Capítulo 6 -La voz de un dios-
Uno de los Hjamriams se ha mantenido pegado a mi espalda y me ha dado algún que otro empujón hasta que hemos llegado al último peldaño de las escaleras. Una vez arriba, ha acercado la boca a mi oreja, ha castañeado los dientes y ha rugido. Luego me ha dejado bajo la custodia de Dharta.
Al escuchar cómo las mascotas de Essh'karish descienden los escalones, intento mirar a los ojos de la guerrera. Cuando estoy a punto de lograrlo, se gira, me da la espalda y ordena a un par de guardias:
—Llevadlo con El Gárdimo, nuestro señor desea hablar con el esclavo.
Las últimas palabras las pronuncia mientras empieza a andar. No sé por qué, pero siento que esta mujer, de algún modo, puede ayudarme a pisar de nuevo mi mundo.
Me quedo un segundo contemplando cómo se va, sintiendo cómo su fuerte espíritu me trae recuerdos de una antigua compañera de armas. Al verla alejarse, percibo que la fuerza que desprende es similar y me pregunto si bajo esa dura máscara, la que usa para parecer insensible y hasta sádica, no se ocultará la nobleza de un alma ennegrecida por este lugar tan oscuro; por esta Gladia que conecta el mundo con el reino de los condenados.
Una de las guardias, que sostiene una alargada y delgada barra metálica, pregunta:
—¿Te gusta nuestra Gariart, esclavo? —Sonríe y se acerca rápido.
Cuando está a punto de atizarme en el muslo, reacciono instintivamente, esquivo, le golpeo la muñeca y le quito el arma. La mujer, perpleja, no se da por vencida, desenvaina la espada y grita:
—¡Pagarás, escoria!
Los ojos se me recubren con un brillo carmesí y también lo hace el metal de la barra que le he robado a la guardia. Nunca había tenido esta sensación, percibo demasiado poder acumulado. Aparte, aunque parezca extraño, siento cómo el mundo se queda mudo. En este momento, el mundo está en silencio. Ni siquiera soy consciente de la respiración, tampoco de los latidos que me sacuden el pecho. La voz del mundo se ha apagado y solo presto atención a la guerrera que corre histérica hacia mí.
Con un movimiento fugaz, elevo la barra recubierta de energía y golpeo la espada de la atacante. El arma se parte como si fuera una astilla sobre la que cae un hacha. La guardia se frena y tartamudea sorprendida:
—¿Cómo lo has hecho?
—Energía espiritual.
Apoyo con suavidad la punta de la barra en su barriga y el metal desprende una descarga. La mujer sale volando, choca contra una pared y pierde el conocimiento.
Debería sorprenderme el ser capaz de manifestar estas habilidades con tanta potencia. Sin embargo, mi cuerpo prefiere evitar que disfrute del asombro y la realidad me golpea recordándome que, aunque tenga explosiones de poder, aún soy una sombra de lo que fui. Suelto un grito ahogado, dejo caer la barra, me presiono la barriga y las rodillas descienden hasta ser frenadas por el suelo.
Padezco como si me hubieran metido una rata en las entrañas y estuviera desgarrándome por dentro. En este estado de indefensión, veo a la otra guardia acercarse con la espada en la mano, gritando:
—¡Bastardo! —Me escupe y lanza la hoja contra el cuello.
No quiero morir, aún no, quiero defenderme, pero me es imposible. Los músculos parecen haberse convertido en piedra. Lucho, aunque no consigo nada más que mover las cuerdas vocales y emitir un gemido de dolor.
La hoja se desvía, impacta en el cabello, un poco por encima de la nuca, y lo rasura. Siento cómo el frío metal está a punto de rajar la carne. Cierro los ojos y me preparo para desaparecer en los dominios de La Moradora Oscura con una gran sensación de fracaso torturándome.
Antes de que la espada llegue a decapitarme, por la habitación sopla una fuerte corriente de aire caliente. Justo cuando la siento, noto cómo el acero se queda apoyado en la piel.
—¿Qué? —suelto sorprendido al ver que el arma no me ha cortado el cuello—. ¿Qué ha pasado?
Miro a la guerrera y veo que sufre una parálisis casi completa. Tan solo puede mover los ojos.
—Te llamas Vagalat, ¿no? —escucho que alguien pregunta detrás de mí.
Tardo en reaccionar, estoy confundido, no entiendo muy bien lo que ha pasado. Mientras intento encontrar una respuesta, siento en el hombro el tacto de una mano espectral que parece estar compuesta de aire frío.
—Es curioso —dice el que me acaricia con el tacto gélido—. A veces los hombres y mujeres libres son más tontos que los esclavos. —Mueve la punta de los dedos por la espalda—. Esta guardia idiota ha querido matar a nuestro bien más preciado. Menos mal que siempre sé lo que pasa en Lardia. —Separa la mano del dorso y apunta con ella hacia la guerrera—. No volverás a cometer más errores, estúpida ignorante. ¡Degüéllate!
Observo la expresión de terror en los ojos de la mujer y percibo cómo no puede evitar dirigir el arma hacia el cuello. Las pupilas danzan de un lado a otro y el pecho, a causa de la rapidez con la que los pulmones se hinchan y se deshinchan, se sume en una agitación continua.
La hoja se mueve con celeridad de izquierda a derecha, se empapa y consigue que un chorro de sangre me caiga en la cara. Mientras la guerrera se desploma, mientras el ser etéreo ríe, me seco el rostro y me pregunto si alguna vez dejaré de arrastrar a la gente hacia la muerte. Cierto que estaba a punto de matarme, cierto que si hubiera podido me habría defendido y quizá le habría quitado la vida. Aunque esto, esto es aberrante.
Esta mujer actuó impulsada por el miedo a que yo hubiera matado a la otra guardia. Tomó una mala decisión, pero lo hizo guiada por el calor de las emociones que la unían a su compañera. Este ser la tenía bajo control, no había necesidad de matarla, podría haberla castigado de otro modo. ¿Por qué no le dijo lo importante que me he vuelto para la Ghuraki? ¿Por qué en vez de ordenarle que se cortara el cuello no la castigó con unos días en una celda?
—Maldito... —se me escapa un pensamiento en forma de susurro.
—¿Cómo dices? —pregunta y se desplaza flotando en el aire hasta quedar enfrente de mí.
El ser se cubre el cuerpo compuesto de vapor negro con una túnica gris oscuro de bordes azulados. No tiene pies, al menos no se los veo. Debajo de la prenda de ropa, rozando el suelo, hay una nube de color anaranjado. En ella nacen pequeños relámpagos de distintos tonos que centellean y suben por las extremidades hasta llegar al tronco.
—He dicho... —Debajo del cadáver se forma un charco, lo observo y dudo. ¿Debo enfrentarme a este ser? ¿Debo desperdiciar la oportunidad de recuperar el poder y escapar de este antro? ¿Debo hacerlo por una mujer que ha estado a punto de matarme? Tras unos segundos meditándolo, dejo que se imponga la razón por encima de los sentimientos y suelto—: Maldito, eso he dicho.
—¿Maldito? ¿Yo? —Lo que parecen ser sus ojos brillan con las explosiones de millares de pequeños relámpagos anaranjados.
—Sí. —Alzo la cabeza y lo miro con rabia—. Eres un maldito, esta mujer era mía. —La señalo—. Tenía que haberla matado yo. Te maldigo por quitarme la oportunidad de hacerlo.
Parece que la interpretación lo ha convencido, se pone a aplaudir. Las palmas de vapor impactan, se fusionan un poco y producen el sonido de una pequeña explosión.
—Me gustas. Me gusta tu ímpetu. —Se mueve flotando hasta quedar encima del cadáver de la mujer—. Eres un humano extraño, cuando te vi por primera vez en la selección no noté nada especial en ti. —La nube, que parece sostenerlo, envuelve a la guerrera caída—. En cambio, hoy me has sorprendido dos veces. La primera al manifestar esa espada de luz. La segunda hace unos momentos al canalizar la energía en el metal. —De la zona gaseosa que está debajo de las piernas, le nacen unos filamentos que se introducen en el cuerpo sin vida.
—¿Qué demonios es eso? —Aprieto los dientes.
Aunque me cuesta ver la expresión en esa cara tan difusa, parece que en ella se marca una sonrisa.
—Son mis bocas. —Por un segundo, la nube se vuelve transparente y puedo ver cómo el cadáver se contrae poco a poco—. Mi hambre solo se sacia cuando devoro cuerpos y almas.
—¿Qué eres? —Aunque aún me duele mucho la barriga, consigo tragarme el dolor y ponerme en pie.
—No soy qué, soy quién. Mi nombre es Etháro. Vigilo que en Lardia se cumplan los designios de los amos.
—¿Los Ghurakis? —pregunto, observando cómo de la guerrera ya no quedan ni un hueso.
Etháro ríe de forma espectral.
—Eres un humano muy interesante. —El cuerpo se le ilumina con un tono amarillento. Alza la mano, me apunta con la palma y ordena—: Dime por qué no detecto rastro de magia en ti. —Los dedos centellean cada vez con más intensidad. Aunque yo no siento nada, parece que se está esforzando mucho por llegar a mi mente—. ¡¿Cómo es posible?! —exclama, bajando la mano.
Media sonrisa se marca en la cara.
—No lo sé —miento—, estoy tan sorprendido como tú. —Escucho cómo gruñe y añado—: Pero si querías saber por qué no detectaste magia en mí, solo tenías que habérmelo preguntado. —Alzo las palmas y la media sonrisa se transforma en una entera.
—¿Por qué tienes estas capacidades? ¿Por qué eres inmune a mis poderes? —La ira se le manifiesta en forma de pequeños estallidos de luz roja en la cara—. Habla, ¿por qué no detecto magia en ti?
—No la detectas porque no soy capaz de canalizar el flujo de la energía de la vida y la muerte. No soy un magnator.
—¿Magnator?
—Así se les llama en mi tierra a los que aquí llamáis brujos.
—Entiendo... —El número de estallidos rojos desciende—. Entonces, ¿por qué eres capaz de crear una espada de energía?
Sería fácil explicarle cómo funciona mi poder, pero si lo hiciera, viendo de lo que es capaz y lo débil que estoy, quizá le estaría regalando la forma de subyugarme.
—El poder... —Espera una respuesta; los dedos se le menean inquietos—. Soy capaz de hacer lo que hago por... —Un estruendo me interrumpe, parece que cerca ha explotado algo.
—¡¿Cómo es posible?! —exclama—. Esto es intolerable.
—¿El qué?
—Esclavo, nuestra conversación aún no ha acabado. —Me aprisiona en una nube de vapor—. Tu charla con el Gárdimo también se aplaza. —Mueve las manos y me lanza con fuerza hacia una de las entradas que dan a la arena de La Gladia.
La prisión gaseosa se deshace en el aire y acabo chocando contra la tierra negra. No me freno de inmediato, resbalo por la superficie y la piel se araña con los cristales azules. Uno de ellos se me incrusta en la palma y suelta un destello. Antes de que el brillo se apague, oigo en mi mente:
«Vagalat, ¿me escuchas? —¡Es Adalt!—. No voy a dejarte solo, viejo amigo. Te encontraré».
«¡Adalt! —Levanto la cabeza de la arena, las lágrimas brotan de los ojos y resbalan por las mejillas—. Hermano, ¿dónde estás? —Espero a escuchar la respuesta y cuando no llega, insisto—: ¿Dónde estás? Te necesito, estoy débil, necesito que me ayudes a salir de aquí. —Veo cómo Mukrah me observa preocupado y añado—: Te necesitamos».
Durante unos segundos reina el silencio dentro de mí, después oigo de nuevo la voz de mi amigo:
«No sé si me estarás escuchando, si te llegarán mis pensamientos, pero te encontraré. Aunque tenga que ir a buscarte al mismísimo Abismo, no te fallaré. Daré contigo, hermano».
Las lágrimas caen sobre la tierra y algunos cristales brillan. Cierro los puños, aprieto la arena, me arrodillo y apoyo los nudillos en la frente.
«Adalt, sé que lo harás. Sé que podrás llegar a este mundo. Volveremos a luchar juntos, hermano».
Siento cómo la piel de las palmas me empieza a escocer, abro las manos y veo que los cristales se han vuelto rojos.
—Esclavo, levanta —ordena El Campeón. Al darse cuenta de cómo me brillan los dedos, agrega con voz temblorosa—: Tenemos orden de recluiros en vuestras nuevas celdas.
—¿Por qué? —pregunta Mukrah—. ¿Qué ha sido eso que ha caído del cielo?
El Campeón me tiene respeto y conmigo se expresa con cautela. En cambio, parece que en Mukrah ve a un inferior.
—Asqueroso hombre de piedra, ¿por qué no te muerdes la lengua y no me preguntas sobre cosas que no te incumben? —Aprieta la empuñadura del látigo y lo convierte en un arma de fuego de llama azulada—. ¿Te acuerdas de lo mucho que te gustó la última vez? —escupe las palabras con satisfacción, disfrutando con cada una de ellas.
Aunque Mukrah no retrocede, se nota que se prepara para aguantar el dolor.
—Déjalo —digo, agachando la cabeza, observando el brillo que producen las piedras que me rodean.
Ríe; al darme la espalda no ha visto cómo parte de la arena centellea. Tampoco cómo las guardias están paralizadas. Todos menos él han sido testigos del resplandor que desprende mi cuerpo. Incluso Dharta, que se halla en la otra punta de La Gladia, está inmóvil.
—El que te quieran con vida no significa que puedas hablarme en ese tono... —Calla cuando se gira y contempla el espectáculo lumínico—. ¿Qué demonios? —murmura.
Los sentidos se han amplificado y escucho a la perfección lo que dice. De algún modo, mi alma ha contactado con la del dios asesinado. La arena que alguna vez formó parte de él sirve como medio para escucharlo.
«Hajr ghaethet germer par droggjan».
No entiendo muy bien lo que dice, pero sí sé lo que siente. Está atrapado en La Gladia y en los lugares donde usan sus restos como un portal al Erghukran: al Infierno debajo del Infierno.
«Merf fero paere aheterte jahsau», siento que me pide que lo libere, que destruya La Gladia.
«Hartte opakore werthp kduai aiuyw qeiowjer», cada vez entiendo mejor las palabras, quiere que derrame la sangre de un Ghuraki sobre la arena, la de uno poderoso.
«Hbnarn pdhert garw kjaer poeyuiv retysavbv poanwhsi ajdkogje» dice que si consigo liberarlo estará en deuda conmigo.
Cuando deja de hablar, contesto:
«Te prometo que regaré La Gladia con la sangre de un Ghuraki», antes de que la voz de su alma vuelva a ser atrapada por la oscuridad, escucho cómo me da las gracias.
Las piedras se apagan, la cabeza me da vueltas y caigo mareado sobre la arena.
—¡Vagalat! —oigo el grito de preocupación de Mukrah.
Apenas puedo moverme, pero ahora sé que tenemos a un dios muerto de nuestra parte. Y también que el día de los juegos podremos contar con una pequeña ayuda.
Antes de perder el conocimiento, escucho con claridad el graznido de Laht. Siento que no está muy lejos de esta ciudad. Aunque por el ruido metálico que resuena cuando mueve las patas, deduzco que se encuentra encadenado. Alguien lo mantiene cautivo.
—Laht... —me da tiempo de susurrar antes de que, a causa del agotamiento, mi mente se llene con el vacío del silencio.
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