Cartas entre sueños

El bosque hasta la humilde villa de Packil era espeso y de abundante fauna. Y aun así, hasta los insectos sentían respeto por el Mensajero. La vegetación, sin embargo, no, y aquello le dificultaba el paso. Debía apartar los arbustos mientras mantenía el equilibrio con la ayuda del bastón.

Por suerte, aquella ya era la última bajada hasta el pueblo. Cai cometía el error de no utilizar nunca los caminos ya construidos. No les tenía ningún odio especial, pero para un ser como él ir en línea recta era lo más sencillo. Por muy alta que fuera una montaña, tarde o temprano iba a cruzarla.

El sol de la mañana se colaba entre las hojas de los pinos, y cada «crec» que soltaban sus pisadas parecía oírse a quilómetros. Ni siquiera los pájaros solían atreverse a cantar en su presencia.

— Oye, jovenzuelo. Tengo hambre —hizo notar Dafus, después de horas sin soltar palabra.

— Dafus, eres un sombrero. Los sombreros no tenéis hambre —afirmó el Mensajero, devolviéndolo a la realidad.

— Adopté la forma de un sombrero porque era más fácil llevarme. Pero podría convertirme en un yunque ahora mismo y aplastarte la cabeza, listillo.

— Toca a mi chico y te convertiré en grasa para cocinar, Dufosito —amenazó Ferse.

— ¡Vuelve a llamarme eso y verás lo que te hago, zorra!

— Calma chicos, por favor. No sé cómo os he aguantado tantos años ni cómo os aguanto ahora, de verdad —se lamentó el Mensajero.

— Es que en el fondo te amenizamos los trayectos, ¡no digas que no! —confesó Fersérofas, con cierta picardía.

Cai soltó una ligera risa mientras Dafus refunfuñaba como siempre. Con la situación creada por sus compañeros, no prestó atención a sus pasos, y un tropiezo lo llevó pendiente abajo. Estuvo a tiempo de proteger a su sombrero para que no quedara atrás.

Acabó en el camino de entrada a Packil, más deprisa de lo esperado.

— ¿Lo ves? Si es que vas sin cuidado. ¡En qué momento decidí ser tu sombrero!

— Ay, por Dios. ¿No podemos dejarle aquí e irnos, Cai?

Pero el Mensajero no se encontraba en situación de continuar el diálogo de aquellos dos. Estaba más ocupado limpiando su piel de ramas e insectos, recogidos por el camino como si de una caravana se tratase.

La buena noticia era que ya habían llegado a Packil. La mala era que aquellos dos ya se habían enfrascado en otra pelea, así que lo mejor era ignorarlos y continuar.

Packil era una villa antiquísima. Cai recordaba haber pasado por ella en multitud de ocasiones, pero, como era costumbre en él, no recordaba nada de ninguno de sus viajes. Pero lo cierto era que Packil seguía como siempre. Una aldea pequeña, de chozas desgastadas, que, aun habiendo aumentado progresivamente su población, continuaba siendo un diminuto pueblo de labradores.

Sus gentes humildes siempre saludaban y se preocupaban por los peregrinos. Cai adoraba aquella amabilidad y hospitalidad, e intentaba devolverla con la mejor educación posible. Odiaba las urbes, eran frías y secas, sin personalidad. Lugares como Packil, sin embargo, le recordaban por qué disfrutaba tanto sus viajes.

— ¿Ahora vamos a por alcohol y chicas guapas? —preguntó Dafus, con su socarronería habitual.

— Dudo que en este sitio haya chicas guapas, Dafus. Los jóvenes suelen marcharse en cuanto pueden. Además, eres un sombrero. Y los sombreros no ligáis —respondió Cai, burlón.

— Están volando hostias, lo digo en serio.

— Qué vulgar, por Dios —añadió Ferse.

El Mensajero pronto localizó la parada obligada en todo pueblo como Packil: la posada. Entró en ella con decisión. No había nadie. Era normal. En una villa trabajadora como aquella, las horas de beber no llegaban hasta el anochecer.

Cai se sentó delante de la barra, en unos taburetes. El dueño, un fornido y alto bigotudo, como todo posadero, radiografió a su inesperado cliente. Nunca alguien con unas pintas tan extrañas había pasado por allí. Incluso parecía querer vender algo.

— ¿Qué le pongo?

— Lo más fuerte que tenga.

El dueño, con cierta sorpresa, no tardó en sacar una botella de líquido ocre. Puso un rústico vaso sobre la barra y lo llenó de ese líquido ardiente.

A Cai no le afectaba el alcohol. Para él, beberlo era como tragar agua. Ni siquiera su sabor lo atraía. Pero, por experiencia, siempre que llegaba a una posada pedía lo más fuerte. Era el ritual de paso. En el peor de los casos, sorprendería al posadero. En el mejor, se ganaría su confianza y su respeto. Así funcionaban los locales masculinos. Las posadas administradas por mujeres eran otro cantar, cada una casi como un puzle en sí mismas. Para Cai la mujer seguía siendo un ser inescrutable. Intentaba evitarlas, pues el trato con ellas le era dificultoso. Demasiado impredecibles para alguien tan confiado y calculador como él.

Se bebió el vaso entero de un trago.

— Vaya, joven. Veo que eres ducho en esto de la bebida —señaló el posadero con admiración.

— Es regla indispensable para todo buen viajero el saber beber. Así se hacen los buenos amigos y los contactos útiles en cada lugar por el que pasas.

El hombre soltó una sonora carcajada. La estrategia de Cai había funcionado.

— ¿Y qué te trae por aquí, viajero?

El Mensajero sacó la carta que lo había llevado hasta ahí. Miró el destinatario para pronunciar bien el nombre.

— Soy mensajero. Traigo una misiva para Brunto Gadet.

— ¿Brunto Gadet? Hmmm... ¡Ah, coño! Claro, el pequeño de los Gadet. Está siguiendo esta calle, al final, a la derecha. ¿Traes noticias de algún médico?

«¿Médico? ¡No me jodas que llevamos una carta de defunción encima!», exclamó Dafus, riendo.

«No seas bruto, imbécil», le reprochó Ferse.

Aquella pregunta también sorprendió al Mensajero.

— ¿Ocurre algo con ese chico? —preguntó.

— Hace ya una semana que está en cama. Se pasaba los días diciendo que quería ver mundo, y que si no podía marcharse del pueblo porque sus padres no se lo pueden permitir, lo haría en sueños, en un viaje astral o algo así. Ideas de bombero que le pusieron en la cabeza unos adivinos que pasaron por aquí. La cosa es que hace unos días, el chico se fue a dormir y no ha despertado. Por eso preguntaba si traían noticias de algún médico. Sé que lo ha visitado un par, pero no saben qué tiene.

«Vaya, ¿y ahora cómo le damos una carta a ese bello durmiente?», preguntó Fersérofas.

«Pues despertándole de un beso y dándosela, supongo», bromeó Dafus.

«Ni loca. Cai no le dará un beso a nadie nunca en mi presencia», avisó la sierpe.

— Pues no lo sé. Yo sólo me encargo de entregarlas. Pero espero que sean buenas noticias.

Tras aquella respuesta, el Mensajero sacó tres monedas y las dejó sobre la mesa. Se despidieron amigablemente y Cai no tardó en salir por la puerta. Cuando el posadero se dispuso a contar el dinero se quedó patidifuso. No le había dicho cuánto costaba el trago, pero el chico le había entregado la cantidad exacta.

Avanzó entre las chozas de madera carcomida hasta encontrar la correcta. Una casita de dos pisos con un pequeño balcón, no muy ancha, pero aparentemente acogedora. Llamó a la puerta. Abrió una mujer de ojos melancólicos, tez pálida y un cabello castaño descuidado.

— ¿Qué necesita? —preguntó, con voz angustiada.

— Traigo una carta para Brunto Gadet. Me han dicho que vive aquí.

La mujer se abalanzó sobre Cai, alargando los brazos para intentar roblarle la carta al Mensajero. Éste consiguió esconderla tras su espalda y apartar de un empujón a la enloquecida madre.

— ¡Pero déjeme leer esa carta, podría ser de algún médico! —exclamó.

Cai mantuvo la seriedad de una estatua.

«Cómo me pone cuando está así», comentó Ferse, burlona.

— Lo siento, pero esta carta no es para usted. Si me deja pasar, la entregaré en mano a la persona a la que debe ser entregada.

La mujer lo observó con detenimiento, para después mostrar una mueca de desprecio.

— ¿Quién se ha creído que es usted? No es más que un simple cartero.

— Soy el Mensajero sin destino, señora. Y si me deja pasar, quizá pueda hacer algo por su hijo.

La revelación dejó petrificada a la pobre mujer. Volvió a repasar al muchacho. Y algo en su cabeza encajó. Sin una palabra más, entró corriendo gritando el nombre de otro hombre. Seguramente su marido.

«Las vuelves locas cuando haces eso», volvió a bromear Ferse.

Entró sin más dilación y siguió el camino recorrido por la señora. Era una casa pequeña pero acogedora, con unas pocas habitaciones. Llegó a su destino.

En cama, un joven de cabello corto y negro dormía plácidamente. A su lado, en una silla, un hombre alto, de fuertes brazos y barba cuidada. Su esposa, histérica, intentaba levantarlo. Y lo consiguió.

— ¿Es cierto lo que dice mi esposa? ¿Es usted el Mensajero sin destino? Si esto es una broma, le recomiendo que se largue ahora mismo.

El Mensajero acercó su cara al rudo hombre. Se miraron fijamente a los ojos. Y en esos irises púrpuras, profundos y brillantes, el esposo y padre comprendió la realidad. Aquello no eran ojos humanos. Reflejaban algo. Mundos enteros, estrellas por descubrir. Mil y una historias. El cuerpo del preocupado padre tembló, desbordado. No era un engaño. No era un actor disfrazado.

Expulsó aire, descansado, y asintió con la cabeza ante su esposa, que se convenció definitivamente de la naturaleza de su invitado.

Cai se acercó al joven y se sentó a su lado, usando la silla en la que se encontraba el padre.

— Estando así, no puedo entregarle la carta. ¿Cuánto hace que no sale de la cama?

— Una semana. Un día se durmió y no volvió a despertar. Por suerte podemos darle agua, pero no ha comido nada. Se está quedando en los huesos —informó la madre.

— ¿Han probado a despertarlo por la fuerza?

— Sí, y nada funciona —respondió el padre.

— Vamos a probar...

El Mensajero dejó la mochila en el suelo. Abrió el bolsillo y, por arte de magia, sacó un cubo repleto de agua. Helada, además. Sus anfitriones no podían creer lo que veían.

Se lo tiró encima sin titubear. Pero el chico no se inmutó.

«Menuda siesta se está pegando el chaval», dijo Dafus.

— Sí que es una buena siesta, sí. — confirmó Cai.

La madre corrió rápidamente hacia el chico, intentando secarlo a él y a las sábanas.

La cabeza de Cai empezó a maquinar.

«Si está soñando, podrías entrar en su mente y despertarlo, ¿no?» sugirió Ferse.

— No es una buena opción. Soy demasiado complejo y poderoso como para internarme en su mente. Podría destruirla sin querer. No todos pueden digerir mi concepto.

«La próxima vez propón algo útil, Ferse», replicó Dafus.

«Al menos propongo algo, no como tú, Dufas».

«Uf... uf... ¡Uf!», gruñó de rabia el sombrero.

Los padres observaban las conversaciones aparentemente a solas del joven con extrañeza.

El Mensajero volvió a introducir su mano en la negrura de la mochila. Sacó una botellita con líquido morado.

— ¿Qué es eso? —preguntó el padre.

— Licor de los Sandusk. Una valiente raza que hace unos doscientos años se enfrentó Adagar, un ejército conocido por ser capaz de mantener a sus tropas día y noche en combate. Para prevenirse, los Sandusk crearon este elixir, que permite a cualquiera estar despierto durante cinco días seguidos. Su efecto es inmediato. En cuanto se lo dé, debería despertar.

Pero no lo hizo. Cuando el líquido bajó por su garganta, el silenció volvió a la habitación. Hasta que de repente...

Una paloma. ¿Una paloma?

Salió de entre las sábanas del chico y echó a volar, saliendo por la ventana abierta. Nadie entendió nada.

El orgullo de Cai quedó herido, así que se propuso utilizar todos los métodos a su alcance para tratar de despertarlo.

Todo el día duró la sesión, y nada funcionó. No sirvió el enjambre de abejas. No sirvió el golpearle con una cola de armadillo electrificado. No sirvió darle un sorbo de La sopa más amarga jamás creada. No sirvió usar el tambor del Monte de los Truenos, conocido servir a los ejércitos del Templo de los Truenos para simular tormentas y asustar a sus enemigos a distancias quilométricas.

Cuando cayó el atardecer, el Mensajero se rindió. Viendo su esfuerzo y admirados por su dedicación, los padres decidieron que Cai pasara la noche en la habitación del piso superior.

— ¿Qué hacemos con el chaval? —preguntó Dafus, desde la mesilla.

— Nada ha funcionado. El posadero ha dicho que el chico hablaba de viajes astrales. Si ha conseguido realizar uno con éxito, nada va a funcionar. Su mente no está en su cuerpo —explicó el Mensajero, tumbado en la cama.

— Pero entonces no despertará hasta que su mente vuelva a su cuerpo, ¿no? —preguntó Ferse.

— Exacto, la única solución aparte de esa es que yo me introduzca en su mente a través de su cerebro y lo haga volver. Pero hay demasiado riesgo. Y una mente fuera de su cuerpo puede haberse perdido ya. Quizá ni siquiera es consciente de que está en un sueño.

— Tiene que ser jodido eso, ¿eh? Eso de soñar sin saberlo y que tu mente deambule por un mundo imaginario.

— Vivir contigo es como vivir en una pesadilla, Dufas. No estamos tan alejados.

El Mensajero se levantó. No le apetecía volver a oír la bronca de esos dos. Se acercó al balcón para sentir la brisa nocturna.

Y vio a un joven, caminando en dirección al bosque. Un chico de pelo negro y corto.

Era él.

Cai dio un salto y, tras aterrizar, corrió hacia el chaval. Éste se internó entre los árboles, pero el Mensajero lo alcanzó. Lo agarró del hombro.

— ¡Espera! ¡Ya te has despertado! ¡Tengo una carta para ti!

Rebuscó en su bolsillo, pero no había ni rastro del papel. Era extraño, pues había estado ahí todo el día. Quizá en un olvidado descuido la había dejado en la habitación. Se maldijo a sí mismo por la oportunidad perdida.

— No tengo tiempo para cartas. Me voy a ver mundo —respondió Brunto con decisión.

— ¿A ver mundo? ¿Cómo esperas hacerlo?

Sin mediar más palabra, el joven se alejó.

Cai entendió que no podía detenerlo. Pero ahora lo tenía a la vista. En una rápida carrera, podía volver a casa, coger la carta, y entregársela. Y de paso, seguirle y ver dónde acababan sus aventuras.

Así lo hizo. Memorizó la posición del chico y regresó a la vivienda de sus anfitriones en apenas segundos. Entró de nuevo en la casa, con la llave que le habían dejado los padres. Por curiosidad, casi como una pulsión surgida de la nada, entró en la habitación del chico.

Y seguía allí. Durmiendo plácidamente.

Se estaba volviendo loco. No entendía nada. Salió a la calle de nuevo, pero no alcanzó a ver a su objetivo. Tampoco tenía sentido perseguirlo si volvía a encontrarse en la cama. Subió de nuevo a la habitación.

Ese par seguía discutiendo, ni siquiera se habían enterado de que su compañero acababa de saltar del balcón. Decidió dormir. Antes, eso sí, volvió a revisarse los bolsillos.

La carta estaba ahí.

En los dos días siguientes, la rutina fue la misma. De día, el Mensajero hizo todo lo que pudo por despertarle. De noche, veía cómo el joven se alejaba de su hogar para luego comprobar que seguía en la cama.

Al tercero, el Mensajero decidió había que ir en serio.

— Entraré en su mente, pero eso le puede dejar secuelas. Quiero que sean conscientes de ello. Pueden arriesgarse, o esperar a que su hijo despierte. Puede ser mañana o nunca, nadie lo sabe. Pero si no lo hace pronto, puede que acabe muriendo de desnutrición.

Los padres escucharon la explicación con dolor. Y aun así, aceptaron. Todo se preparó para iniciar el ritual al mediodía.

El Mensajero se sentó junto al joven, una vez más. Con la carta en la mano izquierda, puso la palma derecha en su frente. Un breve espasmo sorprendió a los padres.

Cai cerró los ojos. Notó el suave viaje. El paso por la conexión cerebral fue bien: el chico la soportó. Su mente no era débil, desde luego. Al abrir los ojos, apareció en el bosque de Packil.

Se giró, y ahí estaba el muchacho.

— Hola de nuevo, y bienvenido. Perdón por ser tan grosero estos días. Pero necesitaba estar solo —dijo enseguida Brunto, con voz amable.

El Mensajero se sorprendió ante esa bienvenida tan calurosa. Le respondió con una afable sonrisa.

— ¿Qué has estado haciendo? —preguntó.

— He visto el mundo. He visitado cada rincón de esta dimensión. He llegado a una conclusión. Y ahora he vuelto, pero soy incapaz de regresar a mi cuerpo.

— Yo puedo ayudarte. Pero antes debo entregarte esta carta.

Cai se acercó a Brunto con amabilidad. Le hizo entrega de ese papel imaginario, quizá como ritual para devolverlo al mundo. El chico la cogió con ambas manos.

— Gracias, Mensajero.

Y Cai despertó. No se lo esperaba. No había planeado una vuelta así. ¿Se había interrumpido la conexión?

«¿Qué tal ha ido?», preguntó Ferse.

— Pues no lo sé. Se ha cortado de golpe...

En mitad de frase, el joven empezó a abrir los ojos. Se levantó lentamente. Sus padres, llorando de alegría, saltaron y se abrazaron a él.

— Papá, mamá, he visto el mundo. Lo he visto en todo su esplendor. Y he llegado a una conclusión. Prefiero quedarme con vosotros. Os he echado de menos — alcanzó a decir Brunto con un hilo de voz, antes de empezar con los sollozos.

El Mensajero observó la escena con júbilo. Le llenaba de felicidad le haber podido ayudar a aquella familia. Pero no podía olvidarse de su cometido. Debía entregar la...

¿Carta? Ya no estaba. Había desaparecido. La tenía en la mano cuando se había sumido en el sueño del joven, pero se había esfumado. Miró a su alrededor, nervioso.

«¿Qué pasa, jovenzuelo? ¿No disfrutas de esta escena familiar?», dijo Dafus, con una cautivada voz. Los sentimientos parecían aflorar en su escamada piel.

— No encuentro la carta. Ha desaparecido. Se la he entregado en el sueño, pero no en la realidad.

«Llamadme loca pero, ¿y si la carta era la llave para que despertara?», señaló Ferse.

¿La carta, una llave? No tenía ningún sentido. Un objeto no podía encontrarse en dos planos dimensionales a la vez. No podía transportarse del mundo real al onírico así como así.

Pero no había otra explicación. Y si la carta ya no existía, no podía entregarla. El Mensajero se levantó, dejando que la familia siguiera llorando de alegría. Se acercó a la puerta y se despertó.

Estaba en el bosque de Packil, apoyado en un árbol y sentado en el suelo. El sombrero descansaba a su lado, así como la mochila.

— Vaya, bella durmiente. Por fin despiertas —dijo Dafus, burlón.

— ¿Qué ha pasado? —preguntó Cai, confuso.

— ¿Algún sueño extraño? Cuenta cuenta, que a mí estas cosas me encantan —declaró Fersérofas, impaciente.

¿Un sueño? El Mensajero no pudo evitar reír. Claro, un sueño.

Todo había sido un sueño. La paloma. Las visiones del chico. La carta viajera. Todo era un sueño. Ni siquiera se habían adentrado en Packil, y la carta estaba en su lugar.

La cogió, tranquilizando su respiración. La observó con atención. Menuda aventura le había hecho soñar el dichoso papel.

Y entonces, vio algo extraño en el destinatario. El «Para Brunto Gadet» había sido tachado. En su lugar, unos milímetros más abajo, «Para el Mensajero sin destino». Cai la abrió sin dudarlo.

«Gracias por todo, Mensajero».

Rio una vez más. Su cabeza ya no era capaz de procesar más giros. Guardó la carta a buen recaudo, como recuerdo de una incierta aventura, y se levantó, rumbo a su próximo destino.

«¿Fue un sueño, o no lo fue?»

Aquella duda carcomió la cabeza del Mensajero hasta que su memoria la olvidó, como tantas otras preguntas.

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