Capítulo 11 -Niebla roja-
—He visto vuestro mundo. He visto por lo que habéis pasado. —Algunos me miran con una mezcla de menosprecio e incredulidad—. Sé que dudáis, que no sabéis qué hacer. Pensáis que vuestra guerra ha acabado, que os será imposible continuarla, y eso os lleva a creer que la única salida que tenéis es morir en combate. —Aprieto el puño, lo alzo a la altura del pecho y dejo que la rabia se me plasme en la cara—. ¡Esto no ha acabado! ¡Mi guerra no ha acabado! ¡Ni la vuestra tampoco! —Noto lo acelerado que me va el corazón y siento cómo los pulmones se hinchan y se deshinchan con rapidez—. Tenemos enemigos comunes. Mirad a vuestro alrededor. —Estiro los brazos hacia los lados y señalo el interior de La Gladia—. No os dejarán salir vivos de aquí. —Me acerco al grupo y apunto con la espada al líder caído—. Ese hombre ha dado la vida porque no podía más. Se le acabó la esperanza. —Clavo a Dhagul en el suelo, me aproximo unos pasos y me quedo a un par de metros—. Tenéis tres opciones, luchar contra mí y mis amigos, luchar por vuestra cuenta contra los amos de este lugar o uniros a nosotros.
Uno, muy corpulento, con toda la cabeza afeitada menos la nuca, con una larga trenza rubia cayéndole por la espalda, me dice:
—¿Qué te da derecho a pedirnos nada? No has vencido a Gháutra, él se aferró a tu arma y tiró de ella hasta clavársela. —Camina hacia mí y cuando llega mi altura me golpea el pecho con el dedo índice—. Sigues siendo nuestro enemigo. Vimos cómo besabas a esa furcia de piel violeta. —Gruñe y suelta con rabia—: ¡Esa zorra mató a cuatro de los nuestros!
La cara le tiembla, siente dolor, ira y angustia. Y aunque lo intente ocultar, en el fondo le tortura la derrota. No hace falta que entre en su mente para saber que ha perdido mucho y que lo ha perdido de la peor forma para un guerrero: sin poder luchar por ello. El ser peludo y los Taers le arrebataron todo.
—Siento lo de tus compañeros. —Sin dejar que se plasme ninguna sensación en la cara, mantengo la mirada fija en sus ojos —. Y como tú, quiero matar al monstruo de piel púrpura que se esconde bajo esa falsa dulce apariencia. Deseo arrancarle el corazón a esa Ghuraki. —No quiero combatir contra él, quiero darle una segunda oportunidad y ofrecerle la posibilidad de vengarse.
Una mujer, de tez oscura y ojos claros, con el cabello rizado y moreno, se aproxima al que ha hablado, se le encara y espeta:
—Hatgra, Gháutra perdió y las leyes son claras. Si nuestro líder cae en combate debemos seguir a quien lo venció.
—Es cierto —asegura el más mayor del grupo; la barba y melena medio blancas muestran la veteranía—. Ese hombre ha vencido, debemos seguirle.
El guerrero de la trenza mira al que acaba de hablar, inclina un poco la cabeza y dice:
—Si tú aceptas la derrota de Gháutra, yo también.
El hombre de la barba blanca se acerca a nosotros, le da una palmada en la espalda al corpulento y me pregunta:
—¿Cómo he de dirigirme a ti?
—Mi nombre es Vagalat.
Guarda silencio unos segundos.
—Tiene fuerza.
—¿El qué?
—Tu nombre, tiene fuerza.
Aun resultándome extraño escuchar que mi nombre tiene fuerza, le agradezco el cumplido:
—Gracias.
—Aunque más que tu nombre, lo que quería saber es con qué título quieres que me dirija a ti.
—Ninguno. —Recorro con la mirada a los guerreros—. Mi nombre es Vagalat. No soy un rey ni un general, solo seré vuestro compañero de armas. No os pido que me juréis lealtad, solo os pido que luchéis junto a mí, que me ayudéis a acabar con la maldad que puebla este mundo. —Retrocedo unos pasos y saco a Dhagul de la arena—. Cuando lo hayamos purificado, viajaremos a vuestra tierra y exterminaremos a los Taers.
Uno con una profunda cicatriz de una herida que le privó de un ojo, exclama:
—¡Muerte a esos demonios de piel azul! —Se gira y alienta a los demás—: ¡Les arrancaremos los cuernos y se los clavaremos en los ojos!
Los miembros del clan se golpean el pecho con el puño y juran a gritos que acabarán con los Taers.
—¡Nos vengaremos! —bramo—. ¡No dejaremos con vida a ningún ser oscuro!
Mukrah, movido por la euforia colectiva, levanta el puño y vocifera:
—¡Venganza!
Artrakrak se le une:
—¡Venganza!
Lo repiten un par de veces y, a la tercera, los miembros del clan gritan junto a ellos:
—¡Venganza!
El veterano, pasados unos instantes, mientras estoy mirando cómo Mukrah y Artrakrak se abrazan con los guerreros, me pregunta:
—¿Cómo sabes tanto de nuestro mundo?
—Antes de que muriera, pude entrar en la mente de vuestro líder, de Gháutra. Vi cómo cayó en una trampa y cómo mataron a su hija.
Se cruza de brazos, recorre con la mirada La Gladia y dice:
—Atacaron el refugio en las montañas y se llevaron a varias jóvenes. Nosotros estábamos escondidos en el bosque cerca de Gháutra, pero no pudimos hacer nada. Unas extrañas criaturas nos cogieron por sorpresa y nos llevaron ante un Taer y un ser peludo. —«Jiatrhán» pienso, apretando los puños—. Nos lanzaron en medio de un macabro círculo... —La voz se detiene; aunque lucha contra ello, no puede evitar que los ojos se le humedezcan un poco—. Desde el centro, mirara donde mirara, solo veía los cuerpos de las jóvenes clavados en los árboles. —Hace una pausa—. Al poco, los cadáveres brillaron y nos convertimos en piedra.
El veterano aguanta el dolor y este no llega a mostrársele en el rostro. Sin embargo, por mucho que lo oculte, noto que la culpabilidad lo martiriza y que no se perdona no haber podido matar al Taer y a Jiatrhán.
—¿Cómo te llamas? —pregunto para sacarlo de esos pensamientos.
—Geberdeth, aunque casi todos me llaman Doscientas Vidas.
—¿Doscientas Vidas? ¿Por qué?
Sonríe.
—O los dioses me bendijeron o los demonios me maldijeron. Desde que era un niño no he parado de guerrear. Dudo que en mi mundo alguien haya luchado en más guerras que yo. Y de haber alguien que iguale el número de mis combates, dudo que no haya sufrido nunca heridas de gravedad. —Ríe—. La única vez que he creído que iba a morir fue por un resfriado mal curado. La vida, ¿eh? Lucho contra diez hombres manos de cuchillas y no sufro ni un rasguño, pero un simple resfriado casi me conduce a Las Puertas de Acero.
Está en forma, de eso no hay duda. La edad parece que se resiste a quitarle la vitalidad. Mukrah, que ha escuchado parte de nuestra conversación, se acerca y dice:
—Tus brazos y tu sabiduría en el combate serán como rayos que, recorriendo el cielo en una noche sin estrellas, iluminan a los viajeros que han perdido el rumbo. —Extiende la mano y Geberdeth se la estrecha.
—Será un honor luchar a tu lado y un placer conversar con alguien que demuestra con sus palabras haber cultivado la mente.
Media sonrisa se me marca en la cara, me alegra que nuestro número aumente, les daremos a los Ghurakis, al Gárdimo y a Los Altos Señores los mejores juegos de la historia, unos donde formarán parte de un modo especial.
Me giro y observo a Essh'karish. Me lanza un beso, se pasa lentamente el dedo índice por los labios, empieza a chuparse la punta, cierra los ojos y pone cara de placer. Este espectáculo es grotesco. Me repugna la idea de que el juego acabe llevándome a su cama. Por mi bien, espero que eso no suceda nunca.
Mientras borro de la mente las odiosas imágenes de Essh'karish gimiendo encima de mí, escucho cómo alguien grita desde las gradas:
—La Gladia se está activando.
—¡¿Qué?! —La cara de la Ghuraki cambia—. ¡¿Cómo es posible?! —pregunta histérica.
De repente, cubriendo la arena, una densa niebla roja se propaga hacia nosotros.
—¡Atrás! —bramo.
Mientras Geberdeth y Mukrah retroceden unos pasos, Artrakrak vocifera:
—¡Ya habéis escuchado a Vagalat, tenemos que mantenernos alejados de eso!
—¡No dejéis que os toque! —exclama Hatgra.
Poco a poco, sin perder de vista la bruma, me reagrupo con mis compañeros.
—¿Qué es eso? —se me escapa un pensamiento en voz alta.
—Esta niebla no es como las que se suelen manifestar sobre los restos de Ghoemew —dice Mukrah, inspeccionándola con la mirada—. Fui obligado a contemplar la muerte de los míos en otros Círculos de Sangre, estos tenían un tamaño similar a La Gladia, pero las manifestaciones que de allí emergieron fueron negras. —Coge un puñado de arena, lo lanza sobre la bruma y algunos granos explotan en medio de un estallido azul—. Sin duda, esta proviene de las entrañas del reino de los condenados, emerge de lo más profundo del Erghukran. —Me mira—. El portal está consumiendo con demasiada celeridad la energía divina de la arena. Una conexión normal con el Infierno debajo del Infierno puede mantenerse durante un par de días seguidos antes de que se evapore la energía. En cambio, esta secará los restos de Ghoemew en minutos. Cuando lo haga, lo más probable es que La Gladia explote.
Pienso en lo que acaba de decir Mukrah y observo cómo dentro de la niebla se crean relámpagos azules que no producen ningún ruido. Aprieto la empuñadura de Dhagul y me preparo para correr al interior de la bruma y atacar antes de que nos ataquen. Sin embargo, no me da tiempo de cargar, la densa nube roja se detiene a una treintena de metros.
Tras unos instantes de tensa calma, escucho cuernos de guerra. Sin que llegue a pasar ni un segundo, el suelo empieza a temblar rítmicamente; parece que vibra con las pisadas de un gigante.
—¿Quién ha abierto una puerta a La Cámara de La Condena? —la pregunta se oye desde todos lados.
De la niebla surge un ser deforme de quince metros de alto. La carne le ha crecido por encima de un ojo y solo se le ve con claridad el izquierdo. No tiene pelo en la cabeza y la dentadura, amarillenta, está llena de manchas negras. Cubre gran parte del cuerpo con una coraza roja y porta una maza gigantesca.
Cuando me dispongo a correr hacia él, de nuevo escucho la voz envolvente:
—Seréis castigados por vuestro atrevimiento —la última palabra es acompañada por el sonido de los cuernos.
Caminando a paso lento, emergen de la bruma decenas de soldados portando espadas cortas; una en cada mano. Pequeñas corazas de cuero les cubren los troncos y pantalones desgastados hacen lo propio con las piernas hasta poco más allá de las rodillas. El resto del cuerpo, menos los pies y los ojos, lo llevan tapado con un vendaje negro.
En muy poco tiempo, unos cien de ellos han salido de la niebla y se preparan para cargar. He de actuar rápido, debo tomar la iniciativa, tenemos que atacar antes.
—Artrakrak, Hatgra, encargaros de dirigir al grupo, avanzad unos metros detrás de mí. —Asienten—. Mukrah, vendrás conmigo, nos abriremos paso hasta llegar al gigante.
El hombre de piedra dice:
—Que el fuego de nuestra victoria arda sobre los cuerpos de esos demonios.
Afirmo con la cabeza y me dirijo al veterano:
—Geberdeth, necesito que avances con nosotros. Llegado el momento, debes cubrir a Mukrah durante unos segundos.
A Doscientas Vidas se le escapa una risa.
—¿Acaso crees que iba a perderme la parte divertida? —Recoge dos hachas del suelo y brama—: ¡Ni por todo el maldito Játrham del mundo!
«¿Qué es el Játrham...?» me pregunto mientras me volteo y me preparo para atacar.
—Preparados —digo, alzando a Dhagul—. ¡Quitadles las ganas de seguir pisando este mundo! ¡Regad la arena con sangre! ¡Hagámoslo por la memoria de Gháutra!
Los miembros del clan, junto con Artrakrak y Mukrah, gritan:
—¡Por Gháutra!
Sonrío y dejo que la adrenalina haga que el corazón golpee con fuerza el pecho. Cuando estoy a punto de dar la señal, se escuchan de nuevo los cuernos y otro gigante sale de la niebla.
—Patéticas criaturas, ¿cómo osáis siquiera intentar plantar cara a los guardias de La Cámara de Los Condenados? —la voz vuelve a sonar por todas partes.
Harto, antes de lanzarme al combate, bramo:
—¡¿Quién eres?! ¡Muéstrate!
Escucho el sonido de gruesas cadenas chocando las unas contra las otras. Al poco, salen de la niebla y se tornan visibles. Surgen de las bocas de decenas de cabezas de metal flotantes que, aparte de enormes labios, no tienen facciones. Las caras flotan a distintas alturas y entre los eslabones de pinchos que escupen crean una inmensa red que mantiene cautivo a un ser acorazado.
—Soy el encargado de vigilar que la escoria pague —la voz se escucha de nuevo desde todas direcciones—. Me ocupo de que los desechos pasen una agradable estancia en mis dominios. —Una descarga de energía amarilla recubre las cadenas y obliga a chillar al prisionero—. No sé cómo habéis abierto un portal a una de las zonas más profundas del Erghukran, pero lo pagaréis siendo castigados durante toda la eternidad.
Me miro la mano, está recubierta con la energía carmesí del alma. Noto cómo los sentidos se amplifican, escucho cómo los soldados infernales castañean los dientes y huelo cómo el alma del dueño de esa parte de Erghukran apesta a corrupción, decadencia y oscuridad.
«Odio la oscuridad» pienso, observando al prisionero acorazado.
La armadura negra que lleva le cubre el cuerpo y solo deja a la vista los ojos de resplandecientes pupilas rojas.
«También has nacido en las entrañas de los dominios oscuros» me digo mientras me preparo para atacar.
«He de cerrar el portal y he de asegurarme de que ninguna de estas criaturas se quede a este lado. No puedo permitir que ni el dueño de esa parte del Erghukran ni el acorazado se queden aquí».
Alzo a Dhagul, desciendo el brazo y grito:
—¡Adelante!
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