Promedio Rojo
No entraré en detalles sobre que discutimos mi madre y yo, de momento basta con saber que el último tiempo me había decepcionado de la vida y de ella. Ella era mi vida desde que mi padre se había ido, y ahora todo se encontraba a punto de derrumbarse.
Siempre he pensado que obrar bien trae beneficios, lógicamente no se puede hacer siempre esperando encontrar una mina de oro, pero son los valores que me habían inculcado en casa de mi abuela, donde pasé gran parte de mi niñez.
Todo estaba a punto de cambiar y no lo sabría hasta dentro de un año y medio, pero aprendería una valiosa lección de vida.
Me desperecé haciendo el único ejercicio presente en mi vida en lo que iba del último año escolar. Miré el despertador y se me congeló la espalda. —¡Mierda son las 7:45 am!.
Créanme que no era mi deseo llegar siempre atrasado, pero la vida confabulaba en mi contra, o al menos eso me decía cada día.
Me apresuré en vestirme sabiendo que la ducha la dejaría para después, tomé mi mochila tirando en su interior el primer cuaderno que encontré mientras de reojo divisaba un extraño dibujo fálico que no había visto antes. —Alex — Pensé en voz alta.
Tomé el desodorante de mi velador y con dos pasadas en forma de cruz por cada axila ya me sentía preparado para afrontar mi día.
Como siempre la velocidad era mi aliada, y mi desayuno fue un vaso de leche congeladísima con una rebanada de pan molde tan duro como el molde donde se había cocido. Lo miré y supe que seríamos la mejor dupla de la mañana.
Mi hermana, Rose, ya había salido de casa en el momento en que mi desayuno cruzaba fugazmente mi garganta. Era todo lo opuesto a mi en cuanto a puntualidad, y a pesar de ser menor, tenía un sentido de responsabilidad mucho mayor. Ya se había cansado de luchar contra mis ganas de seguir durmiendo, lo que le había costado más de alguna visita al director por parte de los inspectores. Pero era mi hermana y se que quería lo mejor para mi.
Arribé a mi destino muy temprano. A eso de las 9.00 am ya estaba donde debía; en Inspectoría.
Para mi madre quien usualmente no participaba de actividades escolares, era realmente un suplicio saber que la única manera de seguir estudiando grátis, era constantemente visitar la escuela para entregar alguna justificación de mis reiterados atrasos. Ella se empecinaba en pensar que yo la detestaba tanto por lo ocurrido con mi padre, que mi vida se centraba en buscar nuevas maneras de darle disgustos.
—Señora Millen, — dijo el director cuya papada era tan grande, que su cara parecía contorneada como la clara de un huevo frito alrededor de la yema —esta situación es tan desagradable para mi como para usted. Entienda que por muy brillante que su hijo sea, y tenga excelentes calificaciones en matemáticas, no podemos avalar su conducta irresponsable. Algunos padres han manifestado cierta clase de...—¿de que director? —lo interrumpió mi madre violentamente, casi gritando.
—Este establecimiento se mantiene debido a las altas cuotas de colegiatura de todos los apoderados, y créame, no quiero sonar despectivo, pero el único motivo por el cual su hijo sigue con nosotros y su beca, es por que mantiene la medición de matemáticas cómo la mejor de la región. No puedo —continuó el director — sostener mucho más esta situación, la tensión es... digamos que muy fuerte, y el señor Figretz lo manifestó mediante una carta dirigida al centro de padres del establecimiento.
Cuando mi madre escuchó aquel apellido, su cara palideció rápidamente.
La cara del director comenzaba a demostrar su preocupación, y con el sobrepeso evidente de su cuerpo, el sudor le bañaba por completo la cara. —¿Sucede algo señora Miller? —preguntó el director con cierta inquietud. —No es nada respondió taciturna— y dejó la sala despidiéndose del director con un movimiento fugaz de sus manos.
Fuera de la oficina, esperaba yo, sentado en una incomoda silla de madera cuyas patas estaban completamente disparejas. Mi espalda pegada a la pared había dejado un semicírculo de humedad en el papel debido a la agitación de mi cuerpo tras correr cuatro infinitas cuadras después de bajar del bus.
—¿Y? —Pregunté con las ansias de un niño esperando ver a santa, como si me mereciera aquel regalo. Lo pregunté aún después de apoyar mi cabeza tan cerca del vano de la puerta como pude, escuchando cada palabra, y vislumbrando por la apertura que jamás cerró, toda la conversación. —Toma tus cosas, nos vamos.
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