¿Quién cuida los arrozales del Delta de L'is?
El silencioso trascurrir del agua se introducía en los oídos del Mensajero y se perdía en la galaxia infinita que era el interior de su cabeza. Caminaba con ambos ojos cerrados, pues el sonido que emitía el discreto río L'is era la única guía que necesitaba. Si continuaban recto por sus orillas, salpicadas por todo tipo de cañas y matorrales, llegarían hasta la desembocadura, en el Gran Océano de Malamentis. Pero no era ese su destino. En unos pasos más debía desviarse.
El río L'is era uno de los muchos que interrumpían el paisaje terrestre de la isla. Como todos, empezaba en algún lugar recóndito que nadie nunca había encontrado y acababa en Malamentis, donde sus aguas se fusionaban creando efectos de lo más variopintos. Algunos decían haber visto el río L'is trascurrir al revés, y otros habían pescado seres provenientes de las profundidades el océano en aquella orilla acogedora.
Pero eso no era extraño. Ocurría en todos los ríos de ese mundo singular. Lo que hacía especial al río L'is era el territorio que rodeaba a su desembocadura, el llamado Delta de L'is. Por sí solo ya resultaba un lugar insólito, pero otra característica convertía esas tierras en algo mágico. Característica que para los que la conocían de primera mano era realidad, y para los extranjeros pura leyenda.
Cai tomó un desvío, y pronto vislumbró el lugar al que se dirigía. El Delta de L'is era un territorio completamente plano. Desde cualquier lugar uno podía ver el lejano horizonte y peinar con la vista todo lo que le faltaba por recorrer, hasta que unas lejanas montañas, fuera ya de la zona, obstaculizaban aquella visión.
Pronto se adentró en los famosos arrozales. Obligado a andar por los estrechos corredores construidos con la intención de salvaguardar el arroz de los viandantes, en seguida vio el enorme molino. No se dirigía allí, pero era la única referencia que existía en ese lugar plano y solitario. Para muchos, perderse en el Delta de L'is era incluso peor que hacerlo en un desierto.
Ante el Mensajero, hectáreas y hectáreas de campos de arroz inundaban la vista. No había nada más. De eso se conformaba el Delta de L'is. Miles de quilómetros forrados de ese verdor que se movía al son del viento, creciendo por encima de un agua cristalina. El sol de verano y las nubes creaban dibujos en esos mantos de color esperanza, y una brisa suave y fría, aunque agradable, inclinaba aquellas plantas creando ondas que se movían al unísono.
En medio de esos arrozales, como único elemento que hiciera levantar la vista al visitante, un destartalado molino. Se erguía en una construcción irregular, casi como un obelisco mal formado. Sus aspas, agujereadas, se movían con lentitud.
— Esta humedad le va fatal a mi piel —hizo notar Fersérofas.
— ¡Por Dios, Ferse! Pero si este olor es maravilloso. Y estar tan cerca del río me trae tantos recuerdos... —respondió Dafus, embriagado.
— No empieces con las batallitas de abuelo, Dufas.
— ¡Que no me llamo Dufas!
Y se enzarzaron en una nueva bronca. Pero a Cai le daba igual. Paseaba por entre aquellos arrozales, con el molino como objetivo, mientras aspiraba para sentir en sus pulmones el inconfundible olor de esos campos. Una fragancia de fango, de humedad, que sólo podía experimentarse si se pisaban esas tierras.
A medio camino hacia el molino, el Mensajero se sentó, mirando hacia uno de los arrozales. Los pájaros, de todos los tipos y colores, se juntaban en busca de cualquier insecto al que cazar.
— ¿Por qué paramos? —preguntó Dafus, tras gastar todo su repertorio de insultos hacia Fersérofas.
— Es que la carta de hoy no tiene destinatario —informó el Mensajero, sacando un papel de su mochila.
— ¿Cómo? ¿Y entonces a quién va dirigida? ¿A ti? —dijo la sierpe.
— No, tampoco. Simplemente no dice nada. De hecho, ni siquiera está en un sobre. Es un simple papel que parece arrancado con algo escrito.
— ¿Y qué dice?
«¿Quién cuida los arrozales del Delta de L'is?».
Esa era la pregunta que formulaba el misterioso papel. ¿Un acertijo para el Mensajero? ¿Algún tipo de reto? ¿Alguien deseaba que Cai descubriera la verdad tras la leyenda y realidad de ese territorio de infinita verdor?
Y es que esa era, en efecto, la cuestión que rondaba esas tierras. El Delta de L'is era conocido por sus inmensos arrozales, pero nunca nadie vio a persona alguna encargarse de ellos. Los caminos estaban reseguidos con minuciosa pulcritud, el agua llenaba en el mismo nivel todos los campos, la colocación de las plantas estaba calculada al milímetro. Y cada año, cuando llegaba el tiempo de recoger, los terrenos se vaciaban para volver a llenarse con la llegada del calor.
Y aun así, nadie parecía cuidar de esos arrozales. Estaban vacíos, silenciosos, desiertos. Rara era la ocasión en la que más de dos personas pisaban ese territorio a la vez. Pero el arroz siempre estaba ahí, replantándose y recogiéndose como por arte de magia.
¿Quién cuidaba los arrozales del Delta de L'is? Nadie lo sabía.
— Parece que me están retando a resolver el misterio —señaló el Mensajero.
— Para ti no es ningún misterio. Las leyendas dicen que eres omnisciente, ¿no? Pues ya deberías tener la respuesta —dijo Dafus, con cierta burla, pues conocía de sobras la cabeza del Mensajero.
— Pues seguramente conozco el origen de este enigma, pero ya sabes. Como todo, no lo recuerdo. Podríamos intentarlo, quizá mi mente evoque algo mientras investigamos —respondió Cai, ensimismado en el paisaje y el reto, sin captar la ironía del sombrero.
— Yo voto por empezar por el molino —propuso Ferse.
— ¿Y por qué el molino? —preguntó el sombrero.
— Vaya con el merluzo, parece que está perdiendo facultades. ¿No notas que alguien vive ahí? Lo mejor será empezar preguntando a alguien de la zona.
— Vuelve a llamarme merluzo y te prometo que te hago tragar toda el agua que hay aquí.
— Merluzo.
Y volvió a estallar la guerra, esta vez con más intensidad que antes.
El Mensajero lo ignoró, aunque estuvo de acuerdo con la proposición de la serpiente. Se levantó, y con sus cabellos bailando con el viento, se puso en marcha hacia el aparentemente abandonado molino.
Pronto se plantó en la puerta, carcomida por las termitas. Tocó tres veces. Y abrieron.
— ¡Vaya! ¡Cuánto tiempo sin ver un forastero! ¿Qué le trae por aquí?
La amable voz del anciano caló en Cai. Y al reconocer su especie, su ánimo se llenó de curiosidad.
Era un qurón, una especie nómada descendiente de antiguas tortugas. Unos seres afables, conocidos por su inigualable inteligencia, líderes del progreso científico allí donde se instalaban. Fueron los fundadores de las primeras universidades y centros de investigación, y gracias a sus inventos el progreso humano había sido continuo. Eran reptiles de pequeñas dimensiones, con una dura espalda que aún conservaba parte del caparazón incrustado en la piel. Sus brazos eran largos, y sus piernas cortas. Su cabeza era grande y achatada, de ojos achinados y acabando en un pronunciado pico. De piel gris, no tenían pelo, aunque todos llevaban un característico sombrero que los diferenciaba.
El qurón que recibió a Cai era un viejo con bastón y sombrero de paja, de arrugada piel y temblorosos brazos. Miraba al Mensajero sin hacerlo, pues sus ojos estaban entrecerrados.
¿Qué hacía un qurón en ese lugar? Su especie vivía en manada, siempre en busca de más conocimientos. No era normal ver a uno aislado y apartado.
— Encantado, soy Cai, Mensajero sin destino.
El anciano no hizo la habitual mueca de sorpresa. Repasó de arriba a abajo a su invitado, pensativo. Como si lo analizara. Mientras tanto, un pequeño perro, peludo, de barriga blanca y lomo marrón, se acercó dando saltos y ladrando cariñosamente. El viejo lo detuvo y lo acarició.
— Si me pillara más joven, Mensajero, no dudaría en raptarlo y viviseccionarlo para comprobar que es quien afirma ser. Pero a mi edad no estoy para estas cosas, y además, tras tantos años, he aprendido a creer en las leyendas. Soy Zelhio, eterno polizón en este molino. Y este pequeñín es Qiqo, mi fiel acompañante.
Cai sacó la extraña misiva y se la mostró al anciano.
— Vengo porque he recibido esta carta, aunque no pone destinatario ni va en sobre. Creo que es una petición para que resuelva el misterio de estas tierras. Por eso venía a verle.
Zelhio agarró el papel y lo observó con detenimiento. Ipso facto, echó a reír. Ni Cai ni sus acompañantes entendieron tal reacción.
— ¡Una más para la colección! Pase, Mensajero. Quiero enseñarle algo.
El anciano se introdujo en su casa y Cai, con educación, lo siguió tras cerrar la puerta.
El interior del molino era bastante acogedor. El mecanismo había desaparecido, y en su lugar una mesa y varias estanterías ocupaban el espacio. Unas escalerillas llevaban a una amplia repisa donde aguardaba una cama. De forma redonda y paredes amarillentas, las múltiples ventanas de ese cilindro permitían que la luz se colase por todas partes.
Zelhio se acercó a unos montones de papeles cerca de una de las estanterías. Tres montañas de blancas planas más altas que el Mensajero, y una más pequeña, de la altura del qurón, a su lado. Dejó ahí la carta que Cai le había entregado.
— Todo esto, Mensajero, son cartas como la que usted trae. Llevan años enviándolas. No sé quién lo hace, pero quiere desesperadamente descubrir el misterio de estas tierras. Y como se ha dado cuenta de que este viejo poco puede hacer ya, ha acudido a usted.
«Pues sí que tienen fans estos arrozales», bromeó Dafus.
«¿Los habrá mandado la misma persona, o varias? Lo curioso es que todas son iguales: un papel arrancado y la pregunta escrita», elucubró Ferse.
El chico quedó impresionado ante tal cantidad de misivas. Y aquello lo llenó de energía. Si descubría lo que se escondía en ese lugar, todas esas cartas quedarían respondidas. Había que intentarlo, no sería difícil.
— Dígame, Mensajero, ¿va a intentar dar respuesta a las preguntas de estos papeles? —preguntó Zelhio, mientras se sentaba en la silla junto a la mesa central.
Cai lo miró con decisión. No hicieron falta más palabras. El anciano se echó a reír.
— Vaya, veo en usted la misma ilusión que yo cuando llegué aquí. ¿Sabe? Hace más de ciento cincuenta años que vivo aquí. Pisé este sitio cuando ya era un investigador de renombre en mi ciudad natal. Pero yo necesitaba más, me sentía capaz de rebelar todos los misterios del mundo. Y en cuanto oí hablar del enigma de estas tierras, cargué con todo mi equipo hasta aquí. No me he movido de este molino desde entonces.
El Mensajero entendió por fin qué hacía un qurón en un lugar tan apartado. A la par que inteligentes, a veces esa sabia especie tendía a la arrogancia. La curiosidad penetró en Cai.
— ¿Y qué ha descubierto en estos años? —preguntó.
Zelhio se echó a reír una vez más, aunque esta vez con cierta burla hacia sí mismo.
— No he descubierto nada, joven. He investigado la tierra sin éxito. He pasado noches en vela sin ver ni un alma. En la época de recolección, he estado atento a los campos inútilmente, pues en cuanto apartaba la vista el arroz desaparecía de mi vista. He vigilado en medio de los campos, desde el molino, dando rondas... Y nada. Ni un alma en más de ciento cincuenta años. Y cada pocos días me encuentro rastros de que han trabajado aquí, o algún nuevo camino asoma por algún sitio. Me he rendido, muchacho. Si lo supieran mis colegas no se lo creerían.
A pesar de aceptar su derrota, el anciano no mostraba un ápice de tristeza. Acariciaba a su querido Qiqo, tumbado en el suelo. Cai sí sintió cierta melancolía por el viejo científico.
«No estaría mal resolver el misterio por él, ¿no? ¡Es más mono el ancianito!», propuso Ferse.
«¿Ancianito? Pero si es más joven que tú y tiene menos arrugas», chincó Dafus.
«Arrugado vas a quedar tú cuando te cocine, puta merluza», espetó Ferse, visiblemente enfurecida.
— ¡Pues en ese caso, ayúdeme a investigar, señor Zelhio! —exclamó Cai, ignorando a sus dos compañeros y mirando con alegría al anciano.
Zelhio le lanzó una mirada de incredulidad. Pero, tras una pequeña risotada, se levantó y siguió al Mensajero.
Avanzaron hasta el campo más cercano. El Mensajero no tuvo reparos en introducirse en el agua.
«¿Qué vas a hacer, Cai?», preguntó Ferse.
— Lo primero es comprobar cómo es este arroz. Quizá el secreto esté en su composición —respondió el Mensajero.
Tocó el inundado suelo con su mano derecha y analizó las miles de hectáreas de terreno. Se levantó, sorprendido.
— Vaya, pues es arroz autóctono, normal y corriente —dijo.
— En efecto, el arroz de esta zona es el mismo que se cultiva en todo el territorio. Yo también pensé que podría tener cualidades especiales —añadió Zelhio.
— El suelo tampoco tiene nada especial. Quizá si entramos en su registro podamos descubrir algo.
— ¿Registro? —preguntó el anciano.
El Mensajero dirigió una mirada de comprensión a Zelhio. Debía explicarle aquella terminología más propia de dioses que de científicos.
— Todo en este mundo, ya sea animado o inanimado, guarda en su interior un registro de lo que ha vivido. Son los recuerdos del mundo. Unos registros pueden albergar visiones de hace miles de años y otros de apenas unos meses, depende del lugar. No es posible acceder a ellos de forma material.
— ¡Vaya, qué interesante! Ojalá los científicos tuviéramos acceso a esa clase de información. Lamentablemente no tenemos esos poderes.
Cai sonrió ante la admiración del anciano.
— Dafus, Ferse, ¿me ayudáis? —preguntó el Mensajero.
«Dinos qué necesitas, chaval», se ofreció el sombrero.
— Quiero que Ferse se introduzca en la tierra y analice el registro de estos campos. Si es posible, que acceda incluso a los datos de su creación. ¿Podrás hacerlo?
«¿Dudas de mí? ¡Soy la diosa de Eros, eso es pan comido para alguien como yo!», afirmó la serpiente.
Cai sonrió. Sabía que no le fallaría.
— Dafus, ya que eres el amo de los cielos, te encargo que eches un vistazo a su registro y al del viento. A ver si estas nubes han visto qué ocurre aquí.
«Tú mándame a volar, chaval», ordenó Dafus, con decisión.
Y sin más preámbulo, el Mensajero lanzó su sombrero al aire, que ascendió hasta perderse en el azul de la bóveda celeste. Despegó las cintas de sus brazos, que se fusionaron en la forma de serpiente de Fersérofas, excavando ésta hasta hundirse en el fango.
El Mensajero cerró sus ojos. Y mientras los dos dioses revisaban los registros, Cai, echando mano de su omnisciencia y omnipresente visión, vislumbró las miles de hectáreas del Delta de L'is, como en una panorámica. Tenía la esperanza de que el misterio se debiera a la infinita magnitud de esos terrenos, que imposibilitaban el encuentro con los desaparecidos arroceros. Pero no. Ese mundo de verdor estaba desierto. Los únicos seres diferentes de las aves y los insectos eran el Mensajero, Zelhio y Qiqo.
Dafus y Ferse regresaron y volvieron a estado junto al Mensajero. Ninguno de los registros mostraba nada. Tanto Dafus como Ferse declararon que, cuando llegaba la época de recolección o de siembra, el recuerdo sufría un corte. De una imagen repleta de verdor se pasaba, de inmediato, a una visión vacía. Y desde su nacimiento y súbita aparición de los arrozales, afirmó la sierpe, ese mundo no había cambiado un ápice.
Cai empezaba a ponerse nervioso. ¿Cómo era posible? Habían usado herramientas de dioses, y ni así había asomado una pista.
«Podríamos hablar con la fauna», propuso Dafus.
«No servirá de nada. No habrán visto más que el cielo y la tierra juntos», rebatió la sierpe.
Tenía razón, y eso hizo que los dientes del sombrero rechinasen.
Zelhio se sentó, con una nostálgica sonrisa en el rostro. Qiqo se tumbó junto a él. Al ver aquello, Cai se acercó al anciano y reposó a su lado. Los tres observaron el iluminado cielo azul y su reflejo en el agua de los campos.
— No lo entiendo. El registro es infalible. El cielo y la tierra lo saben todo. Después de gastar este cartucho, ya no se me ocurre qué intentar —reconoció Cai, derrotado.
— Yo me sentí igual, Mensajero. Ya me esperaba este resultado. Ni un ser de su calibre puede descubrir quién cuida estos arrozales. Incluso el molino en el que vivo es un misterio. Nadie sabe quién lo construyó, ni por qué carece de mecanismo.
En efecto, el molino sería otro misterio perpetuo, pues el registro no guardaba datos anteriores a su construcción.
La tarde pasó con agradable lentitud para ambos. Zelhio disfrutaba de la brisa, mientras Cai aguardaba a que apareciera algo en ese radar que era su cabeza. El atardecer se presentó ante ellos, tiñendo de colores rojizos esas aguas antes azules. Y nada asomó su cabeza por esas tierras.
— Me temo que tendré que marcharme en breve. Siento que no podré resolver este misterio, señor Zelhio —reconoció Cai.
El anciano soltó una nueva carcajada.
— No se preocupe, Mensajero. Nunca pretendí que lo hiciera. Y de hecho, ojalá nunca descubra lo que se esconde tras este enigma.
El joven giró su cabeza hacia el qurón, sorprendido de que tal afirmación viniera de alguien de su especie.
— Verá, joven. Cuando llegué aquí estaba convencido de que nada iba a resistirse a mi método científico. La ciencia era el arma definitiva contra la ignorancia. Descubriría los secretos del mundo y eso nos permitiría entenderlo. Aquello no confirmado por la ciencia no existía, o debía ser investigado. Al llegar aquí y enfrentarme a los arrozales, vi la realidad. Y es que, mientras me reía de esos religiosos que con fe rezaban a seres imaginarios, convertía al mismo tiempo mis teorías científicas en dogmas. La ciencia era mi religión, y todo lo que la negara era repudiado. Pero este lugar me demostró que hay cosas que mi método científico no puede probar. Y el mundo necesita misterios, Mensajero. Pues, si no, ¿qué interés tendría? Prefiero vivir en un lugar en el que ocurran cosas que no puedo explicar, pues eso lo hace divertido. Nadie va a decirnos nunca quién cuida los arrozales del Delta de L'is. Pero no importa, es una pregunta que no necesita respuesta. El mundo es un lugar más mágico si hay cuestiones imposibles de responder. Mi especie rechaza el misterio, pero yo lo abrazo con gusto. Todos recordamos con nostalgia nuestra infancia, cuando todo a nuestro alrededor eran interrogantes. ¿Acaso no era maravilloso? Saber está bien, pero saber demasiado hace que nos olvidemos de lo divertido que es jugar. ¿Qué opina usted, Mensajero?
Cai escuchó sus palabras en silencio, analizándose a sí mismo. Recordó fugazmente su etapa inicial. Recordó lo aburrido que era ser omnisciente. Recordó lo insulsa que era una vida sin sorpresas. Y agradeció, casi por primera vez en su vida, su olvidadiza memoria. Pues con ella intacta, y sin los misterios que acompañaban sus viajes, habría muerto por dentro hacía eones. La ciencia estaba bien, ¿pero por qué rechazar y despojar al mundo de sus enigmas y su magia?
El Mensajero se levantó con decisión.
— Me voy ya, señor Zelhio. Si la carta está entregada y no hay nada más que hacer, estoy perdiendo el tiempo aquí. Ha sido un placer conocerle.
El anciano miró a Cai, sorprendido.
— Entonces, ¿desiste definitivamente en su afán por descubrir lo que ocurre aquí?
El Mensajero sonrió.
— Aquí no ocurre nada, señor Zelhio. No hay ningún misterio por desvelar. Sólo un mundo maravilloso que revelará sus secretos cuando nos crea dignos de ello.
El viejo qurón respondió a sus palabras con una tierna sonrisa. Ambos se despidieron con un cariñoso adiós y, en pleno atardecer, el Mensajero continuó su camino río arriba. Quizá nunca más volviera a visitar el Delta de L'is. Pues si lo hacía, corría el riesgo de recordar y responder a aquella impertinente pregunta. Y cuando un enigma queda resuelto, su interés queda extinto.
¿Quién cuida los arrozales del Delta de L'is? Nadie lo sabe. Y nadie lo sabrá jamás.
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