Capítulo 28 -El camino del control-

Antes de que lleguemos a tocar el suelo, una explosión nos separa en el aire y caemos a varios metros de distancia. Me levanto rápido y murmuro sorprendido al ver la causa de la deflagración:

—¿Qué...?

Una gran roca ha emergido de la arena. En ella, atadas con gruesas cadenas negras, hay varias criaturas con formas que se asemejan a las humanas.

—Condenados —dice Haskhas mientras se acerca sonriente.

—Demonios —pronuncio sin dar mayor importancia a esos seres.

Varias explosiones suenan a nuestro alrededor y más rocas se alzan con extraños prisioneros. Las ignoramos, en este momento para nosotros solo existe la lucha.

—Te has salido con la tuya, humano. —Los ojos le brillan—. Y ya que me has arrastrado a la arena, disfrutemos de ella. —Corre hacia mí.

Aunque estoy a punto de manifestar a Dhagul, acabo conteniéndome. Lucharé con una única arma: el cuerpo.

Haskhas salta e intenta incrustarme la rodilla en el pecho. Me pongo en guardia y la bloqueo con los antebrazos. Sonríe y, sin que me dé tiempo a evitarlo, dirige el codo contra el hombro. Tras el impacto, la clavícula se hace pedazos.

—Pensaba que eras más resistente —suelta con regocijo.

Chillo y le lanzo un puñetazo contra el abdomen. Cuando los nudillos chocan con los músculos siento como si estuviera golpeando algo indestructible. A la vez que el dolor se extiende por la mano, recojo el brazo tembloroso y aprieto los dientes.

Antes de que pueda cubrirme, Haskhas me coge del cuello, retrocede un paso y me obliga a echar el cuerpo hacia delante. Aunque intento escapar de la presa, no lo logro y lo único que puedo hacer es ver cómo se acerca la rodilla a la cara. Después del impacto, oigo el ruido que produce el tabique al trocearse y noto la sangre resbalando por la piel.

—Me vuelves a decepcionar, humano.

Me sujeta la cabeza, gira las manos con fuerza y me fuerza a dar una vuelta en el aire. Antes de que llegue a tocar el suelo, entrelaza los dedos de las manos, me golpea con los puños en la nuca y escucho el crujido que producen las cervicales al partirse.

Tras chocar contra la arena, más allá de los músculos de la cara, el cuerpo no me responde. Haskhas me ha derrotado sin apenas esfuerzo.

Laht sobrevuela La Gladia y gracias a él veo cómo Bacrurus se aproxima corriendo.

—¡Ghuraki! —lo oigo gritar justo cuando siento cómo la suela del ser de piel púrpura empieza a presionarme la cabeza.

Escucho el golpe del puño del magnator en la cara de Haskhas y gracias al cuervo sagrado contemplo cómo el Ghuraki retrocede unos pasos.

—Brujo... —masculla, antes de escupir un poco de sangre.

—Te voy a hacer pagar por el dolor que inflingiste a mi pueblo.

—Inténtalo. —Con la mano le anima a que ataque.

Empiezan a pelear y oigo cómo los golpes se van alejando hacia otra zona de La Gladia.

Inmóvil, percibo cómo el frenesí se ha apoderado de los que pisan los restos de Ghoemew. Escucho los gritos, las armas chocar, las maldiciones. Escucho la batalla y me siento impotente.

Suspiro y cierro los ojos.

—Soy un inútil... —susurro.

Estoy tirado en la arena, inmóvil, indefenso, roto, inservible. Desde que Jiatrhán me venció solo he conocido la humillación y la derrota.

«¿Por qué...? ¿Por qué a veces el poder estalla y otras soy tan débil? No lo entiendo...».

No puedo evitar que una lágrima de impotencia resbale por la mejilla.

Escucho el bramido de una criatura, siento cómo se acerca clavando las afiladas patas en el suelo y noto cómo vibra la arena con cada paso que da. Cuando está a mi lado, una lengua recubierta de pinchos me arranca la piel de la espalda.

—Maldito monstruo —mascullo.

Otra lágrima escapa de uno de mis ojos, resbala por la piel y acaba humedeciendo los restos de Ghoemew. La rabia, la angustia, el odio, el rencor, varios sentimientos dan forma a una bruma negra que me enturbia los pensamientos.

A través de Laht veo cómo la bestia está a punto de clavarme una de las patas en la espalda. Doscientas Vidas se acerca chillando y golpea a la criatura con un hacha. Esta se gira, va a por mi compañero y se olvida de mí.

—Tengo que sanarme... —susurro, recordando cómo resucite después de que Bacrurus me destrozara. Cierro los ojos, repito la frase mentalmente, pero no sucede nada—. No. —Abro los párpados—. ¡No! —bramo con todas mis fuerzas.

El estruendo del combate ahoga el grito. Aunque de nuevo cierro los ojos e intento conectar con el silencio interior, la rabia que siento por haber sido derrotado con tanta facilidad me lo impide. En estos momentos, dentro de mí solo existe la venganza y solo hay lugar para una imagen: la de la arena de La Gladia empapada con la sangre de Haskhas.

Intento moverme y, cuando el cuerpo no me responde, la ansiedad me trae el recuerdo de las palabras de Jiatrhán. Casi me parece como si las escuchara saliendo de su boca:

Sin memoria solo eres una sombra de lo que eras.

Durante un minuto, esas y otras palabras me torturan en un ciclo que me parece eterno. Al final, harto, acabo gritando:

—¡Basta!

Aunque la voz de Jiatrhán se apaga, el vacío que deja lo ocupan risas oscuras que me desgarran el alma.

«No entiendo... ¿Por qué soy incapaz de sanarme?».

Estoy tan hundido en la impotencia que no presto atención a cómo Mukrah repite mi nombre. El ser de piedra se arrodilla a mi lado y dice:

—Vagalat, hermano, debes sanarte. Las puertas del Erghukran están a punto de explotar. Te necesitamos.

Al principio no le hago caso, lo ignoro, pero cuando vuelve a insistir, salgo de la prisión mental y le confieso con lágrimas en los ojos:

—No puedo. Por más que lo intento, no consigo manifestar mi poder.

Mukrah me pone la mano sobre la cabeza y dice:

—El sol, el astro rey, aunque podría irradiar en un segundo el calor que produce en toda su vida, lo deja escapar poco a poco porque...

Gracias a Laht veo cómo un ser recubierto de escamas metálicas golpea a mi hermano con un bastón de acero y lo lanza varios metros por el aire. Casi al instante, los oídos captan el desgarrador sonido que produce el aliento del monstruo al recorrerle la garganta.

Noto cómo acerca la nariz a mi cabeza y me olisquea. Tras unos segundos, chilla y siento cómo pequeñas astillas de metal se me incrustan en el cuero cabelludo. Antes de que le dé tiempo de aplastarme el cráneo con el bastón, Mukrah da un salto, lo golpea y lo derriba.

Mientras vuelvo a sumergirme en la impotencia, oigo cómo resuenan los nudillos de mi hermano quebrando las escamas metálicas del ser.

—Juguete roto... —mascullo, recordando las palabras de Jiatrhán. Cierro los ojos y no contengo más el llanto—. Me convertiste en piedra, me tuviste una eternidad vagando por lugares que desconozco y me separaste de Adalt. —Las palabras se me atragantan, el dolor que me produce no saber el paradero de mi hermano me paraliza las cuerdas vocales. Aprieto los dientes y mascullo—: He sido vencido y humillado. —Abro los párpados—. Has ganado.

Cuando estoy a punto de gritar y llamar la atención de alguna criatura nacida en el Erghukran para que acabe con mi vida, escucho un graznido. Parpadeo, afino el oído y de nuevo oigo el sonido de un cuervo sagrado.

«No es Laht».

—No, no lo es —susurra alguien a mi lado.

—¿El Caminante? ¿Eres tú?

—¿Quién sino?

Veo al cuervo sagrado de El Caminante, Ghrajul, dar dos saltos, aletear un par de veces y mover la cabeza de izquierda a derecha.

Sin perder de vista al animal, sentencio:

—Es inútil, ya he aceptado mi destino.

—¿Tu destino? ¿Morir sobre la arena? —Las palabras de El Caminante se oyen a través del cuervo sagrado—. ¿Ese es el destino que quieres?

—Sí —afirmo sin dudar.

—Ya... —Los ojos de Ghrajul brillan—. Y ¿qué será de los que están combatiendo aquí por la libertad? ¿Los dejarás morir?

—Ellos... —Por un segundo, aunque consigo desterrarlo con rapidez, un oscuro pensamiento se apodera de mí—. Ellos vivirán.

—Puede ser que sobrevivan a las hordas de La Gladia, a Haskhas y a sus soldados. Pero ¿qué harán contra los otros ejércitos Ghurakis? ¿Qué harán si tienen que combatir contra los Taers? ¿Sobrevivirán a un enfrentamiento con Jiatrhán o contra miembros más poderosos de la familia?

—Yo...

—¿Tú qué?

Respiro por la nariz, siento cómo algunos granos de arena me tocan la piel y noto el frío tacto de los trozos triturados del cadáver de Ghoemew.

Con los ojos llenos de lágrimas, con una mezcla de tristeza y agobio presionándome el alma, digo:

—He perdido...

El Caminante se materializa y sonríe.

—No has perdido, has ganado.

—No entiendo... ¿Qué quieres decir?

—Has ganado el derecho de nuevo a ser el representante del Silencio Primordial.

—¿El Silencio Primordial? —Recuerdo lo que dijo Haskhas y susurro—: El silencio que creó la luz y la oscuridad.

—Sí, la fuerza que dio vida a los dioses. —Ghrajul ladea la cabeza y grazna—. El único poder que nunca ha sido controlado por nada ni nadie.

—¿Por qué yo? —Los músculos de la cara me tiemblan—. ¿Por qué ahora?

—Naciste para servir al silencio, para manifestar su voluntad, pero en el pasado caíste en desgracia y perdiste el favor de ese vasto poder. —Ghrajul vuelve a graznar—. Sin embargo, tus decisiones y tus actos te han dado una nueva oportunidad.

Un paraje maldito viene a mi mente.

—Abismo... —murmuro el nombre del reino oscuro que me corrompió el alma.

—Abismo fue tu perdición. No obstante, una serie de acontecimientos te dieron una segunda oportunidad.

Escucho el llanto del bebé que vi en el recuerdo y también oigo las risas del niño que mató a mi madre.

—¿Quién soy? —se me escapa un pensamiento en voz alta.

—Para que el silencio ponga orden en tu mente debes recordar tu existencia. —Golpea la arena con el báculo y las piedras azules brillan alrededor de mí—. Respóndete y emprende el camino del control.

Después de decir eso, El Caminante se voltea, da unos pasos y desaparece. Ghrajul grazna y sale volando.

—Control...

A lo lejos, escucho de nuevo el llanto del bebé y las burlas del niño que mató a mi madre. Tras unos instantes, en los que el llanto y las burlas se han desplazado de un lado a otro, oigo cómo suenan a mi lado. Es como si el recién nacido y el niño estuvieran junto a mí en la arena.

Estoy confundido, no sé quién de los dos soy. Sé que tuve un pasado oscuro, sé que quizá fui un monstruo que mató a inocentes, pero ¿matar a mi madre? Eso sería una carga que dudo que soportara.

«Ojalá que pudiera retroceder en el tiempo y ser siempre como soy ahora. El otro Vagalat, el monstruo que vi atado en la ciudadela de los guardianes de Abismo, no soy yo».

—No soy un ser de la oscuridad —digo para reafirmarme.

Un cosquilleo me recorre la columna. En menos de un segundo, se regeneran los huesos rotos y la espalda despellejada. Mientras me sano, se desvanecen los sentimientos oscuros que me gobernaban.

Al sentir de nuevo el cuerpo bajo mi control, flexiono los brazos y me arrodillo. Alrededor de mí hay una gran batalla, pero en estos momentos esa no es mi guerra.

—Silencio... —escucho los susurros que se desplazan por el aire.

Los colores se apagan y los que combaten en la arena se detienen. Ni siquiera Haskhas puede escapar del poder del reloj cósmico cuando este decide pararse.

La imagen de la muerte de mi madre va cobrando forma. Cuando acaba de crearse la proyección del recuerdo, vuelvo a ver cómo el niño le atraviesa la espalda. Observo la cara del pequeño asesino, la analizo, elevo la mano y detengo la escena.

—Podría ser él, pero no estoy seguro... —murmuro.

Muevo los dedos, retrocedo la proyección y la detengo cuando el padre está a punto de soltar al bebé. Mientras contemplo al recién nacido escucho decenas de voces susurrar:

—Vagalat, el hijo del silencio.

Noto miles de escalofríos recorrerme el cuerpo y siento como si este ardiera. Me miro la mano y observo cómo el aura carmesí transforma la piel en energía.

—El poder del silencio —susurro, a la vez que dirijo la mirada hacia la otra mano y compruebo cómo también ahí el aura transmuta la piel.

Por un instante, siento cómo caigo al vacío y cómo me reclama una de las entradas de Abismo. Durante un momento, vuelvo a ser un recién nacido sentenciado a muerte por su padre. Por un segundo, escucho cómo las criaturas oscuras rugen deseando arrancarme la carne de los pequeños huesos.

Después de experimentar eso, parte de la memoria se desbloquea. Escucho el graznido de Ghrajul y lo veo volar en el recuerdo hacia el bebé mientras este desciende hacia Abismo.

—El Caminante... ¿Tú me salvaste...?

Observo cómo mi madre cae al vacío agonizando. Con las lágrimas brotándole de los ojos, mientras ve cómo el bebé es tragado por Abismo, suplica:

—El Caminante, por favor... —Tose y la sangre escapa de la boca—. Sé que tú y los tuyos no podéis intervenir, pero haz una excepción, salva a mi hijo. Hazlo por la deuda que contrajiste con mi padre... —Vuelve a toser—. El silencio... el silencio... no debe... —No puede terminar la frase, a través de sus ojos se aprecia cómo se extingue la vida.

La proyección del recuerdo desaparece y el tiempo se pone en marcha. Observo a mis compañeros combatiendo contra bestias infernales y contra las tropas de Haskhas.

Veo a Bacrurus luchar contra el Ghuraki; contemplo a Doscientas Vidas reír mientras clava las hachas en un demonio; miro cómo Mukrah vence al ser de escamas de metal.

Una lágrima me recorre la piel.

—Hermanos, perdonadme —susurro.

Un ser de largos colmillos, con aspecto de reptil, con tres colas acabadas en afiladas puntas y garras puntiagudas, se acerca y me dice siseando:

—Hacía décadas que no probaba la carne humana. —Me seco la cara y sonrío—. ¿Te hace gracia? ¡¿Te hago gracia?!

No digo nada, corro hacia él, esquivo las colas y las garras, apoyo el pie en una de las rodillas y salto. Intenta apresarme, pero asciendo muy rápido. Pongo una mano en el hombro y dirijo el cuerpo. Las piernas siguen elevándose, quedo boca abajo durante un segundo, dejo que la inercia me guíe y acabo cayendo detrás del monstruo.

—¿Y esas acrobacias? —pregunta, dándose la vuelta.

Manifiesto a Dhagul y lo decapito. Mientras la criatura cae a la arena, miro cómo la sangre verde resbala por la hoja del arma y digo para mí mismo:

—Estaba probando la agilidad. —Observo cómo la lengua bífida ha quedado fuera de la boca—. Aún me falta mucho para dominar el poder que me brinda El Silencio Primordial, pero al menos ahora sé que la cantidad que pueda controlar no se apagará cuando la necesite.

El aura carmesí me recubre el cuerpo, la adrenalina me acelera el organismo y un sentimiento se apodera de mí. Pienso en Jiatrhán, en Haskhas, en la muerte de mi madre y bramo:

—¡Acabaré con vosotros!

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