderazgo.
—Yo no soy el líder de nadie.
Me besa el hombro y lo lame.
—O demuestras entre los esclavos que eres el que mandas o no me servirás de nada. —Mira al grupo de guerreros con desprecio—. Para apresarlos y contenerlos he perdido a varias guardias. —Al escucharle decir eso, siento un pinchazo en el corazón; espero que no le haya pasado nada a Dharta—. Quiero que les enseñes a obedecer y así no tendré que desviar personal de... —Se calla, ha estado a punto de revelarme algo, aunque ha sabido reaccionar a tiempo. Intento entrar en su mente para saber qué es, pero no lo logro.
Observo al grupo de guerreros, no sé si podré vencerlos sin herir a alguno. Miro a Mukrah y Artrakrak, asienten con la cabeza, están dispuestos a luchar.
—Si lo hago, el trato cambiará. Me concederás más privilegios.
Duda, desconfía. Tengo que conseguir que me vuelva a ver como a un perdedor arrogante. La cojo de la cintura y la pego a mí. Bajo una mano, le acaricio una nalga y la aprieto. Por último, la presiono con más fuerza contra mi cuerpo.
—¿Estás dispuesta a concederme más favores? —La beso y, cuando noto que quiere más, la suelto y me separo de ella—. Dame tu palabra de que renegociaremos y lucharé.
—Oh, sí... —susurra y gime—. Por supuesto. —Se voltea y, mientras se dirige a una salida de La Gladia, ordena a las guardias—: Dejad la arena, cerrad las compuertas y lanzadles las armas.
Mukrah y Artrakrak, atónitos por lo que he hecho con Essh'karish, se aproximan a mí.
—Esto, Vagalat... —dice el fornido de los tatuajes de serpientes.
—Luego, amigo, ahora tenemos que combatir.
Mukrah se cruje los nudillos. Artrakrak recoge unas cadenas, deja más de un metro colgando y las enrolla en los brazos.
—¡Tú! —grito, dirigiéndome al que parece ser el líder—. Si os vencemos me obedeceréis.
Coge un hacha, ladea la cabeza y suelta:
—Los cielos arderán antes de que pase eso. —Los guerreros ríen—. Aunque si lo consigues, te seguiremos —añade cuando las risas se han silenciado.
«Muy bien, entonces está todo hablado».
Manifiesto a Dhagul, observo la cara de sorpresa de los guerreros por la aparición de la espada de energía y grito:
—¡Mukrah, Artrakrak, adelante!
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