Si Rapoma no va a la montaña
La niebla de la sierra dificultaba la visión al feliz Mensajero. Viajar por las montañas le encantaba, pues ese aire frío y puro, sólo disponible en las altitudes más angostas, le rejuvenecía los pulmones. Lamentablemente, esa temperatura no sentaba bien a Ferséfora, que se encogía y perdía el ánimo. El incombustible Dafus, por su parte, soltaba sus quejas y disparates lloviera, nevara o el ardiente viento del desierto despeinara sus bigotes.
— ¿Falta mucho para bajar? Empiezo a marearme —pidió Ferse.
— No te preocupes. En nada veremos el Monte Quirulip y bajaremos, pues nuestro destino está a mitad de camino hacia la cima.
Fersérofas suspiró, agotada. Dafus mantuvo el silencio. En ese momento sería fácil apalearla con alguno de sus comentarios. Pero su estado era débil y no podía defenderse. Y el sombrero, pese a ser un guerrero rudo y salvaje, era ante todo un dios honorable.
Finalmente, la niebla se despejó, y el Monte Quirulip se mostró ante ellos. No era un lugar especialmente emblemático. No suponía ningún alto en el camino. Era un miembro más de la Sierra de Erulás, conocida por sus densas nieblas, que cambiaban de color dependiendo de por dónde venía la luz del sol. Muchos aseguraban que sus montañas eran lugares sagrados y de poder, y por esa razón montones de sufridos monjes habían construido sus imponentes templos en las faldas de aquel escarpado macizo.
Ahora que el Quirulip ya asomaba delante de ellos, sólo quedaba bajar y volver a subir. Ayudado de su bastón, en unas horas llegaron hasta la falda de su destino. Para el Mensajero, subir y bajar montañas era casi como ascender o descender por unas escaleras.
El viaje hasta su parada se hizo más agradable para Ferse, pues un nublado bosque bloqueaba aquella brisa que le helaba las escamas. Encontraron unas escaleras de piedra, señal de que iban por buen camino.
Continuaron ascendiendo hasta llegar a un pequeño claro. En él, un diminuto templo les dio la bienvenida. Una casita de madera, con un humilde altar precedido de unas escaleras. Y en ellas, un hombre, durmiendo como un tronco.
Un señor rechoncho y bajito, de apariencia afable. Calvo y de ojos achinados, con una simpática papada que se expandía cada vez que su cuello bajaba por la gravedad. Llevaba una especie de toga, típica de los monjes de la zona.
— ¡Anciano, despierta! ¡Deja de roncar como un cerdo! —gritó Dafus, de forma inesperada.
El monje se sobresaltó. Miró a su alrededor, confuso. Pronto se fijó en el Mensajero, extrañado.
Cai golpeó su sombrero en señal de riña. No debía haber hecho esa grosería. Dafus rio, travieso.
— ¡Oh! ¡Disculpe mi indisposición! ¿Qué le trae por aquí, forastero?
La suave y pacífica voz de su cliente llenó de tranquilidad a Cai. Sacó la carta que demandaba su presencia en ese lugar.
— Encantado. Soy el Mensajero sin destino, y he venido porque usted pidió mi ayuda en esta carta —y entregó el papel al hombre.
El monje revisó la misiva y comprobó que aquella era su letra.
— Oh, ¡entonces la leyenda era cierta! Vaya, hace meses que envié esta carta y ya creí que su historia no sería cierta. Un pacer conocerle, bienaventurado Mensajero sin destino. Llámeme Rapoma, soy el guardián de esta humilde montaña —dijo el monje, presentándose.
— Mucho gusto, Rapoma. Puede llamarme Cai. ¿Para qué necesitaba mi ayuda?
En raras ocasiones el Mensajero daba su nombre a sus clientes. Muchas veces porque no se lo pedían o porque no había tiempo. Pero ese tal Rapoma había llamado su atención. Sentía que era una persona buena y de corazón puro, así que decidió presentarse con todo el respeto.
— ¡Oh! Explicárselo aquí será difícil. Venga, vayamos a la falda de la montaña.
Con pasos torpes pero risueños, Rapoma tomó la delantera.
«Qué piensas de este hombre, Cai?», preguntó Ferse, con un hilo de voz.
— Me causa buenas vibraciones. De momento me gusta.
«Eso siempre es mala señal», recordó Dafus.
— Oh, ¿ha dicho algo, bienaventurado Cai?
— No, no, nada. Sólo murmuraba en voz alta. Este bosque es precioso.
— ¿Verdad que sí? Es una vida muy tranquila la que tenemos aquí. Por eso no me gustaría tener que despedirme de este sitio. Somos pocos viviendo en Quirulip, ¿sabe? Y todos nos queremos.
Finalmente, llegaron hasta el lugar designado. El inicio del bosque que forraba la montaña hasta su nevada cima.
— Bien, ya estamos aquí —informó Rapoma.
— ¿Qué necesita que haga?
— Verá, bienaventurado Cai, en breve tengo que marcharme de esta montaña. No quisiera hacerlo, mas ese es mi deber. Mi deseo es trasladarme al este de la Sierra, un lugar más tranquilo que este, y un emplazamiento muy especial para mí. Pero aun así, sé que jamás podré olvidar este lugar. Quisiera poder aunar ambos lugares, ese es mi mayor deseo. Sé que lo que le voy a pedir es una locura, y si lo rechaza, lo entenderé a la perfección. Pero iré al grano: me gustaría llevar el Monte Quirulip hasta el desierto Valle de Iraps, a unos días al este de aquí. Si pudiera hacerlo, me haría el hombre más feliz del mundo.
«¿Qué? ¿Nos está pidiendo que cambiemos de lugar una montaña entera?», dijo Dafus, alarmado.
«¿Crees que podrás hacerlo, Cai?», preguntó Ferse, aún agotada.
El Mensajero observó el terreno, pensativo. ¿Podía hacerlo? Quizá sí, quizá no. Dependía de cómo reaccionara su cuerpo y energía. Pero no era aquello que le preocupaba.
Le ofendía que un simple hombre quisiera modificar la orografía a su antojo. Nadie debía tener potestad sobre el mundo, esa era una de sus normas vitales. Pero la bondad de ese hombre lo había impresionado. Quería saber más.
— ¿Es consciente de lo que me pide, señor Rapoma?
— Sí, y sé que es algo egoísta. Por eso acepto su posible rechazo. No quisiera obligarle a hacer nada con lo que no esté de acuerdo.
— Sabe que cambiando de lugar esta montaña, cambiaremos la vida de los que la habitan, ¿verdad?
— Soy plenamente consciente de ello, bienaventurado Cai, pero ya he hablado con los seres de esta montaña y comparten mi visión.
No sabía si fiarse de ese misterioso hombre o no. Pero aquella amabilidad y educación le pedían que, al menos, lo intentase.
Se agachó. Enterró sus manos en el suelo.
«¿De verdad crees que así vas a moverla?», preguntó el sombrero.
— Es lo que se me ocurre, de momento —respondió el Mensajero.
Rapoma, al ver la disposición de Cai, dio un salto de alegría.
— ¡Oh! ¿Va a intentarlo? No sabe cuánto se lo agradezco, bienaventurado Mensajero.
— Apártese, pues no sé cómo va a acabar esto.
Rapoma hizo caso del chico y se alejó, con sus pasos de pingüino, cuanto pudo, no sin perderlo de vista.
Y el Mensajero lo intentó. Sus brazos se endurecieron por la fuerza ejercida, en un movimiento en el que participó todo su cuerpo. Y algo más. El viento empezó a silbar, cada vez con más intensidad. Un ligero terremoto empezó a notarse a los pies de Rapoma. Se agarró a un árbol para mantener el equilibrio.
Las manos de Cai se levantaron unos centímetros. Pero no avanzaron más. Un ruido de rocas empezó a agrietar el silencio del Quirulip. Podría afirmarse, sin miedo a equivocarse, que en ese momento, la montaña se inclinó.
Pero pronto volvió a su posición original. El Mensajero cayó de espaldas, agotado. El impacto causó un nuevo terremoto.
«Ya sabía yo que así no podrías», dijo Dafus.
— Creo que estoy oxidado —respondió el Mensajero, entre risas.
Rapoma se acercó, impresionado.
— ¡Ooooh! ¡Ha sido magnífico, bienaventurado Cai! Agradezco el intento, de verdad. Descanse.
— Creo que así no lo conseguiremos, señor Rapoma. Hay que buscar otra forma.
— Estoy de acuerdo. Ya sabe que más vale maña que fuerza.
El monje ayudó a levantarse al Mensajero. Éste revisó el suelo con detenimiento. Rapoma no entendió el propósito de aquello.
Pero lo cierto era que Cai podía ver más allá de lo que el afable hombre comprendía. Radiografió el Quirulip con sus mágicos ojos. Vio seis puntos principales de unión con la tierra. Seis pilares que sostenían aquel monte. Si los cercenaba, podría levantarla. El primero, de hecho, se encontraba delante de él.
El Mensajero desenvainó su legendaria espada. Pocas veces ameritaban que Zubial, el Devoradioses, fuera liberado. Pero ese momento era uno de esos. Nadie mejor que él para separar una montaña del suelo firme.
La hoja empezó a emitir un brillo azulado. Sin más dilación, con una estocada precisa y rápida, clavó el filo en el interior de la tierra. Un fuerte crujido confirmó la rotura del rocoso pilar. Quedaban cinco.
— Acompáñeme, Rapoma. Vamos a debilitar los cimientos del Quirulip hasta que pueda levantarlo.
— Agradezco muchísimo su esfuerzo, bienaventurado Cai.
Pasaron el resto de la tarde recorriendo la montaña en busca de esos cinco puntos importantes. El ritual se repitió, y entre viaje y viaje, Rapoma fue explicándole su historia.
Le contó cómo llegó a aquel lugar en busca de consuelo. Cómo, casi sin quererlo, se convirtió en aprendiz del monje que le precedió. Le contó la gran responsabilidad que le supuso el aceptar ser el nuevo guardián con la muerte de su maestro. Con gozo y alegría, relató lo bien que se llevaba con los seres que vivían en ese monte y cómo lo recibieron con los brazos abiertos. Él devolvía ese cariño con hospitalidad hacia los peregrinos. Viajeros de todas las especies y de todas partes, que en muchos casos, decidían quedarse a vivir en el Quirulip gracias a la amabilidad que se transpiraba en sus bosques.
Cai disfrutaba de todas aquellas anécdotas. Pero se mostraba desconfiado. ¿Por qué un hombre de tal bondad querría, egoístamente, llevarse consigo una montaña? Algo lo escamaba. Por experiencia sabía que el mundo no era de color de rosa. Y cuando tanta bondad lo hipnotizaba, sabía que debía mantener cautela. Muchas veces no lo conseguía, pero esperaba que en aquella ocasión sí.
Finalmente llegó el momento. Ya caía el atardecer, y apenas quedaban unos minutos de luz. Repitió el mismo acto que al mediodía.
Pero nada. De nuevo, el Mensajero tuvo que detenerse, agotado.
— Oh, no se preocupe, bienaventurado Cai. No quiero presionarle. Pase la noche en mi templo y descanse. Inténtelo las veces que crea necesario. Y si lo ve imposible, márchese. No quisiera hacerle perder el tiempo.
El chico aceptó la hospitalidad de Rapoma, y emprendieron el viaje de vuelta hacia el templo.
Una vez allí, el anciano le entregó las llaves del lugar y le asignó una habitación. El interior del templo era tan humilde como su exterior. Ya debía ser así. Alguien como Rapoma se sentiría incómodo entre lujos.
Pero seguía teniendo dudas que le impedían dormir.
— ¿De verdad crees que vale la pena mover esta montaña? —preguntó Dafus.
— Él dice que los seres que habitan este monte están de acuerdo con ello. Aunque no sé si fiarme. Este mundo ha recibido muchos cambios a lo largo de los años, pero ninguno intencionado. Todos han surgido de una evolución natural. No quiero romper ese equilibrio. Pero al mismo tiempo, me gustaría ayudarle —contestó Cai, confuso.
— De él sólo sabemos lo que nos ha contado. Podría ser todo una patraña. Eres demasiado bueno y confiado, Cai —aportó Ferse, algo más recuperada.
— Entonces, ¿qué hago? No quiero cambiar este paisaje por una razón trivial. Pero Rapoma ha sido muy amable.
— Ha sido muy amable contigo. Pero no sabemos cómo es en realidad. Ni siquiera conocemos sus motivos para irse. ¿Y si ha cometido alguna fechoría? Si no estás seguro de hacerlo, jamás conseguirás mover esta montaña, por mucho que lo intentes —declaró Dafus.
En eso tenía razón. Quizá la imposibilidad de levantar el Quirulip se debía a esa falta de confianza. Tenía dudas, demasiadas. Al final, tomó una decisión. Se levantó de la cama y se puso de nuevo la mochila, las correas y el sombrero.
— Creo que lo mejor será irnos. No vale la pena intentarlo si no hay un motivo de peso para ello. Y no puedo quedarme aquí a comprobar si Rapoma lo merece o no. Hay mucho trabajo que hacer —concluyó, con melancolía.
Dafus y Ferse apoyaron la decisión. Abrió la puerta de la habitación que daba al exterior.
Pero una multitud le bloqueó el paso.
«¿Qué coño?», exclamó Dafus.
Todo el bosque acababa de agolparse ante el Mensajero. Insectos, lagartos, mamíferos. Zorros de todos los colores, pájaros de todas las formas, montones de animales miraban fijamente a Cai.
Una serpiente se adelantó.
— No vamos a dejar que te vayas, Mensajero —dijo, con una voz seca y rasgada.
El desconcierto paralizó al joven. ¿Qué estaba ocurriendo?
— ¿Por qué estáis todos aquí?
— Para impedir que te vayas y destruyas el deseo de Rapoma.
Empezó a sentir un nudo en su interior.
— Entonces, ¿vosotros también queréis que esta montaña cambie de lugar?
— Fuimos nosotros, en contra de su voluntad, los que lo convencimos para enviar tu carta. Pues no queremos dejarlo solo. Rapoma debe dedicar su vida a esta montaña, eso es lo que lo hace feliz.
La seguridad de las palabras de aquella serpiente, junto a las miradas llenas de convencimiento en sus compañeros, surtió efecto en el Mensajero. Adoptó una seria postura, esperando explicaciones. La serpiente comprendió el gesto, y satisfizo la demanda de Cai.
— Rapoma quiere trasladarse al Valle de Iraps porque allí está enterrado el cadáver de su hija, a la que perdió por una larga enfermedad durante un peregrinaje en busca de una cura. Tras aquello, perdido y desamparado, vino a este monte esperando encontrar paz interior. Y la encontró, junto a un maestro que le enseñó todo lo que sabe. Nosotros aceptamos su amabilidad y le ayudamos a soportar su dolor, y cuando se convirtió en el nuevo guardián, decidió desvivirse por nosotros. Cuida esta montaña como si de su hija se tratase, y siempre soluciona los problemas entre nosotros. Cuando caemos enfermos, él nos acoge en su templo. Gracias a nosotros, su hospitalidad se ha hecho famosa entre estos lares, y eso ha atraído multitud de seres que buscan un nuevo hogar. Y eso no gusta a los monjes de los montes colindantes. Tienen miedo a esas nuevas criaturas, cuando Rapoma no expresa por ellos más que cariño y admiración. Así que le obligan a irse, o quemarán su templo. Le dieron seis meses, y el plazo acaba en una semana. Nosotros no queremos perderle, ni él quiere separarse de nuestro lado. Por eso le suplicamos que le escribiera esa carta, Mensajero. Necesitamos su ayuda. Ya no es Rapoma quien lo pide, somos todo el Quirulip.
La historia que relató la serpiente llegó hasta lo más hondo del Mensajero.
— ¿Y por qué no me ha comentado nada de eso?
— Rapoma es un hombre bondadoso. Jamás acusaría a nadie de actuar en su contra, pues para él el mundo es bondad. Tampoco le gusta mostrarse mal ante los demás, por eso nunca cuenta lo de su hija.
— ¿Estáis dispuestos a cambiar de hogar? Una vez hecho, no hay marcha atrás.
— Nuestro hogar está junto a Rapoma y esta montaña, se encuentren donde se encuentren.
Cai sonrió.
— ¿Lo hará, Mensajero? —preguntó la serpiente.
— Mañana tendrás tu respuesta.
El reptil aceptó aquella enigmática oración, y todos los seres del bosque se marcharon al mismo tiempo que el Mensajero volvía a entrar en su habitación.
Fue una larga noche de reflexiones, pero el sol salió a la misma hora de siempre.
Rapoma estaba barriendo la entrada del templo cuando apareció de súbito el Mensajero, jubiloso y repleto de energía.
— ¡Vamos, Rapoma! ¡Venga conmigo!
— ¿Oh? ¿Qué ocurre, bienaventurado Cai?
— Corra, ¡le echo una carrera!
— Cómo, ¿una carrera...?
Pero Cai no le esperó. Echó a correr montaña abajo. Finalmente llegó al mismo lugar del día anterior, y comprobó que las marcas de sus manos seguían allí. Al poco llegó Rapoma, extenuado.
— ¿A qué se debe tanta energía, bienaventurado Cai?
— Siéntese. Y disfrute del espectáculo.
Extrañado y algo asustado, el monje hizo caso de la indicación del chico.
El Mensajero volvió a colocar sus manos.
Cerró los ojos.
«Recuerda, Cai. ¿Quién eres?».
«Recuerda, Mensajero. ¿Qué eres?».
«¿De dónde surge tu fuerza?».
«¿Qué mueve tus acciones?».
El aire comenzó a agitarse. Las nubes se despejaron. Todo alrededor del Mensajero empezó a vibrar. Sus piernas empezaron a silbar con su característico ruido metálico.
«Ahí viene. Va a despertar, después de años dormido», declaró Fersérofas, con energía.
«Ya lo echaba de menos», añadió Dafus.
Los pensamientos del Mensajero llegaron a la resolución que buscaban.
«Recuerda, Cai. ¿Quién eres?»
«Recuerda, Mensajero. ¿Qué eres?»
Y entonces, una palabra. Un nombre mágico. Tres letras cargadas de significado.
Rex.
En un instante, el Mensajero se ennegreció. Un oscuro azul marino convirtió su blanca piel en un material de dureza inconmensurable.
Su espalda empezó a abrirse. Miles de ramas surgieron de sus omóplatos. La realidad a su alrededor empezó a distorsionarse. Aquel par nuevas extremidades empezó a crecer, como brotes incontrolables. Se fusionaban con el cielo, como si lo sujetaran.
Y entonces, la montaña se levantó. En cuanto lo hizo, aquellas majestuosas alas se posaron en la base, aguantándola. El Mensajero avanzó lentamente hasta el centro de aquella caverna de tamaño monstruoso. Sujetándola con sus manos, hombros, y con sus alas dispersas como una red, llegando a cada rincón, empezó a caminar.
Con pasos lentos que perforaban el suelo, la montaña caminó. Durante seis días y seis noches, los viajeros que recorrían la Sierra pudieron comprobar con sus propios ojos cómo el Monte Quirulip se movía por sí solo. Nadie se atrevió acercarse, pues el terror de algo monstruoso y desconocido ahuyentó a los curiosos.
Seis días y seis noches en las que Rapoma no quiso dormir. Debía estar allí, observando el avance de su montaña, deseando la mejor de las suertes a su admirado Mensajero.
A la mañana del séptimo día, Cai pisó el centro del Valle de Iraps, un páramo sin vegetación ni vida situado al extremo este de la Sierra, lejos de montañas habitadas.
— ¿La dejo aquí, no? —gritó el Mensajero, con una vibrante voz que se oyó a quilómetros de distancia.
— Sí... Pero ¡oh! ¡Si la suelta ahora, usted acabará...! —respondió Rapoma, lanzando una fútil advertencia.
Una tremebunda sacudida confirmó las sospechas de Rapoma. La montaña acababa de tocar suelo firme. Lo había conseguido. Por primera vez en la historia de la isla, un monte había caminado.
Rapoma se levantó, preocupado. El Mensajero acababa de quedar aplastado. Gritó su nombre, pero no respondió nadie. Los animales de la montaña bajaron, compartiendo la preocupación del monje.
Hasta que una mano surgió del interior de la tierra. Era el brazo de Cai. Rapoma lo agarró, y con toda la fuerza que encontró, intentó sacarle del fondo del suelo.
Finalmente salió, repleto de tierra, pero con su vestuario intacto y su piel habiendo vuelto a la normalidad. Escupió el polvo acumulado en la boca.
— ¿Está bien, bienaventurado Cai?
— Mejor que nunca, de hecho. Menudo viaje, ¿eh?
Rapoma se puso de rodillas para quedarse al nivel del Mensajero, que seguía en el suelo. Los animales del bosque también se acercaron.
Y el monje rompió a llorar. Se abrazó al chico.
— No sabe cuánto le agradezco lo que ha hecho por mí y por esta montaña, Mensajero. Mi gratitud será eterna.
— Le prejuzgué, Rapoma, y jamás debí hacerlo. Esta es mi redención, y su recompensa por tantos años dedicado a los demás. Todo esfuerzo merece un agradecimiento a la altura.
— Ahora, por fin puedo vivir junto a las dos cosas que más quiero en mi vida. Ahora, podré estar cerca de mi amada hija y de las buenas gentes de Quirulip.
Rapoma hundió la cabeza en el pecho del Mensajero, incapaz de decir nada más por culpa de los sollozos. Cai miró a sus espaldas. Las bestias del bosque lo miraban cargadas de agradecimiento.
Tras unos minutos así, ambos se levantaron. Rapoma secó sus lágrimas.
— Gracias por todo, Mensajero. Hablaré de usted tanto como pueda. El mundo debe conocer su bondad y magnificencia.
— No necesito nada de eso, Rapoma. Con ayudar a maravillosos seres como tú y tus amigos de Quirulip, me basta para ser feliz.
Tras una cálida despedida, el Mensajero abandonó el nuevo emplazamiento del Monte Quirulip. En el camino de vuelta, se le hizo extraño no verlo más en el horizonte.
A partir de aquel día, dos nuevas leyendas se forjaron en la Sierra de Erulás. La primera era la de la montaña andante. Según contaban los peregrinos, cada seis días, una montaña mágica desaparecía de su lugar original y caminaba hasta un nuevo lugar. Por lo que decía la leyenda, sólo ocurría las noches de luna llena, y los más valientes iniciaban expediciones para encontrar la escurridiza montaña.
La otra leyenda es la del monje Rapoma. Tras su mudanza, convertido en toda una discreta celebridad, se decía que tenía el poder de mover montañas y que era el responsable tras la montaña caminante. A pesar de su nueva fama, la vida de Rapoma transcurrió con tranquilidad y paz. Pero aun así, un dicho lo acompañó hasta el final de sus días.
Y es que si Rapoma no va a la montaña, la montaña irá a Rapoma.
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