Capítulo 68 -La luz es eterna-
We'ahthurg salta y me ataca con las espadas. Aunque elevo a Dhagul y bloqueo, la fuerza con las que impactan las hojas me obliga a inclinarme un poco. Antes de que pueda aprovecharse de la ventaja, justo cuando el Ghuraki termina de caer y pisa el suelo, le lanzo el arma contra el costado para que tenga que cubrirse.
En el momento en que las espadas chocan, suelto la empuñadura de Dhagul, rodeo a We'ahthurg, poso las palmas en su espalda y las cargo de energía.
—A ver cómo te sientes al ser tú el que vuela por la habitación —digo, antes de que explote la manifestación de mi alma.
El Ghuraki sale disparado contra un muro, pero gira el cuerpo en el aire, apoya los pies en la pared, coge impulso, invierte la trayectoria y se dirige hacia mí a gran velocidad.
—Todavía no estás listo —asegura, antes de golpearme con la cabeza en el pecho.
El impacto me empuja un par de metros hacia atrás. Cuando consigo detenerme, tengo a We'ahthurg encima, lanzándome una combinación de puñetazos.
Aunque bloqueo y esquivo, los ataques me fuerzan a ir retrocediendo hasta que mi espalda choca contra una columna. Después de que me frene, por un segundo, en la cara inexpresiva del caudillo se dibuja una tenue sonrisa.
«Sigues jugando... —Observo el intenso brillo amarillo de los ojos—. Te sigues conteniendo».
Espero hasta el último instante, aguardo a que lance el puñetazo, me echo a un lado y el brazo de We'ahthurg penetra en la columna esparciendo bastante polvo.
—Sí, me contengo. —Gira la cabeza, me mira y saca la extremidad de la piedra—. Todavía no estás listo. Hay que presionarte un poco más. —Manifiesto a Dhagul y lo lanzo contra él—. Aún eres débil. —Coge la hoja en el aire, la estruja y la parte.
Lo miro a los ojos, siento la inmensidad de su poder, suelto la empuñadura del arma quebrada, aprieto los puños y digo:
—Te arrepentirás de darme tantas oportunidades.
Cierro los párpados, inspiro con calma y me sumerjo en lo más profundo de mi ser. Todavía no soy capaz de canalizarlo del todo y muchas veces se me escapa de las manos el poco control que obtengo. Aun así, no me rindo. Tengo la certeza de que soy uno con el silencio y por eso busco la unidad con la fuerza primordial.
Al instante, mientras noto una suave vibración en el cuerpo, escucho los susurros que son portadores de las voces que emanan del silencio. En sintonía con ellos, manteniendo los ojos cerrados, esquivo los ataques del caudillo. En esta danza, me guía la melodía que produce la fuerza que dio forma a la creación.
—Soy silencio —murmuro.
Le golpeo en el pecho con la palma y lo lanzo contra una columna. Abro los ojos, veo cómo We'ahthurg la atraviesa, cómo las piedras caen amontonándose y cómo rebota contra el suelo. Cuando consigue frenarse, mueve la mano, crea una corriente de aire y aleja la nube de polvo.
El caudillo, mientras se sacude el pecho, dice:
—No está mal. Nada mal. —Los ojos le brillan con mucha intensidad—. Sigamos.
Corre hacia mí, pero poco antes de alcanzarme cambia el rumbo para bordearme. Sin detenerse, eleva la mano y da forma a una docena de estalagmitas de energía que me apuntan desde el aire.
—Retrasas lo inevitable —digo, esquivando las puntas que se clavan en el suelo—. Hoy morirás —añado, saliendo del pequeño laberinto que han formado las construcciones energéticas.
—Puede ser que sea así —escucho a mi espalda—. Pero tendrás que esforzarte para conseguir matarme.
Al mismo tiempo que me doy la vuelta, We'ahthurg, con la palma cargada de energía, me toca y me lanza contra las estalagmitas. Cuando choco contra ellas una gran explosión me arroja por los aires.
«Silencio...» pienso, concentrándome, controlando la trayectoria.
Echo las palmas hacia atrás, freno el impulso y caigo al suelo. Manifiesto a Shaut y lo lanzo. El puñal se multiplica en el aire y se convierte en decenas de proyectiles que vuelan directos hacia el Ghuraki.
—No está mal —susurra We'ahthurg, antes de materializar las espadas de energía, dar una vuelta sobre sí mismo y desviar los puñales con las hojas.
Con Dhagul en la mano, corro hacia él y me preparo para atacar.
—Veamos si puedes frenar esto —le digo, creando pequeños portales desde los que salen disparadas varias cadenas carmesíes.
Cuando me aproximo, mientras lo veo esquivar los golpes de los eslabones, le lanzo el filo del arma contra el estómago. We'ahthurg reacciona rápido, lo desvía con una espada, me mira a los ojos, presiona la hoja y me fuerza a bajar el brazo.
—Me decepcionas. —Con la inexpresión dominándole el rostro, pisa a Dhagul hasta conseguir que suelte la empuñadura—. Estás tardando más de lo que pensé en canalizar tu poder. —Eleva la espada, me posa la punta en la garganta, la hunde un poco y brota un hilillo de sangre—. Debes esforzarte más.
Muevo los ojos, miro la cadena que baila detrás de él y la dirijo hacia su cuello. Cuando se enrosca, cuando empieza a asfixiarlo, el Ghuraki suelta las armas y se aferra a los eslabones.
—Te has confiado. —Sin apartar la mirada de su rostro, viendo cómo se le marcan las venas, recojo a Dhagul—. Tu obsesión te ha conducido a la derrota.
Mientras observo cómo intenta balbucear sin éxito, lanzo el filo del arma y le atravieso la barriga. Empapada en sangre, la hoja de energía sobresale por la espalda.
—Se acabó. —Muevo la mano y la cadena se desenrosca.
El Ghuraki se aferra a la espada y cae de rodillas. Cuando las tibias chocan contra el suelo, fija la mirada en la herida y en el intenso goteo de sangre que se extiende por el arma.
—Por fin has conseguido canalizar algo más de poder —susurra.
Aunque el odio quiere apoderarse de mí, recordándome lo que hizo este ser, insistiendo en que lo torture, ignoro ese sentimiento y dejo que la paz del silencio se adueñe de mi alma.
Inspiro con calma y observo durante unos segundos cómo se desangra. Alzo la mano, apunto al Ghuraki con la palma y sentencio mientras la energía se concentra en ella:
—Aquí acaba la lucha que tanto ansiabas.
Un haz sale disparado y le quema la carne. A la vez que se le deshace la piel, los músculos y los huesos, We'ahthurg suelta intensos gritos. Antes de que Dhagul caiga al suelo sobre la pringue en la que se ha trasformado el cuerpo del Ghuraki, contemplo cómo se derrite la calavera del caudillo.
—Aquí acaba tu reinado. —Muevo la mano y la energía que da forma a la espada retorna a mí.
Me quedo casi un minuto contemplando los restos pringosos, siendo testigo de la victoria sobre la tiranía y la locura. Tras ese tiempo, me dirijo hacia la compuerta observando cómo las estatuas de las columnas se agrietan y se convierten en polvo.
«Es el fin del yugo Ghuraki» pienso, mientras poso la mano en el metal de la puerta y lo desintegro.
Doy unos pasos, camino sobre la alfombra teñida con sangre y me adentro en la antesala. Lo único que queda ya por hacer es salir del templo, acabar con los pocos Ghurakis que aún estén con vida y sacar a los inocentes del Erghukran.
—Hemos ganado —susurro.
Poco después de que se apague el débil sonido de las palabras, la estancia empieza a dar vueltas. Sin comprender qué está sucediendo, giro la cabeza hacia un lado y otro. Mientras recorro el entorno con la mirada, la representación de la sala desaparece y la oscuridad acaba por rodearme.
—¿Qué pasa? —pregunto, mirando hacia todos lados.
Antes de escuchar la voz de We'ahthurg, oigo las palmadas que da.
—Conseguiste vencer a la manifestación que preparé para despertar parte de tu poder.
Poco a poco, la oscuridad desaparece y deja paso a la imagen de la sala del trono. Para mi sorpresa, me encuentro en el mismo lugar donde estaba cuando empecé a hablar minutos atrás con el caudillo Ghuraki.
Desorientado, clavo la mirada en los intensos ojos amarillos y pregunto:
—¿Qué brujería has usado?
—Ninguna —responde, sin levantarse del trono—. He manifestado una parte de mi ser y he obligado a tu alma a desprenderse de tu cuerpo. —Da un trago al líquido verduzco de la calavera que sujeta y lo escupe—. Te he introducido en una proyección para que lucharas, para que te convirtieras en un rival digno.
Estoy a punto de perder el control, de lanzarme contra él guiado por la ira, pero me sereno, inspiro con fuerza por la nariz y camino despacio hacia el trono.
—Eres más poderoso de lo que me pensaba —admito.
—Todavía es pronto para que juzgues mi poder. —Se levanta, aprieta la calavera y la parte. El líquido gotea por su puño y cae al suelo derritiéndolo—. Ha llegado el momento de que combatamos de verdad. —Chasquea los dedos y el templo explota.
Despedazadas, las piedras de los muros, del techo y de las columnas, salen disparadas y se esparcen por la ciudad en forma de nubes de polvo.
Observando la muestra de su poder, me doy cuenta de que aún no estoy preparado para vencerlo.
«Debo ser capaz de canalizar más silencio...».
We'ahthurg se mueve a tal velocidad que me es muy difícil seguirlo con la mirada. Después de perderlo de vista, escucho cómo dice detrás de mí:
—Esfuérzate. —Me coge de la nuca y me lanza contra el suelo—. Hazlo o muere. —Antes de que pueda levantarme, me pisa la cabeza—. Canaliza tu poder, sé dueño del silencio. —Intento flexionar los brazos, pero el Ghuraki pisa con más fuerza y me lo impide—. Consíguelo o desaparece.
Con el rostro hundido en la roca pulida, con un gran sentimiento de impotencia, me dirijo al silencio:
«¿Por qué? ¿Por qué siempre me concedes el poder justo para no morir, pero no me das el poder necesario para acabar con mis enemigos de un vez por todas?».
Después de interrogar a la fuerza primordial, escucho el sonido que producen las hachas de Doscientas Vidas al surcar el aire.
We'ahthurg ladea el cuerpo para no ser alcanzado por las armas y la presión sobre la cabeza disminuye. Aprovecho que el Ghuraki está concentrado en esquivar el ataque y me libero. Ruedo, me alejo y me levanto.
Le miro los ojos resplandecientes y, al mismo tiempo que se manifiesta el aura carmesí, le digo:
—No puedes vencer. Por muy poderoso que seas, acabarás cayendo. Tú luchas solo, nosotros en grupo.
El caudillo observa de reojo a mis compañeros y responde:
—Están aquí porque lo he permitido. Has aprendido a serenarte y, con ello, a alcanzar más poder. —Centra la mirada en mí—. Pero ha llegado el momento de que pierdas la calma y te desesperes. Solo así serás un rival digno.
Algo inquieto, canalizo todo el poder que está a mi alcance y le golpeo en el estómago. Tras el impacto, siento un fuerte dolor en los nudillos.
—Aún no estás listo. —Con el reverso de la mano, me sacude con mucha fuerza en la cara, consiguiendo que vire el cuerpo—. Es hora de empezar la segunda fase de la invocación de tu poder.
Mientras retrocedo un par de pasos y me pongo en guardia, oigo el sonido de los rayos que arroja Asghentter. Al volver a mirar a nuestro enemigo, observo cómo lo recubre el intenso brillo que producen los proyectiles.
—La oscuridad no vencerá, será exterminada —pronuncia El Primigenio sin dejar de disparar relámpagos.
Cuando mi hermano está a punto de llegar a nuestra altura, el Ghuraki mueve el brazo y proyecta un haz rojo envuelto por un halo negro que lo golpea y lo tira al suelo.
Mukrah canaliza la pequeña fracción del poder de la luna roja que aún permanece en su cuerpo y la lanza contra el Ghuraki. La energía del astro muerto quema parte de la piel del caudillo.
—¿Eso es todo lo que puedes hacer? —pregunta We'ahthurg, antes de mover la mano y lanzar al hombre de piedra fuera de la ciudad.
—¡Maldito! —brama Doscientas Vidas.
Geberdeth corre empuñando las hachas. Gracias a las armas divinas desvía un par de haces.
—El dios te regaló unas hachas muy eficaces —dice el Ghuraki—. Aunque me temo que no podrán salvarte. Eres demasiado débil para aprovechar su potencial.
Cargo de nuevo contra We'ahthurg y le golpeo en la cara. Esta vez al menos consigo que tenga que mover un poco la cabeza.
—No vencerás —aseguro.
—Puede ser. —Me coge el puño y lo aprieta hasta romperme los huesos—. Aunque para que sea derrotado hace falta que canalices tu poder.
—¡Suéltalo, monstruo! —brama Doscientas Vidas, al mismo tiempo que dirige el filo de un hacha contra el brazo del Ghuraki.
—Será un placer. —Retrocede un paso—. Aunque tú también vas a soltar algo. —Con rapidez, coge las muñecas de Geberdeth, las gira, las rompe y las hachas caen al suelo.
Aun plasmándosele el dolor en el rostro, Doscientas Vidas no le concede al Ghuraki el placer de verlo gritar.
—No eres más que un necio hinchado de poder —después de hablar, con una gran sonrisa, Geberdeth le escupe en la cara.
We'ahthurg empuja con mucha fuerza a Doscientas Vidas. El choque con el suelo, aparte de lograr que pierda el conocimiento, le rompe algunas costillas.
—¡No! —Aunque tengo un puño inutilizado, me levanto y le golpeo con el otro.
—Sigues siendo débil. —Me coge del cuello—. Contempla la muerte de tu amigo y pierde la razón. —Me da un cabezazo y me parte la nariz—. Desata tu poder.
Por más que lo intento, los músculos no responden. De algún modo, ha conseguido inmovilizarme el cuerpo.
Mientras se dirige hacia Doscientas Vidas, dice:
—Es hora de empezar a arrebatarte a aquellos que te importan.
Asghentter, cubierto por un intenso brillo azul, le impide alcanzar a Geberdeth.
—El único que morirá hoy serás tú —pronuncia El Primigenio.
—Puede ser, pero si muero no será por ti.
We'ahthurg lanza una combinación de puñetazos que Asghentter esquiva con facilidad.
—Hace mucho, juré que no descansaría hasta acabar con los hijos de las sombras. —El brillo azul del cuerpo se intensifica—. Viví y perdí una guerra. —Abre las manos y se crean dos esferas de energía sobre las palmas—. Pero no estoy dispuesto a que eso vuelva a suceder.
Por primera vez, el Ghuraki muestra algo de intranquilidad.
—¿Estás dispuesto a agotar tu energía en un intento desesperado de frenarme?
—La luz nunca desaparece. Solo se trasforma.
Asghentter se lanza contra We'ahthurg y le golpea con las esferas en la cabeza. Mientras del interior del Ghuraki emerge un grito agónico, el intenso fulgor azul me obliga por un segundo a cerrar los párpados.
—No puedes vencerme —masculla el Ghuraki.
—Quizá no. Pero lo que sí que puedo lograr es darle algo de tiempo a Vagalat. —Las esferas explotan—. El suficiente para pensar en cómo acabar contigo.
Libre de la inmovilización, camino hacia ellos y suplico viendo cómo el cuerpo de mi hermano se trasforma en cristal azul:
—Por favor, detente.
Los ojos de Asghentter, que comienzan a agrietarse, se centran en mí.
—La luz es eterna. —El Ghuraki cada vez grita con más fuerza—. Siempre renace. —El Primigenio explota y lanza al caudillo por los aires.
Turbado, con el dolor clavándoseme con fuerza en el pecho, observo cómo se desintegran los miles de pequeños cristales que daban forma al cuerpo de mi hermano. Incluso cuando el último de ellos desaparece con un intenso brillo, me cuesta asimilar lo que acaba de pasar. Mi ser no quiere aceptar que ha dejado de existir.
Con la rabia poseyéndome, me giro y observo al Ghuraki tirado en el suelo. Tiene el cuerpo lleno de heridas y parece que le cuesta moverse.
—Maldito —digo, mientras empiezo a caminar hacia él, mientras el aura que me recubre el cuerpo cambia de color y se trasforma en una densa capa oscura.
Cuando apenas he dado unos pasos, escucho cómo tose Doscientas Vidas. Parpadeo un par de veces, la ira quiere empujarme hacia el enemigo, pero la razón quiere que ayude a mi hermano.
—Vagalat... —me llama Geberdeth con la voz rasposa.
Aprieto los dientes, niego con la cabeza y, aunque me cuesta, me doy la vuelta y me dirijo hacia Doscientas Vidas. Mientras ando hacia él, escucho el sonido que producen las costillas rotas con cada respiración.
—Tranquilo, te sacaré de aquí —le digo, ayudándole a levantarse.
Geberdeth escupe sangre.
—Pensé que mi muerte sería más honrosa —las palabras se mezclan con el ruido que producen los pulmones.
—No vas a morir —le aseguro—. No permitiré que muera nadie más.
—Asghentter... —le cuesta hablar.
—Guarda las fuerzas.
Mientras nos vamos alejando, siento cómo las heridas del Ghuraki se sanan. Debo darme prisa, dejar a Doscientas Vidas en un lugar seguro y volver para acabar con el caudillo. Ese monstruo debe pagar por el sacrificio de Asghentter.
Cuando hemos recorrido gran parte de la avenida, La Cazadora, con la cabeza de Shatt'sheeh en la mano, llega a nuestra altura y pregunta al ver a Geberdeth a punto de perder el conocimiento:
—¿Qué ha pasado?
La emoción que he podido controlar hasta este momento se apodera de mí y consigue que las lágrimas broten de los ojos.
—Asghentter... —digo con la voz entrecortada.
La mano de la Ghuraki se aferra con más fuerza al cabello de Shatt'sheeh.
—No... —Lanza la cabeza contra las ruinas humeantes y brama—: ¡No!
Doscientas Vidas tose sangre.
—Necesito que te lo lleves. Encuentra a Mukrah y marchaos de aquí junto con nuestros aliados oscuros.
—No —replica.
La miro a los ojos.
—No es una petición. Es una orden.
La Ghuraki ladea la cabeza y, tras un segundo, aunque le cuesta, dice:
—De acuerdo.
Mientras coge a Doscientas Vidas y se aleja con el corazón ardiendo con el deseo de ayudarme a acabar con We'ahthurg, me doy la vuelta y observo los relámpagos púrpuras que resplandecen en las ruinas del templo.
—Te estás recuperando. —Contemplo cómo se forman unas densas nubes amarillentas sobre el lugar en el que se haya el Ghuraki—. Mejor así. —Empiezo a andar—. Quiero destrozarte y que seas consciente de que te arranco los miembros mientras eres dueño de tu poder. —El aura carmesí se manifiesta y, al poco, deja lugar a una de color blanquecino—. Hoy sufrirás y conocerás lo que significa la muerte del alma.
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