Capítulo 4 -Descubriendo un mundo nuevo-

Mientras camino no pierdo detalle del inmenso pasillo que conduce a La Gladia. Mukrah va delante de mí. Una de las guardias nos ha ordenado que nos pongamos en fila. He contado veinte de estas guerreras, no son muchas, aunque seguro que habrá bastantes más detrás de las puertas de rejas metálicas que comunican el pasillo con el interior de la construcción. Debo esperar, he de trazar un buen plan, con lo débil que estoy un mal paso nos conduciría a una muerte segura.

—¡Escoria! —grita la mujer rubia que se encaró con El Seleccionador. Dharta creo que se llama—. ¡Escoria, tenéis suerte, os han traído compañía! —Ríe.

La examino con la mirada para determinar hasta qué punto es buena rival. Sí, se nota que sabe combatir y también que supera por mucho la destreza del resto de guardias. Cuando llegue el momento, tendré que neutralizarla primero a ella.

—¡Tú! —Me señala y se acerca rápido—. ¿Tú eres el mierda que trajeron agonizando del desierto? —Me mira de arriba abajo—. Parecías estar en peor estado... —Entrecierra los ojos durante un segundo—. Bah, da igual, solo eres un trozo de carne que será desmembrada en los juegos.

Por un instante, la ojeo y estoy a punto de contestarle. Sin embargo, me contengo, sé que no vale pena, que he de esperar. Camino con la cabeza al frente, ignoro la risa y escondo las emociones para un momento más propicio.

Poco a poco, el pasillo va llegando a su fin. Después de unos cuantos pasos, entramos en la inmensa parte central de La Gladia. Aquí dentro casi cabría una pequeña aldea.

Muevo la cabeza, recorro la construcción con la mirada, ojeo el cielo y soy consciente de que este lugar no es tan diferente de mi mundo. Este inmenso espacio circular, cubierto por arena negra mezclada con pequeños cristales azules, se asemeja bastante a unas ruinas en las que solíamos entrenar Adalt y yo.

—Mukrah, ¿por qué decoran la tierra con esos cristales?

—No son para decorarla —contesta, girando un poco la cabeza hacia atrás—. Esta tierra es extraída de las minas de Gharmén y...

—Novato —interrumpe el que va delante del hombre de piedra—, ¿realmente no conoces nada de La Gladia o es que eres un poco... ya sabes, retrasado?

—¡El retrasado eres tú, Dogmalista! —exclama el que va primero en la fila.

—¿Dogmalista? ¿Crees que me ofendes, hereje? —Le escupe en la nuca.

—¡Hijo de un cadáver putrefacto! ¡Te voy a arrancar la cabeza! —Justo cuando levanta el puño y está a punto de golpearlo, en el aire suena un fuerte chasquido y un látigo se le enrosca en el antebrazo—. ¿Qué...? —no le da tiempo a pronunciar nada más que una palabra, el que sujeta el arma tira de ella y lo arroja contra la arena.

Primero observo al caído y luego al que sostiene el látigo. Este es más o menos igual de corpulento que Adalt y me parece que tiene más cosas en común con mi viejo amigo malhumorado. Mientras me pregunto si la intuición será cierta, veo cómo aprieta la empuñadura del arma y cómo se convierte en fuego.

La carne del antebrazo del hombre que está en el suelo chisporrotea y suelta humo. Entre chillidos de dolor, brama:

—¡Para, por favor! —Intenta quitarse la cuerda de llamas, aunque solo consigue quemarse la mano.

—Excremento de lléghat, no te oigo. —La maldad se refleja en el rostro del que sostiene el látigo—. ¡Pide con fuerza que me detenga! —exclama a la vez que los ojos adquieren el brillo del fuego.

«Es un elemental» el pensamiento emerge de las profundidades de mi mente, confirma el presentimiento y da una explicación a lo que estoy viendo.

—¡Por favor, para, no volveré a hacerlo! —con la cara roja y llena de lágrimas, repite la súplica un par de veces.

—No lo has pedido con suficiente fuerza. —Aprieta los dientes, sonríe y el fuego se propaga alrededor de la mano sin producirle daño.

No hay duda, es un elemental como Adalt. Aunque se parece a él nada más que en eso y en la corpulencia. Adalt es noble y no haría sufrir a nadie por placer. En cambio, este hombre disfruta e intensifica el calor mientras extiende la lengua fuera de la boca y la muerde con suavidad.

Cuando voy a dar un paso al frente, Mukrah me pone la mano en el hombro, me mira y niega con la cabeza.

—Dijiste que confiara en ti y eso he empezado a hacer —dice—. Intuyo que en tu mente va tomando forma el modo de escapar. Aunque también pienso que todavía no sabes cómo llevarlo a cabo. —Mira al caído que chilla—. Si fueran a matarlo no dudaría en intervenir, pero todos hemos pasado por eso en los dos meses que llevo aquí. —Centra la visión en mí y concluye—: Es más, no solo nosotros, también los esclavos sirvientes han padecido la ira de El Campeón. Sin embargo, nunca he visto que llegara a matar, y con lo necesitados que están de esclavos para los juegos, no va a empezar ahora.

—Maldito monstruo —susurro, mientras escucho un eco en mi mente que pregunta: "¿El Campeón?".

—No te preocupes, hasta que llegue el día de los juegos somos demasiado valiosos para El Gárdimo. —Señala un palco con un ligero movimiento de cabeza.

Dirijo la mirada hacia allí y observo a una decena de hombres y mujeres que ríen. Uno se levanta y exclama entre carcajadas:

—¡Cam...! —La risa le interrumpe una vez—. ¡Campe...! —Y otra—. ¡Campeón, déjalo ya! —Me fijo en la corona dorada que porta; la parte frontal se extiende hacia arriba y acaba en forma de tridente.

Bajo la cabeza y contemplo al sádico. Este aprieta los dientes y, aunque le cuesta, dice:

—Está bien.

Por la cara que pone no le ha gustado que le ordenaran que dejara de torturar al hombre. Afloja un poco la mano y el látigo pierde la forma ígnea. Con la mirada escruta mi rostro, el de Mukrah y el del que preguntó si yo era retrasado.

No puedo evitarlo, el odio se adueña de mí y de forma inconsciente la mano derecha resplandece con el color de Dhagul.

—Tú —dice, señalándome—, ¿eres un brujo? —Ladea la cabeza y abre los párpados al máximo—. ¿Eres un maldito brujo? —suelta, acercándose con rapidez.

Me mantengo en silencio y clavo la mirada en sus ojos. Por el ruido que oigo, sé que al menos una decena de guardias se me aproximan por la espalda.

—¡¿Brujo?! —es la voz de Dharta—. ¿Qué quieres decir? ¿Este mierda es un brujo?

«Estoy débil... Aún no es el momento» pienso, apretando los puños, preparándome para lo que vendrá a continuación, para tragarme el orgullo, aguantar la humillación y agachar la cabeza.

—Sí, parece que lo es —señala El Campeón con la cara enfrente de la mía, escupiendo el mal aliento sobre mí.

—Un brujo... —escucho el susurro de Dharta cerca de la nuca—. No puede ser, si fuera un brujo El Seleccionador o Etháro lo habrían sabido durante la inspección. —Me golpea con un garrote en la pierna y la rodilla cae contra el suelo—. ¡Habla escoria! —Veo a Mukrah apretar los puños. Con la mirada y con un ligero movimiento de cabeza le digo que no haga nada—. ¡¿No sabes que los brujos están prohibidos en Lardia?! —Me golpea con la suela en la espalda y mi cara choca contra la tierra negra.

—Dharta —dice El Campeón—, tranquila, no lo mates todavía, que yo también quiero disfrutar.

Tirado en el suelo, veo cómo dos esclavos amordazados, llenos de grilletes y cadenas, lanzan conjuros para sanar al hombre que ha sido quemado por el látigo.

«¿Magnatores...? ¿Son a ellos a los que llaman brujos? Pero ¿no dicen que están prohibidos? —Observo cómo se cura la carne—. Entiendo, está prohibido que sean libres. Los esclavizan para usarlos como objetos».

Cierro los ojos y lleno los pulmones de aire.

«¿Qué hago? ¿Lucho? Si creen que soy un magnator, si creen que soy uno de los que son capaces de canalizar el flujo de la energía de la vida y la muerte, esos que aquí son llamados despectivamente brujos, me encadenarán y será demasiado tarde para usar el poder cuando lo recupere».

Siento la suela de Dharta sobre la espalda, noto la presión y escucho risas. El Campeón se acerca y me escupe.

«Perdonadme, Adalt y Laht, no aguanto más».

A la vez que los ojos se iluminan con un color carmesí, me preparo para darles una buena lección, una que no olvidarán jamás. Aprieto los dientes, tenso los músculos de los brazos y me dispongo a flexionarlos. Cuando estoy a punto de hacer presión, escucho un gran estruendo.

Dharta levanta la suela de la espalda y grita:

—¡El álbado ha conseguido liberarse y ha entrado en La Gladia!

—¡Hay que detenerlo! —exclama El Campeón.

No sé quién o qué es el álbado, pero gracias a él dispongo de un poco más de tiempo. Flexiono los brazos, me arrodillo y observo a la criatura. Es inmensa, es gigante. Tendrá unos siete metros de alto y unos tres de ancho. Si no fuera porque le nacen del tronco seis brazos y porque solo posee un ojo podría pasar por un humano gigantesco.

Está descalzo y casi desnudo. Lo único que lleva son dos cintas de cuero que le rodean el tronco y se unen a una prenda de piel que le cubre la cintura y cae hasta casi las rodillas.

Desvío un segundo la mirada, me fijo por donde ha accedido a La Gladia y veo una compuerta destrozada. Debían tenerlo retenido en una celda especial. Seguro que no quieren que esté recluido cerca de nosotros.

—¡Bicho sin mente! —vocifera Dharta mientras desenfunda la espada.

El Campeón convierte el látigo en fuego y corre hacia el álbado.

—Vagalat. —Mukrah me tiende la mano, se la cojo y me levanto.

—¿Qué es el álbado?

—Un ser milenario. Hacía mucho que no se veía uno y mucho menos uno capturado.

—¿Capturado? —murmuro, pensando que tanto el álbado como nosotros compartimos el mismo destino—. ¿Lo tienen prisionero para usarlo en los juegos?

—Sí. —Mira al Gárdimo y añade—: El corazón de los hombres, sea de piedra o de carne, siempre está tentando a sucumbir a la oscuridad del alma.

Las facciones del rostro del hombre de piedra se tornan agrias y reflejan un dolor profundo.

—Mukrah, sea lo que sea lo que te hayan hecho El Gárdimo o sus hombres, ten por seguro que pagarán por ello.

Observo cómo entre varias decenas de guerreras consiguen capturar al álbado con una red. La criatura ruge, aunque no puede evitar que la arrodillen.

—Por desgracia, Vagalat, creo que estoy condenado a no poder impartir justicia. Aunque consigamos dejar atrás este corrupto lugar, dudo que logre... —El dolor lo atraganta y le impide seguir hablando.

Me gustaría animarlo, pero noto el gran pesar de las palabras y sé que por más que le diga no conseguiré anular la pena. Llegado el momento le demostraré mi apoyo con actos.

—¡Maldito engendro sin cerebro! —grita Dharta.

La guerrera clava la espada en la pierna del álbado y un pequeño reguero de sangre recorre la extremidad hasta caer al suelo. Justo cuando el líquido toca la arena, los cristales azules brillan y se escucha el grito agónico de muchísimas personas.

—¿Qué está pasando? —pregunto confundido.

Mukrah parpadea, deja el dolor atrás y explica:

—La rocas que extraen de la minas de Gharmén, las que convierten en esta arena, forman parte de los restos de Ghoemew, un dios que ayudó a crear el mundo. Por eso, esta tierra está impregnada con su poder —al mismo tiempo que pronuncia las palabras, un intenso olor a azufre se propaga desde el lugar donde están brillando los cristales—. Aunque por el destino que tuvo este se ha tornado oscuro. Por ello, sobre esta arena, con los ingredientes adecuados, se pueden invocar seres del Erghukran: el Infierno debajo del Infierno, el sitio donde son enviados los condenados a la segunda muerte. —Hace una pausa y recorre el lugar con la mirada—. La Gladia es un inmenso portal y a la vez es un monumento de sacrificio para alimentar a los demonios y mantenerlos alejados de este mundo. —Contempla cómo encadenan al álbado y añade pensativo—: Ghoemew...

»Ghoemew fue asesinado por sus hermanos. —Al ver el interés que muestro, continúa—: Lo degollaron, cavaron una gran tumba y lanzaron el gigantesco cuerpo ahí. En el momento en que este chocó con las rocas se descompuso y la montaña de Ghoem creció de golpe. —Mira el cielo—. Durante miles de miles de años nadie se atrevió a usar el terreno de ese lugar sagrado para ningún fin que no fuera la oración. Aunque eso cambió hace nueve siglos, cuando llegaron ellos. —Centra la visión en el palco donde está el Gárdimo y Los Altos Señores.

—¿Ellos? ¿Quiénes?

—Los que manejan a los soberanos de los reinos "libres" y los que crían al "ganado" en las naciones esclavas. —Aprovecha que nadie lo ve y señala a una figura—. Mira la mujer que cubre parte de la cara con una capucha. Fíjate en el brazo. El color púrpura de la piel la delata, es una Ghuraki.

—¿Ghuraki? —Me suena de algo ese nombre, aunque me es difícil recordar de qué.

—Antes de su llegada, formaban parte solo de las leyendas...

—¡Brujo! —vocifera El Campeón, interrumpiendo a Mukrah.

—Vagalat —dice mi compañero—, podemos morir con honor, aquí y ahora.

—¡Brujo, te voy a hacer sufrir! —grita de nuevo el sádico mientras convierte el látigo en fuego.

—Mukrah, no intervengas. Tú lo has dicho, somos demasiado valiosos para que nos maten.

—Pero...

—Hazme caso. Por lo que me has contado, El Gárdimo quiere un bonito espectáculo para atraer a muchos demonios el día de los juegos. Haré que se fije en mí, que ansíe que luche en el campo de batalla y que no se le pase por la cabeza la idea de cubrirme con cadenas y grilletes.

El hombre de piedra guarda silencio y asiente con la cabeza.

—¿Por qué te llaman El Campeón? —pregunto mientras camino hacia él—. ¿Acaso venciste a un grupo de ancianos? ¿O fue a uno de niños?

Perfecto, lo tengo donde quiero, a él y a todos. He llamado la atención del palco y de las guardias, incluida Dharta.

—¡¿Cómo osas?! ¡Eres un esclavo y además brujo!

—Entonces, ¿por qué te suda la mano? —Media sonrisa se me marca en la cara—. ¿Tienes miedo? —Acabo de conseguir que explote.

—¡Maldito engendro! —Lanza el látigo, quiere alcanzarme el cuello.

Solo tendré una oportunidad, debo aprovecharla. Espero hasta el último segundo, esquivo, me agacho y corro hacia él. Piensa que voy a golpearle en el estómago y se pone en guardia. Sonrío, ninguno de los presentes se espera lo que está a punto de pasar.

Me freno y, cuando El Campeón recoge el látigo, manifiesto a Dhagul en medio de una explosión de luz azul, elevo la hoja y corto la cuerda de fuego.

Mientras le miro la cara llena de miedo, confusión e impotencia, el hombro me tiembla. Aunque he forzado el cuerpo, no debo parecer débil. No, ahora es el momento de interpretar bien un papel.

—¿Quieres que separe la cabeza de tu cuerpo con la espada de energía? —pregunto, levantando a Dhagul, apuntado el filo hacia la nuez de El Campeón.

—Maldito —masculla.

Cuando está a punto de dar un paso, a la vez que los ojos se me iluminan con un color carmesí, acentúo la interpretación:

—Si das otro paso, separaré la cabeza de tu cuerpo. —Tenso los músculos para que no se note el esfuerzo que conlleva mantener manifestado a Dhagul.

—¡Bravo, Bravo! —es la voz del Gárdimo—. ¿Cómo te llamas, esclavo?

—Vagalat —digo mientras la espada desaparece con un estallido azul.

—Ese truco tuyo es magnífico. —Parece que también he llamado la atención de la Ghuraki. Esta se acerca al Gárdimo, le susurra algo al oído, camina hacia unas escaleras y deja la parte exterior de La Gladia—. Esclavo, a uno de los invitados le gustaría hablar contigo. Y ni él ni yo aceptaremos un no por respuesta. —Dharta, El Campeón y las guardias se preparan por si han de combatirme.

—Gárdimo, señor de La Gladia, estaré encantado de hablar con el invitado. —Inclino la cabeza y sonrío sin que me vean.

—Muy bien, muy bien —dice satisfecho—. Dharta, acompáñalo a la terma principal.

—Sí, mi Gárdimo. —Se golpea el pecho con el puño.

Miro a Mukrah y guiño un ojo. El hombre de piedra esboza una ligera sonrisa. Creo que los dos pensamos lo mismo: el plan empieza a funcionar.

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