El Mensajero sin destino
Según una antigua leyenda, hace eones nació del caos una isla de orden. Este territorio, de extensión incomprensible para cualquier ser pensante y de inefable belleza para cualquier ente dotado de habla, fue el resultado de innumerables años de dedicación por parte de algo que ya nadie recuerda. Las formas de vida que alberga son tan variadas que intentar contarlas sería la mayor hazaña jamás realizada desde el nacimiento de la isla misma.
Prados que traspasan el horizonte, campos de hierba tan azul como el cielo, bosques de todos los colores, colinas de metal, rascacielos de mármol, precipicios que suben, montañas que se hunden, ríos de nubes, mares inquietos y muchos otros elementos conforman el paisaje de este mundo. Un mundo que, aunque parezca gigantesco, también tiene un límite, marcado por unos muros que no son más que el caos que antes ocupaba el espacio que ahora tiene reservado la isla.
En este insólito lugar también hay humanos. Éstos viven apaciblemente alejados de las bestias. La mayoría se agrupa en pueblos y aldeas repartidos por todo el continente. Otros se reúnen en grandes ciudades llenas de comercio. Al este, una minoría vive alejada del resto del mundo, en el interior de estructuras construidas con la tecnología más avanzada.
La isla de orden es un lugar en el que todo es posible. Los incontables seres que la habitan conviven con la magia y las leyendas. Sus pobladores están acostumbrados a lo imposible y a lo desconocido, y ninguna regla parece imperar por encima de otra en estos parajes incombustibles. Cada día se forjan nuevas historias. A cada momento, la realidad y la ficción se entrecruzan como dos enamorados.
Y por encima de cualquier otro cuento o leyenda, en la isla existe una celebérrima realidad a la que se le sigue dando esta categoría. Muchos la han vivido en carnes propias, pero muchos otros siguen pensando que es pura inventiva. Leyenda o no, es conocida hasta por los seres más primitivos. Nadie se escapa de ella: no hay animal que no albergue en la memoria alguna de las pequeñas historias protagonizadas por el Mensajero sin destino.
¿Quién es el Mensajero? Nadie lo sabe en realidad. Pero los que lo han visto corroboran que se trata de un chico joven, de estatura media y cuerpo poco robusto, que viaja de aquí para allá llevando cartas y paquetes a todo aquel que se lo pide. Según se cuenta, este Mensajero tuvo originalmente un solo encargo, cuyo destino olvidó con el tiempo. Desde entonces, se dedica a viajar y a entregar todo tipo de mensajes con el fin de, algún día, recordar el lugar al que debe llevar el legendario primer paquete.
Pero ese no es el único misterio que rodea al insólito muchacho. Según cuentan, es un ser inmortal que lleva viajando miles de años. Los más documentados afirman que su existencia data del inicio de la isla. Ha recibido muchísimos nombres, ha visto imperios alzarse y caer, y culturas antiquísimas lo han adorado como a un dios. También suele decirse que su fuerza y su astucia son inmensas, y estas cualidades convierten al afable chico en un monstruo muy temido cuando su espíritu se llena de rabia. Algunos llegan a atribuirle poderes mágicos de todo tipo. Su resistencia también es digna de elogio: no sólo es inmortal, sino que ni el tiempo ni la naturaleza pueden con él. Además, no necesita dormir, ni beber, ni comer, aunque muchos afirman haberlo visto realizando tales actividades por placer. Estas son las razones por las que los seres de la isla confían en él: saben que las cartas y los paquetes siempre llegarán a su destino, sin importar los obstáculos que el Mensajero se encuentre en el camino. Lento pero seguro, sus pies nunca se detendrán. Pero este joven no sólo es buscado por su trabajo: también hay quien le persigue con el afán de conocer sus secretos, quien busca enfrentarse a él y comprobar si las leyendas son ciertas y quien simplemente desea conocerle, entre muchos otros.
Suele presentarse con una camiseta blanca que tanto en los extremos del cuello como de las mangas y de la parte inferior tiene una gruesa banda negra con una línea amarilla que la atraviesa en zigzag. Siempre lleva unos pantalones negros que tienen cosido un trozo de tela del mismo color en la parte trasera. Esta tela llega hasta las rodillas y evita que el Mensajero se ensucie los pantalones de polvo.
Sus botas son extrañas: son anchas, resistentes, con un tacón bastante pronunciado y de un color verde muy oscuro. El elemento que las hace insólitas es una placa incorporada en la parte superior de la que salen tres garras al llegar a la punta de cada bota. Gracias a esto, sus pies, a lo lejos, adquieren un aspecto parecido a los de un reptil. Pocos caen en que estas garras le son muy útiles para escalar.
Una serie de largas cintas marrones le envuelven los brazos (desde el dorsal hasta los codos) de forma desordenada. Estas correas sirven para llegar a lugares inaccesibles mediante un salto (lugares muy poco comunes, puesto que los saltos del Mensajero son conocidos por su potencia), además de mejorar el impacto de los puñetazos. Estos accesorios aparentemente normales esconden, además, un gran secreto.
El elemento más icónico del Mensajero es el que reside en su cabeza. Y es que su silueta sería irreconocible si no fuera por su sombrero negro, al cual muchos han atribuido características mágicas e increíbles. Y no les falta razón. Se trata de un sombrero de copa redondeada y de ancha ala. Una larguísima cinta voltea la copa y funde sus extremos en un nudo que los vuelve a dividir. Aún con eso, la cinta sigue siendo tan larga que sus finales llegan hasta las pantorrillas del Mensajero.
Y no hay que olvidarse de la mochila, el elemento más importante para cualquier viajero. La del Mensajero, como no podía ser de otra manera, también está llena de misterios. Se trata de una bolsa blanca, con una gran apertura en la parte superior y tres bolsillos exteriores más pequeños. Mientras que en el interior de la mochila guarda todo tipo de objetos útiles, en los tres bolsillos guarda todo lo relacionado con su trabajo: en el de más a la derecha, las cartas normales; en el de más a la izquierda, las cartas y paquetes urgentes; en el del centro, los paquetes normales. Encima de la mochila, enrollada y sujeta a ésta de forma horizontal con unas cuerdas, se encuentra la esterilla azul en la que duerme cuando debe descansar al aire libre. La mochila del Mensajero es famosa gracias a los rumores de que no tiene fondo. En ella es capaz de guardar hasta los objetos más grandes y pesados sin preocuparse por el espacio. Y huelga hablar de las cartas, que se deben contar por miles en los bolsillos del misterioso saco.
Su cabello es negro, aunque emite cierto brillo azulado. Corto, aunque no en demasía, con dos simpáticos mechones que caen a cada lado de la cabeza. En las puntas, este color negro se convierte en turquesa. Tal característica, sin embargo, es imperceptible para cualquier persona que no se encuentre cerca de él. Sus facciones son redondeadas y llenas de vitalidad. Sus ojos son de un intenso púrpura, hipnótico para los que han tenido la oportunidad de verlos. Y según dicen, en ellos se pueden ver pequeñas luces que viajan de un lado a otro del iris a una lenta velocidad.
Por lo que cuentan los que lo han conocido, el Mensajero es un hombre afable y simpático, siempre dispuesto a ayudar. Despistado como él solo y terriblemente olvidadizo, pero de principios firmes. Su simple presencia ya transmite paz y serenidad. Entiende mejor que nadie la naturaleza y su sabiduría es infinita. Odia las malas noticias y siempre luce una sonrisa en la cara.
Sin embargo, aquellos que han osado enfrentarse a él (el Mensajero sólo ataca cuando es atacado) o han cometido fechorías en su presencia y han sobrevivido, lo describen como una bestia sin piedad. Rápido como el viento y violento como un huracán, es capaz de destrozar a su enemigo y hacerle sufrir de las peores formas imaginables.
Para ello se sirve de su mágica espada escondida en un bastón negro azabache y liso como la madera mejor pulida. Este fiel acompañante aguarda en su interior una hoja fina y cortante, que, según cuentan los que han tenido la desgracia de verla, es capaz de transformarse en multitud de objetos de naturaleza incomprensible.
Pero a la hora de la verdad, todo vale para el Mensajero: él mismo es un arma y no duda en aprovecharse de su entorno para asegurar la victoria.
Muchos se preguntan cuál es el verdadero nombre del Mensajero. Y sólo los que han pasado tiempo con él conocen su principal defecto: la falta de memoria. Nadie es perfecto, y tras años de existencia la cabeza del aparente joven ya no funciona como antaño. Su nombre es una más de las extintas leyendas que lo rodean, y ni siquiera él mismo lo recuerda. Pero en el inicio de los tiempos, una magnífica cultura lo bautizó por primera vez con el apodo del Mensajero sin destino. Lo hizo en su idioma, por supuesto, y al joven siempre se le quedó grabada aquella pronunciación primitiva y la sonoridad de ese lenguaje extinto. Así, cuando debe presentarse, lo hace con el nombre de Cai e'dergae.
Y a pesar de su extensa existencia y de sus larguísimos trotes, el Mensajero no viaja solo. Las cuatro grandes bestias, los monstruosos demonios que antiguamente gobernaron la isla y cuyo nacimiento se remonta al comienzo de la Historia, viajan con él. Pocos son conscientes de ello, pues Cai sabe controlarlos y esconderlos. Pero siempre están ahí, cuchicheando y compartiendo las mismas experiencias que el joven.
Nadie sabe si las historias narradas a continuación ocurrieron de verdad o son simples leyendas. Algunos creen encontrar su veracidad en cómo explican cambios en su realidad. Otros niegan esta percepción afirmando lo contrario, que las historias del Mensajero sirven para definir los sucesos del pasado o del presente.
La cuestión es que están escritas y recogidas por hábiles cronistas surgidos de todas partes del mundo. Los cuentos de Cai no sólo son una narración de sus aventuras, sino lúcidas fotografías de un mundo ilógico e increíble. Imágenes que, por los siglos de los siglos, siempre pasarán de una generación a otra.
Pues el Mensajero, como su leyenda, siempre estará ahí para recorrer el mundo las veces que haga falta hasta descubrir su propósito original.
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