La fábula del polizón

Érase una vez un despertar. Érase una vez la salida de un oscuro letargo. Érase una vez un polizón en un navío extraviado, cuya forma era la de un mundo que no reconocía.

No abrió sus ojos, y sin embargo se despertó. ¿Qué hacía en ese lugar? ¿Qué había sido de él? ¿Qué había acontecido en ese escenario que acababa de pisar después tanto tiempo detrás del telón?

No lo sabía. No podía saberlo. Pues todo en él se había roto. Miró en su interior. En un pequeño y corrupto archivo que parecía evaporarse a través de la herida abierta de su maltrecho cuerpo. Allí vio una forma que intentó imitar para mejorar su movilidad.

Tras hacerlo volvió a observar a su alrededor. Estaba en una cueva, bajo tierra. Un pequeño agujero en el techo permitía vislumbrar el cielo. Pero por él no se colaba la luz. Más allá de aquella claraboya sólo había negrura, alimentada por el gris de las paredes de roca. Paredes que debían brillar con color, con vida. Pero tampoco soplaba el viento. Ni se escuchaban ruidos.

El polizón alargó su débil brazo hacia la porción de cielo. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba el color? ¿Dónde estaba la vida? ¿Dónde estaba la luz? Ese no era el mundo que esperaba. No debía ser así, jamás debía haberse convertido en tal cadáver. Al dolor físico y a la incertidumbre con los que cargaba se les sumó un profundo pesar por el estado el mundo. Todo había ido mal. Incluido él mismo, incapaz de reconocerse.

Con sus deformes manos se agarró al estático aire y empezó a escalar. Sus dedos, negros y frágiles como el carbón, se rompían un poco más con cada movimiento. Hasta que llegó a la superficie, cargado de esperanza.

Pero el mundo era el mismo. Un bosque gris y solitario le dio la insulsa bienvenida, bajo un cielo de profunda oscuridad. No, no era de noche. La noche no existía. Ese era y sería el cielo. Sólo una gigantesca maquinaria, a lo lejos, brillaba con una luz arrebatada. Ella era la culpable. ¿Pero quién le había dado tal potestad?

Con sus torpes y enrojecidas extremidades, oxidadas por los siglos, intentó avanzar. Cayó varias veces antes de poder dar más de dos pasos seguidos. Al final se rindió, y empezó a arrastrarse, de igual forma en la que lo hacía su propio ser. Con cada rastro que dejaba su frágil silueta, un pedazo de su esencia desaparecía. Y sólo quedaba el dolor y la impotencia. Sólo quedaba el fracaso. La culpa era lo único que se guardaba para sí mismo.

Llegó a un claro. Allí se percató de que no estaba solo. Ante él, dos seres con una forma parecida a la suya reverenciaban a una figura frente a ellos. Eran hombres. Lo sabía por un lejano recuerdo que pronto se esfumó. Ni siquiera un alma, una mente, o una vida eran motivo suficiente para que el color y la luz los bendijesen. Grises y apagados, eran prácticamente idénticos. Desnudos, rendidos, aletargados. No había en ellos motivación alguna. Sólo veneración a algo que el polizón no reconoció.

Un gigante de etérea negrura y brazo mecánico, con el que empuñaba una lanza cristalina. Se alzaba por encima de los árboles con arrogancia. Su rostro carecía de facciones o elementos de ningún tipo. Y su presencia no transmitía más que pasividad e indiferencia.

El polizón, con harto esfuerzo, se puso en pie. Ellos podrían decirle qué había ocurrido con el mundo. Sólo debía encontrar una forma de verbalizar sus preguntas. Pero carecía de los órganos necesarios.

El gigante alzó su lanza. Y sin piedad, empaló a uno de los hombres. Su sangre y sus órganos, incoloros, se escurrieron por la superficie del arma al tiempo que la figura lo levantaba con parsimonia. Abrió una negra boca en la que introdujo al moribundo. Lo extrajo de la lanza con sus propios dientes. Y empezó a masticar. En silencio. Su mandíbula era lo único que se movía en ese mundo cadavérico. El otro hombre mantenía su postura. Sin un ápice de miedo. Esperaba su turno.

El polizón desistió en su intento por preguntar. En su lugar lloró. Se indignó. Se culpó una vez más. ¿Por qué acababa de ocurrir aquello? ¿Por qué se arrebataba la vida a alguien con semejante indiferencia? ¿Por qué alguien despreciaba así el dolor de otro? ¿Por qué ese otro permitía que pusieran fin a su ser de esa forma?

¿En qué clase de monstruo se había convertido el mundo?

No pudo más. El dolor nublaba su juicio. Ya no quería seguir viendo eso. No quería, ni siquiera, seguir en ese mundo. Su decepción no impidió que, casi como un intento de desahogo, lo hiciera. Y lo hizo. Se lo ordenó.

La primera Orden del polizón.

Y la figura negra dejó de existir. En su lugar quedó un enorme agujero con su forma. El primer hoyo en ese mundo maldito. No era su trabajo taparlo. Debía hacerlo otro. Algo se lo decía en su interior.

Se dejó caer al suelo de nuevo. Abandonando al último hombre, aún agachado, volvió a arrastrarse hasta introducirse en el bosque.

Esta vez su rastro eran las lágrimas. Lágrimas invisibles, inexistentes, pero que se acumulaban sin cesar en el disfuncional cuerpo del polizón. Haciéndolo cada vez más pesado. Haciendo crecer en él el más triste de los sentimientos.

Cuando ya hubo perdido de vista al solitario hombre, se detuvo. No podía cargar con más peso. La somnolencia vino a él. Volvería al letargo. Y quizá jamás despertaría. Eso era lo que deseaba. Era su castigo por fracasar.

- Oye, ¿estás bien? -preguntó alguien.

El polizón salió de su sueño. No oyó tales palabras, pues el sonido también era un lujo del que el mundo había sido privado. Pero sabía que esa pregunta iba dirigida a él. Alzó la vista.

Un joven sin color. De cabellos negros y cortos, aunque no en demasía, con dos simpáticos mechones que caían a cada lado de su cabeza. De cuerpo poco robusto y no demasiada estatura. Sus facciones, redondeadas y repletas de vitalidad, decoraban unos ojos grandes. Ojos que a pesar de su falta de color brillaban con luz propia, repletos de esperanza. Iba descalzo, con una zarrapastrosa camiseta blanca y unos estropeados y anchísimos pantalones negros.

El polizón sintió algo extraño en cuanto vio al muchacho.

- ¿Eres un dios? ¿Estás herido o algo así? Déjame ayudarte.

Las preguntas del chico reconfortaron al polizón. No creía ver una muestra de empatía en ese mundo. Pero una palabra le tenía preocupado. "Dios". ¿Qué era eso?

- Vaya, ahora me doy cuenta de lo maleducado que soy. Perdóname, había olvidado que un dios nunca debe ser el primero en presentarse.

Sin apartar la afable mirada, el chico se puso de rodillas para mostrar su cercanía. El respeto que mostraba por el polizón era máximo. Cosa que éste agradeció, a pesar de no comprenderlo.

- Me llaman el Mensajero. Encantado.

Y el muchacho cargó al polizón a sus espaldas.

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