Capítulo 40 -Camino al núcleo-

Mientras subimos por peldaños mohosos llenos de excrementos de rata, noto cómo la energía roja de la luna va apagándose en el interior de Mukrah.

—Hermano, el efecto está pasando. Tenemos que darnos prisa.

El hombre de piedra se mira la mano y señala:

—Tienes razón.

La Cazadora, intrigada, pregunta:

—¿Qué efecto?

Mukrah se detiene, se gira y le contesta mirándola a los ojos:

—Aquellos que riegan la tierra de este mundo con sangre de inocentes han erigido una muralla de energía con la fuerza de la luna roja. Por más que golpeamos la barrera invisible con la fuerza de nuestros puños, esta no hace otra cosa que lastimar los nudillos que son lanzados contra ella. —Mueve la cabeza y recorre con la mirada la escalera curva que conecta los calabozos con la primera planta—. Estos escalones nos permiten que salgamos de las profundidades, convirtiéndose en un medio para ascender y dejar atrás el pozo oscuro donde te mantenían recluida. —Extiende la mano y se crea sobre ella una pequeña esfera de energía roja—. Nos costó descubrir cuál era la fuerza que alimentaba la barrera, pero lo logramos tras pasar muchos días envueltos por las oscuras nubes de la ignorancia. —Mira los peldaños—. Y ahora, después de ser conocedores de aquello que da vida al inmenso muro, al igual que estos escalones son una vía para dejar atrás los calabozos, yo me he convertido en el puente que aproximará a mis hermanos un poco más a la victoria y los alejará de las nubes negras de la derrota.

La Cazadora, tras observar las vibraciones onduladas que se generan en la superficie de la esfera, acerca la punta de los dedos y la toca. Al momento, la mano le queda envuelta con una fina capa de luz rojiza.

—Este poder es muy antiguo —susurra, sin apartar la mirada del brillo.

Mientras el resplandor se vuelve más intenso, intervengo:

—La luna, cada mes, cuando se torna roja, baña la superficie del mundo con esta energía. —La Cazadora me mira—. Sin embargo, no sabemos por qué el astro transmuta la luz solar y la convierte en esta fuerza rojiza.

Mukrah asiente y dice:

—Por más que la niebla creada por aquel que siembra dudas nos lleve a desear conocer los misterios que oculta la compañera nocturna de este mundo, debemos canalizar nuestros pensamientos en aquello que sabemos. —Hace una pausa—. La barrera ha de caer, no podemos seguir permitiéndoles a nuestros enemigos que nos frenen. Debemos seguir caminando junto a la libertad, debemos acompañarla y guiarla hasta la última fortaleza Ghuraki. —Por un segundo, a través de sus ojos, veo el sufrimiento que siente Mukrah por la pérdida de su familia—. Debemos quebrar el muro en millones de pedazos. Debemos hacerlo para que estos se conviertan en reflejos de los deseos de aquellos que ansían justicia... —Cierra la palma, se da la vuelta y reemprende la marcha—. Y también en un recuerdo vivo de aquellos que perecieron a manos de esos monstruos sin alma.

La Cazadora asegura:

—Derruiremos ese muro, avanzaremos hacia el norte y destriparemos a todos los Ghurakis que encontremos. —Comienza a subir los peldaños—. Bañaremos este mundo con su sangre.

Durantes unos instantes, mientras ascienden, me mantengo inmóvil. El dolor de mi hermano consigue que una lágrima me recorra la piel. Ojalá pudiera devolverle a su familia. Ojalá pudiera deshacer el mal que ha invadido La Convergencia.

«Mukrah, hermano, amigo, vengaremos a tu familia y a tu pueblo. —Me seco la mejilla—. No descansaré hasta acabar con Los Caudillos Ghurakis... Lo juro».

Me giro, observo por última vez la oscuridad que envuelve los calabozos y luego, con el deseo de acabar con estos monstruos gobernándome, sigo a mis compañeros.

Mientras estoy sumergido en pensamientos que me recuerdan lo mucho que hemos pasado nos acercamos a la puerta que da acceso a la primera planta.

—Vagalat —dice Mukrah sacándome de la abstracción—, una vez crucemos no tardarán en sentir el palpitar de nuestras almas.

Afirmo con la cabeza.

—Sí. —Miro el grueso metal que da forma a la puerta y recuerdo a Sharekhort—. Las fuerzas estacionadas aquí, quitando a los Ghurakis muertos, no serán un gran problema, pero...

La Cazadora me interrumpe:

—¿Ghurakis muertos?

—Seres consumidos —contesta Mukrah—. Los cuerpos, aun faltos de vida, son capaces de marchar y combatir. Parece que La Moradora Oscura no ha podido arrebatarlos del todo de este mundo. Son polvo corrupto dando forma a carne muerta.

Pensativa, La Cazadora pregunta:

—¿Qué aspecto tienen?

La miro a los ojos y le respondo:

—La carne es de color negro, está descompuesta y agrietada.

Aunque no puedo más que rozarle la mente, llego a tener la certeza de que sabe qué causa que los Ghurakis adquieran esa forma.

—Ese necio... —Aprieta los dientes—. Ha llevado a cabo los ritos prohibidos. —Menea la cabeza ligeramente de izquierda a derecha—. ¿Pero cómo?

—¿Qué son los ritos prohibidos? —pregunto.

Tarda en contestar, está inmersa en sus pensamientos.

—Uno de nuestros creadores se volvió loco y durante un tiempo, antes de ser devorado por sus hermanos, escribió una serie de pasos para resucitar a sus padres.

—¿A Los Asfiuhs?

Por un instante, muestra cierta sorpresa al ver que conozco los nombres de esos seres.

—Sí. —Aprieta los puños—. We'ahthurg es un necio. —De lo fuerte que aprieta, le tiemblan las manos y los brazos—. Está abriendo el acceso de las puertas de los verdaderos creadores.

Recordando el encuentro con el padre de Haskhas, digo:

—Pensaba que no creía en Los Asfiuhs.

—Y no cree. Seguro que el maldito solo está llevando a cabo los ritos para obtener poder.

Tras un par de segundos, Mukrah pregunta:

—¿Y tú? ¿Crees que existen esas fuerzas nacidas en las sombras?

Lo mira a los ojos y contesta:

—No sé si existen como seres individuales o siquiera si son una consciencia, pero sé que la fuerza que está cautiva tras esas puertas es real. —Hace una breve pausa—. Y también sé que esta tiene mucha hambre. Hambre de especies, de soles, de mundos. Un hambre insaciable, capaz de devorar creaciones.

Las palabras de La Cazadora no dejan lugar a dudas. Sean lo que sean, Los Asfiuhs no son mitos, son una gran amenaza y se han convertido en una prioridad.

Dirijo la mirada hacia Mukrah y señalo:

—Debemos destruir la barrera y dividir nuestras fuerzas. Mientras la mayoría sigue liberando a las especies que los Ghurakis mantienen esclavizadas, unos pocos avanzaremos los más rápido posible y atacaremos el corazón del imperio de We'ahthurg.

A la vez que se mesa la barbilla, Mukrah comenta:

—No ha de despertar aquello que se mantiene encerrado en un confín oscuro. De hacerlo, proyectaría pesadillas en los habitantes de unos mundos que ya padecen el reino del temor y la angustia por la posible extinción.

La Cazadora da unos pasos, se pone delante de la puerta y dice antes de echarla abajo con una patada:

—Hagámoslo. Destrocemos la barrera y matemos a We'ahthurg.

Al vernos, los Ghurakis muertos que hay al otro lado rugen.

—Hagámoslo —repito, sonrío, manifiesto a Dhagul y corro detrás de ella.

Mientras lanzo el filo del arma contra la carne putrefacta no puedo evitar fijarme en la manera en la que lucha La Cazadora. Con movimientos rápidos y precisos, abate uno tras otro a nuestros enemigos. Casi parece que, en vez de estar combatiendo, estuviera danzando.

«Sin duda hemos conseguido una gran aliada» pienso, desmembrando a un adversario.

Una decena de Ghurakis muertos, soltando sonidos guturales, descienden por unas escaleras. Observo a los que hemos abatido y veo cómo se regeneran. Aprieto con fuerza la empuñadura de Dhagul, sobrecargo la espada con la energía de mi alma y la lanzo contra el grupo enemigo que está a punto de entrar en la sala. Cuando la punta se incrusta en uno de ellos, el arma explota y los trozos de carne en descomposición vuelan por la estancia.

—No tardarán en regenerarse —digo, preparándome para combatirlos de nuevo.

Mukrah, guiado por la energía roja que le envuelve la mano, sintiéndose en conexión con el poder de la luna, busca la forma más rápida de llegar al núcleo que lo concentra.

Mueve la palma, la dirige hacia un punto y esta se recubre con un intenso brillo.

—La fuerza del astro palpita. —Con un gesto nos dice que le sigamos—. Debemos ir por ahí.

Mientras observo cómo nuestros enemigos empiezan a ponerse en pie, le digo a La Cazadora:

—Ve.

La Ghuraki, cuando ve cómo crece el aura carmesí, deja atrás las dudas, sigue los pasos de Mukrah y abandona la sala. Escucho cómo se alejan, extiendo los brazos y canalizo la energía hacia los cuerpos de mis enemigos.

«Haré que os resulte difícil regeneraros».

Sonrío, salgo de la estancia, me distancio lo suficiente, me concentro y los Ghurakis muertos estallan.

«Eso os detendrá».

Tras la explosión, parte del techo se viene abajo y algunos soldados que estaban en el segundo piso caen y quedan sepultados entre los escombros. Cuando cesa el estruendo, gracias a los sentidos aumentados, escucho las súplicas agónicas.

Pensando en que se merecen una pena más dura, acelero el paso y me acerco a mis compañeros.

—Tenemos que darnos prisa, hemos llamado la atención del demonio de metal y no tardará en aparecer.

Sin detenerse, La Cazadora gira un poco la cabeza y pregunta:

—¿Demonio de metal? ¿Sharekhort?

—Sí, así se llama —contesto, poniéndome a su lado.

—Parece que hoy es mi gran día, no solo me has liberado sino que además podré vengarme de ese sucio traidor.

Mientras seguimos corriendo por largos pasillos, los únicos enemigos con los que nos topamos son Ghurakis vivos. Estos intentan frenarnos, se abalanzan contra nosotros, pero apenas nos retrasan unos segundos. No son poderosos, pertenecen a la mayoría de la especie que quedó debilitada tras la muerte del Primer Ghuraki.

Al final, tras varios encuentros, nos topamos con algunos que se han colocado estratégicamente para cortarnos el paso. Uno de ellos, portando una lanza, se pone delante de mí y suelta:

—Maldito esclav...

Con gran velocidad, La Cazadora le arranca la tráquea y dice:

—Me gustaría que me dijeras una cosa. —Gira un poco la cabeza y me mira de reojo—. ¿Tu plan era rescatarme y correr por la fortaleza en busca de ese núcleo?

—No —contesto a la vez que incrusto la espada en la boca de un Ghuraki—. Mi plan era rescatarte y movernos sigilosamente por la fortaleza.

—Entiendo... —Media sonrisa se le marca en la cara—. Suena aburrido, esto es mejor.

Muevo a Dhagul, decapito a un Ghuraki y respondo:

—No te negaré que es más gratificante hacerlo a tu manera, pero ese demonio de metal es muy poderoso y si aparece no sé si podré contenerlo.

Al mismo tiempo que atraviesa el pecho de un adversario con el puño, La Cazadora suelta:

—Déjame eso a mí.

Asiento, doy una estocada y termino con la vida del último enemigo que quedaba en pie. Recorro con la mirada el pasillo lleno de cadáveres, me reconforta matar a estos monstruos, pero no puedo evitar pensar que el verdadero mal son los caudillos que los dirigen.

Mukrah, con el cuerpo envuelto por la energía roja, me llama:

—Vagalat, el núcleo está detrás de esa sala. —Señala la compuerta abierta que hay al final del pasillo.

Aunque me parece extraño que la puerta que da acceso a la estancia que comunica con el núcleo esté abierta, al estar tan cerca de nuestro objetivo, al faltar tan poco para cumplir nuestro plan, no pienso con claridad, ignoro el posible peligro y grito:

—¡Vamos!

Acelero el paso, me distancio de mis compañeros y cuando cruzo la compuerta, al mismo tiempo que veo extraños seres sin pelo ni cejas clavados en la pared, un puño me golpea el pecho. Me encorvo, el aire sale con fuerza de los pulmones y el dolor se expande por el cuerpo.

—Estabas tardando, pensaba que no llegarías nunca.

Mientras siento cómo mi poder se empieza a secar, pronuncio con la voz ahogada:

—Esta vez serás tú el que acabe destrozado.

El ser metálico ríe, mira el pasillo y dice dirigiéndose a Mukrah y La Cazadora:

—Luego me encargaré de vosotros. —Mueve las manos, la compuerta se cierra y se recubre con la energía de la luna roja—. Humano, esto va a ser muy divertido —después de hablar, me mira, sonríe y ordena—: Liberaos.

Las piezas que incrustan a los extraños seres a las paredes, poco a poco, salen de los estómagos y se hunden en la piedra. Cuando los prisioneros quedan libres, caen al suelo, sueltan extraños gemidos y sufren una metamorfosis: los músculos crecen y las manos se convierten en garras.

—¿Qué demonios? —pregunto al ver cómo la piel de estas criaturas se transforma en metal.

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