Capítulo 32 -Sufrimiento-

—Ignorantes criaturas, no podéis vencerme —manifiesta El Primer Ghuraki con una pérfida sonrisa.

Bacrurus dirige el puño contra la cara de nuestro enemigo. Este frena los nudillos con la palma, aprieta la mano y le rompe los huesos. El magnator grita.

Corro, me inclino hacia atrás, esquivo el brazo de El Primer Ghuraki, dejo que el cuerpo caiga y apunto a Dhagul hacia el estómago del ser de piel púrpura mientras las rodillas resbalan por la superficie de la arena. Por un segundo, estoy convencido de que voy a conseguir que sangre. Sin embargo, lo único que logro es que la espada se vuelva a romper.

—No aprendes —dice El Primer Ghuraki, al mismo tiempo que me agarra de la coronilla.

Una flecha de energía le alcanza la espalda y lo obliga a emitir un gemido. Aprovecho, le cojo de la muñeca y lo fuerzo a soltarme. Me levanto, lanzo la rodilla y le golpeo el muslo. Me duele, su cuerpo es demasiado duro, maldigo y aprieto los dientes.

Mukrah, a la vez que le sacude en el estómago, asegura:

—Los susurros del olvido te reclaman.

Aunque la mano de mi hermano se agrieta un poco, el golpe ha conseguido desconcentrar a nuestro enemigo. El Primer Ghuraki suelta el puño del magnator, pega al hombre de piedra en la cara y dice:

—Solo conseguís retrasar lo inevitable.

Doscientas Vidas aprovecha para lanzar las hachas contra el pecho del ser de piel púrpura. Cuando las armas impactan, por un momento, pienso que por fin lloverá sangre Ghuraki sobre la arena de La Gladia. Aunque la ilusión me dura poco menos que un segundo, las hojas se quiebran sin herirlo.

La mirada del Primer Ghuraki brilla con un negro intenso, está a punto de coger a Geberdeth del cuello y aplastarle la garganta. Bacrurus empuja a Doscientas Vidas y se pone en medio. El ser de piel púrpura aprieta el pescuezo del magnator hasta que los ojos se inyectan en rojo. Mi amigo suelta un alarido y queda casi inconsciente.

—Malditos inferiores, ¿por qué os resistís? —pregunta el engendro sin saber realmente por qué seguimos luchando.

El Primigenio vuelve a lanzar una flecha de energía. Por un instante, mientras contemplo cómo la luz resplandece en la espalda del Ghuraki, veo a varias sombras formadas por niebla oscura volverse visibles; son como pequeños hilos que salen del cuerpo de nuestro enemigo. Aunque desaparecen rápido, alcanzo a observarlas el suficiente tiempo para saber qué son.

—Se elevan hacia el cielo... —murmuro, fijando la mirada en la densa nube de niebla que tapa la luz del sol—. Son lo que conectan el alma de El Primer Ghuraki con el cuerpo de Haskhas.

El ser de piel púrpura me escucha, suelta un chillido, se gira y me golpea en el pecho con todas sus fuerzas. El último latido que produce mi corazón antes de pararse es acompañado por el sonido de las costillas rompiéndose. Vuelo unos metros y caigo a peso muerto sobre la arena.

Sin poder moverme, con los músculos paralizados, pienso:

«El cuerpo se sanará...».

En otros tiempos me habría parecido extraño poder seguir pensando con el corazón parado. En cambio, ahora sé que puedo mantener la consciencia aun sin que la sangre me recorra las venas. El único efecto de la parada es que me inmoviliza el cuerpo.

Escucho los golpes, parece que mis hermanos están aguantando bien. No obstante, después de que pase medio minuto me empiezo a inquietar al escuchar cómo cae alguno.

«Necesito sanarme rápido, mis amigos, mis hermanos, no aguantarán mucho sin mí».

Tengo la visión clavada en el firmamento. Ver la fuente del poder del Ghuraki me intranquiliza.

«Vamos... vuelve a latir».

Escucho chillar a Doscientas Vidas, un escalofrió me surca la columna y la inquietud se transforma en ansiedad.

«Te necesito. ¿Por qué no me concedes todo tu poder? ¿De qué sirve que sea tu representante, tu hijo, si no me das tu fuerza? ¿Acaso quieres que muramos aquí?» me dirijo al Silencio Primordial como si pudiera entenderme, como si tuviera consciencia. Aunque en el fondo sé que no es una entidad con deseos, como los míos, como los de todas las criaturas, es algo mucho más elevado, algo que no llego a comprender. ¿Por qué me brinda su favor y no me concede su poder?

—¡Maldito monstruo! —oigo cómo brama Bacrurus y también escucho los impactos de los puños en el cuerpo del Ghuraki.

—¡Basta! —ordena el ser de piel púrpura.

Suena un golpe seco y también el grito ahogado del magnator.

«¡Dame tu poder!».

Parece que El Silencio Primordial no quiere escucharme, que me ignora. Abrumado, a punto de maldecirlo, siento cómo una brisa me roza la piel. Al mismo tiempo, a lo lejos, escucho el sonido que producen miles de susurros ininteligibles. Estos se mueven con el viento y no tardan en pronunciarse con claridad:

—Vagalat, el hijo del silencio.

Mientras oigo las palabras, también escucho los gemidos que le se escapan al Primigenio; parece que está a punto de caer.

«¿De qué me sirve ser el hijo del silencio si no puedo usar su poder?».

—Poder —repiten varias veces las voces que susurran, espaciando las sílabas.

«Sí... ¡necesito el poder!».

—No puedes usarlo.

—¿Por qué no? —murmuro una vez que el corazón vuelve a latir.

Las voces no responden, se mantiene calladas. En cambio, la brisa se intensifica y trae consigo un olor agradable que nunca antes había olido. Al instante, mi cuerpo vibra y grito.

La Gladia tiembla, parece como si un terremoto la fuera a echar abajo. Tanto el Ghuraki como mis hermanos dejan de luchar. Noto cómo me observan.

El aura carmesí se manifiesta con tanta intensidad que me cuesta ver a través de ella. Me levanto y, por un instante, siento que soy uno con lo que existe.

El Primer Ghuraki, con cierto temor, dice entre dientes:

—No... no puede ser. Ese poder es... ¿infinito?

Parpadeo varias veces y empiezo a ver con más claridad. Al contemplar la cara de pánico del ser de piel púrpura, sonrío, dejo que la euforia me posea y lo señalo.

—Pagarás, monstruo. Paga... —Un repentino dolor impide que acabe la frase.

Sufro, grito, maldigo. El cuerpo arde y la piel de los brazos se agrieta. Mientras echo las manos a la cabeza, la carne se rompe y el cráneo se fractura. Es demasiado poder, no puedo controlarlo. Caigo de rodillas al suelo, chillando, padeciendo, sintiendo como si estuviera a punto de explotar.

Envolviéndome, sonando alrededor de mí, oigo a las voces que susurran:

—No puedes usarlo... aún no.

Incluso con el dolor que padezco, no me resigno y mascullo:

—Debo usarlo. El Ghuraki es demasiado poderoso.

—No puedes, hijo del silencio. Todavía no.

La brisa me golpea y apaga el aura. Aparto las manos de la cara, veo que la piel de los brazos ya no está agrietada; el enorme poder ha abandonado el cuerpo. Bajo la cabeza con resignación, vuelvo a ser inferior al Primer Ghuraki.

—¿Qué has hecho? —pregunta inquieto el ser de piel púrpura—. Ese poder... —Se calla, duda, casi no sabe qué decir—. No puede existir un poder así.

Alzo la mirada, lo observo, el temor aún no ha abandonado su cuerpo.

—Existe, ya lo has visto. —Me pongo de pie y doy forma a Dhagul—. Yo soy el portador.

Me mira de arriba a abajo, se tranquiliza, sonríe y señala:

—Puedes serlo, pero ya no lo posees. Vuelves a ser un insecto y me aseguraré de matarte antes de que lo manifiestes de nuevo.

Aprieto los dientes, dice la verdad, no soy un rival para él... Ninguno los somos. Doscientas Vidas está inconsciente; Bacrurus tiene un brazo roto y una herida en el estómago; Mukrah, tirado en el suelo, lucha por levantarse; y El Primigenio se encuentra exhausto. Nunca venceremos sin el poder del silencio.

El Primer Ghuraki se acerca mostrando el placer que siente porque ya no represento una amenaza. Si me lanzo sobre él solo aceleraré la derrota, lo esperaré e intentaré resistir hasta que alguno de mis hermanos pueda ayudarme.

Con cada paso que da ese monstruo, siento que la muerte se acerca caminando hacia mí.

—Adalt, lamento no poder volver a verte en vida —mientras expreso en voz alta el mayor de mis pesares, los ojos dejan escapar lágrimas—. Nos reuniremos en el reino de La Moradora Oscura, hermano. —Alzo a Dhagul y me preparo.

Cuando el ser de piel púrpura está a tan solo tres metros de mí, un fogonazo de energía amarilla nos ciega. Al abrir los ojos, veo al demonio azul en medio de los dos, está rodeado de pequeñas versiones de sí mismo que parecen niños con su apariencia.

—Señor —le dice al Ghuraki con un timbre de voz demasiado grave—, debe respetar las normas de tránsito en medio de un combate a muerte. —Extiende un pergamino, una parte de este cae y se enrolla en el suelo—. Aquí dice, leo textualmente, que en medio de un combate a muerte los niños siempre tienen preferencia de tránsito entre los contendientes. —Tira el pergamino—. Vamos niños, circulando.

A unos metros, a nuestros lados, se abren dos pórticos y la columna con una decena de pequeños demonios anda hacia uno y sale por el otro, caminando entre el Ghuraki y yo.

El ser azul alza las manos y corea:

—Con más alegría.

Empieza a sonar una música bizarra y los pequeños se ponen a cantar y bailar mientras caminan.

El Ghuraki, con los ojos envueltos en un brillo lleno de oscuridad, ríe y suelta:

—Siempre me gustaron los bufones.

—¿Has dicho ladrones? —El demonio azul se pone las manos en la cara y exclama—: ¡¿Ladrones?! —Un fogonazo lo envuelve. Cuando desaparece, a su lado hay un carro lleno de oro—. No puedo dejar que me roben. —Mira al Ghuraki y le pone la palma en el pecho—. Gracias por avisarme, señor.

Aunque es inapreciable para el resto, incluido para el ser de la piel púrpura, por un segundo logro ver cómo han sido cortados los hilos que conectan el cuerpo de Haskhas con la niebla. El demonio, antes de coger el carro y salir corriendo, me mira, silba y guiña un ojo.

«¿Por qué nos ayudas?» pienso, extrañado.

—¿Preparado para morir? —pregunta el Ghuraki mientras reemprende la marcha.

Desmaterializo a Dhagul, me concentro, manifiesto el aura carmesí y aprieto los puños.

«Si estoy en lo cierto, aunque no te tumbaré, sentirás el golpe».

—¿Por qué no contestas? —Ríe—. ¿Has asumido que es la hora de tu muerte?

Cojo impulso, esquivo el puñetazo, inclino un costado, dirijo la fuerza de los músculos del cuerpo al puño y le golpeo la barbilla. Cuando los nudillos chocan contra la mandíbula el Ghuraki eleva un poco la cabeza.

—Imposible... —murmura a la vez que me sacude con el canto de la mano en el hombro.

Aunque me duele mucho, aunque consigue que pierda el equilibrio, sonrío y bramo:

—¡Hermanos! ¡Atacad, está debilitado!

—Patético humano. —Me golpea con la palma en el pecho y me tira al suelo.

En el momento en que me va a pisar, un relámpago le impacta en la espalda y logra que se le escape un chillido. Antes de que se recupere, Bacrurus le incrusta la rodilla en la columna y consigue que se tambalee.

—¿Qué se siente? —pregunta el magnator con regocijo—. ¿Te gusta que un patético humano te haga sufrir?

Los ojos del Ghuraki se envuelven en una niebla negra y exclama:

—¡¿Quién ha cerrado el canal que une mi poder a este cuerpo?! —Gira la cabeza y ve al demonio caminando boca abajo con las manos—. Tú.

El impacto de los nudillos de Mukrah en la cara lo centra de nuevo en nosotros. Golpea a Bacrurus con el codo y al hombre de piedra con el puño. Retrocede unos pasos y nos analiza.

Me levanto, manifiesto a Dhagul, lo señalo con el filo de la espada y sentencio:

—No saldrás de aquí con vida, te vamos a hacer sangrar.

Intranquilo, mueve los ojos de un lado a otro, buscando una forma de vencer. Después de recorrer un par de veces a Bacrurus con la mirada, sonríe.

—No me había fijado antes, ya que no me interesaba. —La perversa sonrisa se torna más profunda—. Tu cuerpo está impregnado con La Esencia de Los Siervos. —El magnator, rabioso, aprieta los dientes mientras le tiemblan los músculos de la cara—. Eres mío y harás lo que te diga. —El ser de piel púrpura eleva la mano y ordena—: Ataca a tus aliados.

Bacrurus suelta un grito desgarrador y los ojos pierden el contacto con el alma.

—¡Matar! —grita a la vez que aprieta los puños.

El Ghuraki ríe y Bacrurus corre hacia Mukrah. El Primigenio se interpone en su camino y empiezan a luchar. El hombre de piedra quiere ayudar al arquero, pero le ataca uno de los engendros caídos del cielo. Me giro y compruebo cómo las criaturas que sirven al ser de piel púrpura dejan de estar en letargo.

—Maldición —digo, centrando la mirada en el Ghuraki—. No puedes ganar...

Nuestro enemigo me mira, da una palmada y suelta:

—No sois nada y no ha funcionado nada de lo que habéis hecho. En poco tiempo el flujo de mi poder se restablecerá y cuando la transición se complete seré un dios.

Con las facciones rígidas, repito:

—No puedes ganar.

Sonríe y contesta:

—Ya lo he hecho.

De repente, escucho los susurros del silencio proviniendo de todas partes:

—Tu poder son tus recuerdos. Recuerda quién eres. Recuerda lo que eres.

El ruido del combate se apaga y el tiempo se detiene.

—¿Qué es lo...?

No puedo acabar la pregunta, los susurros me interrumpen:

—Recuerda quién eres. Recuerda lo que eres.

La Gladia se va difuminando. Las gradas, la arena, mis hermanos, el Ghuraki, todo va perdiendo forma hasta que aparece la imagen de un viejo recuerdo.

Vuelvo a ver al bebé, llorando, cayendo hacia las fauces de Abismo. Ghrajul se aproxima, sostiene al recién nacido, grazna y lo deja caer. La negrura atrapa al niño y la imagen de lo que me rodea se vuelve oscura.

Escucho rugir a las bestias; los seres con almas negras se preparan para devorar al pequeño. Sin embargo, tras unos segundos, cuando la escena se ilumina con una tenue luz, veo cómo alguien hace frente a las criaturas que quieren arrancar la carne de los huesos del recién nacido.

Aunque no tienen el valor de enfrentarse a esa figura, aunque les da miedo, durante unos instantes los monstruos siguen rugiendo. Al final, retroceden y se esconden en las sombras.

Cuando reina el silencio, el extraño pregunta:

—¿Qué hace un recién nacido aquí? —Aun sin distinguir bien al ser, si logro ver cómo coge al niño por el manto que lo envuelve—. Aquí solo hay oscuridad, no es un lugar para... —Un graznido lo interrumpe, se voltea y señala tras unos segundos —: Hacía tiempo que no nos veíamos, El Caminante.

—Mucho. —El anciano se ha materializado en este lúgubre lugar y anda hacia el extraño.

—¿Tienes algo que ver con este bebé?

—Por desgracia sí. Una fuerza oscura ha nublado el juicio de casi toda su familia y he tenido que intervenir para ayudarlo. He hecho que apareciera cerca de ti.

—¿Cerca de mí? ¿No podías haberlo enviado fuera de Abismo?

—Podría...

—¿Pero?

—La fuerza oscura que ha ocupado las mentes de su familia... creo que ha sido Él.

—Eso es imposible. Llevo mucho tiempo vigilando para que no despierte y sé que no lo ha conseguido.

—Quizá sigue durmiendo y actúa desde los dominios donde se recluyó a su alma.

El extraño, sin soltar al bebé, da unos pasos; parece intranquilo.

—Eso sería más peligroso que si en verdad estuviera despierto.

—Cierto, lo volvería extremadamente poderoso.

—Lo convertiría en el ser más poderoso de La Convergencia —puntualiza—. Los dioses apenas pudieron frenarlo la última vez y si regresa con más poder, sin Ghoemew, con sus hermanos librando una guerra desde hace eones, nada impedirá que La Convergencia caiga en sus manos.

—Siempre hay esperanza. Hay una fuerza que puede llegar a superarlo.

—¿Te refieres a El Silencio Primordial? —Al ver que El Caminante no contesta, pregunta—: ¿Hablas en serio?

—Tengo fe en que nos ayudará.

—¿Fe? —Suelta una risa entrecortada—. ¿Cuándo fue la última vez que intervino? —Hace una breve pausa—. Cuando creó este caótico orden. Cuando creó La Convergencia, Abismo, El Erghukran, Los Reinos Etéreos y el resto de planos. Nunca más ha vuelto a hacer nada por nosotros. Dio forma a la luz, a la oscuridad y desapareció.

—No, no lo ha hecho. Ese bebé que tienes en tus manos puede llegar a ser el portavoz del silencio.

—¿Qué? —Mira al recién nacido—. Es imposible. Ni siquiera los dioses pueden controlar el silencio.

Ghrajul grazna, se posa sobre el hombro de El Caminante y aletea un par de veces.

—Entonces, ¿por qué crees que Él ha nublado el juicio de su familia? ¿Por qué tenía tanto interés en este niño?

Pensativo, el extraño guarda silencio unos instantes.

—Porque es una posible amenaza, eso lo intranquiliza y por eso quería que lo mataran. —Durante unos segundos solo se escucha el llanto del bebé—. Sigue en peligro.

—No lo estará si logramos ocultarlo.

—¿No querrás llevarlo a...? —Niega con la cabeza.

—Es el único lugar donde puede criarse a salvo. Aunque no lo llevaré yo, lo harás tú.

El ser duda, mira al bebé y dice:

—Caminante, no puedo dejar de custodiar Abismo.

—No te preocupes por eso, haré que parte de La Guardia Perfecta ocupe tu lugar.

—¿Y tus hermanos? —Levanta la mirada y observa al anciano—. No te dejarán hacerlo.

—Yo me ocuparé de eso, tú cuida del niño, es nuestra última esperanza. —El Caminante acaricia la mejilla del recién nacido—. Ojalá que su camino lo lleve a poder canalizar El Silencio Primordial.

El ser duda, pero al final asiente y desaparece en un estallido de luz amarilla. El Caminante golpea con el báculo el suelo y también se desvanece.

Mientras la escena se difumina y deja paso a la imagen de La Gladia, susurro:

—Energía amarilla... —Me giro y veo al demonio de la piel azul paralizado a pata coja con un brazo extendido hacia delante y el otro hacia atrás; tiene un inmensa sonrisa dibujada en la cara—. No puedes ser tú...

Justo cuando el tiempo se pone en marcha, escucho la risa del Ghuraki. A la vez que el aura carmesí se manifiesta, con la impotencia y la rabia volviéndose a apoderar de mí, grito:

—¡Cobarde! —Lo señalo—. ¡Esperas tener todo tu poder para vencernos cómodamente!

—¿Cobarde? —Ríe, mueve la mano y ordena a varios siervos que se lancen contra mí.

Doy forma a Dhagul, extiendo el brazo hacia un lado y suelto la empuñadura. La espada vuela y decapita a los seres.

—Cobarde —repito mientras el arma retorna.

—Humano, me satisfará matarte a ti primero. —Viene hacia mí, aprieta los puños y lanza un golpe.

Entrelazo los antebrazos y me cubro la cara. Cuando los nudillos impactan, al ver que apenas me ha arrastrado un poco por la arena, gruñe:

—No puede ser... tu poder ha crecido.

—Sí. —afirmo, lanzándole un gancho a la cara.

Aunque la cabeza se le gira un poco, no me detengo, viro más el cuerpo y con el codo le vuelvo a sacudir en la mandíbula. A la vez que la saliva se le escapa de la boca, reacciona, me aparta el brazo con la palma y me da un golpe en el estómago.

—Lo reconozco —admite—, estoy debilitado y tu poder ha aumentado, pero sigues sin ser rival para mí. —Me sujeta el cuello y me da un cabezazo—. No vencerás. —Vuelve a lanzar la frente contra la mía.

La vista se me nubla, la cabeza me da vueltas, pero aprovecho antes de perder el equilibrio para golpearle el tríceps y dislocarle un brazo. Suelta un gemido y con una patada me lanza contra la arena. Parpadeo, aclaro la visión y veo cómo vuelve a recolocarse la extremidad.

—Esto es intolerable. —Los ojos le brillan con un negro intenso.

Estira el brazo, abre la mano, me apunta con la palma y una esfera de color oscuro se crea a unos centímetros de la piel. Aunque estoy exhausto y me duele el cuerpo, no puedo rendirme, no puedo dejar que venza. Me apoyo en la arena y me levanto.

Con el cansancio reflejado en la voz, pregunto:

—¿Te das por vencido?

Una sonrisa diabólica se le dibuja en la cara.

—Recordaré tu patética actitud durante muchos eones. —Mueve los dedos de las manos y la esfera vuela hacia mí.

Se mueve muy rápido, sé que no podré esquivarla, me cubro el torso y la cabeza con los brazos y espero el impacto. A través de los contornos de las manos veo resplandecer una luz blanquecina. El Primigenio ha lanzado una flecha que ha desviado la esfera. Esta, en su nueva trayectoria, colisiona contra una grada y destruye una gran porción de La Gladia.

—¿Nunca os vais a dar por vencidos? —pregunta el Ghuraki, mirando al arquero.

El Primigenio está agotado, ha vencido a Bacrurus, lo ha dejado inconsciente, pero eso lo ha llevado al límite. Dirijo la mirada hacia Mukrah, se encuentra arrodillado en la arena, ha gastado sus últimas fuerzas en vencer a un grupo de siervos. Vuelvo a mirar al hijo del mundo primigenio y le escucho decir:

—Mientras la oscuridad exista, la lucha continuará. —Se prepara para lanzar una flecha.

En este momento, al fijarme en el cuerpo del Ghuraki mientras se dispone a defenderse, siento que la piel pierde densidad.

—Cuando usas magia —susurro y me pongo en pie—, al estar desconectado de tu ser te haces más vulnerable. —Miro al Primigenio y bramo—: ¡Lánzale varias flechas!

—¿Qué? —suelta el ser de la piel púrpura al ver cómo me acerco corriendo con Dhagul en la mano.

El Ghuraki detiene una saeta, detiene otra, quiere volverse hacia mí, pero los proyectiles de El Primigenio no lo dejan.

«Un poco más» pienso, esperanzado.

—¡Estoy harto! —grita tras frenar otra flecha.

Alza los brazos y, agotando parte del poder que almacena su cuerpo, crea látigos de energía roja alrededor del arquero. Estos desgarran la piel de mi aliado y logran tumbarlo.

Los músculos de la cara me tiemblan y la rabia me posee. Sin detenerme, bramo:

—¡Ha llegado tu hora!

Apunto con la espada hacia el estómago del Ghuraki. El filo se acerca, pero en el último momento echa el cuerpo hacia un lado, evita el corte y me coge de la muñeca.

—¿Pensabas que iba a ser tan fácil? —Contemplo cómo los hilos de niebla negra vuelven a manifestarse uniéndolo con la fuente de su poder—. Disfrutaré destripándote, maldito incordio.

Gira la mano y me parte la muñeca. Mientras grito, veo cómo sostiene a Dhagul y cómo es capaz de mantenerlo materializado.

—¿Cómo es posible? —mascullo.

—Lo es porque estoy a tan solo un paso de ser un dios.

Me clava la espada en el estómago, la empuja hasta que la punta me sale por la espalda, mueve la mano y me desgarra los intestinos. Las piernas me tiemblan y un chorro de sangre cae a la arena.

Acerca la boca a mi oreja y susurra con deleite:

—Es placentero matarte con tu arma y será delicioso degollar a tus amigos con ella.

—No... —suspiro.

Ríe, se regocija con el dolor, da un movimiento brusco y saca la espada de la barriga. Antes de caer de rodillas al suelo, toso algunos coágulos de sangre. Me cuesta mantenerme consciente, aprieto los párpados, no llego a cerrarlos y me fijo en la piel de mi enemigo.

—No todo está perdido... —murmuro.

Él, confiado, saboreando mi derrota, se toma su tiempo para ejecutarme. Coloca la hoja de la espada en mi hombro y se prepara para cortarme el cuello.

—¿Una última palabra? —suelta con regocijo.

Me cuesta contestar; escucho la respiración encharcada de los pulmones.

—Sí...

—¿Cuál es?

—Shaut...

—¿Qué? ¿Qué signific...? —No puede acabar la pregunta, he aprovechado las últimas fuerzas para manifestar el puñal y clavárselo en la pierna.

—¡Maldito! —alza a Dhagul, lo baja con fuerza y me lo incrusta en el hombro.

Mientras me desplomo en la arena, mientras la espada desaparece al perder el contacto con la mano del ser de piel púrpura, mis sentidos aumentan y, aunque apenas es audible, soy capaz de escuchar el pequeño sonido que produce una gota de sangre al recorrer la pierna del Primer Ghuraki.

—Ghoemew... —susurro, al oír cómo la gota cae y moja la arena de La Gladia.


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