Capítulo 67 -Cara a cara-

Mientras caminamos por una gran avenida empedrada, en la que confluyen varias calles estrechas y tortuosas, vemos las ruinas humeantes de los edificios; la ciudad ha sido destruida.

—Maldito loco —dice Doscientas Vidas.

—Nos envía un mensaje —señalo—. We'ahthurg ha arrasado la capital demostrando que no le interesa su pueblo, que no le interesa gobernar, que solo desea que llegue el momento de combatir.

Al mismo tiempo que seguimos andando, Mukrah inspecciona con la mirada los escombros calcinados y manifiesta:

—El Ghuraki menosprecia la vida de los suyos. —Miro de reojo al hombre de piedra—. Devastando la capital ha dejado patente que piensa que solo será merecedor de vivir si supera a aquellos que ansían vengarse de él. —Detiene la mirada sobre un cuerpo carbonizado—. Estas ruinas, en las cuales aún se percibe el calor del fuego y de la vida, proyectan la determinación y la demencia del caudillo. —Se queda pensativo durante un segundo—. Nuestra rebelión le dio la libertad para no reprimir más los negros deseos que mantenía aprisionados en lo más profundo de su consciencia. En cierta forma, al liberarnos lo hemos liberado.

Centro la mirada al frente y pienso en lo que acaba de decir Mukrah. El hombre de piedra tiene un don especial, es capaz de interpretar las motivaciones. Por eso ha sido capaz de captar la magnitud de los actos del caudillo Ghuraki.

Hace unos minutos, cuando vi la ciudad derruida, supe que We'ahthurg nos quería enviar un mensaje claro. Que no se movería, que nos esperaría, que por encima de todo deseaba luchar. Sin embargo, hasta que Mukrah lo ha mencionado, desconocía que de fracasar consideraría que no merece vivir. Y también que el exterminio que ha desatado contra su pueblo tuviera la raíz en nuestras acciones.

Pensando en la demencia del caudillo, contemplo los cuerpos de Ghurakis carbonizados que se hallan en las ruinas y me digo:

«Has disfrutado matando a los tuyos. —Observo cómo el viento golpea algunas brasas y escucho el chisporroteo que producen—. ¿Cómo has podido reprimir durante tanto tiempo tu verdadero ser? ¿Cómo se lo has podido ocultar a tu pueblo?».

Tras unos segundos, oigo en mi mente la respuesta del caudillo:

«Aún no había llegado el momento de liberarme».

Sin detenerme, acercándome junto con mis compañeros al gran templo de gruesas columnas grises que se halla en el centro de la ciudad, sigo hablando con We'ahthurg:

«Hasta hoy, no me imaginaba que tu locura fuera tan profunda. Has sacrificado a miles sepultándolos entre la ruinas de la capital. Has disfrutado matando a parte de tu especie. Destruiste las facciones creyentes de Los Asfiuhs no solo para vencerlas, sino para debilitar el número y la eficacia de tu ejército. —Durante un instante, pienso en la magnitud del plan que ha llevado a cabo—. Masacraste humanos y Ghurakis por igual para asegurarte que llegara pronto. Incluso el pacto con Abismo solo ha sido una maniobra para acelerar el crecimiento de mi poder. Te has obsesionado en combatir conmigo».

La respuesta tarda unos momentos en sonar en mi mente:

«No lo comprenderías. Desde que fui creado he considerado este cuerpo una prisión. Los que me dieron forma lo hicieron para que llegado el caso fuese capaz de matarlos. Me diseñaron como un arma, pero no me permitieron nunca usar la totalidad mi poder. Me atormentaron mermándome. Y luego me lanzaron a esta bola de fango. —Hace una pausa—. Por suerte, al librarte del Primer Ghuraki, me has liberado».

Antes de cortar la conversación y blindar los pensamientos, con serenidad, sin dejarme llevar, le digo:

«Cuando esto acabe, eso no será lo único que habré hecho por ti. Voy a hacer que pagues. Morirás sufriendo».

Después de alzar una barrera mental, mientras el odio que siento por él se incrementa, pienso en las atrocidades que ha cometido, en las ejecuciones de inocentes que ha ordenado y en la barbarie que ha desatado sobre parte de su pueblo.

Sin dejar de andar, cierro los párpados e inspiro por la nariz. Antes del encuentro con el dueño de Abismo, antes de las revelaciones, no habría podido mantener la calma al hablar con el caudillo Ghuraki.

«No puedo permitirme no ser dueño de mí mismo y de mi poder. Ahora controlo las emociones y he de seguir siendo consciente de lo que fui, de lo que soy y de lo que seré».

Mientras continuamos caminando por la avenida empedrada, al mismo tiempo que el viento empuja contra nosotros el hedor de la carne calcinada, abro los ojos y vuelvo a contemplar la muerte y la destrucción.

Debería de alegrarme por el destino de estos Ghurakis, pero lo único que siento es tristeza; tristeza por no haber sido yo el que acabara con ellos. En el fondo, lo más probable es que We'ahthurg les haya hecho un favor. Conmigo habrían sufrido mucho más.

Cuando estamos casi a la altura del templo, un grupo de Ghurakis muertos, con la carne negra y descompuesta cayéndoseles a trozos, bajan las gruesas escaleras de mármol y nos cortan el paso.

Uno de ellos, el más alto y fornido, se adelanta, me señala y dice:

—Solo tú. —Mira a mis compañeros—. Ellos no entrarán.

La respuesta de Doscientas Vidas no se hace esperar, lanza un hacha y decapita al Ghuraki. Mientras la cabeza cae y rueda por el suelo, Geberdeth ríe, da un paso, recoge el arma en el aire y suelta:

—¡Esto sí que es vida! —Eufórico, blandiendo las hachas, alza los brazos y con una gran sonrisa surcándole el rostro les enseña los filos a los seres descompuestos—. ¡Démosles a estos malditos Ghurakis putrefactos una muestra del amor que sentimos por ellos! —Ríe—. ¡De lo mucho que amamos desmembrarlos!

Mukrah se cruje los nudillos y manifiesta:

—Por el halo dorado de los que caminaron por el sendero perdido, mostrémosles a dónde conduce la ira de aquellos que consideraron esclavos. —Sin poder reprimirla, la rabia se le plasma en el rostro—. Ahora, somos las lágrimas derramadas, las vidas segadas y los corazones detenidos. Somos los mensajeros de los que fueron enmudecidos por la tortura y la barbarie. Hoy, somos los gritos de dolor que retornan del reino de La Moradora Oscura. Hoy, somos los portadores de la venganza.

Asghentter materializa el arco de luz y dice antes de disparar una flecha:

—No pararemos hasta erradicar la oscuridad de este mundo.

La saeta de energía alcanza el pecho de un Ghuraki muerto, lo lanza contra el grupo y varios caen al suelo. Doscientas Vidas corre hacia ellos, esquiva una espada, raja el abdomen de uno, sigue hacia delante y brama antes de saltar sobre los que han tropezado:

—¡Deseaba que llegara este día!

Mientras Geberdeth ríe y hunde los filos en los cráneos de los Ghurakis, a la vez que Mukrah rompe los huesos de los cuerpos putrefactos, al mismo tiempo que El Primigenio arroja rayos que carbonizan a nuestros enemigos, subo los peldaños que me separan de We'ahthurg y me adentro en el templo.

Con cada paso que doy dejo atrás el sonido de la batalla. Poco a poco, escucho cómo arden las llamas de unas lámparas ovaladas que cuelgan del techo. Las fuentes de luz se hallan alienadas a los lados de una larga alfombra roja que conduce a una compuerta del mismo color. Mirando el tejido y la superficie de la puerta me doy cuenta de que han sido coloreadas con sangre humana.

—Parecía imposible, pero has conseguido que tenga más ganas de matarte —mascullo, al mismo tiempo que doy una patada y abro la compuerta.

Recorro el entorno con la mirada y observo la inmensa sala. Es la misma que vi en el recuerdo de Shatt'sheeh, la que contiene columnas con esculturas de Ghurakis.

Desde el otro lado de la estancia, sentado en un trono, We'ahthurg se dirige a mí con un tono que no denota ninguna emoción:

—Por fin has llegado. —Sin dejar de mirarme, sorbe un líquido verduzco de un cráneo—. Tenía muchas ganas de que llegaras. —Se limpia los labios—. De que vinieras siendo capaz de controlar mucho poder. —Tira la calavera y se pone de pie—. Es magnífico que ya estés aquí.

Aunque camino con determinación hacia él, después de dar unos pasos, cuando escucho cómo la compuerta se cierra, me detengo y miro hacia atrás.

—Magia... —susurro.

—Así es. —Centro la mirada en We'ahthurg—. Mis siervos conjuraron la sala del trono para que nadie nos pudiera molestar. Nadie más está invitado a este enfrentamiento. —Con una mano, sujeta un lado de la capa roja que le cubre la espalda y tira de ella hasta que esta cae al suelo—. Mejor así. Exceptuando al ser de luz, que quizá sobreviviría a algunos golpes, si tus amigos estuvieran aquí morirían rápido. —Con la inexpresión marcada en el rostro, añade—: No quiero que nada te entristezca y merme tu poder. Quiero que seas un rival digno.

Doy un par de pasos, me quedo en el gran espacio que hay entre dos columnas y pregunto:

—¿Por qué? ¿Por qué esa obsesión conmigo? ¿Por qué me empujaste a acelerar la guerra? —Aunque me viene a la mente el recuerdo del caudillo rompiendo el cuello de la niña, sigo hablando sin perder la serenidad—: En este tiempo, me he enfrentado con seres con el mismo poder que yo. E incluso con algunos que me superaban. ¿No te valía combatir contra un Conderium? —Observo los penetrantes ojos de iris amarillo—. ¿Por qué yo?

Desciende los escalones que hay delante del trono.

—Tú lo provocaste. Provocaste el deseo de enfrentarme a ti. —Se frota lentamente las manos—. Al deshacerte del Primer Ghuraki, me arrebataste la oportunidad de ofrecer una ofrenda a uno de los olvidados y desencadenaste las ganas de darte una lección.

—¿Darme una lección? ¿Matando a decenas de miles de inocentes?

—No, eso lo hice por placer. La lección te la daré hoy. —Por unos instantes, dirige la mirada hacia un relieve dorado que muestra a un extraño animal con una larga cornamenta—. Aunque antes quiero agradecerte lo que has hecho por mí. —Vuelve a centrar la mirada en mi rostro—. Al principio, mientras veía que perdería la posibilidad de complacer a un ser antiguo, mientras percibía que el Primer Ghuraki era desterrado de nuevo, casi sentí ira. Sin embargo, al poco me di cuenta de que, al volatilizar la consciencia del segundo de mi especie, Ghoemew liberó el potencial que mis creadores encerraron en lo más profundo de mi ser. —Clava la mirada en mis ojos—. Por primera vez desde que me dieron forma, estoy completo. —Cierra el puño y lo observa—. Por eso, no puedo más que agradecerte lo que hiciste.

Pienso en lo que ha dicho y pronuncio algo extrañado:

—¿El segundo de tu especie...? —Lo miro de arriba abajo, noto cómo se manifiesta la energía de su alma y comprendo lo que ha querido decir—. Te crearon antes que al Primer Ghuraki. —Contemplo el iris amarillo de los ojos—. Eres el primero de tu especie... Y tu pueblo no lo sabía.

Asiente.

—Así es. —Se coge las manos por detrás de la cintura y camina hacia una columna—. Solo lo sabían mis creadores. —Se detiene y observa una gigantesca estatua de un Ghuraki aplastando un corazón—. Incluso el Primer Ghuraki lo ignoraba. —Gira la cabeza y me mira—. Hasta hace poco ni mi descendencia era consciente de quién era su padre. Haskhas y Essh'karish no llegaron a saberlo, murieron antes de que me liberase y quisiera revelar mi autentica naturaleza. En cambio, Shatt'sheeh es conocedora de cuál es su linaje. —Empieza a caminar hacia mí—. Ella, la mayoría de mis creadores y tú sois los únicos que conocéis lo que soy. —Mueve la mano y me incita a ataque—. Pero dejemos ya los detalles. Va siendo hora de que pasemos a la acción. —Los ojos se le iluminan.

Aprieto los puños, corro hacia él y le golpeo en el pecho. Los músculos le tiemblan, pero no consigo que retroceda. Manifiesto el aura carmesí, le sacudo en la mandíbula y le obligo a girar la cara.

—No está mal —admite—. Aunque espero algo más de ti. —Me da con la palma en la parte frontal de la armadura y consigue agrietarla—. No estás demostrando el potencial de un adversario digno. Voy a tener que hacer que te esfuerces. —Me pisa la rodilla, parte el metal que la recubre, rompe la articulación y me obliga a gritar—. Te enseñaré a controlar tu poder. No quiero combatir contra un juguete roto. —Me coge del cuello y me lanza hacia una columna.

We'ahthurg, mientras impacto contra una estatua de un Ghuraki y la destrozo, me observa con los brazos cruzados.

—Maldito... —mascullo, salgo de la estructura de la columna y me dejo caer.

Después de descender varios metros, cuando toco el suelo, la pierna rota se dobla y el dolor me arranca un gemido.

—Debes aprender a curarte más rápido. Debes visualizar lo que quieres lograr hasta conseguir que sea instintivo y que no haga falta imaginártelo. —Se mueve a tanta velocidad que apenas me da tiempo de pestañear—. Debes controlar la regeneración. —Me golpea con la palma en la nuez y la hunde en el cuello—. Eres más fuerte de lo que crees. —Lanza el codo contra la mandíbula—. El único culpable de tu debilidad eres tú. —Me da un rodillazo en el cuadriceps y me fractura el fémur—. Visualiza tus huesos triturados y sánalos. —Me golpea en el pecho y me lanza contra un muro.

Después de que me frene la piedra embrujada, me separo de la pared e intento mantener el equilibrio.

«He de vencerte...».

Aunque me esfuerzo, la pierna sana me tiembla y acaba por ceder. Antes de chocar contra el suelo, me da tiempo de cubrirme la cara con el antebrazo.

—Te mataré —pronuncio con rabia, al mismo tiempo que flexiono los brazos, apoyo el peso en la rodilla sana y me yergo.

—La ira te nubla. Te hace débil y lento. Debes ignorarla y dejar que fluya. —Corre hacia mí y me clava la suela en la barbilla—. No podrás frenar los ataques a no ser que domines tu cuerpo y tu alma. —Coge impulso, gira sobre sí mismo y me lanza la pierna contra la cabeza.

Reboto varias veces en el suelo mientras salgo disparado hacia el otro extremo de la estancia. Cuando al fin cesa la inercia, apoyo las palmas, flexiono los brazos y, casi sin fuerza, repito un par de veces:

—Dejar fluir la ira. —Me limpio la sangre que brota de la nariz con el dorso de la mano.

—Así es. —Se mueve con gran velocidad y me golpea con el puño en la coronilla—. Debes hacerlo.

Lucho contra el mareo, intento levantarme, pero me es imposible. Los músculos de los brazos me fallan y el rostro acaba impactando contra el suelo. Impotente, mientras echo el aliento sobre la roca pulida en la que me hallo tirado, oigo alejarse los pasos del caudillo.

—Silencio... —susurro—. Debo llegar al silencio. Silenciar la ira. Silenciar los sentimientos.

Cierro los ojos, inspiro con calma y visualizo mi cuerpo sin ninguna herida. Me imagino que la energía brota, que la domino y que soy capaz de bloquear los ataques de We'ahthurg.

Cuando noto el calor del silencio en mi interior, escucho cómo se detienen los pasos del caudillo Ghuraki.

—Por fin. Por fin tu poder empieza a aumentar. —Hace una pausa—. Necesito que luches canalizando tu energía.

Al mismo tiempo que siento cómo las heridas se sanan y cómo el tejido se vuelve más resistente, aseguro:

—Te daré lo que buscas. —Me levanto y manifiesto el aura carmesí—. Conseguirás lo que tanto ansias. —Corro hacia él y dejo que fluya mi ser.

—Perfecto. —Se pone en guardia.

Lanzo un puñetazo, pero lo bloquea. No me detengo, giro, cojo impulso y dirijo el codo contra su rostro. Intenta ladearse, esquivarlo y, aunque lo consigue en parte, no puede evitar el golpe. Mientras el impacto le obliga a girar la cabeza, la saliva mezclada con sangre le sale disparada de la boca.

—Bien hecho —dice, al mismo tiempo que me lanza los nudillos contra el costado.

No puedo evitar soltar un gemido al sentir cómo el metal de la armadura se agrieta y se clava en la carne.

Aprieto los dientes y mascullo:

—Ha llegado tu final. —Vuelvo a lanzar el codo, pero We'ahthurg lo esquiva y me sacude con la palma en el pecho.

El golpe tiene tanta potencia que me empuja varios metros hacia atrás. Piso con fuerza y me detengo. Inspiro por la nariz, elevo la mano, manifiesto a Dhagul y le apunto con el filo.

Por primera vez, mientras se limpia la sangre que le brota de una pequeña herida en los labios, una tenue sonrisa se le marca en la cara.

—Creo que estás preparado para que empecemos a combatir con más ímpetu. —Baja las manos y materializa dos espadas de energía púrpura—. Todavía tengo que obligarte a que encuentres la forma de incrementar tu poder, pero me alegra que ya hayas dado un primer paso.

Durante unos segundos, lo observo en silencio y controlo las emociones que quieren apoderarse de mí. Cuando siento que sigo siendo dueño de mi interior, me pongo en guardia, muevo la mano incitándolo a que ataque y le digo:

—Al final, cuando esto esté a punto de acabar, te arrepentirás de no haberme vencido mientras tu poder era superior al mío.

Baja los brazos y cruza las espadas hasta que las hojas se tocan y chisporrotean.

—Te equivocas. Pase lo que pase, disfrutaré tanto de la victoria como de la derrota.

Sin poder evitarlo, ansiando vencer y acabar de una vez por todas con esto, media sonrisa se me marca en la cara.

—Entonces, no hagamos esperar más a ese momento.

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