La simulación de Dios
La quietud del aire erizó de nuevo la piel del Mensajero. No se sentía cómodo en ese lugar. Nunca lo había hecho. E incluso su sombrero, Dafus, antaño un dios guerrero y cascarrabias, enmudecía ante la opresiva atmósfera de esas tierras. Fersérofas tampoco soltaba palabra, pues el temblor que agitaba su cuerpo le impedía pronunciar ninguna sílaba.
Aquel eclipse perpetuo, rodeado de ese blanco cielo de nubes grises, se cernía sobre ellos mientras avanzaban por ese suelo liso y de negro azabache. Liso, pero irregular, con puntiagudos pinchos que surgían de las entrañas de esa tierra maldita de forma arbitraria, y con pendientes y subidas en cada rincón. Caminaban por lo que creían era una especie de valle, y contaban los minutos que faltaban para marcharse de ahí.
Ese sitio ya no era el mismo de la última vez que el Mensajero lo visitó. De hecho, nunca era igual. Cada día parecía cambiar por completo ese terreno angosto y desolado. Transcurría por tierras que sólo había pisado él, y, por muchas veces que lo hiciera, ese terror nunca se iba.
La Región Inexplorada se situaba al extremo norte de la isla. Limitaba con los muros de caos, siendo, por tanto, una de las últimas fronteras del inmenso continente. La cercanía a esas paredes de poder incognoscible hacía que su cielo adoptara su mismo color, un blanco brillante. El suelo de la región lo conformaba una masa desconocida y dura como el diamante, más oscura que el propio negro. A veces aparecían estructuras de vaga semejanza a algo civilizado, pero no eran más que imitaciones creadas por algo intangible.
No tenía ni siquiera nombre, hasta ese punto aquella tierra era misteriosa. Nombrar la Región Inexplorada en cualquier rincón de la isla garantizaba un escalofrío, pues nadie sabía qué extraños acontecimientos ocurrían en aquel mundo en miniatura. Su orografía cambiaba a cada minuto, y nadie nunca avistó ni un solo signo de vida en ella. Pero algo había en ese páramo maldito. Un misterio reptante y sigiloso, incomprensible e inexpugnable, que ahuyentaba a todos los que se planteaban visitarla. Y es que para llegar a ella, uno debía proponérselo. No estaba de paso en ninguna dirección, pues era un lugar remoto y apartado. Y aun así, las oscuras leyendas que lo rodeaban nunca dejaban de crecer.
El Mensajero conocía de su existencia desde el inicio de los tiempos. Pero pocas veces se internaba en ella, pues ni siquiera su omnisciente poder era capaz de comprender lo que acontecía allí. Incluso un ser omnipotente como él sentía el terror más absoluto al pisar ese lugar.
Su sorpresa siempre era mayúscula cuando le llegaban cartas con destino a ese sitio. ¿Quién enviaba mensajes a tal mundo sin vida? Y en las pocas ocasiones en las que debía entregar esas misivas, siempre se encontró con algo extraño. Papeles negros con letras indescriptibles, extrañas piedras de propiedades imposibles, animales negros introducidos en estrechos recipientes, oscuros órganos de seres aún por descubrir. No sabía qué era, pero algo demandaba aquellos enseres.
En la ocasión que ahora lo ocupaba, el objeto a entregar era lo más extraño que había visto hasta entonces. Pero ni siquiera quería molestarse en investigarlo. Lo mejor era deshacerse de él cuanto antes.
Tras cruzar ese páramo desolado, se encontró con un enorme agujero. Eso parecía al principio. Pero pronto se dio cuenta de que era alguna edificación, pues unas gradas dispuestas en todo el perímetro, como si de un teatro se tratase, lo conducían hasta el centro.
En efecto, aquello parecía un teatro. Extraños autómatas negros esperaban sentados en sus gradas. No tenían rostro, y sus cuerpos estaban formados de un metal industrial, viejo, parecidos más animatrónicos sin carcasa que a androides sofisticados. Miraban hacia el centro del agujero, a varios metros de profundidad, donde otro extraño maniquí esperaba, levantado.
Y en medio del escenario, ante aquel autómata que parecía ser algún tipo de presentador, flotando en el aire, una gigantesca esfera negra. Lisa, inmóvil, como si reposara esperando a que la despertaran. Su tamaño casi ocupaba el diámetro entero del lugar, y su parte superior casi era visible desde lo lejos.
El silencio era absoluto. El Mensajero podía incluso sentir sus propios latidos.
— ¿Vas a bajar? —preguntó Dafus.
— Debo entregar el paquete aquí. No hay más remedio —respondió Cai.
— Ten cuidado —recomendó Ferse.
Con sumo cuidado, el Mensajero empezó a descender por las gradas. Aquellos autómatas se organizaban de forma irregular, y su número no debía superar la cincuentena. ¿Para qué estaban allí? ¿Con qué fin había sido construida esa estructura? ¿Quién era el responsable?
Llegó hasta el maniquí levantado.
— Soy el Mensajero sin destino. Traigo un paquete.
Silencio. El tiempo parecía haberse detenido.
— Déjalo aquí y vayámonos ya, Cai —sugirió Fersérofas.
El Mensajero estuvo de acuerdo. Dejó su mochila en el suelo y la abrió. Introduciendo los brazos, sacó de ella algo metálico. Otro autómata, idéntico a los demás, en posición fetal. Lo dejó en el suelo con sumo cuidado. Tras aquello, volvió a ponerse la mochila y dio media vuelta.
Cuando estaba a punto de subir los dos últimos escalones, un ruido metálico llamó su atención. Se giró, con curiosidad.
El paquete había deshecho su posición. Ahora, levantado, caminaba lentamente hasta un extremo de la grada, soltando un desgarrador chirrido cada vez que sus extremidades se movían. Se sentó, como los demás.
Y en ese instante, el maniquí presentador alzó los brazos.
— ¿Qué crees que ocurrirá? —preguntó Dafus.
— No lo sé, pero no quiero quedarme a verlo —respondió Ferse.
El Mensajero sí quería quedarse. Le interesaba saber qué extraños acontecimientos ocurrían en aquella tierra inhóspita.
El maniquí empezó a gesticular de formas erráticas. Como si soltara un gran pero silencioso discurso, provocó que varios de los autómatas de las gradas se le acercaran. Una docena de ellos se arrodilló ante él, entre aquellos ruidos de óxido. Los que aún quedaban sentados hicieron el mismo gesto desde su posición.
El extraño profeta seguía moviendo sus brazos, cada vez con más intensidad. Su público juntó las manos, como si rezaran.
Y entonces, un gigantesco ojo gris surgió de la esfera. No, eso no es exacto. La esfera misma se convirtió en uno. El profeta adoptó la misma postura que su público y, juntos, empezaron a reverenciar a tal entidad, que los miraba de una forma indescifrable.
Pronto, algunos androides de las gradas se levantaron y agarraron a otros de sus congéneres, quienes se dejaban caer en cuanto eran tocados. Como si cargaran con cadáveres, los llevaron hasta el centro y los pusieron en paralelo. Debían ser unos siete.
El profeta entregó siete negros cuchillos a siete de los maniquíes. Sin más dilación, todos lo clavaron en un cuerpo distinto.
Y de cada uno de ellos surgió un grotesco grito ensuciado por un ruido metálico. El Mensajero sintió un escalofrío.
Los distintos autómatas fueron cambiándose aquellas armas, enrojecidas con un líquido parecido a la sangre. Fueron clavándolas de uno en uno en los siete cuerpos, que con cada puñalada soltaban un nuevo y desesperado grito. Aquel líquido parecido a la sangre inundó todo el escenario.
Y en ese momento, en un lugar apartado del escenario, un autómata se volvió blanco. Como el extraño profeta, empezó a gesticular, transformando en su mismo color a los maniquíes de su alrededor.
El ojo observaba cada escena sin cambiar un ápice su mirada.
Los blancos, que ya eran bastantes, bajaron hasta el escenario.
Tras unos minutos de silencio, empezó entre ellos una salvaje batalla.
Los negros se lanzaron contra los blancos, descuartizándolos. Los blancos destruían a los negros salvajemente, bañándose en ese líquido que con cada nueva muerte se oscurecía. Los gritos se contaban por docenas. Pronto el escenario se convirtió en una amalgama roja, de miembros y piezas mecánicas de ambos colores esparcidas por todas partes.
Algunos huían, presas del pánico, para ser cazados por sus depredadores. Ganaban los negros, pues eran más, pero pronto, sin avisar, empezaron a matarse entre ellos, con la misma o más fiereza que la que habían reservado a sus enemigos.
Tras unos minutos de lucha, no quedó nada. Sólo aquella metálica y artificial sangre. Y el enorme ojo, que parecía observar aquello con indiferencia.
Y miró al Mensajero.
Tras eso, un terrorífico grito masculino surgió del órgano esférico. Dejó de flotar, cayendo al suelo, y su pupila desapareció. Empezó a hundirse en sí mismo, derritiéndose y convirtiéndose en una masa rojiza.
El espectáculo había acabado.
— ¿Acaban de...? —dijo Dafus, reconociendo enseguida esa escena.
— Creo que sí... —confirmó Ferse, indecisa.
— Sí, acaban de recrear el ciclo vital de un dios.
El Mensajero lo recordaba con una viveza turbadora.
El nacimiento, a partir de un único concepto, aceptado por una multitud y adoptado como creencia. El crecimiento, realizando atrocidades en su honor y por su bendición. La crítica, llegada desde el propio seno de la religión, en un intento por cambiar. La guerra. Guerra que empezaría en contra de sus enemigos, pero que pronto devendría en una masacre entre hermanos. Los más fieles debían acabar con los que no estaban seguros de su fe. Y finalmente, la muerte. Sin nada que sostuviera a ese concepto, olvidado por el tiempo, se disolvería como sal en el agua. El dios moría cuando no quedaba nadie para recordarlo.
Era el ciclo de vida de los dioses de la isla. Seres que antaño poblaron la tierra. Entidades de naturaleza incognoscible, creados para satisfacer necesidades, pero corrompidos por su propia forma de ser. Monstruos que trajeron el caos antes de la existencia del propio tiempo. Ideas del pasado, que jamás debieran volver.
Habían desaparecido hacía eones a manos del Devoradioses, y en el mundo ya sólo quedaban seis seres provenientes de aquella era: el Mensajero, incluso anterior a ella; sus cuatro acompañantes y la traviesa joven con nombre de libro. Los únicos supervivientes de un mundo arruinado, que supieron adaptarse al ritmo del tiempo y pervivir. Todo lo contrario a sus congéneres, que se aferraban al viejo orden como a un clavo ardiente. Su época pasó hace mucho, y gracias a ello la isla pudo prosperar. Ese pasado nunca más debía volver.
Y ahora, acababan de asistir a la simulación del nacimiento de ese mundo.
— ¿Crees que la Región Inexplorada está intentando crear a sus propios dioses? —preguntó Ferse, acongojada.
— No lo sé. Es imposible saber qué acontece en esta tierra. Pero debemos estar alerta. Algo ocurre aquí, y si nos descuidamos, podría suponer un peligro —respondió el Mensajero.
— De momento, voto por marcharnos de aquí. Ya no hay nada que ver —propuso Dafus.
Estuvieron de acuerdo. El Mensajero abandonó ese lugar infernal, perseguido por las dudas. Y sin embargo, algo sí tenía claro, de ello no dudaba.
La edad de los dioses no debía volver jamás.
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