Capítulo 7 -El pasado no siempre fue mejor-
La noche ha caído y mis compañeros duermen. Mukrah, rendido, descansa en una silla al lado de la cama en la que estoy tumbado. El cubo de agua y el paño húmedo que sostiene, junto con los labios cortados, me hacen pensar que he tenido calentura y que ha estado intentando ayudarme a superarla.
La energía que se filtró a través de las piedras, la que emergió por el contacto con el alma de Ghoemew, me sobrecargó de tal modo que, aunque el efecto no dure mucho, gracias a ella he recuperado la capacidad de recorrer el mundo con el alma.
Los dedos etéreos de mi espíritu rozan la frente recubierta de sudor de mi cuerpo físico y pequeños destellos rojizos explotan por encima de la piel. Elevo la mano compuesta de energía carmesí y pienso:
«Hacía tiempo que no conseguía liberar el ánima y ser consciente de ello».
Escucho ruido, por fuera de los calabozos se oyen pasos y risas. Me acerco a la puerta y contemplo el pasillo exterior. No transcurren ni dos segundos y el hombre de la barba trenzada junto con otro se apoya en los barrotes que los separan de nosotros, en el metal que sirve de frontera entre la libertad y la esclavitud.
—Aún no me lo creo —dice el depravado, mientras pasa el brazo a través de las barras metálicas, atraviesa la representación espiritual y señala mi cuerpo físico—. No me creo que ese desgraciado haya sido capaz de dejar en ridículo a El Campeón. —La sucia barba está empapada con vino rancio—. Y encima, a él y a los otros esclavos les dan las mejores celdas —no es capaz de pronunciar una sola palabra sin arrojar gran cantidad de saliva.
—Tú no le tienes manía por lo de El Campeón. —Suelta una risita—. A ti lo que te duele es que quedaras como un cobarde delante de los demás —habla, mostrando la ausencia de varios dientes incisivos. Apenas tiene dos, uno amarillento y otro partido y algo negro.
—Si no estuviera prohibido tocarlo, iba a disfrutar violándolo hasta romperlo. Hasta hacer que no parara de sangrar.
Al ver la asquerosa sonrisa que le surca la cara de un extremo a otro siento tanta repugnancia que no puedo contenerme. Él no puede verme, yo a él sí. Él no puede tocarme, yo a él sí. Dejo que la energía del alma se extienda a las manos de la representación espiritual y lo cojo por la muñeca. Al instante, la expresión le cambia y brama:
—¡Suéltame!
—¡¿Qué pasa?! —pregunta alterado el compañero.
—¡Algo me ha cogido la mano! —vocifera presa del pánico.
Sería fácil partirle el brazo y dejarlo impedido para el resto de su vida. Pero yo no soy así, esa no es mi forma de actuar. Pagará, me encargaré de ello, aunque no de este modo. Dejaré que pueda defenderse. Dejaré que empuñe un arma y combata conmigo. Sí, dejaré que se ilusione antes de arrancarle la lengua y obligarlo a que se la trague.
Retuerzo la muñeca hasta que noto que está a punto de quebrarse y me detengo. Después de arrancarle un grito le hablo mentalmente:
«Recuerda lo que dije que haría contigo. Tenlo presente, porque en unos días haré que te atragantes con tu lengua». Ahora soy yo el que sonríe, en estos momentos la cara de la representación espiritual está adornada con una bonita sonrisa.
Lo suelto y corre asustado. Por un par de segundos, la cabeza del otro guardia se mueve varias veces. El hombre alterna la mirada entre el interior de la celda y su sucio compañero que se aleja chillando. Cuando por fin consigue reaccionar, suelta un ánfora en la que aún queda algo de vino y sale detrás del de la barba trenzada.
—¿Qué demonios ha pasado? —oigo a mi espalda cómo Mukrah pregunta adormecido. Me giro y observo cómo comprueba que estoy bien; moja un paño y lo pasa por la frente—. Estás mejor, Vagalat. Estás mucho mejor, amigo.
Sabe que no puede hacer mucho más y el cansancio que lo posee lo obliga a sentarse. Intenta mantenerse despierto, lucha contra el sueño, pero este acaba venciendo y lo fuerza a cerrar los ojos.
«Descansa, amigo» digo sin que pueda oírme.
Me doy la vuelta, atravieso la puerta de barrotes, me concentro y busco el rastro del prisionero con el que quiero hablar. Miles de cordones de luz de varias tonalidades, unos del tamaño de sogas y otros finos como diminutos hilos, se muestran delante de mí. Estas formas difusas son las pequeñísimas porciones que las auras de las personas han dejado como muestra de que una vez sus dueños pasaron por este lugar.
Cojo un filamento y lo acerco a la cara. Cuando siento de quién es, cuando siento que es de Dharta, escarbo en la impregnación. La guerrera ha recorrido este lugar infinidad de veces y aquí, en el hilo que tengo en la mano, están representadas todas ellas. Observo el fragmento luminoso, veo cómo centellea y me adentro en uno de los momentos más antiguos que guarda en su interior.
Soy testigo del pasado, escucho las risas de una adolescente que, seguida por un muchacho moreno de tez blanca, corretea por el pasillo.
—Dharta, espera —las palabras del joven, exhaustas, más que pedir parece que están implorando.
—¿No querías recorrer los pasillos de las celdas? —Hace burla con la lengua—. Pues sigue mi ritmo, pequeño inútil.
—Ahora verás —dice y se abalanza sobre ella. Entre risas caen al suelo. Ella acaba encima de él, pero el muchacho no tarda en invertir la situación—. Menos mal que esta zona nunca se utiliza para encerrar a gente. Si este lugar estuviera mugriento y oliera a orina no sería muy romántico que te besara. —Sonrío, esto me recuerda a momentos de mi vida—. Así que ahora, ya que llevas un tiempo siendo guardia y el reglamento te permite tener marido...
—Alto, alto. —Pone las manos en el pecho del joven y lo empuja un poco—. ¿Matrimonio? —Enarca una ceja—. ¿Me pides matrimonio en los pasillos de un calabozo? ¿En serio? Además, solo hemos salido un par...
La besa y la calla. Me siento bien al ver que alguna vez el corazón de Dharta manifestaba sentimientos de plenitud y felicidad. Alegre por ella, estoy a punto de soltar el rastro y buscar el del prisionero con quien quiero hablar. Sin embargo, al oír una voz grave, mantengo la presión sobre el filamento.
—¿Qué hacéis aquí? —Observo al que habla, es un Ghuraki.
Dharta empuja al joven, se levanta y se disculpa:
—Lo siento, mi señor. Solo...
—Solo estabas retozando con un humano inútil. Me decepcionas, cachorro.
Dharta lo mira a los ojos y pronuncia con un tono que casi suena a súplica:
—Haskhas, es culpa mía. No pensé que pudiera molestar...
—¡Cállate! ¿Así me pagas que te devolviera la vida después de que cayeras del cielo? —Emite el sonido de una bestia enfurecida—. Me perteneces, eres de mi propiedad y no tienes derecho ni sobre tu alma ni sobre tu cuerpo. Tu carne, tus huesos y tu espíritu son míos. —Tensa la mandíbula y la ira se le manifiesta en el rostro—. No creí que lo que me dijo Essh'karish fuera cierto, ¿cómo iba mi leal cachorro humano a desobedecerme? ¿No te dejé claro que jamás debías sentir ni deseo ni amor por un hombre? —Aprieta los puños—. Me decepcionas.
—Mi señor, yo. —Se acerca al Ghuraki—. Lo siento. —Haskhas la abofetea con el reverso de la mano y la guerrera sale volando e impacta contra un muro.
—Dharta. —El muchacho corre hacia ella, le toca la mejilla llena de lágrimas y le dice entre gimoteos—: Te amo, mi pequeña diosa.
Ella lo mira a los ojos sin poder ocultar la tristeza que fluye desde las profundidades de su alma; sabe que es el fin. Por un segundo, me siento tan fusionado con el recuerdo que creo que puedo intervenir y suelto con rabia:
—Maldito Ghuraki. Déjalos y enfréntate a alguien que pueda defenderse.
Haskhas mira hacia mi dirección, aunque al cerciorarse de que no hay nadie vuelve a centrar la visión en los jóvenes.
«Tonto, Vagalat, eres tonto» me digo, recordando lo fácil que es perderse en este plano de recuerdos.
«Debo ser más cauteloso o me convertiré en un alma errante condenada a caminar entre los rastros por siempre». Con eso en mente, asegurándome de no implicarme demasiado para no caer en las garras de este reino onírico, sigo contemplando la impregnación.
—Cachorro, apártate de esa escoria humana —ordena a la vez que se acerca a ellos—. ¡Ahora!
Dharta duda, parece que desea morir junto a su amor. Aunque el joven no quiere ese destino para ella y dice:
—Hazle caso. —Le acaricia la mejilla por última vez e insiste—: Obedécele.
—No puedo —dice entre lágrimas—. No quiero vivir sin ti.
Haskhas se para delante de ellos y pronuncia con claro desprecio:
—Qué patético. ¿Así me pagas lo que hice por ti? Traje tu alma del reino de la muerte.
—Me da igual —brama—. Jamás te pedí que lo hicieras. —Se levanta para encararse con él—. Además lo hiciste porque te interesó hacerlo. Querías saber desde dónde había llegado. Querías conocer más de ese mundo oscuro que se oculta más allá de Abismo.
El Ghuraki la coge del cuello y la eleva. El joven intenta ayudarla, pero Haskhas lo mira y lo inmoviliza.
—Cachorro, tu actitud es intolerable. Iba a tener piedad e iba a acabar rápido con la vida de este despreciable insecto humano. —Pisa el pecho del muchacho y presiona hasta que le arranca un grito—. Sin embargo, tu actitud me obliga a tomar medidas más severas. —La suelta y Dharta cae de rodillas contra el suelo.
Las fuertes respiraciones de la guerrera resuenan en el pasillo.
—Por favor, amo, déjalo vivir —ruega con la voz ahogada.
—Yo no lo voy a matar, cachorro.
La guerrera, por un instante, se ilusiona y hasta sonríe.
—Gracias... —Le besa una de las botas de piel de denso pelaje.
—Levanta. —Dharta se pone de pie y Haskhas le alza la barbilla con la mano—. Todavía no me las des. —Los ojos le brillan y noto cómo entra en la mente de la guerrera—. Quiero que desenvaines tu espada y que hagas que ese humano sufra mucho. Quiero que alargues su muerte. Deseo oírlo chillar mientras le arrancas la carne de los huesos.
—No —balbucea mientras blande el arma.
Dharta se gira con la mirada reflejando el terror que siente. El joven eleva la mano y antes de que la hoja le atraviese la palma llega a decir:
—No es culpa tuya.
Mientras la guerrera con tres tajos desprende la carne del brazo, dejando el hueso a la vista, un grito desgarrador surge de las entrañas del muchacho.
Dharta, involuntariamente, continúa alargando el suplicio del joven. Cuando la sangre tiñe de rojo la fría piedra del pasillo, las facciones de Haskhas dejan de ser rígidas y en ellas se traza una perversa sonrisa.
—Más lento, cachorro —ordena, posando la mano en el hombro de la guerrera.
Los músculos del cuerpo se frenan y Dharta, sin dañar ningún órgano vital, empieza a destripar con gran precisión a la persona que ama. La punta de la espada atraviesa la barriga del joven una y otra vez.
Por la mejilla de la guerrera resbalan lágrimas; aunque no puede cerrar los párpados, sí tiene el control de los ojos y el dolor que siente acaba manifestándose en forma líquida.
El muchacho intenta decir algo, pero solo es capaz de expulsar coágulos de sangre por la boca.
Satisfecho, el Ghuraki ordena:
—Basta. —El cuerpo de Dharta queda paralizado—. Ahora vuelves a ser libre —añade, antes de acariciarle el moflete.
la empuñadura de la espada resbala de las manos y la guerrera susurra:
—¿Qué he hecho...? —Cae de rodillas junto al joven que agoniza.
—Has conseguido que olvide tu falta. —Haskhas posa la mano sobre el cabello rubio de Dharta—. Solo queda hacer una última cosa, tomar una pequeña precaución. —Los ojos se le iluminan otra vez—. Por más que se te pase por la cabeza quitarte la vida, te ordeno que tu mano jamás pueda llevar a cabo ese pensamiento. También te impido que no te defiendas si quieren matarte. Lucharás con todas tus fuerzas si alguien te amenaza. —Hace una pausa—. Recuerda, eres mía y yo decido sobre tu vida y tu muerte. —La sonrisa maléfica se le vuelve a dibujar en la cara—. Y ahora, como soy magnánimo, te concederé unos minutos para que llores. —Le acaricia la melena—. Después quiero que salgas de aquí y que dejes que las ratas se coman a esta basura humana. —Se voltea y agrega mientras se aleja—: Daré orden de que nadie entre en esta parte de los calabozos durante semanas. Luego, cachorro, serás tú la encargada de venir a recoger los huesos roídos.
Aprieto el puño de la mano que no sostiene la impregnación y murmuro:
—Lo siento, Dharta.
Veo cómo llora sobre lo poco que queda con vida del joven. Sufro tanto por la rabia que arde en mi interior, tan fuerte es, que el miedo de quedar aprisionado en este plano me obliga a soltar el rastro.
La imagen de la guerrera sollozando sobre el rostro desfigurado de su amor se desvanece. Agacho la cabeza. Aun estando separado de mi cuerpo físico, noto cómo de uno de los ojos brota una lágrima que resbala por la mejilla y cae sobre la cama.
«Lo siento» pienso con tristeza, mientras camino y me alejo buscando el rastro del álbado.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top