Capítulo 23 -Alma rota-
Un magnator intenta devolver la consciencia al caído, pero por más que se esfuerza no consigue sacarlo del profundo sueño en el que se encuentra. Lo único que logra es que la energía que le trasmite haga que tiemble un poco la cama donde yace.
Bacrurus, apoyado en la pared y con los brazos cruzados, asegura:
—Es inútil.
—Tienes razón —contesta el sanador—, es como si su alma estuviera dormida.
—Pero está vivo —señalo mientras me acerco al caído y miro las facciones apagadas.
—Sin duda. —El magnator de poderes curativos, un hombre consumido por años de cautiverio, se mesa la barbilla, dirige la mirada hacia el suelo y dice—: Me recuerda a la fiebre roja.
—¿La fiebre roja? —pregunta Bacrurus extrañado—. Aunque no llegué a vivir el último brote, según leí, los enfermos supuraban sangre hasta que sus cuerpos se secaban. No entiendo a qué te refieres con que te recuerda a esa enfermedad.
El sanador lo mira y responde:
—Es cierto, la mayoría de enfermos morían como dices, pero algunos se dormían y se iban apagando poco a poco, sin sangrar, sin siquiera respirar.
—¿Sin respirar? —suelto sorprendido.
—Sí —afirma y me mira—. No era una enfermedad normal, era una maldición. —Observo a Bacrurus y veo cómo asiente—. Se rumorea que la fiebre roja fue la venganza que lanzó un demonio contra los Ghurakis.
—¿Se rumorea? ¿Son solo rumores o es cierto? —pregunto intrigado.
—Depende de la región del mundo donde preguntes será una cosa u otra.
Al escuchar la voz de quien habla, la alegría se apodera de mí. Los ojos se me humedecen y una inmensa sonrisa se me dibuja en la cara. Me doy la vuelta, veo a mi compañero en la entrada y exclamo:
—¡Mukrah! —Ando a paso ligero y lo abrazo—. ¡Por fin te has despertado!
—Todo gracias a ti, hermano. —Me abraza y repite con la emoción plasmándose en las palabras—: Todo gracias a ti.
Me separo y seco las dos lágrimas que no he podido evitar que escapen de los ojos.
—Es bueno tenerte de vuelta. —Observo cómo en el hombro no hay rastro de la herida y sonrío—. Estás completamente sanado.
Mukrah me devuelve la sonrisa y dice con la profundidad que lo caracteriza:
—El cielo, las nubes, el viento, son cosas que o no alcanzas a cogerlas o escapan de las manos si intentas sostenerlas. Pero aunque se vean lejanas o nos rocen sin que podamos apoderarnos de ellas, son reales y siempre están a nuestro alrededor. Nos vigilan desde lo alto o nos abrazan constantemente. —Me mira a los ojos y prosigue—: El respeto, el cariño y la lealtad que siento por ti actuarán del mismo modo. No podrás tocar ninguno de esos sentimientos, pero ten por seguro que ellos me acompañarán durante el resto de mi vida.
Lo que dice me llega al alma y solo puedo articular una palabra:
—Gracias.
Bacrurus se aproxima a Mukrah y le comenta:
—No nos conocemos, pero Vagalat me ha hablado de ti. —Extiende la mano y el hombre de piedra se la estrecha—. Mi nombre es Bacrurus.
—Encantado. Espero que los cimientos que han servido para consolidar tu amistad con Vagalat sirvan también para que la nuestra crezca con fuerza.
El magnator sonríe.
—Estoy seguro de ello.
Mukrah asiente y observa pensativo al caído.
—¿Quién es? —Se acerca a la cama—. ¿Es del que todos hablan? —Me mira—. ¿El ser que cayó del cielo?
—Sí —contesto mientras me aproximo al lecho—. Cayó envuelto en una luz azul. —Recuerdo la proyección y añado—: Aunque lo que me sorprendió fue que su cuerpo absorbió una esfera de gran poder.
—¿Una esfera?
—Azul —añade Bacrurus—. Era una esfera azul.
Mukrah se toca la barbilla.
—¿Una esfera azul...? —pregunta para sí mismo, nos mira y prosigue—: ¿Dijo algo relevante? ¿Algo fuera de lo común?
Siento que el hombre de piedra parece saber de quién se trata o que al menos lo intuye.
—Nombró al mundo primigenio —respondo.
Los ojos de Mukrah se abren de par en par.
—¿El mundo primigenio? —suelta con la voz entrecortada—. El mundo de los creadores.
—¿De los creadores? ¿Los creadores de quiénes? —pregunto.
—De mi especie, de los niareg.
Bacrurus, sorprendido, dice:
—Pensaba que el origen de los niareg se hallaba en los reinos cercanos al núcleo del mundo.
El hombre de piedra lo mira y explica:
—Mi pueblo, casi cuando se formó La Convergencia, vivió en esos reinos interiores durante mucho tiempo, pero no fuimos creados ahí. Nuestro linaje se remonta al mundo primigenio. —Hace una pausa—. Generación tras generación, hemos transmitido la historia de nuestro origen y hemos mantenido viva la llama del conocimiento de nuestro primer hogar.
Observo al caído y pregunto:
—¿Qué es el mundo primigenio?
—Ahora nada más que una inmensa nube de polvo. El mundo primigenio hace mucho que no existe. —Se aproxima al ser y, cuando le pone la palma sobre el pecho, el iris azul de los ojos le brilla—. Es... —No puede pronunciar más palabras, su mente se conecta con la del caído.
—Vagalat —dice el sanador preparándose para lanzar un conjuro y separar a Mukrah del ser.
Niego con la cabeza, cierro los ojos, me adentro en el vínculo que funde la mente de mi amigo con la del caído y noto cómo el frío me penetra los huesos. Abro los ojos dentro de la proyección y camino hacia una luz distante; una luz encerrada en un mundo de oscuridad.
—Mukrah —llamo a mi hermano, pero solo obtengo la respuesta del silencio.
No soy consciente de que a cada paso que doy me adentro más en las profundidades de la sombra extinta de un mundo olvidado. Al acercarme a la luz, veo que proviene de una pequeña hoguera. El caído se encuentra sentado al lado del fuego, ausente, con la mirada fija en las llamas.
Antes de que pueda decir nada, escucho:
—Vagalat, déjalo, necesita darse cuenta por sí mismo de que los barrotes de esta prisión los ha construido con el tormento de su alma.
Me giro y alcanzo a ver cómo Mukrah pronuncia las últimas palabras.
—¿Está atrapado?
—Está roto. —Se aproxima al fuego y analiza la cara ausente del caído—. Creo que es uno de los que crearon a mi especie.
—¿Qué te hace pensar eso?
Me mira y contesta:
—Siento el lazo que nos une. Las almas de los primeros niareg fueron creadas con fragmentos del espíritu del mundo primigenio. —Vuelve a observar al caído—. Y del mismo modo que nosotros fuimos creados por la llama azul, nuestros creadores, mucho tiempo antes de darnos forma, también fueron moldeados con ese fuego.
—¿Quién los creó a ellos?
—No lo sé. Dudo siquiera que ellos llegaran a saberlo. —Hace una pausa, me mira a los ojos y añade—: Supongo que fueron dioses que llevan largo tiempo enterrados en el polvo que termina por cubrirlo todo; el polvo donde nace el olvido.
—Entiendo. —Recorro el entorno con la mirada—. ¿Y este lugar? ¿Es su mente?
—Más o menos. —Señala el cielo—. Fíjate en ese punto.
—¿Qué quieres que...? —Me callo cuando en la negrura del firmamento que nos cubre se vuelve visible el débil brillo de una estrella azul.
—Esa luz proviene de lo único que queda del mundo primigenio. —Baja el brazo y observa la cara del caído mientras se extingue el fulgor del objeto celeste—. Cuando entré en este lugar sentí un débil murmuro, una voz distante que susurraba que el mundo primigenio vive.
Mientras escucho a Mukrah recuerdo una frase que pronunció el caído.
—Dijo que mientras él viva el mundo primigenio vivirá.
Dentro del pecho del ser, la esfera se ilumina y la luz le atraviesa la piel.
—La llama azul... —murmura Mukrah.
Al cabo de unos instantes, la esfera sale del cuerpo del caído, se eleva unos metros y proyecta un haz hacia el suelo. En él, despacio, va tomando forma la figura de un anciano.
—¿Qué hacéis aquí? —nos interroga y nos observa.
—Mi nombre es Mukrah, soy un...
—Un niareg —el anciano acaba la frase—. O lo que es lo mismo, un sirviente —suelta con menosprecio.
—¿Sirviente? —pregunto sin ocultar la repudia que siento por el tono.
—Tranquilo, Vagalat. —Aunque quiere mostrarse calmado, sé que Mukrah también se ha sentido molesto—. ¿Fuimos creados para servir?
—Por supuesto, necesitábamos seres que pudieran vivir en las profundidades del planeta y que pudieran extraer el Dhartlo: el metal de los dioses.
—El metal de los dioses —hablo casi como si conociera ese material.
—Nuestro ejército requería armas para la guerra contra Abismo y debíamos fórjalas rápido.
Mukrah y yo nos miramos. Nos intriga que combatieran contra Abismo.
—¿Estuvisteis en guerra contra Abismo? —suelto un pensamiento en voz alta mientras observo cómo los ojos del caído se iluminan.
El anciano quiere responder, pero el ser sentado al lado del fuego se adelanta:
—Sí, la tuvimos. —No aparta la mirada de las llamas—. ¿Qué haces aquí, Senthartor? —le pregunta—. Ya no tienes derecho ni poder. Tu poder se extinguió cuando el mundo primigenio dejó de existir. Y perdiste el derecho a permanecer dentro de la esfera cuando traicionaste a tu especie.
—Estúpido. —Ríe—. ¿Quién me va a impedir que mi alma siga existiendo en el último reducto del mundo primigenio?
—Yo. —Se levanta y lo encara—. Eres escoria. Por tu culpa fui derrotado y me vi obligado a dormir en las puertas de Abismo.
El anciano suelta una carcajada.
—¿Me culpas de tu ineptitud?
El caído aprieta los dientes y lo coge por el cuello.
—¡Querías sacrificar a los últimos hijos del mundo primigenio para salvarte! ¡Ibas a entregárselos a Él! —El brillo de los ojos es tan intenso que pequeños relámpagos escapan de la cara.
—¿Cómo eres capaz de tocarme? —Está atemorizado.
—Porque en el tiempo que me he visto obligado a dormir he soñado.
He tenido pesadillas, pesadillas que descubrí que eran reales. Mi alma fue absorbida varias veces por Abismo y tuve que combatir contra las especies oscuras. —El odio se le plasma en el rostro—. Combate tras combate, mi poder fue creciendo y ahora soy capaz de mucho más de lo que imaginasteis al crearme. —Le escupe en la cara y suelta con rabia—: ¿No te gustaba llamarme un inservible portador? ¿Un experimento fallido? Maldito, tu cargo de Senthartor ya no te protege, ya no tienes soldados que te puedan defender. —Lo golpea en el estómago y el anciano retrocede.
—Sucia basura... —Alza la mano, extiende los dedos, gira la cabeza y con la palma evita que el brillo de los ojos lo ciegue.
—El mundo primigenio vivirá, me encargaré de restaurarlo, pero en ese nuevo mundo de luz no hay lugar para ti. —Manifiesta un arco de energía azul.
—No debí dar nunca la orden para que te crearan, asqueroso inferior.
El caído cierra los ojos, respira por la nariz y dice:
—Soy el encargado de que no se extingan los últimos reductos de la bondad que alguna vez pobló los corazones de los habitantes del mundo primigenio. —Abre los párpados, le apunta con una inmensa flecha de energía y concluye—: Los antiguos creadores no te perdonarán tu traición y te cerrarán la entrada a La Luz Verdadera. Disfruta de tu estancia en el Erghukran.
Antes de que la flecha desintegre al anciano, veo cómo los músculos de la cara le tiemblan a causa de la rabia y cómo el odio se manifiesta en la mirada. Cuando la saeta de energía impacta, un intenso brillo es acompañado por un estruendo y el Senthartor se convierte en cenizas.
El caído se gira, me mira y dice:
—Te conozco, eres el que estaba en el desierto. —Observa a Mukrah—. Y tú eres un niareg. ¿Qué hacéis aquí? ¿Cómo habéis podido entrar en mi mente? —Parpadea, murmura algo ininteligible, tensa el arco y me apunta con una flecha—. Iros de aquí, necesito estar solo.
No puedo reprimirla e instintivamente se manifiesta el aura carmesí.
—No somos tus enemigos. —Muevo la mano instándole a que baje el arco.
—¿Si no eres mi enemigo por qué me muestras tu poder?
Quiero apagar el aura, pero es demasiado tarde, el caído lanza la flecha. Doy forma a Dhagul, me preparo para bloquearla, aunque antes de que pueda alzar la espada la esfera se pone delante de mí y detiene la saeta.
—¿Qué...? —El caído observa la escena sin llegar a creérsela—. No entiendo...
—No hemos venido a entablar combate. —Mukrah se aproxima a él y sigue hablando—: Somos amigos.
—¿Amigos? —Aparece el niño que vi en el desierto y mira al caído con una sonrisa en la cara—. Es cierto... mi misión. Nunca debo olvidar mi misión. —Baja el arco e inclina la cabeza durante unos segundos—. He sido confinado largo tiempo en las puertas de Abismo. —Nos mira—. Por ahora debo quedarme aquí, debo ordenar mi mente y encontrar de nuevo el equilibrio. —Se sienta y fija la mirada en las llamas—. Marchaos, necesito estar solo. Ahora mismo soy un peligro para mí mismo, para las almas que protejo y para vosotros. Despertaré cuando esté listo.
Mukrah quiere decirle algo, pero le toco el hombro y con un gesto le doy a entender que es mejor que deje reposar a esta alma torturada. En este momento no podemos ayudarlo.
El hombre de piedra asiente, sentimos el golpe de una fuerte corriente de aire frío y salimos de la mente del caído.
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