Etapa 8 -El final-

Con sus últimas fuerzas, se arrastró hasta el monte, ajeno a mi mirada que lo contemplaba desde la tranquera. A la sombra de un árbol, su mente poco a poco se fue apagando, había llegado el momento de desaparecer.

Había vencido, ambas amenazas fueron controladas y eliminadas. Quizás para la persona que observó desde afuera esta empresa resultó sencilla, pero déjenme decirles algo: no lo fue. Los días posteriores a la confrontación fueron muy malos.

Un niño murió a causa de estos acontecimientos, una familia fue destruida y sobre el campo se extendía un aire sobrenatural que paralizaría hasta al más valiente de los hombres. Los empleados rehuían de mi mirada y podía escucharlos murmurar. No los culpo, al fin y al cabo, maté a don Alfonso. 

Pasé la mayor parte de las noches encerrado en mi habitación. Tenía miedo de los espectros o bestias que podrían aparecer en El Zorzal. Maldito campo, mucho tiempo me arrepentí de haber tomado aquel trabajo.

Lo peor, lo más jodido, fue que Alfonso tenía razón. Estaba maldito y, a día de hoy, lo sigo estando. 

Las primeras noches de luna llena no suponían gran cosa, sólo un apagado deseo de recorrer el campo bajo la encantadora luz de aquel blanquecino satélite. La situación cambió repentinamente, aquel deseo se transformó en una urgencia y mi cuerpo sufrió un lento y doloroso proceso de mutación.

Mis huesos comenzaron a expandirse y crecer. Mi piel de desgarraba y, por debajo, crecía una desagradable capa de pelo negro rojizo. Mis manos y pies se volvieron desagradables garras armadas con largas y ennegrecidas uñas, de al menos cinco centímetros. Era la bestia a la que tanto temía, era un lobizón y estaba condenado a serlo hasta que alguien decidiera ponerle fin a mi vida. 

No tenía deseos o impulsos asesinos, sólo un insaciable hambre. Maté vacas y ovejas, incluso algunos caballos. Me sentía culpable y decidí ponerle un alto a aquella demencial carnicería.

Amuré gruesas cadenas al galpón donde se guardaban los fertilizantes y agro-químicos. Me aseguré de que resistieran lo suficiente como para controlar mi fuerza animal. Arreglé los agujeros del techo, por donde se filtraba la luz de la luna, y recé para que todas aquellas medidas fueran suficientes.

En las noches de plenilunio me aseguraba con las cadenas y esperaba que la transición fuera rápida y que aquel galpón sea capaz de contenerme. 

Afuera, los empleados hablaban sobre mi situación, horrorizados. Notaba en sus voces un dejo de odio y resentimiento. Me culpaban a mí de todo el mal causado por don Alfonso. Yo era otra víctima pero eso no les importaba. Su odio nublaba su razón y no les permitía ver más allá de sus egoístas suposiciones. 

—Maldito mocoso —escuche decir a uno de ellos.

—Infeliz —agregó otro—, desde que lo vi supe que nos traería problemas.      

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