El Ejército de aire
Las noches en la isla eran un espectáculo único y variado. Y es que, mientras el sol iluminaba con la misma intensidad en todos los rincones del continente, por las noches cada región contaba con su propia luna. Algunas, incluso, presumían de varias de ellas. Astros de múltiples colores, fugaces, que con cada nueva mirada al cielo cambiaban de lugar.
Asimismo, ninguna región tenía las mismas estrellas. El norte era conocido por sus oscuros cielos nocturnos y sus terrenos de ignota negrura, sólo iluminada por una púrpura y apagada luna. Al oeste, en cambio, aquellos puntitos luminosos, inquietos y enérgicos, de colores imposibles, impedían vislumbrar la harmoniosa oscuridad del firmamento. En su lugar, un fondo de múltiples luces y un manto arcoíris alumbraban cada esquina del paisaje. Tres grandes astros, uno azul, otro rojo y uno blanco, añadían el último detalle a ese festival mágico y onírico.
Por eso, siempre que el Mensajero paseaba por las coloridas costas del Gran Océano de Malamentis se negaba el lujo de dormir. Era perentorio empaparse de esa luz maravillosa con cada nueva visita. Aquel inmenso mar, cálido y pacífico, reflejaba todas y cada una de las luces que encendían su azulada superficie, en una imagen inefable, como si el cielo se repitiera a ras de suelo.
Cai paseaba, en paz, sobre aquella arena rosada. A su derecha, la suave melodía de aquellas olas fantasiosas, acompañada de una ligera brisa que hacía bailar la cinta de su sombrero. A su izquierda, la costa acababa a unos pocos metros y daba paso a un espeso bosque, en el que la luz de los astros se escurría con elegancia. Delante y detrás de él, la infinitud.
— Qué noche más romántica la de hoy, ¿eh? —comentó Fersérofas, interrumpiendo el silencio nocturno.
— Pues sí. Qué paz —añadió Dafus.
— Vaya, ¿Ferse y Dafus poniéndose de acuerdo en algo? ¡Menuda sorpresa! Cómo se nota que la luz de la luna nos enternece a todos —se burló el Mensajero.
— Oye, no estropees el único día del siglo en el que Dafus y yo enterramos el hacha de guerra —respondió Ferse, con tono quejoso.
— ¡Mira tú por dónde, pero si la serpiente acaba de pronunciar bien mi nombre! —exclamó el sombrero, sorprendido.
— Seré una sierpe, pero ante todo soy una dama, y sé mantener las formas cuando es debido —presumió.
— Ojalá más noches así, por favor —suplicó el Mensajero, mirando al cielo y sonriendo.
Aún faltaba para llegar al destinatario de su próxima carta. Pero el Mensajero no tenía prisa. Él disfrutaba de cada uno de los trayectos. Si algo bueno tenía su falta de memoria era que le permitía vivir cada nuevo viaje como si fuera el primero. Por eso, tras millones de años vividos y habiendo recorrido su mundo en infinidad de ocasiones, seguía maravillándose con cada lugar visitado.
Siguió caminando, en silencio. En unas horas amanecería, así que no le quedaba mucho tiempo para disfrutar de ese firmamento de gama indescriptible.
— Eh tú, ¡Mensajero!
Una voz femenina, aguda y contundente, interrumpió la ensoñación de Cai. Se giró, intrigado.
A unos metros de él, una muchacha reclamaba su atención. Una joven que no hacía mucho seguía en la adolescencia. De cabello corto, castaño, tez blanquecina y un rostro redondeado, miraba hacia el Mensajero con unos ojos azules repletos de energía. Ciertamente, parecía una niña.
«¿Pero qué pintas lleva esa joven?», preguntó Dafus.
«Mírala, qué mona va. Parece disfrazada», opinó Ferse.
En efecto, los ropajes de aquella jovencita no eran nada convencionales. Unas gruesas botas y unos anchos pantalones marrones cubrían su parte inferior. En el torso, su ombligo y espalda quedaban al aire hasta la zona del pecho, cubierto por una pieza de ropa de apariencia dura y casi propia de una armadura, del mismo color y con un curioso escudo militar grabado. De ella surgían dos mangas cortas y, coronando los hombros y cubriendo su espalda, una capa también marrón. Encima de su cabeza, un sombrero redondeado con visera, repleto de insignias, como el del alto cargo de un ejército. En su cintura, un arcabuz a cada lado. Y apoyando sus dos palmas y presionándola contra la arena, en vertical, una espada larga, curva y envainada. A sus pies, una ancha mochila la acompañaba.
— ¿Qué haces mirándome desde tan lejos? ¡Requiero tus servicios! ¡Preséntate ante mí como debes! —gritó una vez más.
«Oye, qué grosera», dijo Ferse.
«Yo la mandaba a tomar por culo. Por maleducada», reiteró Dafus.
— Quizá necesita nuestra ayuda. Démosle una oportunidad —señaló Cai.
— ¡No te he dado permiso para cuchichear! ¡Ven aquí o conocerás mi ira!
«Agallas tiene, la muchacha», comentó el sombrero.
Desconcertado y algo intimidado, el Mensajero avanzó hasta la misteriosa chica. Se colocó delante de ella. Bastante bajita para semejante vozarrón. Se miraron mutuamente. Uno, disimulando el desconcierto con una amable sonrisa. Otra, manteniendo aquella fiera mirada.
— ¿Qué posición es esa? ¡Un respeto a la Comandante Suprema del Ejército de aire! Ante mi presencia, todo ser bípedo debe plantarse.
Cai no supo cómo reaccionar.
«¿De qué coño va esta tía?», se cuestionó Dafus, ofendido.
«¡Pues a mí empieza a caerme bien!», respondió Ferse.
— ¡He dicho que te plantes! ¡No lo repetiré ni una vez más!
Ese potente grito erizó la piel del Mensajero. Rápidamente, golpeó una pierna con la otra y colocó su mano derecha en diagonal a la altura de la cabeza, como la tradición militar demandaba ante un superior.
— ¡S-sí! —balbuceó.
— ¡Para ti es «Sí, señora»!
— ¡Sí, señora! —respondió Cai al instante, asustado.
«No puedo creer lo maricón que llegas a ser a veces, chaval», declaró el sombrero, con decepción.
— Muy bien, así me gusta. Antes que nada, necesito que me confirmes que eres tú el verdadero Mensajero sin destino o simplemente un tipo disfrazado de acuerdo a la leyenda.
— Sí, lo soy.
— «¡Lo confirmo, señora!». ¡Esa es la respuesta que debes dar! —volvió a regañar la chica soldado.
— ¡Lo confirmo, señora! —confirmó el Mensajero.
— Muy bien. Confiaré en ti. Aunque no seas el verdadero Mensajero, tus servicios me serán suficientes.
— Qué necesita de mí, ¿señora?
— Soy Séfora de Deremís, Comandante Suprema del Glorioso e Internacional Ejército de aire. ¡Y esto es la guerra, Mensajero!
«Guerra, ¿dónde?», se cuestionó Ferse.
«Para mí que se lo inventa todo», respondió Dafus.
— ¿Y contra quién luchamos, señora? —preguntó el Mensajero, siguiéndole el rollo para escapar de aquella surrealista situación lo más rápido posible.
— ¡Contra el despiadado Ejército de agua! No sé si lo sabrás, Mensajero, pero debajo de todo lago, río, charco o mar hay tierra. Bien, pues esa tierra nos pertenece. El espacio que debería haber entre el cielo y ese suelo debe estar ocupado por aire. ¡Queremos recuperar nuestro territorio, robado hace eones por esos canallas de agua! ¡Es nuestro deber liberar al Océano de Malamentis de la tiranía acuática! Y por ello, he traído a todo mi ejército. Observa su magnificencia.
Pero allí no había nada. En aquella playa, los únicos cuerpos distintos de la arena eran ella y Cai. El desconcierto del Mensajero se agudizó. No entendía nada.
«¡Pero si aquí no hay ningún ejército! ¡Esta chavala está muy loca!», exclamó Dafus.
«Pues yo me lo estoy pasando en grande con sus locuras», celebró Ferse.
— Y... ¿Qué necesita de mí, señora? —insistió el Mensajero, con nervios, pues debía repetir una pregunta sin respuesta.
— Planeamos atacar al amanecer. Antes de eso, debo posicionar y preparar correctamente a mi ejército. Todos mis mensajeros están infiltrados en las filas enemigas, transmitiéndonos información de sus movimientos. Esos datos nos servirán para prepararnos. Pero necesito a alguien que transmita mis órdenes a los distintos generales. Ese será tu deber.
Séfora sacó del bolsillo una carta. La entregó al Mensajero. La comandante procedió a recitarle las órdenes.
— Tu primera misión será llevar este mensaje al General Dufont, apostado en el flanco derecho al mando de la infantería. Ellos encabezarán el ataque por ese lado. Lo encontrarás siguiendo la costa a mi derecha. Identificarás rápidamente sus huellas duras y seguras marcadas en la arena. ¡No me defraudes, Mensajero!
«¿En serio vamos a participar en esta farsa?», preguntó Dafus, enfadado.
«Cai ya se ha metido en ella hasta el cuello. No nos queda otra».
Aún extrañado, el Mensajero empezó a caminar hacia la dirección indicada.
— ¡A ese ritmo va a amanecer antes de que hayamos podido hacer nada! —gritó de nuevo Séfora.
La orden cayó en Cai como si hubieran disparado un arma en sus oídos. Salió corriendo, atento a la arena.
Tras unos metros, se encontró unas pisadas. ¿Serían aquellas? ¿Las habría hecho la chica antes de iniciar ese extraño juego? El Mensajero se detuvo ante ellas, sin saber qué hacer.
— ¿Y ahora qué? —dijo Ferse.
— Pues supongo que hay que hacer como que la entregamos, ¿no? —respondió Cai.
El Mensajero alargó el brazo, como si diera la carta alguien.
— ¡General Dufont, traigo un mensaje de la Comandante Suprema! —espetó, casi sin creérselo.
Tras unos segundos en aquella posición, el Mensajero decidió volver, esperándose otra bronca monumental.
— Buen trabajo, Mensajero. Déjame ver la respuesta de Dufont.
Vaya, sin saber cómo, había realizado con éxito su primera misión. Aquello le hizo sentir cierta diversión. Le entregó el papel de vuelta, que Séfora leyó con detenimiento.
— Ya veo. Los informadores dicen que están preparando el ataque por la izquierda, así que Dufont ha mandado refuerzos allí. Me parece bien.
Séfora sacó un lápiz y empezó a escribir en el papel. Al terminar, lo plegó y lo devolvió al Mensajero.
— Ahora necesito que transmitas este mensaje al General Ecelecto, que dirige el flanco izquierdo. Debemos informarle de que debe preparar a sus tropas para reforzar la presión sobre el enemigo.
— ¡Sí, señora!
Y Cai volvió a salir disparado. Repitió el mismo ritual de antes, y volvió en seguida.
— ¡Mensajero! ¿Has entregado la información? —preguntó la comandante, impaciente.
— ¡Así es, señora! ¡Aquí tiene la respuesta del General!
Séfora hizo una rápida lectura de la carta y volvió a escribir en ella. Sacó otro papel.
— Escucha, nos acaban de informar de que la caballería enemiga se está concentrando al este y al oeste para rodearnos. Debemos hacer lo mismo o conseguirán su cometido. Quiero que entregues estos dos mensajes a los capitanes de caballería. Primero al del este, el Capitán Argus, y luego a la del oeste, la Capitana Erkessa. ¿Has comprendido bien?
— ¡Perfectamente, señora! — exclamó Cai, con cierto buen humor.
Volvió a correr.
— Tengo la sensación de que empiezas a divertirte con esto, Cai —señaló Ferse.
— ¡Pues no te diré que no! ¡Empiezo a sentirme parte de este ejército!—confirmó el Mensajero, entre risas.
— Vaya panda de locos —comentó Dafus.
Tras entregar las misivas a los supuestos generales, la comandante Séfora le hizo dos encargos más. Con cada nuevo viaje, el Mensajero se sentía más jovial. Por primera vez en mucho tiempo, jugaba a un juego que no tenía ningún sentido. Pero le daba igual. Se divertía. Como un niño que encuentra la mayor felicidad en poner a pelear dos piedras.
— Comandante, ¡tengo una petición que hacerle antes de la próxima misión! —pidió, tras llegar de transmitir otro mensaje al General Dufont.
— ¿Qué ocurre, Mensajero?
— Tras estas misiones, estoy empezando a simpatizar con la causa de este ejército. Me gustaría formar parte de él. ¿Aceptaría usted que me uniera a sus tropas? —preguntó, sonriendo, incapaz de controlar los nervios provocados por la diversión.
Séfora lo miró, sorprendida. Sonrió con orgullo.
— Has trabajado bien, Mensajero, ¡y será un honor tenerte entre mis filas!
Se agachó y abrió su mochila. Sacó un uniforme idéntico al que ella llevaba.
— ¡Ponte el uniforme, soldado! Así podrás lucir con honor las grandiosas insignias de este ejército.
«¿En serio vas a ponerte eso, chaval? ¡Dios mío, el Mensajero ha enloquecido!», se alarmó Dafus.
«¡Le va a quedar de rechupete!», exclamó Ferse, entre carcajadas.
Cai empezó a desvestirse al momento.
— ¿Pero qué haces, loco? ¿Vas a desnudarte aquí mismo? —gritó Séfora, enrojecida.
— Claro, ¿dónde si no? ¿Algún problema? —preguntó, extrañado.
— No, no. Adelante... —se rindió la comandante, apartando la mirada y tapándose los ojos mientras aguantaba la ropa al Mensajero.
Dejando la mochila en el suelo y su antigua ropa encima de ella, Cai no tardó en ponerse el nuevo uniforme. Como con Séfora, su nuevo traje dejaba a la vista parte de su vientre, cosa que se le hacía extraña.
— ¿No es un poco femenino este uniforme? —preguntó.
— ¿Femenino? ¡Femenino es sinónimo de guerrero, soldado! ¡No deberías avergonzarte sino enorgullecerte de vestir ropajes de tal categoría!
— ¡Tiene razón, señora! ¡Me disculpo por la impertinencia! —exclamó el Mensajero, plantándose.
Séfora desenvainó su espada y, como si de un ritual de caballería se tratase, bautizó a su nuevo soldado.
— Yo, Séfora de Deremís, Comandante Suprema del Ejército de aire, te nombro, Mensajero sin destino, como Cartero Oficial de la Comandancia. ¡Que tus años de servicio a esta noble causa sean fructuosos y repletos de méritos! ¡Confío en ti, soldado!
— ¡Juro no defraudarla, comandante!
— Que así sea, pues. Te entrego tu último encargo. Acaban de informarnos de que las tropas del agua han preparado una copiosa artillería. En mis planes dejé claro que usaríamos la nuestra en caso de emergencia, pero parece que tendremos que echar mano de las armas pesadas desde el principio. Ve al responsable de artillería, el Ingeniero Gubán, y entrégale sus órdenes, soldado.
— ¡Así se hará, señora!
Y con feliz carrera, el Mensajeró salió a toda velocidad a completar su última misión. La resolvió con éxito, y regresó con su comandante. El sol ya empezaba a asomarse por el horizonte, diluyendo ese cielo mágico. La anaranjada luz del amanecer indicaba el comienzo de la batalla.
— Todo listo, soldados. Es hora de partir hacia el campo de batalla. Nuestras hazañas serán recordadas por siempre, mis camaradas. ¡Gloria al Ejército de aire! —gritó a viva voz la comandante.
— ¡Gloria al Ejército de aire! —la acompañó el Mensajero, cargado de energía.
— Mensajero, tú te quedarás aquí. Tus misiones han concluido. Pero no lo olvides: eres y siempre serás un glorioso soldado del Ejército de aire. Cuando regresemos de la batalla, triunfantes, ¡cantaremos odas en tu nombre por garantizarnos una fácil victoria!
— ¡Ha sido un honor trabajar a sus órdenes, comandante!
— Bien pues, me despido de ti con júbilo y admiración. ¡Adelante, soldados!
Séfora avanzó, con paso firme y fiera mirada, hacia el azul del Océano de Malamentis. Sus botas tocaron el agua, y, poco a poco fue hundiéndose.
Y, como si millones de personas hubieran entrado en aquel mar, como si una marabunta, rítmica y ordenada, penetrara en aquellas tranquilas aguas, las olas empezaron a agitarse, formando una enorme onda. Algo invisible e imperceptible, pero ordenado, seguía a la comandante. Las salpicaduras alcanzaron cotas impresionantes, pues el movimiento del agua se alargó minutos.
Finalmente, el silencio volvió a la costa, y con él, la soledad del Mensajero, que seguía plantado y mirando al frente, orgulloso.
— Qué me estás contando. ¿O sea... que el Ejército de aire existía de verdad? ¿Ha estado aquí todo el tiempo? —exclamó Dufas, incrédulo pero impresionado.
— Yo ya no sé qué creer —añadió Ferse
Cai estalló en una sonora carcajada, sin que sus compañeros lo esperaran. Una risotada repleta de felicidad, alegre, divertida. Llevaba años sin reír de esa forma. Duró varios minutos, y las lágrimas empezaron a caer de sus ojos.
— ¿Te pasa algo, Cai? ¿A qué viene ahora esa risa? —preguntó la serpiente.
Pero el Mensajero no respondió. Se secó las lágrimas y contuvo el dolor de barriga causado por ese arranque de buen humor. Sus amigos nunca lo supieron, pero en ese momento Cai lo recordó.
Recordó que aventuras como aquella eran las que lo devolvían a la vida. Las que hacían de su mundo un lugar maravilloso.
Se desvistió y volvió a colocarse su ropa habitual. Guardó con cariño el uniforme en su mochila. Quizá algún día olvidara a Séfora de Deremís. Quizá algún día dejaría de recordar sus hazañas en el Ejército de aire. Quizá nunca más volvería a ser partícipe de las locas órdenes de aquella joven comandante.
Pero jamás olvidaría esa inocente noche de diversión infantil.
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