Capítulo 45 -El sueño roto-

Cuando la luz del portal se apaga, al ver donde me encuentro, una sensación de confusión se apodera de mí. De forma inconsciente, manifiesto el aura carmesí y me preparo por si se esconde en este paisaje desolado alguna amenaza que aún no vislumbro.

Mientras el frío intenso consigue que el aliento se convierta en vaho, piso con fuerza el suelo y me mantengo en guardia. La certeza de estar en un entorno hostil logra que olvide preguntarme por qué estoy aquí. En estos momentos mi mente se centra en el peligro que noto que me acecha.

Después de estar varios minutos esperando un ataque, aun sin desaparecer la sensación de ser observado, destenso los músculos y recorro el lugar con la mirada.

«¿Qué ha pasado aquí?».

Camino contemplando el entorno. Me hallo en una ciudad en ruinas rodeada por una bruma gris. La mayoría de edificios medio derruidos tienen adherido una especie de moho amarillo a las paredes. Sobre esa sustancia revolotean unos insectos verdes que no dudan en comerse los unos a los otros.

«¿Dónde estoy?».

Al dar un par de pasos, escucho un fuerte crujido, me detengo y bajo la cabeza. El suelo está cubierto por una densa capa de ceniza que se ha medio solidificado. Cojo un poco y la palpo con la punta de los dedos. Ante la duda, la acerco a la nariz y la huelo.

Mientras la dejo caer, susurro:

—Restos humanos...

Oigo cómo algo muy grande se mueve en la bruma. Me giro, manifiesto a Dhagul y me preparo para enfrentarme a la amenaza. Apenas termino de encararme con la parte de la niebla de donde ha surgido el ruido escucho el mismo sonido detrás de mí.

—Son varios. —Alzo el brazo y doy forma a Laht—. Vuela, fiel amigo, sé mis ojos en el aire.

Grazna y se pierde en la niebla. Mientras Laht desaparece, muevo la mano y la energía del alma crea a Whutren. El lobo sagrado pisa con fuerza el suelo, adelanta la cabeza y gruñe.

De nuevo escucho el ruido, de nuevo algo se mueve por la bruma a gran velocidad.

«¿Laht, qué ves?»

El cuervo sagrado me muestra lo que se mantiene oculto tras la densa cortina de niebla. Hay decenas, quizá centenas, de esqueletos que parecen tener vida. Aunque se asemejan bastante a cadáveres humanos desprovistos de carne, no pueden serlo. Algunos miden un metro, otros alcanzan la veintena, y todos tienen calaveras deformes que se alargan hacia atrás. Sin embargo, lo que más me llama la atención no son los cráneos; lo más llamativo de estos seres esqueléticos es que los huesos son amarillos y brillan con gran intensidad.

Me concentro, manifiesto la manada de Whutren y susurro dirigiéndome a esos esqueletos andantes:

—No impediréis que regrese con los míos.

Antes de que el ejército de seres salga de la niebla, Laht me enseña lo que está viendo. Confundido, a la vez que los enemigos se acercan, parpadeo, meneo la cabeza y me pregunto:

«¿Siderghat...? ¿Qué haces aquí?».

Mientras corro hacia las criaturas, los lobos me adelantan y tumban la primera fila del ejército.

Disfrutando del momento, con media sonrisa marcada en la cara, digo:

—Buenos chicos.

Aprieto la empuñadura de Dhagul y separo el cráneo del cuerpo de un ser esquelético. Extiendo la palma, concentro la energía del alma en ella, toco a otro enemigo y lo cargo con mi poder.

De forma instintiva, anulo la gravedad y obligo al esqueleto a elevarse. Una vez ha alcanzado cierta altura, muevo la mano y una lluvia de fragmentos de huesos cae sobre el ejército enemigo.

Los seres miran hacia arriba, sueltan sonidos guturales, alzan las manos e intentan bloquear los proyectiles. Sin embargo, antes de que puedan tocarlos, cuando tan solo están a centímetros de lograrlo, los fragmentos de hueso estallan y convierten en polvo a gran parte de los enemigos.

—Soy silencio... —susurro, sintiendo cómo se manifiesta a través de mí el poder que creó todo lo que existe.

Una fuerte corriente de aire me golpea la espalda y sigue hacia delante partiendo la niebla en dos. Muevo la mano, el viento sopla con más fuerza y dispersa por el aire a los esqueletos que se encuentran en el camino que he creado en medio de la bruma.

Cuando los enemigos chocan contra algunos árboles muertos, los huesos amarillos que les dan forma se fracturan hasta pulverizarse. Los seres esqueléticos, mientras desaparecen, sueltan alaridos estridentes.

A varias decenas de metros, encadenado a una estructura de metal naranja, veo a Siderghat. No se mueve, tiene la cabeza caída, la barbilla le toca el pecho. Apenas le queda energía dentro de la armadura. La aleación negra que da forma a su cuerpo está agrietada.

—Aguanta, amigo. Ya voy.

Acelero el paso y me dirijo hacia donde se encuentra. Cuando apenas me quedan unos metros para llegar, escucho un rugido y veo una inmensa llamarada rojiza salir de la niebla.

—¿Qué...? —suelto, entrecerrando los ojos, fijándome en la gran figura que poco a poco deja atrás la bruma.

Un esqueleto gigante de brillantes huesos rojos me mira, abre la boca y escupe un intenso fuego. No me da tiempo más que de poner el brazo delante de la cabeza, ni siquiera soy capaz de elevar una barrera de energía... Sin embargo, para mi sorpresa, las llamas no me alcanzan.

Unas tiras de un tejido denso me rodean el interior del antebrazo y unen la extremidad con un gran escudo que me cubre el cuerpo. Me fijo en el metal que da forma a la protección y varios recuerdos fugaces se apoderan de mí.

Vislumbro parte de una época en la que estaba completo. Una época muy remota. Una que se remonta más allá de la servidumbre en Abismo. Me veo luchando en una guerra contra seres de pelo gris, piel pálida y ojos azules. Las imágenes de las espadas de energía que blanden y las de las insignias de las armaduras que portan me producen un escalofrío.

—¿Qué sois? —murmuro.

Cuando veo que en ese pasado remoto tenía el cuerpo cubierto por una coraza negra —una que era una extensión del alma—, una fuerte sensación se apodera de mí. Los recuerdos, aun troceados en pequeños fragmentos indescifrables, consiguen darme un poco más de fuerza.

Envuelto por esa nube de imágenes borrosas, a la vez que el escudo detiene otra llamarada, no puedo evitar que se me escapen algunos pensamientos en voz alta:

—¿Cuántas vidas he vivido? ¿Cuánto tiempo he vivido? —Ignoro el fuego que resbala por el metal sin calentarlo—. Por muchas cosas que descubra sobre el pasado, por mucho que llegue a pensar que estoy a punto de recordarlo todo, parece que la parte de mi vida que se me mantiene oculta no quiere dejar de mostrarme lo equivocado que estoy. —Hago una breve pausa—. Casi me siento condenado a vivir siendo una sombra de lo que fui.

Estoy tan inmerso en las palabras que pronuncio, que no reacciono hasta que Siderghat me habla y me saca de la abstracción:

—Vagalat, lo siento... —pronuncia con la voz apagada.

Parpadeo, meneo la cabeza y pregunto mientras el escudo se desvanece:

—¿Qué es lo que sientes, amigo?

El esqueleto gigante vuelve a escupir llamas, ruedo por el suelo y las esquivo.

Siderghat me mira y dice con cierto pesar:

—Siento haberte desviado de tu destino... —Guarda silencio un segundo—. Cuando sentí que surcabas el tejido de la creación a través de un portal gasté las fuerzas que me quedaban para atraerte a este mundo. —Apenas puede mantener la consciencia—. No podía desperdiciar la oportunidad de decirte lo que he descubierto...

La criatura de huesos posa la mano en la pieza metálica donde está atado mi amigo. Las cadenas que aprisionan a Siderghat se iluminan con un intenso naranja y consiguen arrancarle un grito. Al cabo de un segundo, se sacude entre fuertes espasmos.

Aunque no dejo que me posea, el ver a mi compañero sufrir consigue que la rabia arda con fuerza en mi interior. No obstante, en estos momentos un sentimiento más fuerte se impone y me calma: el silencio apaga la ira y me concede el poder que necesito.

Con el cuerpo recubierto con el aura carmesí, camino despacio, sin cubrirme, sin estar en guardia. Ando con tranquilidad, con la certeza de que este ser no es rival, con la certeza de que no tiene la capacidad de herirme.

El gigante emite un sonido gutural, lanza una llamarada y soy rodeado por el fuego mágico. Aun estando envuelto por llamas que hacen que la tierra se calcine, sigo caminando sin sufrir ningún daño. Al contrario, el aura no solo detiene el ataque sino que también lo absorbe.

Cuando el esqueleto deja de escupir fuego, me detengo, clavo la mirada en su rostro de cuencas vacías, elevo la mano y digo:

—Experimenta lo que es que arda tu esencia. —Alimentada en parte por la que me ha lanzado, una llamarada de color rojizo sale dispara de la palma.

Rodeado por el fuego, soltando gritos ahogados, el gigante retrocede, tropieza y cae de espaldas al suelo. Se revuelve, intenta apagar las llamas, pero lo único que consigue es avivarlas más.

Centro la mirada en Siderghat, camino hacia él, manifiesto a Dhagul y lo libero de las cadenas.

—Vagalat... —dice, mientras lo ayudo a levantarse.

—No gastes energías.

—No lo entiendes... —Se apoya en mi hombro y empezamos a caminar—. Están rompiendo las puertas más profundas de Abismo. —Tose—. Él ha enviado a Los Conderiums más poderosos a despertar al eterno durmiente.

—¿Conderiums? ¿Los señores de las especies oscuras? —pregunto, recordando cómo los hijos de Él me hablaron de estos seres.

Siderghat asiente con la cabeza y contesta:

—Ellos son el menor de nuestros problemas, si consiguen romper el sueño del durmiente caerán la mayoría de barreras que mantienen el alma de Él diluida por la corriente del silencio. —Centra la mirada en mí—. Aún es pronto, no podemos permitir que se alce y devaste La Convergencia. —Agacha la cabeza y tose—. Aún no.

Me invaden varias dudas, pero no es momento de atosigar a mi amigo con preguntas.

—No te preocupes, lo impediremos.

Durante un minuto, caminamos en silencio acercándonos a la gran ciudad en ruinas. Mientras los edificios medio derruidos van ocupando el paisaje pienso que esta urbe tuvo que ser un bonito lugar. En este instante, casi puedo ver a través del velo del tiempo; casi soy capaz de contemplar cómo los escombros dejan lugar a la vida; casi escucho las risas de los niños jugando en la calles...

—Arbartkhatt... —susurra Siderghat—. La ciudad nexo —añade, sin poder ocultar la tristeza que le produce ver las construcciones derruidas.

—¿Conocías este lugar?

Aun sin poder entrar dentro de su mente noto cómo de ella emana una gran culpabilidad.

—Sí —responde secamente.

No digo nada, no quiero que las preguntas le recuerden sucesos dolorosos. Tras unos segundos, tan solo hablo para pronunciar una gran verdad:

—Les haremos pagar por lo que han hecho.

Siderghat retira el brazo de mi hombro, camina hacia una pared y se apoya en ella.

—No lo entiendes, Vagalat. —Cierra el puño, golpea el muro y este se viene abajo—. Vinieron aquí poco después de que yo llegara. —Baja la mirada—. No fui rival para Los Conderiums. —Menea la cabeza—. Si no hubiera estado atrapado en el Erghukran, si el cautiverio no me hubiera debilitado, quizá podría haberlos vencido. —Me mira a los ojos—. No volverá a pasar.

Afirmo con la cabeza.

—Estoy seguro de ello.

Siderghat se agacha, coge un poco de la ceniza casi solidificada y la observa.

—Mujeres, niños, ancianos, hombres; los cuerpos de la gente que vivía aquí se han convertido en este polvo oscuro. —Aprieta la mano—. Si no fuera porque Los Conderiums quemaron las almas de estas personas para invocar a las criaturas esqueléticas que habitan en la bruma, me podría consolar pensando en que ahora están en paz. —Se levanta y camina hacia mí—. Esta ciudad la construyeron sobre un antiguo pórtico, uno que permite llegar a cualquier parte, a cualquier plano, a cualquier reino. —Recorre el lugar con la mirada—. Cuando abandoné La Gladia, visité una profunda zona del inframundo e hice que un antiguo demonio pagara. Después vine a esta ciudad para usar el antiguo portal y adentrarme en Abismo. Al poco me encontré con Los Conderiums y algunos de sus sirvientes más poderosos. —Cierra los ojos y aprieta los puños—. Al menos, aunque estaba débil y no era rival para ellos, pude acabar con algunos siervos... —Las palabras se le atragantan.

—Amigo...

—Me enfrenté a la guardia personal de Él sin estar preparado. —Centra la mirada en la ceniza—. No volveré a cometer ese error. —Camina hacia la bruma y brama—: ¡Aquello que ha nacido en la oscuridad ahora es reclamado para ser devorado! —Alza las manos y alaridos de dolor emergen de la niebla—. ¡Solo hay un lugar para vosotros! ¡Dentro de mí! ¡Alimentándome!

La bruma desaparece y los esqueletos se convierten en un polvo negro que vuela hacia el ser acorazado. Antes de fusionarse con él, los granos oscuros crean un remolino alrededor de Siderghat. Después de absorber la oscuridad las grietas de la armadura desaparecen. Tras unos segundos, me mira y veo cómo los ojos de energía arden con fuerza.

—Dudo que pueda convencerte de que vengas conmigo —le digo, intuyendo qué es lo que quiere hacer.

—Nuestros caminos han de volverse a separar. —Se aproxima a mí—. Me has salvado dos veces. No puede ser casualidad que cuando estaba en apuros en este mundo, condenado a morir lentamente mientras las cadenas me absorbían la energía, tú recorrieras el tejido de la creación. Al principio lo dudaba, pero ahora estoy seguro. Un gran poder vela por nosotros, por los que combatimos contra las fuerzas oscuras. —Se da la vuelta y crea un portal—. Aun pareciéndome increíble, el silencio se está implicando. Quizá aún haya esperanza... —Se detiene delante de pórtico—. Evitaré que Los Conderiums despierten al eterno durmiente o moriré intentándolo. —Manifiesta la alabarda negra—. Espero que volvamos a vernos. —Hace una breve pausa—. Si es así, te enseñaré algo precioso: las cabezas de la guardia personal de Él. —Ríe y se adentra en el pórtico.

Una vez que se cierra el portal, la ciudad se va difuminando hasta desaparecer. No soy consciente de que continúo mi viaje hacia el mundo Ghuraki hasta que de golpe me hallo en la sala desde donde fui enviado al desierto infinito. Para mi sorpresa, aparezco un segundo antes de que mi yo del pasado sea tragado por las esferas. Aunque él no llega a verme, yo sí consigo ver cómo lo empuja el cuerpo de Sharekhort.

—Humano, disfruta de tu prisión eterna —dice el creador de Ghurakis loco antes de soltar una carcajada.

Se me marca media sonrisa. Este necio no es tan poderoso como aparentaba, no ha sido capaz de detectar mi llegada.

Silbo y le digo mientras observo la cara que pone al verme:

—Te prometí que te aplastaría el cráneo.

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