Los árboles también aman
Fersérofas estornudó por enésima vez.
— Hay que ver chica. Podrías parar de una vez, ¿no? —exigió Dafus, con la paciencia agotada.
— ¿Qué quieres que le haga? Tanto polen y tanta vegetación me producen alergia y me irritan la piel —se excusó la sierpe.
— Si es que eres delicada como una mariposa, Ferse —se añadió el Mensajero.
— Así somos las damas.
— Bueno, cuando entreguemos la carta te prestaré el ungüento contra las alergias —sugirió Cai.
— ¿Me lo pondrás tú? —preguntó Fersérofas, picarona.
— Como quieras.
— Yo me dejaba tocar por ti todos los días.
— Cómo aprovecha la muy astuta —señaló Dafus, tras escuchar el diálogo de aquellos dos.
El Mensajero rio ante el flirteo de Ferse. Tras tantos años, aquellos diálogos le producían mucha gracia. No fue así tiempo ha, cuando su incorporación a los viajes de Cai era reciente. En esos tiempos, los cumplidos de la sierpe le causaban un bochorno indescriptible. Y es que Fersérofas, pese a ser una diosa de la fertilidad, nunca tuvo fama de tratar bien a los hombres. Ni qué decir de su aspecto, más terrorífico y maléfico que atractivo.
Cai caminaba con alergia entre la frondosa vegetación de los Bosques Verdes. Podía sonar a redundante, pero aquellas arboledas de no mucha extensión recibían tal nombre por una razón.
Los Bosques Verdes eran conocidos por sus árboles bajos, milenarios y robustos, que con grandes copas, casi tapaban la luz del sol. Múltiples riachuelos salpicaban aquella tierra, y algo debía tener esa agua, pues el verdor de la hierba y el musgo creaban una alfombra de color impenetrable. El marrón del suelo brillaba por su ausencia. Incluso los troncos de los árboles eran asediados por esa moqueta, haciendo de aquel paisaje una gigantesca mancha verde en el mapa de la isla.
Nuestro héroe disfrutaba de ese bosque, pues el verde siempre fue su color favorito. Su ánimo se llenaba de alegría cuando paseaba entre aquellos árboles y arbustos, y silbaba al son de los pájaros, que celebraban, contentos, la llegada del Mensajero.
No tardaron en vislumbrar su destino. Una casita de madera destartalada, en mitad de los árboles, atravesada por la vegetación como si a ésta no le importara lo más mínimo tal estructura. Se alzaba por encima del suelo mediante patas cuadradas. El Mensajero entró sin siquiera llamar, pues no había puerta. La luz solar se escurría por los agujeros del techo, que a duras penas aguantaba con aquella madera carcomida.
Avanzó hasta lo que creyó era la sala principal. Un espacio grande, pero sin una de las cuatro paredes y con el techo desaparecido, garantizando una cercana vista del bosque y del cielo. Y en el centro de la sala, mirando hacia aquella inmensa ventana sin cristal, su destinatario.
— ¿Qué es eso? —preguntó Dafus al verlo.
— Pues... No tengo ni idea —respondió con franqueza el Mensajero.
La visión que se mostró ante él era algo que no había visto jamás. Un anciano, calvo y de ojos pequeños, o eso parecía, reposaba, inmóvil y en paz. Una ropa rota y destartalada le cubría el cuerpo. Permanecía sentado sobre sus rodillas, con las manos en la falda y la cabeza agachada, dormitando. Hasta ahí, todo parecía bien. Pero ese buen hombre no era humano.
Su piel era de madera, como la corteza de un árbol. Pequeños hilos verdes lo envolvían, y diminutas hojas aquí y allá asomaban de entre todo su cuerpo. Debajo de él, unas raíces agujereaban los tablones de madera que cubrían el suelo de la casita y se internaban en la tierra.
— Parece un árbol con forma humana, ¿no? —supuso Ferse, justo antes de estornudar.
— Sí, nunca había visto algo así —reconoció el Mensajero.
Se acercó y lo tocó. Un pedazo de aquella piel se desprendió. Estaba seco, aunque algo dentro del Mensajero le decía que ese cuerpo inmóvil aún guardaba una llama de vida.
— ¿Debemos entregarle la carta a él? —preguntó Dafus.
— Sé que había que entregarla aquí, pero si no puedo preguntarle su nombre, no sé si él es el destinatario. Y no parece haber nadie más.
Una presencia interrumpió los pensamientos del Mensajero. Rápidamente giró su vista hacia la derecha.
Una chica acababa de entrar en la habitación. Una joven en la plenitud de la vida, de facciones vivaces y afables. Su cabello, a la altura del cuello y de un dorado rubio, conjuntaba con sus ojos, grandes y encendidos, de un ocre parecido a la miel. Vestía un delicado vestido blanco de una sola pieza, e iba descalza. Al ver al Mensajero, sonrió, jovial.
— Hola, Mensajero. ¿Traes una carta para Cladium?
Cai sacó rápidamente un papel del bolsillo. En efecto, ese era el nombre de su destinatario.
— ¿Él es Cladium? —preguntó señalando al anciano, buscando confirmación.
La chica se acercó a él y se colocó ante la figura de madera.
— Sí, es él. Pero en su estado no puede moverse. Se encuentra en reposo, y nada va a despertarlo.
— ¿Y tú quién eres?
— ¿Yo? Una experta en botánica que pasaba por aquí. Me llamo Camelia, encantada.
«¿Experta en botánica? Quizá puede decirnos algo del viejete», dijo Dafus.
«No seas grosero, Dufas», le riñó Ferse.
El sombrero refunfuñó.
— ¿Qué podemos hacer para que despierte? —se cuestionó el Mensajero.
La chica miraba al anciano con cariño.
— El problema es que apenas le llega agua. Esa sequedad le impide moverse. Desconozco la razón de por qué no llega un atisbo de líquido hasta aquí. Ahora mismo sólo debe de poder vivir del agua de la lluvia, que acumula y guarda tanto como puede.
«Entonces habrá que descubrir por qué no le llega agua, ¿no?», propuso Dafus.
Cai estuvo de acuerdo con él, en silencio.
— Entonces, ¿servirá con que llueva?
— Es posible —respondió la chica.
— Venga Dafus, ¿lo hago yo o lo haces tú?
«Déjame lucirme por esta vez, ¿no?», pidió el dios, con energía.
El Mensajero sonrió, agarrando su sombrero. Lo tiró al aire, alejándose en vertical tanto que casi era invisible entre el azul de la bóveda celeste. Se quedó en lo alto, flotando. El Mensajero cerró los ojos, esperando retener lo que ocurriría a continuación.
Un sonido de flauta sorprendió a la joven, pero pronto se prendó de él. Unas notas dulces, suaves y delicadas, acompañaron a una alegre y corta canción. Y a medida que transcurría la melodía, las nubes fueron acumulándose en la zona.
«Es un bruto de cuidado, pero hay que reconocer que tiene un don para la música», reconoció Ferse, disfrutando de aquella rítmica canción de lluvia.
Y con la última nota, las gotas cayeron sobre nuestros héroes. Junto a ellas, el sombrero, que Cai cogió en el aire. Camlia observó la mágica escena, repleta de emoción y fascinación.
«Ha estado bien, ¿eh? Hacía tiempo que no tocaba, pero no me he oxidado» —se congratuló Dafus.
El Mensajero respondió con una sonrisa, y Ferse con un silencio cargado de respeto.
Pero tras minutos de lluvia, el anciano siguió igual, cosa que preocupó a sus invitados. El oscuro cielo se disipó, retornando al sol su merecido lugar y dejando en las hojas del bosque un caprichoso rocío.
— Parece que ya ha pasado esa fase. Su cuerpo está tan seco que ha perdido sus funciones básicas. Ya no puede absorber agua a través de su cuerpo, sólo podrá hacerlo mediante sus raíces principales —informó Camelia.
— Pero este bosque está lleno de humedad y riachuelos. Debería haber suficiente agua filtrada bajo tierra como para subsistir —rebatió el Mensajero.
— En efecto. Algo ocurre. Quizá deberíamos explorar un poco la zona.
Ambos se internaron en el bosque, extrañados. Se dirigían al río más cercano, pues quizá allí encontrarían la razón tras la falta de agua de esa zona. En el trayecto, el Mensajero pensó en aclarar sus dudas.
— Nunca había visto un ser como Cladium. ¿Qué es?
Camelia rio, dejando algo confuso al Mensajero.
— No es raro que no conozcas su especie. Son muy recientes. Ni siquiera tienen nombre, y viven en comunidades alejadas, que se confunden con el resto de vegetación, pues no se muestran ante otros seres. Pero no son un concepto difícil de entender. Sé que puede parecer extraño, pero es así: son árboles con alma humana.
«¿Árboles con alma humana? ¿Es eso posible?», se sorprendió Dafus.
«Parece mentira que tras tantos años viviendo en este mundo todavía creas que hay algo imposible», le respondió Ferse.
La sorpresa del Mensajero también era mayúscula. Le parecía fascinante. Había visto plantas parlantes, de todas las formas, y todo el mundo en la isla sabía que sus árboles eran capaces de moverse. Lentos, pero lo hacían. No era raro ver un bosque entero cambiando de lugar.
Creía haberlo visto todo en ese mundo mágico. Pero ahora, como una súbita revelación, acababa de darse cuenta de que el tiempo avanzaba en paralelo a él, y no a causa de él. La isla seguía en movimiento, evolucionando. Quizá aún quedaban resquicios del pasado. Pero como todo, acabarían sustituidos por algo nuevo. Esos nuevos seres podrían ser el primer paso.
— Cuéntame más de ellos, Camelia. Por favor —pidió Cai, con una educación repleta de dulzura.
Camelia se enrojeció al oír el tono del Mensajero. Se alegró de que mostrara tanto interés.
— No sé en qué momento ni cómo se produjo este cruce entre especies. Crecen como plantas normales, y pueden separar su alma de su cuerpo físico en cualquier momento, alejándose de él unos metros. Con el paso de los años, su cuerpo físico empieza adoptar la forma de su alma humana y la distancia a la que ésta puede separarse se reduce. Al final, en la vejez, cuerpo y alma se juntan en uno. Y como Cladium, se convierten en árboles con forma humana, conservando las cualidades de cada especie.
La chica miró a Cai una vez más. Y de nuevo, se avergonzó. Pues el Mensajero la observaba con la mirada inquieta e ilusionada de un niño.
Lo disfrutaba, muchísimo. Hacía ya eones que al Mensajero se le había privado del placer de aprender. Lo sabía todo, lo podía todo. Todo le era conocido, a pesar de su olvidadiza memoria. En todo caso, lo único que hacía era recordar. Pero ahora, por primera vez en años, estaba aprendiendo algo nuevo.
Y lo disfrutaba, como un inocente y curioso niño.
Llegaron hasta el río. Camelia notó varias acumulaciones de matorrales en algunos de los pequeños afluentes de ese riachuelo. Quizá estaban impidiendo la llegada del agua.
El Mensajero los apartó con su bastón.
— No creo que sea eso. El agua de este río se filtra bajo tierra hasta la casa de Cladium, y de sobras además. Puedo notarlo. Pero algo impide que llegue hasta él —notó el Mensajero.
— Los seres como Cladium necesitan mucha agua para vivir, pues son organismos más complejos que simples árboles. Quizá no le llega la suficiente. Cuando son jóvenes, su parte humana predomina más que la vegetal, así que sobreviven en las condiciones más duras. Pero en la vejez, necesitan el agua sea como sea—añadió Camelia.
El Mensajero se agachó. Tocó el suelo con su mano. Pronto, sintió el palpitar de la misma tierra. Analizó todo el terreno, y viajó por todas sus capas. Al final, lo entendió.
— Son los árboles y el resto de vegetación. Absorben toda la humedad antes de que pueda llegar a Cladium. La zona de su casa es como una gigantesca mancha seca. Quizá absorbía demasiada agua, así que las plantas de su alrededor se tomaron la revancha y exigieron su parte.
El rostro de Camelia se tornó melancólico. Había olvidado que incluso las plantas tienen sus conflictos, y que a veces impera el egoísmo incluso en los seres más inocentes.
— ¿Qué haremos, entonces? No podemos talar el bosque, sería horrible —se preguntó la chica, con tristeza.
El Mensajero sonrió.
«Me gusta esa sonrisa. ¿Tienes algo preparado, eh, Cai?» dijo Dafus.
— No te preocupes. Crearé, un nuevo afluente que irá directo a parar a la casa de Cladium, esquivando toda la vegetación de alrededor. Y nadie más que él tocará esa agua.
Camelia se llenó de esperanza.
— ¿De verdad puedes hacer eso?
— Soy el Mensajero sin destino. No hay nada que no pueda hacer, y nada se resiste a mis órdenes y deseos. ¡He movido incluso montañas!
El orgullo con el que Cai soltó esas palabras hizo reír a la joven. El Mensajeró entró en el río y se colocó en el centro, encima de una roca que sobresalía entre el agua.
Desenvainó su espada, que sostuvo con sus dos manos unos segundos.
Un fulgor azul, precioso y oscuro, empezó a envolver la delicada hoja. Una fría brisa peinó los cabellos de Camelia, que observaba tal espectáculo con fascinación. El brillo añil ya se apoderaba de la silueta del Mensajero, que cerraba los ojos imaginando cómo sería ese nuevo riachuelo.
Y de pronto, realizó un tajo en horizontal. Un trueno azulado surgió de la punta de la espada y aterrizó en el suelo, a orillas del río. Avanzó a una velocidad pasmosa hasta que desapareció de la vista. El agua empezó a correr por ese nuevo canal, que zigzagueaba suavemente por el bosque.
— ¡Venga, vamos a ver a Cladium! —exclamó el Mensajero, envainando la Devoradioses.
Camelia asintió llena de energía. Ambos siguieron el curso del nuevo afluente, cuya agua ya les había adelantado y viajaba por él sin problemas. El Mensajero había sido tan preciso que el canal terminaba justo en las raíces del anciano, bajo la casa, creando un amplio charco. Pronto se acumuló tanta agua allí que Cai llegó a creer que Cladium se ahogaría. Camelia lo tranquilizó, diciéndole que, aunque sí era mucha agua para él solo, los seres como él no sufrían por el exceso de ella.
Esperaron, frente al viejo, impacientes.
Y pronto, el color volvió a la corteza que formaba su piel. Con lentitud, empezó a moverse. Abrió los ojos, aún humanos y verdes como el bosque. Entonces, su cara se llenó de felicidad y sorpresa.
— ¡Camelia! ¡Mi querida nieta! ¡Cuán feliz me hace verte! —dijo, con una voz rasgada y todavía encendiéndose.
— He vuelto a casa, abuelo. Después de tantos años. Y he vuelto para quedarme, contigo —dijo la chica, con un cariño inmenso.
Ambos se abrazaron, llorando de la emoción. Tanto el Mensajero, que sujetaba la carta en sus manos, como sus acompañantes, se quedaron petrificados.
— ¿Por qué no me lo has dicho? —preguntó, aún con la sorpresa en el cuerpo.
Camelia se separó de su abuelo. Éste lo entendió. Había estado reposando, pero no durmiendo. Había sido consciente de la llegada de Cai. Había escuchado la voz de su nieta aparecer ante el Mensajero. Sabía que ambos habían conseguido devolverle a la vida. Y ahora entendía que Camelia debía darle explicaciones.
— Bueno, no quería estropear la sorpresa —respondió la chica, entre risas.
El Mensajero sonrió, aceptando aquello como una simpática broma.
— Si tú estás aquí, significa que tu madre... —dijo Cladium, con cierta tristeza en su tono.
— Sí, abuelo. Murió hace ya un tiempo. Pero no te preocupes, fue feliz hasta su final. Falleció conmigo. Y tras aquello, unos humanos talaron nuestros cuerpos. Nos convirtieron en papel, pero pude recuperar un último recuerdo de mamá. Conseguí convertirme en carta y marcar en mi nuevo cuerpo un mensaje. Un amable hombre me hizo llegar hasta este chico de aquí. Desde ese día, he estado viajando en la mochila del Mensajero, junto a él, esperando a que llegara este momento.
El Mensajero volvió a quedarse sorprendido. Observó el trozo de papel que sujetaba.
¿Ella era Camelia? ¿Había estado transportando a otro ser, y no una carta?
La chica miró a Cai, pidiendo con sus ojos que le permitiera ser ella quien entregara la misiva a su abuelo. El Mensajero accedió. Al fin y al cabo, era ella quien tenía potestad sobre su cuerpo.
Abrió la carta y sacó de entre los pliegues una pequeña hoja, aún verde y brillante.
— Toma, esto es lo queda de mamá... Y lo que queda de mí.
Su abuelo recogió el regalo con sumo cariño, y lo presionó contra su pecho mientras unas lágrimas de nostalgia caían de sus ojos. Lloró un rato, en silencio. De tristeza, al conocer la muerte de su hija. De alegría, al ver a su nieta de vuelta. Y de melancolía, al ver a su hija convertida en ese fino papel.
Camelia le dejó vivir esos sentimientos encontrados. Miró al Mensajero, que continuaba mostrando esa cara de desconcierto. La chica rio al verlo. Debía explicarse o el misterio no dejaría dormir al pobre muchacho.
— A nosotros sólo nos afectan las enfermedades del alma. Y mientras no llegamos a la vejez, lo que le ocurra a nuestro cuerpo físico es indiferente. Ya te he dicho que de jóvenes podemos sobrevivir muy fácilmente. Si nuestra alma sigue viva y un pedazo de nuestro cuerpo también, aunque haya sido transformado, nuestra vida y conexión continuarán. Por eso sigo aquí, aún convertida en papel. Pero el alma de mi madre contrajo una misteriosa enfermedad que le impedía respirar con facilidad. Incurable, pues si nosotros somos una especie nueva, nuestros problemas también lo son. Así que viajé con ella a las montañas, en busca de un aire más puro, dejando aquí al abuelo. Pero al final ocurrió lo que tenía que ocurrir. Quise quedarme custodiando su cuerpo inerte, hasta que aparecieron esos taladores. Entonces decidí volver.
— ¿Pero qué ocurrirá cuando envejezcas?
Ante la pregunta del Mensajero, la mirada de Camelia se apagó. Cladium los escuchaba, atentos.
— Supongo que cuando mi alma se una para siempre con ese pequeño papel, puesto que mi cuerpo ya ha muerto, ésta lo hará con él. Pero no pasa nada. Ya he aceptado mi destino. Me conformo con pasar el tiempo junto a mi abuelo.
Nieta y abuelo se miraron, llenos de cariño.
«Qué historia más dura», dijo Dafus, entre sollozos.
Fersérofas no pronunció palabra. Aguantaba la tristeza al mismo tiempo que la alergia.
Por primera vez en muchos años, una lágrima recorrió el rostro del Mensajero. Se sentía feliz por haber reunido a aquellos dos. Pero al mismo tiempo, sentía una inmensa tristeza por el duro viaje de Camelia y porque tuviera que aceptar un destino sobre el que ella había decidido.
No, no podía permitirlo. Se secó las lágrimas y sus ojos se llenaron de decisión.
— Deme el papel, Claudium —ordenó, no sin amabilidad.
El anciano aceptó sin rechistar.
— ¿Qué vas a hacer? —preguntó Camelia.
Pero Cai no respondió. Arrugó el papel, y lo encerró entre sus puños.
En ese instante, sus manos adoptaron un oscuro azul. El viento empezó a silbar, y una brisa comenzó a girar alrededor del muchacho. Un brillo blanco surgió del interior de sus palmas. La intensidad del viento aumentó gradualmente, mientras el fulgor alumbraba con cada vez mayor fuerza.
Y entonces, paró. Sus brazos volvieron a la normalidad y el viento dejó de soplar. Separó ambas manos.
Camelia no creía lo que estaba viendo. Claudium tampoco. Pero pronto, un rayo de esperanza nació en lo más hondo de su ser. Y una alegría infinita los embargó.
Era un brote. Estaba en la mano derecha de Cai, sustituyendo a la carta. Pequeño e infantil. El nuevo cuerpo de Camelia. Una nueva oportunidad. Su destino ya no estaba decidido. Ahora podría pasar su vida junto a su abuelo sin temer al futuro.
Se acercó al anciano, y, justo a su lado, arrancó unos tablones de madera del suelo de la casa. Alargó su brazo entre ellos, y enterró el brote en esa tierra, inundada por el agua.
Al instante, el broté creció, y un minúsculo arbolito acompañó al anciano.
— ¿Creéis que con esta agua podréis vivir los dos? —preguntó el Mensajero.
Y Camellia explotó en lloros. Le sorprendía. Le impresionaba. Que incluso tras haberla reunido con su abuelo, tras haber despertado a éste de su letargo, tras salvar su vida de un fin prematuro, todavía guardara bondad como para preocuparse por su comodidad. ¡Pues claro que les bastaría esa agua! ¡Les sobraba, de hecho! ¡Nunca más tendrían que preocuparse por eso!
Se lanzó a abrazarle. No sabía cómo devolver tanta amabilidad. La gratitud que sentía, tanto ella como su abuelo, no cabía en sus cuerpos ni en sus almas. Pronto se separaron.
— Nuestra gratitud es eterna, mi señor. El Mensajero hace honor a su leyenda —expresó Claudium, algo más tranquilo que su nieta.
— Gracias, Mensajero. No sé qué hacer para agradecértelo —dijo la chica, entre lágrimas.
— Vivid y pasad el tiempo que queda juntos. Con eso me basta —respondió el Mensajero, con una tranquilidad contagiosa.
— ¿Volverás a visitarnos alguna vez? —preguntó Camelia.
— ¡Que no te quepa duda!
La chica sonrió, calmando sus lloros.
Y tras una cálida despedida, se dijeron adiós. El Mensajero se perdió en el bosque, y Camelia y Claudium vivieron felices el uno junto al otro. Tras la muerte de éste, la joven, ya adulta, decidió quedarse en ese viejo lugar, reviviendo aquellos cálidos recuerdos. Aprendió a vivir en soledad, y antes de marchitarse, recordó, con júbilo, lo que Cai hizo por ella.
¿Volvió a visitarla el Mensajero? Ya es triste, pero no. Y es que la mala fortuna no tenía piedad con la memoria de Cai. El olvido era implacable, e incluso los recuerdos más felices se evaporaban en su mente, desapareciendo junto a ellos las personas a las que ayudaba. Las buenas obras están condenadas al olvido. Así eran el mundo y la mente del joven.
Pero algo sí recordó el Mensajero de aquel viaje. Una valiosa lección que cambiaría su relación con la naturaleza para siempre.
Y es que los árboles, así como las plantas, también aman.
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