Etapa 3 -El profeta ciego-

Aquel humilde puesto demostraba la sencillez de la familia Figueroa. Tenían muebles rústicos, de buena madera. Una cocina a leña bien cuidada que les servía de calefacción. Sobre la mesa yacía una tiznada pava y un bonito mate de madera. 

—Pase por acá —dijo amablemente Ramón—. Mi hijo le espera.

—¿Sabe qué quiere? —le pregunté.

—No. —Sacudió la cabeza—. Debe ser algo relacionado con sus visiones.

No quise preguntar a qué se refería, me limité a seguirlo hasta la habitación del niño. 

Tenía doce años, más o menos, la cabeza rapada y sus ojos completamente blancos. Me producía cierta incomodidad mirarlo por un largo tiempo. Se encontraba en silencio, sentado sobre su cama. La única ventana del cuarto estaba cubierta por una gruesa cortina negra, sólo un par de velas iluminaban tenuemente el lugar.

—La noche se acerca y, con ella, despertaran las almas de los corruptos. —Sus ojos blancos se clavaron en mi y un leve escalofrío recorrió mi espalda.

—¿De qué estás hablando? —Estaba genuinamente confundido.

—La presencia del lobizón ha desencadenado una ruptura en la leve capa que nos separa del reino de la muerte.

No parecía un niño cuando hablaba. Tenía un tono serio y se mostraba bastante bien instruido acerca de los asuntos paranormales. Sospechaba de sus intenciones, quizás su padre era la tan temida bestia y el crío usaba toda su palabrería para desviarme del camino correcto. 

—No pretendo engañarle —aseguró —, sólo deseo advertirle que el "farol del diablo" está próximo a encenderse. 

Estaba anonadado, Gabriel, el niño, podía saber lo que pensaba o al menos así parecía.

—¿Cómo sabes estas cosas? —le pregunte, lleno de dudas. 

—Veo las cosas que son invisibles para el resto. El mundo está conectado, todo lo está. Mis ojos me impiden ver como ustedes, pero, en cambio, puedo notar estas conexiones mínimas y como estas se alteran y vibran al contacto con seres del más allá. 

—Entonces, ¿el lobizón no está vivo?    

—La bestia es una excepción, sobre su alma se ciñe una maldición casi tan antigua como el hombre. Dicho maleficio altera la energía que todo lo conecta. Debe irse ahora. Aún tiene trabajo por hacer y sé, de sobra, que no desea encontrarse nuevamente con la temible criatura.

Monté el caballo y me alejé, pensativo, de la casa de los Figueroa. El viento soplaba desde el sur, cargado de aromas extraños.

¿Qué tal si el niño decía la verdad? Podría ser. Antes me habría mostrado escéptico pero mi encuentro con el lobizón había abierto mi mente a la posibilidad de que existen más cosas en el mundo de las que deseamos creer. 

Cuando cayó la noche, me encontraba en el casco de la estancia, al resguardo del terror que acechaba El Zorzal. 

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