El Cantar de los Dioses
— ¿Qué tal te encuentras, Ferse? —preguntó el Mensajero con incipiente preocupación.
— Como una rosa. ¿Por qué lo preguntas? —respondió la sierpe, distraída.
— Es que a semejantes alturas siempre sueles sufrir mucho —justificó Cai.
— Ah, es eso. Pues tienes razón, pero por algún motivo hoy no me afectan el frío ni la presión. ¡Incluso disfruto de las vistas!
— Si es que es todo cuento, Cai. Siempre se hace la enferma para que te preocupes por ella y le des mimos. Pero es una harpía mentirosa —añadió Dafus con inquina.
— ¡Oye, pues no le quitaré la razón a Dufas! —exclamó Fersérofas, risueña.
— ¡Vuelve a llamarme Dufas y te lanzo escaleras abajo!
— ¿Sí? ¿Con qué brazos, sombrerillo?
Dafus refunfuñó por enésima vez y calló ante la imbatible burla de Ferse. Cai había desconectado desde el inicio de la pelea.
La sinuosa brisa hacía bailar las cintas del sombrero del Mensajero. A aquella altura, el frío era glacial. Al muchacho seguía sorprendiéndole que, tal y como le habían comentado los monjes que guardaban la entrada a las escaleras, humanos normales acudieran en expediciones a tales altitudes. Debían cargar con provisiones y ropa que verdaderamente los protegiera de tan inclementes temperaturas, preparados para un ascenso que podría prolongarse dos o tres días. La fe les daba fuerza, decían los monjes. ¿A qué tenían fe? El Mensajero no se lo había preguntado.
Por suerte, Cai ya se encontraba al final del trayecto, aunque ya se había olvidado de en qué sierra se encontraba. Llevaba horas y horas subiendo unas desgastadas escaleras de caracol. Construidas con piedra, ascendían en vertical más allá de lo imaginable, en paralelo a una colosal montaña. Una rocosa barandilla protegía de una caída inevitablemente mortal.
Según los monjes, al llegar a la cima un puente conectaría con la montaña. Y allí, el Mensajero se encontraría con el motivo de tanta peregrinación, así como con el destinatario de su carta. Desde el punto en el que se encontraba ya podía vislumbrar aquella plataforma rectangular.
Habían dejado atrás la espesa niebla matinal que cubría las cimas de las montañas colindantes. El tímido sol se colaba entre los montes del horizonte, anaranjando el turquesa cielo de la primera hora del día. Las nubes flotaban bajas, como sábanas que esperaban a ser retiradas en cuanto los picos decidiesen despertar.
Siguieron subiendo, y finalmente el Mensajero pisó suelo llano. Habían llegado al puente, sólo necesitaban avanzar en línea recta.
Pero en la dirección contraria a la que debían ir, Ferse se percató de algo.
— Vaya, desde aquí se ve la cadena de Siel.
El Mensajero se giró rápidamente. Ese nombre le era familiar.
Y a lo lejos, surgiendo de más allá de las montañas que serraban el horizonte, alzándose hasta más allá de las traslúcidas estrellas, un fino hilo azul. Brillaba con intensidad, como si se resistiera a formar parte del cielo.
La pesadumbre deprimió a Ferse y a Dafus. Cai, sin embargo, observaba aquella lejana cadena en silencio.
— Cai, no recuerdas a Siel, ¿verdad?
El Mensajero no respondió. Ferse no necesitó más para confirmar sus sospechas. El silencio volvió a calar entre ellos.
El joven se puso en marcha de nuevo. Avanzó por el puente camino a la montaña que se alzaba ante él. Y cuanto más caminaba, más cercana se volvía una extraña y brillante figura.
Finalmente se detuvo. Se sorprendió al ver a decenas de personas agolpadas, venidas de todas partes. Se arrodillaban, formando un semicírculo alrededor de la figura. El Mensajero caminó por el pasillo central que los feligreses habían dejado y se colocó en primera fila.
La bestia lo miró con arrogancia y furia.
— ¿Quién osa interrumpir la hora del rezo? —preguntó, con una grave voz que retumbaba a quilómetros de distancia.
«Pfff. ¿Esto va en serio?», se preguntó Dafus, con decepción.
El Mensajero también se lo cuestionaba. Observó a ese ser con detenimiento.
Era un animal, una bestia. Ya la había visto antes, aunque en una situación distinta. Era un gigantesco elefante que, adoptando la postura de un humano, permanecía sentado en un trono tallado en la propia roca de la montaña. Agarraba sus abrazaderas con unas grandes manos propias de un humano.
Era totalmente blanco, de grandes ojos azules y una corona dorada que decoraba su cabeza y denotaba su estatus. Un brillo cegador reseguía su figura, y, de su espalda, millones de filigranas áureas se dibujaban en el aire y convertían su silueta en un espectáculo. Su presencia, sin duda, era impresionante. ¿Sería ese ser la razón de la peregrinación de tantas personas?
— ¿Vas a dignarte a hablar, forastero? Si has venido a rezar, ya tardas en buscar sitio. Y si no, di a qué vienes o márchate. Tus ojos no merecen que sigas contemplando al magnánimo Adobas un segundo más.
«¿Y este payaso de dónde sale?», volvió a preguntar Dafus, ofendido.
«Desde luego, no sé qué se ha creído», opinó Ferse.
El Mensajero decidió no juzgar su actitud y cumplir con su trabajo.
— Traigo una carta para usted. Soy el Mensajero sin destino.
Cai alargó la mano derecha, con el papel entre sus dedos, para entregarle la misiva al destinatario. Adobas observó al muchacho con cierta estupefacción. Y acto seguido, soltó una carcajada que casi provocó un terremoto.
— ¿Tú, el Mensajero sin destino? ¡Mírate! ¡Si eres un enclenque! ¡Menudo chiste! —Se detuvo, intentando coger aire tras el ataque de risa— En fin, lo que tú digas. Adelante, léeme la carta.
El Mensajero se quedó en blanco ante tal petición.
— Lo siento, señor Adobas, pero no puedo hacer eso. Sólo soy mensajero, no me concierne a mí lo que digan las misivas que entrego. Tengo terminantemente prohibido leer lo que hay en ellas, incluso si me lo piden.
— ¿Osas incumplir la orden que te he dado, muchacho? ¿Acaso sabes quién soy? Soy Adobas, dios todopoderoso de la luz. Tu rebeldía es un insulto, y será castigada, infiel.
Todos los allí presentes se estremecieron al oír las amenazantes palabras de Adobas. Giraron su mirada, discreta y temerosamente, hacia el objetivo de la ira del autodenominado dios. Ninguno de los presentes hizo un solo movimiento. El terror se lo impedía.
Cai apretó el puño izquierdo. Una incipiente ira había empezado a crecer en él. Y aun así, estaba dispuesto a hacer la vista gorda y marcharse en cuanto hubiera entregado la carta.
Zubial empezó a rugir. Dafus y Ferse no pudieron evitar reír.
— Tome la carta y no agote más mi paciencia, Adobas. Me marcharé sin decir nada más y podrá seguir con sus rezos.
El elefante rugió de furia.
— ¿Ahora te atreves a darme órdenes? ¿Tú? ¿El "Mensajero sin destino"? ¡Pero si no eres más que un simple humano! ¡Tienes el valor de ordenarme qué hacer, a mí, a un dios, cuando deberías arrodillarte y rendirme pleitesía! ¡Largo de mi vista! Y tira esa carta, no debe de contener más que halagos de algún feligrés, como las otras miles que me llegan.
Acababa de decir por segunda vez la palabra maldita. Zubial acrecentó su furia.
— No me iré de aquí hasta que haya cumplido mi trabajo, Adobas —sentenció el Mensajero, con una seriedad imperturbable.
— Nunca has experimentado la ira de un dios, ¿verdad, infiel? —amenazó Adobas.
Aquella frase cayó como un martillazo sobre el Mensajero. Su rabia era ya tan incontrolable que se exteriorizaba en su rostro. Apretaba los dientes y fruncía el ceño. Su mirada estaba fuera de sí. Abrió su mano derecha, dejando que la brisa se llevara una carta que nunca se abriría. Su brazo volvió a su posición original.
«Este sinvergüenza se cree un dios de verdad», afirmó Dafus.
«Deberíamos enseñarle cómo es uno real, ¿no crees, Cai?»
El Mensajero hizo oídos sordos, aunque en su cabeza ya estaba de acuerdo con esa proposición incluso antes de que Ferse la realizara.
Zubial seguía rugiendo.
— Dime, Adobas. ¿Qué edad tienes? —preguntó el Mensajero.
Tal interrogación perturbó la furia del autoproclamado dios. Tardó en contestar, pues intentaba adivinar a qué vendría esa duda. Pero al final lo hizo, movido por la arrogancia y las ganas de hablar de sí mismo.
— Puesto que en breves vas a recibir mi divino castigo, te concedo el último favor de responder a tu pregunta. ¡Soy el ser más antiguo de estas tierras, en más de quinientos se cuentan mis años! ¡Mi sabiduría es infinita!
Ferse y Dafus estallaron de risa. Sobre el Mensajero volvió a caer un mazazo. Sentía que se estaba riendo de él.
— ¿Y qué te hace creer que eres un dios? —preguntó esta vez.
La furia volvió a Adobas.
— ¿De verdad me preguntas eso? ¡Mírame, infiel! Nací con el don de la luz, de esta misma montaña. ¡No hay ser igual a mí en el mundo! ¡Soy poderoso, majestuoso, y los demás seres, como estos de aquí, sólo son capaces de alabarme en cuanto me ven! ¡Estás ciego si no ves un dios en mí!
Ferse y Dafus prolongaron sus carcajadas. El Mensajero suspiró, harto de la pantomima.
Dio varios pasos al frente.
— Tú no eres un dios, Adobas. Y nunca lo serás —sentenció mientras caminaba hacia el elefante.
— ¡Vuelve a blasfemar de esa manera y...!
— ¡Silencio!
El Mensajero se detuvo al mismo tiempo que su grito retumbaba en cada partícula del mundo. Y tras éste, un monstruoso chirrido acalló al mundo. El aire de aquella montaña acababa de detenerse. Pero tal hecho iba más allá de una simple pausa en el viento. Todos y cada uno de los átomos se petrificó. Tanto Adobas como los feligreses quedaron encerrados en una prisión invisible, incapaces de moverse ni de hablar. Sólo podían observar el infierno que se les avecinaba.
Dafus y Ferse callaron. Estaban deseosos de ver lo que ocurriría. Zubial, también pareció tranquilizarse.
— ¿Sabes por qué no eres un dios, Adobas? Porque naciste de este mundo. Eres un ser natural. Y nuestra naturaleza jamás crearía un monstruo que pudiera destruirla. Los humanos, sin embargo, en sus ansias por autodestruirse, crearon hace eones a unos seres que llevaron al mundo al borde de su muerte.
El Mensajero dio un nuevo paso. Con su mano izquierda, agarró con firmeza a Zubial, aunque no lo movió de su posición, en la cintura del joven. Los ojos de Adobas se habían alejado de la furia y la arrogancia: ahora navegaban entre la perplejidad y el terror.
¿Adobas, dios de la luz? Rídículo, y semejante título no representaba más que un burdo insulto para el Mensajero. Nadie, nunca más, debía llamarse a sí mismo un dios. Porque nada en la isla de aquel tiempo se asemejaba a las bestias que antaño la llevaron a la ruina. La edad de los dioses jamás debía volver.
El pobre elefante ni siquiera se había tomado la molestia de emular el comportamiento de sus ancestros. Su arrogancia era risible, absurda, motivo de mofas para cualquiera. La arrogancia de un dios era causa del terror más absoluto. Era la máxima expresión del ego, de la falta de empatía. Y una fuente constante de frustración que conducía a un odio monstruoso. Porque, por definición, un ser omnipotente es un ser eternamente insatisfecho.
No sólo Adobas tenía la culpa de su ignorancia. Aquellos que lo adoraban, que formaban aquel semicírculo, no eran más que pusilánimes necesitados de ayuda moral. Ni siquiera se asemejaban a los aterrados y corruptos humanos que en la antigüedad, incapaces de comprender su propia existencia, necesitaron hacer realidad a sus propios monstruos.
Era hora de castigarlos. Existencias tan fútiles, deseosas de volver a un pasado que ni siquiera conocían, no eran necesarias.
— Los dioses son artificiales, Adobas. Ni siquiera son seres vivos. Son ideas, conceptos, sentimientos surgidos de los deseos más oscuros, las ambiciones más macabras y los miedos más terribles de los humanos. Un consuelo, una ficticia razón que les otorgara una falsa pero reconfortante verdad. Un motivo que justificara sus atrocidades. Y por ello los alimentaban con sus ruegos, con su imaginación. El poder de los verdaderos dioses sólo conocía límite en lo que sus creyentes eran capaces de imaginar. Y su vez, éstos se retorcían en su propia corrupción y destruían sus corazones. Ser un dios no es motivo de orgullo, Adobas. Si quieres ser un dios, debes de estar preparado para entrar en una espiral de perversidad, para cargar con un ego creado por otros, para soportar las víctimas que tanto tú como tus creadores dejaréis por el camino.
Dafus y Fersérofas escuchaban con dolor las palabras de Cai. Recordaban aquella era. Recordaban el mundo que ellos mismos contribuyeron a castigar. Y pese a ello, Dafus no sentía arrepentimiento. Él siempre hizo lo que creyó correcto, y en todas las guerras que libró el honor estuvo por delante.
Pero para la sierpe era distinto. Sintió una punzada en el vientre cuando recordó su origen y la barbarie que trajo al mundo. Y una vez más, dio gracias al Mensajero por haberle hecho despertar cuando su destino merecía acabar entre las fauces del Devoradioses.
— Yo una vez también fui un dios, Adobas. La civilización que acuñó el término de Mensajero sin destino, la que ideó el nombre que aún hoy uso, me adoptó como su deidad. Para mí no era más que un juego, hasta que empezaron a observarme. Vieron mis errores, y lejos de aprender de ellos, los replicaron y bautizaron como palabra divina, sin siquiera entender las circunstancias que me habían llevado a cometerlos. Empezaron a usar mi nombre para justificar su barbarie, y buscaron lapidar a todo aquél que no me aceptara como su único dios. ¿Sabes qué hice con tal civilización, Adobas? La aplasté con mis propias manos.
Los ojos del elefante se entregaron al terror. Su lengua parecía querer hablar, pero el Mensajero no había acabado su discurso.
— ¿Serías capaz de cargar con semejante peso en tu consciencia, dios de la luz? No, jamás lo harías. Ni nunca serías capaz de vivir en un mundo llevado al colmo de la absurdez. Nunca entenderás lo que supone existir en un mundo en blanco y negro, causa de que el mismo dios del color decida que no merece ser pintado.
En ese momento, Adobas fue liberado de su prisión. El desconcierto al comprobar que podía moverse de nuevo lo detuvo unos segundos. Debía procesar lo que estaba ocurriendo.
— Dime, Adobas. Después de lo que he expuesto, ¿sigues creyendo que eres un dios?
La falsa deidad no se esperaba la pregunta. Pero pronto la furia acudió a ella. Su orgullo acababa de ser despedazado, y no podía permitirlo. ¿Qué se había creído ese mequetrefe?
— ¡Tonterías! ¡Nada de lo que dices es verdad! Y aunque lo fuera, no me importa. Yo soy un nuevo tipo de dios, una deidad evolucionada que gobernará aprendiendo de los errores de sus ancestros. ¡Y tú serás el primero en recibir mi ira!
Un estruendo agrietó el cielo, soltando sobre el Mensajero un rayo que agitó el liberado viento de la montaña. Los feligreses retrocedieron ante tal poder.
Pero los ojos de Adobas volvieron a estremecerse cuando comprobaron que el Mensajero seguía allí, intacto. Sostuvo la vaina de su espada con la mano izquierda, y, con un suave movimiento, agarró la empuñadura con la derecha.
— Está bien. Si de verdad crees ser un dios, es tu deber compartir destino con ellos.
«Zubial, siento importunarte y liberarte en una ocasión que no merece tu presencia. Pero necesito tu ayuda», pidió el Mensajero, sin que sus palabras no fueran oídas más que por él y su interlocutor.
«Hace eones que te juré lealtad, Mensajero. Dispón de mí como creas oportuno, y yo actuaré como me ordenes. Enseñemos a este miserable cómo acabaron los dioses», respondió la espada.
«¿Cuánto hace desde la última vez que Zubial asomó la cabeza? ¡Qué ganas de verlo de nuevo!», exclamó Fersérofas, pletórica.
Ante el estupor de Adobas tras oír la amenaza de Cai, el Mensajero agradeció el gesto de Zubial y desenvainó su espada en un movimiento de rapidez imperceptible.
Y tras ello, la sangre explotó a borbotones del cuerpo del elefante. La montaña entera se tiñó de rojo, y el falso dios, preso del dolor y el desconcierto, palpó su prolongada herida buscando alguna solución que no aparecería. El tajo que la hoja de Zubial había dejado en su tronco lo atravesaba en diagonal, empezando en la parte derecha de su bajo vientre y acabando en su hombro izquierdo.
Los feligreses se levantaron, llevándose las manos a la cabeza. Pero el miedo les impedía huir. Observaron al Mensajero con pavor, aunque pronto sus miradas cambiaron de dirección.
Había soltado su espada, y ahora, ésta flotaba junto a él. Un fuego azul surgió de la hoja y la engulló. Y de aquella pequeña llama, una amalgama metálica y negruzca se desprendió de ella en todas direcciones. Creó cuatro piernas desiguales, naciendo así una estrambótica máquina cuyas piezas, aleatorias y mezcladas arbitrariamente entre engranajes y cables, se iban cubriendo de un etéreo pelaje formado a partir del azulado fuego. La figura fue estilizándose, y finalmente, Zubial apareció. Su aullido hizo temblar el mismísimo mundo. Toda la materia vibró ante la aparición de uno de los seres más poderosos que habían pisado la isla.
Era el Devoradioses, una gigantesca máquina con la forma de un fiero lobo. Su esqueleto metálico estaba cubierto por ese manto flamígero, azul y negro al mismo tiempo, que bailaba sin cesar al son de un viento que el mismo Zubial construía. Su cola era larga y blanca, y de sus muslos traseros se alzaban dos medios arcos que no llegaban a unirse. Sus garras estaban desnudas, clavándose en el suelo con una rabia inconmensurable. Igual sus fauces, cuyos dientes, grises y relucientes, no tenían miedo de mostrar sus ganas de encerrar cualquier cosa entre ellos. El dorado de sus furibundos ojos aterrorizó todavía más a Adobas, que gritó suplicando piedad.
— Si tienes la valentía de llamarte a ti mismo dios en presencia del Devoradioses, debes tener el coraje de aceptar tu muerte a sus manos, tal y como hicieron los de tu calaña en épocas pasadas —declaró el Mensajero.
Zubial, con una tranquilidad impropia de una bestia de su magnitud, caminó hacia el herido Adobas. El lobo enmudeció la última súplica del falso dios hundiendo sus fauces en la herida y extrayendo sus entrañas. Sus garras cercenaron los brazos y pies del elefante, y durante unos largos minutos, sólo pudo oírse en aquella cima los macabros ruidos de un cadáver siendo devorado.
Algunos peregrinos cayeron de rodillas, otros expulsaron sus sentimientos a través del vómito o el orín, y unos pocos permanecieron callados, observando el espectáculo.
El Mensajero avanzó hasta casi tocar el inerte cuerpo de Adobas. Al notar su presencia, Zubial dejó de masticar y, junto a Cai, dirigió su mirada hacia los asustados feligreses.
El chico soltó su mochila, dejándola en el suelo. Se deshizo las cintas de los brazos, depositándolas en su mano derecha. Se quitó el sombrero, sujetándolo con la izquierda.
— Estas almas sólo viven para supeditar su vida a algo que creen superior. ¿Para qué quiere este mundo a seres así? Su época ya pasó. Si tanto quieren ver y adorar a un dios, mostrémosles cómo son realmente. Libérate, Fersérofas. Sal a tocar, Dafus. Queiré, Quergal.
«Que se prepare el mundo, ¡porque allá vamos!», exclamó Ferse.
«¡Empieza el concierto, chaval!», le siguió Dafus.
El Mensajero lanzó su sombrero al aire, más allá de donde los ojos humanos podían seguirlo. Con un tirón, soltó las cintas, que cayeron al suelo.
El cielo se rompió en un instante. La realidad llevaba demasiado tiempo acostumbrada a no tener que soportar a bestias de semejante calibre. Y ahora, cinco de ellas se habían reunido en un mismo punto. Si así lo quisieran, podrían colapsar aquella porción de mundo.
Quergal del Fin del Mundo, el gigante que devoraría la isla algún día, surgió de la mochila y se puso rápidamente en pie. Lo habían llamado a devorar, y sonrió al ver el festín que le esperaba.
El sombrero se engrandeció, tapando al mismísimo Sol que, en un instante, había aparecido detrás de él. Las nubes dieron paso a al eclipse, que no tardó en tomar una forma distinta. De debajo del sombrero surgió una figura alargada. Un colosal pez, con ancha cabeza y estrecha cola y de escamas grises. Dos aletas decoraban cada lado de su gigantesco cuerpo, estando formada, una de ellas, la primera a la izquierda, por la misma amalgama mecánica que construía el esqueleto de Zubial. Su cola se dividía en dos largas cintas, al igual que el sombrero, y lo mismo hacía el majestuoso bigote cano que coronaba el morro del pez. Los ojos verdes de Dafus brillaban más que cualquier astro. Una enorme flauta de madera colgaba de la parte posterior de su cabeza. El sagrado instrumento con el que invocaba la guerra. Después de siglos siendo su propio sombrero y decorando la cabeza del Mensajero, por fin el dios Dafus aparecía en todo su esplendor.
Dafus, Dios de la Guerra y Señor de los Cielos. El ser adorado por todos los guerreros, cuyos cantos suplicaban al honorable dios que tocara, con su flauta, la canción de victoria a su favor. Cuando participaba en una guerra y hacía sonar sus rústicas notas, la primavera se volvía eterna y los cielos se despejaban, pues nada debía interrumpir la campaña que el dios auspiciaba. Aquellos que recibían su bendición ganarían cualquier duelo o dificultad que se encontrasen en la vida, y por esa razón la edad de los dioses no tuvo nunca un día sin guerra: todos querían parecer nobles guerreros a ojos del gran pez y así resolver una vida repleta de dificultades. También era patrón de los marineros, para quienes aseguraba un viento propicio y un temporal inmejorable. Sus poderes iban más allá de controlar los cielos o bendecir a los guerreros. Se decía que contaba con su propio ejército: el de millones y millones de armas que podían accionarse con una simple orden del dios. Contaban que su rango era infinito y su cadencia ilimitada, y que en lo más hondo de su arsenal se escondía un artefacto capaz de destruir ciudades enteras con sólo impactar en el suelo, envenenando a su vez el terreno que arrasaba. A pesar de sus destructores poderes y su naturaleza guerrera, no podía negarse que su aspecto, el de un pez con sombrero y bigote, era cuanto menos curioso. No había textos que explicaran el porqué de su forma, sólo el propio Dafus y el Mensajero conocían un infantil pasado del que el dios se avergonzaba, pero que recordaba con nostalgia y cariño. Pues como Fersérofas, Dafus fue algo antes que un dios.
Las correas se fusionaron, creando primero el cuerpo de una serpiente para luego transformarse en una figura humana. En cuanto Fersérofas mostró su cuerpo, todos los feligreses masculinos sintieron un vuelco en el corazón. Pues algo en el aspecto de la diosa, a pesar de su forma bestial, excitaba a cualquier ser masculino que lo viera. La estatura de la Fersérofas era la de una mujer alta, coronada por una cabellera formada con las mismas cintas planas que encarnaba cuando se unía al Mensajero. Éstas caían hacia abajo, acabando en una punta triangular y en un degradado que empezaba en marrón y acababa en negro azabache. La piel de su cara era negra, aunque sus facciones rozaban la perfección que cualquier hombre buscaría en su sexo contrario. Sus ojos amarillos de reptil veían el esqueleto mismo de la creación. A partir de su cuello, el negro se agrietaba y daba paso a una piel blanca y lisa. Sus turgentes senos eran tapados a medias por las escamas marrones que recorrían los laterales de su figura, y reseguían un vientre apolíneo que terminaba en una avispada cintura. Antes de llegar a ella, eso sí, su piel se agujereaba y a través de un pequeño hoyo podía verse el esqueleto metálico tras la belleza de Fersérofas. Las mismas escamas tapaban sus genitales, y continuaban piernas abajo hasta terminar en unas enormes garras de reptil. Lo mismo ocurría con sus brazos, acabados en unas zarpas negras que daban cuenta de la fiera personalidad de la sierpe. Una enorme cola serpentina salía de su abdomen y bailaba con movimientos suaves y sinuosos.
En relación a Fersérofas se daba un fenómeno que Dafus desconocía y que, muy a su pesar, era cierto. Y es que, de las cuatro deidades que acompañaban a Cai en sus viajes, Fersérofas era la más poderosa después de Zubial. Dafus, de hecho, jamás sería capaz de igualarla. Pues Fersérofas era la Diosa de la Fertilidad, de la Vida y, más importante, del Eros y de la Creación. Albergaba en su interior el registro y genes de todos los seres vivos de la isla. Ella decidía su evolución y qué nuevas bestias tenían derecho a existir. Los campos sólo daban frutos cuando así lo quería ella, y en los tiempos en que su culto todavía estaba vivo, todos los seres rezaban para poder procrear sin dificultades. Pero su poder iba mucho más allá. Era la diosa de la creación misma. Podía crear mares, montañas y continentes a placer y con un solo gesto de su mano. Con un simple dedo, recreaba el mismo Sol y lo manipulaba a su antojo. El Eros, el amor, estaba de su lado: todo aquello que debía unirse pasaba antes por la propia Fersérofas. La materia se dividía y se fusionaba a su voluntad. Y aunque no tenía potestad sobre la propia destrucción, sus otros medios le conferían un poder capaz de acabar con el propio mundo si así lo quisiese. No podía invocar a la Muerte, pero teniendo control sobre la vida, podía pausarla en cualquier momento. Decían que nació en los áridos desiertos cercanos a la ya difunta ciudad de Seelia, y que durante milenios sembró el caos en su territorio, pues su mezquindad y crueldad no conocían límites. En ese tiempo, el futuro del mundo estuvo en sus manos. ¿Cómo pudo el Mensajero detener a semejante bestia? Sólo ellos dos sabían la respuesta.
Pero había un ser que completaba la escena y que era más poderoso que Fersérofas. Zubial, el Devoradioses. Un ser único e irrepetible. Pues, a diferencia de sus víctimas, no era un dios creado por humanos. Era el dios entre dioses, creado por ellos mismos y contra ellos mismos. La máquina más perfecta. Si los dioses eran la encarnación de los deseos más oscuros y los mayores temores de los humanos, Zubial era la personificación del miedo a la muerte de las propias deidades. Y al ser su mayor temor, su personalidad era todo lo contrario a la de éstos: donde los dioses eran sanguinarios, avariciosos y egoístas, Zubial era un ser de fuertes principios, amante de su mundo y noble hasta más no poder. Al nacer, pronto se percató del horror en el que sus creadores habían sumido al mundo. Y se propuso acabar con su reinado. Él era la máquina perfecta, nada podría pararle.
Y efectivamente, nada lo detuvo. ¿Qué hacía tan poderoso a Zubial? Un simple detalle: él era lo contrario a los dioses. Por tanto, su sola presencia anulaba los poderes de su enemigo, por muy poderoso que fuera. Y a su vez, su cuerpo adoptaba, de manera automática, la forma, poderes y estrategia más efectiva. Nunca se vio a Zubial dos veces con el mismo aspecto ni luchó con los mismos métodos en más de una ocasión. Incluso si un día su contrincante fuera el dios de todo, él se convertiría en el demonio de la nada. Por eso, todos y cada uno de los dioses sucumbieron ante Zubial, incapaces de predecirle. Sólo perdonó la vida a tres de ellos. En primer lugar, a Quergal del Fin del Mundo, pues era anterior a los mismos dioses y sus intenciones no estaban empañadas de maldad: no era más que un glotón. En segundo lugar, a Dafus y a Fersérofas, pues un agente externo había aparecido antes de que Zubial fuera a acabar con ellos. Era el Mensajero, que consiguió reformarlos y devolverles su humanidad. Tras la masacre, y habiendo devuelto la paz, el color y la luz al mundo, el Devoradioses durmió hasta la llegada de un ser al que ya esperaba. Algunos dicen que consiguió convencerle, otros que su batalla llevó al mundo al límite. Pero la cuestión es que el Mensajero sin destino consiguió convertir a Zubial en su fiel servidor y arma.
Y en medio de los cuatro dioses, observando a los feligreses, se encontraba Cai e'dergae, el Mensajero sin destino. Aunque en ese mismo instante, sus recuerdos habían vuelto. Ya no era el Mensajero, ni Cai. Aquella no era su forma original, pero se le acercaba. En ese momento tres letras lo identificaban. La palabra más olvidada de la historia.
Rex.
Sus ropas habían desaparecido, dejando a la vista sus piernas de metal, formadas por un intrincado mecanismo bastante mejor organizado y compuesto que el de los dioses que lo acompañaban. Su cuerpo había ennegrecido, aunque conservaba un halo azulado. Su cabello era del mismo color que su piel, y sus ojos se habían tornado dos enormes manchas púrpura con sendas y diminutas pupilas. Esos nuevos irises contenían una visión que pocas veces aparecía en los ojos del Mensajero. Un universo extraño, más allá de la isla, desconocido incluso para él. Su rostro se había vuelto liso, sin un ápice de facciones, y su boca había desaparecido. En el pecho, una enorme herida de la que brotaba una blanca sangre. Ésta se extendía, como las ramas de un árbol, por todo su tronco, y palpitaba cual corazón sobrecargado. Las palmas de sus manos también habían adoptado ese color blanco, y continuaba en un corto recorrido por el dorsal de sus dedos. Sus alas, si es que así podían llamarse, emergieron de su espalda y se conectaron al mundo. Ramificándose de forma desordenada y arbitraria, se conectaban y desconectaban una y otra vez hasta terminar arraigando en el mismo cielo. Parecía que, en un solo paso, Rex pudiera arrancar de cuajo la realidad a sus espaldas. El mundo a su alrededor se distorsionaba. La isla era incapaz de aguantar su propia naturaleza durante mucho tiempo.
Era el ser más poderoso que había pisado nunca mundo alguno. Y nadie sabía de dónde venía ni qué quería. Ni siquiera él mismo.
Un terremoto sacudió el lugar una vez más. Los feligreses retrocedían, atemorizados.
Y finalmente, presas del pánico, hicieron una reverencia y pidieron piedad a sus nuevos dioses. Rex no necesitó más.
— Y ahora, desapareced.
Y así empezó el cantar de los dioses. Con una orquesta formada por la destrucción y unos coros forjados en los gritos de aquellas pobres almas ignorantes, la música del terror de los dioses volvió a sonar en la isla. Una lluvia de sangre cayó sobre las faldas de aquella desconocida montaña, sucedida por el puente que la conectaba con una escalera de caracol que colapsaba sin remedio. Nadie nunca volvería a vivir bajo el yugo de los dioses.
Y el Cantar de los Dioses, el nombre que se acuñó a partir de ese momento y con el que todavía hoy se nombra a tal cima, serviría de recordatorio.
Cuando la música terminó, Rex permaneció en silencio un rato, pensativo. Ya no había suelo bajo sus pies, pero en su estado ni la gravedad podía subyugarle. En ese momento lo recordaba casi todo, aunque en unos minutos lo olvidaría otra vez.
Miró al hilo azul del horizonte, a la cadena, con nostalgia.
— Ellos nunca entenderán el dolor y el sufrimiento que supone ser lo que somos. Ni comprenderán la belleza y virtud del mundo en el que viven, pues siempre las han tenido. Por suerte, quedamos nosotros, nacidos del desgarro y en un mundo desgarrado, para servir de recordatorio y que ese pasado nunca vuelva, ¿verdad, mi querido Siel?
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