Mal

La camioneta vibraba yendo a alta velocidad por la carretera del norte hacia la ciudad. La lluvia golpeaba el metal en un cántico ensordecedor, humedeciendo la cabina donde Conway iba sentado como copiloto. En sus brazos, firmemente acunados, dos niños con respiración lenta e inestable.

Aunque apenas pudiera mantenerse erguido, sofocado por la calefacción y exhausto hasta casi caer en la inconsciencia, Conway se negó a soltarlos. Seguía cargando en sus brazos a los pequeños asegurándose que nada ni nadie pudiera siquiera tocarlos, al menos hasta llegar al hospital.

Con la mirada borrosa, observaba el camino pendiente de todos los giros y cambios de carril. El hombre que los llevaba estaba tomando la ruta correcta, pero él era Jack Conway y confiar no era algo que hiciera regularmente, a pesar de la aparente buena voluntad de ese sujeto. Sobre cualquier cosa, estaba cargando a dos niños que necesitaban asistencia médica y él mismo estaba cerca del colapso, sin mucha posibilidad de defenderse en caso de necesitarlo.

De pronto, la camioneta se agitó bruscamente, mezcla de la velocidad y una carretera sin mantenimiento. Conway se aferró instintivamente a los pequeños para afrontar el movimiento repentino, soportando con su propio peso la sacudida. Emitió un quejido de dolor, mientras los niños permanecieron igual de mudos e inconscientes, dormidos en su pecho.

—¡Gilipollas!

—¡Disculpa! —exhaló el hombre que conducía, controlando el volante con fuerza—. ¿Los niños cómo están?

Conway gruñó, molesto pero decidiendo no gastar energía gritando y, en cambio, su preocupación se encendió de nuevo. Rápidamente acercó a los niños a su cuello para intentar sentir su respiración; las pequeñas narices heladas chocaron contra su piel y un ligero aire caluroso lo alcanzó. Estaba allí.

—Respiran —su voz más grave de lo usual, resoplando de alguna forma un tono aliviado—. Necesitan atención urgente.

—Ya casi llegamos —respondió rápidamente el hombre, doblando en una esquina y entrando por completo a la ciudad—. No debemos estar a más de cinco minutos.

—Vale... —Asintió roncamente, guardando silencio.

Sus dedos temblaron sosteniendo el peso de los niños. La sacudida lo había dejado aturdido y sus heridas escocieron más que antes. La humedad que sentía en su pierna y brazo debía ser la sangre escapando de las costuras que definitivamente se vencieron, comenzando a querer manchar el asiento. Intentó recomponerse, no para dejar de sentir dolor, sino para evitar que los niños se le pudieran resbalar.

Con una respiración pesada, se dejó caer en el asiento cerrando los ojos un momento. Sentía su cuerpo arder, comenzando a querer apagarse. Se abstuvo de dormir y, en cambio, se concentró en el zumbido del motor, la lluvia golpeando la carrocería de la camioneta y el lejano pitido de los automóviles. Cuando no fue suficiente, prestó especial atención a la calidez a su alrededor: El suave peso que sostenía y se balanceaba a sus costados, dos pequeños cuerpos silenciosos... y vivos. Afirmó su agarre para mantenerlos en su sitio.

Dos niños vivos en sus brazos, ¿cómo podría soltarlos?

La camioneta se detuvo. Se tardó unos segundos en reaccionar, mirando por la ventana la entrada del hospital y, de pronto, el hombre que les había traído allí salió disparado del asiento de piloto, metiéndose en el edificio.

Su cabeza apenas podía coordinar la sensación del agradecimiento, mientras su yo interno daba la orden general a su cuerpo de aguantar un poco más sin desmayarse. Los niños ya serían atendidos, saldrían de esta. Definitivamente estarían bien.

Abrió con dificultad la puerta del coche, sin intención de esperar ni un sólo minuto. Caminó lentamente el camino a la puerta y cruzó la entrada, recibiendo al instante la mirada de muchos pacientes, entre ellos subordinados policías que exclamaron sorprendidos al verle.

Se dio cuenta de la intención de estos de acercarse a bañarlo de preguntas, pero pasó por completo simplemente avanzando para buscar la ayuda que se estaba tardando en llegar. Entonces vio corriendo en su dirección el mismo hombre castaño, acompañado por varios médicos con un par de camillas.

Manos enfundadas en guantes blancos se extendieron y hasta que dijeron su nombre y posición médica, estuvo dispuesto a soltar a ambos pequeños.

—Salvadlos —le pidió al médico que llevó al primero—. Haced lo que sea, pero salvadlos —murmuró al que llevó al segundo.

Cuando los vio irse, rodeados de médicos revisándolos y exclamando órdenes, guardó en su pecho la angustia e incertidumbre para poder dejarse vencer en la silla más cercana. Se recitó mentalmente que estarían bien, repitiéndose a sí mismo que llegó a tiempo. Algunos médicos y los subordinados que le vieron entrar se acercaron para hablarle, diciéndole cosas que ya no tenía intención de escuchar.

Se llevó las manos a la cara, temblando. Un escalofrío surcó su espina dorsal y la angustiosa sensación del vacío tiñendo su piel cruelmente se desató como veneno por sus venas. Sus dedos picaban por el frío que ahora tenían y sus brazos quemaban por la falta de algo en ellos.

—Papá —escuchó y levantó la mirada, buscando la dirección donde creyó escuchar eso. Sólo vio a un niño saliendo del hospital con su padre.

Desolación.

Por la misma puerta entró el hombre castaño, acercándose con pasos largos después de haber movido de sitio su camioneta para no estorbar el paso. Cuando lo tuvo al lado, se dio cuenta que las personas que estaban a su alrededor se dispersaron un poco, mirándolo de reojo a unos metros y los médicos presentes claramente hablando entre sí con cuchicheos, dudosos si acercarse a preguntarle por su camisa manchada de sangre.

—Estarán bien —dijo el hombre a su diestra amablemente—. Los médicos sabrán qué hacer, ¿vale?

No respondió, en cambio, miró a la nada sin expresión. El castaño le dio unos minutos en silencio, después carraspeó llamando su atención.

—Esas heridas parecen importantes... Necesitas atención.

Conway le vio hacer una señal a algún médico. Aunque le molestaba que hiciera cosas sin que él las pidiera, reconoció la razón en tratarse y evitar sangrar más. Pronto llegó alguien con una caja de primeros auxilios, ayudándolo para quitarse la camisa y dejando al descubierto la herida de su hombro con los filamentos quirúrgicos deshechos.

El hombre castaño le miró sorprendido, acrecentando su gesto contrariado al saberse la misma condición en la pierna. Dos heridas de bala recientes, con una costura despedazada y de lejos dolorosa. Se quedó esperando a Conway en recepción en lo que le costuraban.

Cuando Conway tuvo de nuevo los puntos, con nadie lo suficientemente valiente o informado para amonestarlo por arruinar su tratamiento médico, se dirigió a la Sala de espera con toda la intención de aguardar noticias de los niños —las cuales ya estaban tardando—.

Se sentó en la primera silla que encontró, en la parte cercana a la puerta por donde se llevaron a los pequeños. Con la mirada fija en la puerta, de reojo vio llegar al castaño quien se sentó a su lado, peinándose el cabello con los dedos. Al principio no dijo nada, pero después de aparentemente cotejar algún pensamiento por un rato, comenzó.

—Disculpa... Sé que estoy siendo brusco y puede que no sea el momento, pero quiero que sepas que puedo ayudarte si lo necesitas —habló suavemente, discreto pese a estar en una sala abierta—. Soy policía, mi nombre es David Gordon.

Conway lo miró incrédulo, ¿de todas las personas que podían detenerse en la carretera, casualmente fue un policía el que lo hizo? Intentó reconocer el rostro de este hombre, porque claramente él como superintendente conocía su planilla completa en servicio. No consiguió ningún recuerdo.

El supuesto David Gordon insistió sutilmente al ver que no estaba respondiendo.

—Sólo necesitas contarme qué fue lo que pasó... ¿Fuisteis atacados?

Ante la pregunta Conway no pudo evitar una extraña sonrisa sarcástica, encontrando en la frase algo similar a una oscura ironía: La gracia amarga en la situación de un Superintendente, máxima autoridad policial de la ciudad, siendo animado como pobre víctima para pedir auxilio. En un desagradable giro, ese sentimiento se combinó con el recuerdo de los niños espantosamente heridos y casi muertos, arrojados a su suerte en una bolsa de basura. La nefasta zozobra apagó todo rastro de broma que pudiera sentir.

—¿Eres policía? —preguntó Conway, un poco a la defensiva ante los flashes que pasaban por su mente como alucinación.

—Así es —confirmó inmediatamente.

Conway esbozó una ligera risa agotada. Gordon le miró extrañado por su reacción.

—¿De dónde? Nunca te había visto en la ciudad.

—Oh. —Pareció pensar su respuesta—. Bueno, no soy policía de esta ciudad.

—¿Entonces?

—Soy policía de Londres, pero llevo unas semanas aquí —aclaró.

—Unas semanas... ¿Haciendo qué, precisamente? —inquirió con un tono sospechoso, instintivamente marcando territorio. ¿No esperaba que le relatara todo de buenas a primeras? Aunque también era cierto que él estaba siendo la "asustada víctima" en esta situación.

Gordon frunció el ceño, consternado al ser cuestionado de manera tan anticlimática; pero no tardó ni dos segundos en resoplar relajando su expresión, pues no quería ser grosero con alguien que seguramente sólo estaba alterado tras pasar una situación terrible. Es decir, este señor tenía dos heridas de bala recientes y sus dos hijos estaban siendo atendidos de emergencia en ese mismo instante. No se imaginaba la espantosa película que pudo haber vivido.

—Disculpa, pero no puedo decirle eso a un civil —comentó cortésmente.

—Cierto. —Tarareó Conway—. Pero igual tendrás que decírmelo. Creo que me habré perdido de algún memorándum, porque nadie nos ha presentado aún.

Se tomó un respiro, disfrutando del momento de confusión de su compañero.

—Yo soy... —La puerta de la zona de emergencia se abrió, interrumpiéndolo.

Conway se puso de pie al ver el rostro de un médico que reconocía: El Doctor Muerte. El peor nombre con el que Jack podría convivir, más aún en ese momento, pero era el único EMS en el que podía confiar en cualquier situación de emergencia.

—¿Señor Jack? —se acercó el médico, sorprendido de su presencia y dando una mirada rápida a su apariencia—. Se ve mal, ¿le han atendido ya?

—Muerte. —Se plantó frente a él, ignorando su pregunta—. Dos niños entraron a urgencias, ¿sabes algo?

—¿Dos niños? —Levantó la cejas estupefacto—. ¿Se refiere a los gemelos que entraron hace nada? ¿Son suyos?

Conway asintió sin pensarlo, mirándolo a los ojos y descubriendo algo que no le gustó en su expresión. El Doctor Muerte apretó la mandíbula, pensando en silencio; sacó su móvil y comenzó a escribir.

—¿Muerte?

—Espere, por favor. —Escribió un poco más.

No miraba a Conway, ese hecho lo estresó. Sintió a su espalda a Gordon acercándose, empeorando sus nervios al comenzar a sentirse acorralado y recordando sensaciones que no quería repetir. Un médico callado no es bueno, nunca es bueno.

Por Dios, no podría tolerar "esa" mala noticia otra vez.

Estaba llegando a su límite cuando escuchó un timbrado de respuesta en el móvil del médico.

—Muerte... —oscureció su voz.

—Discúlpeme —Guardó su móvil—. Estaba solicitando que se movieran de inmediato a... ya sabe —bajó su tono de voz, mirando de reojo al castaño—, "supervisión especial", en vista de que se trata de usted.

Comprendió al instante, agradeciendo con un leve asentimiento.

—¿Cómo están? —preguntó rápidamente. El Doctor Muerte tomó aire.

—Por favor, no se preocupe: Están estables. Fueron enviados a cuidados intensivos, ahora mismo deben estar descansando con un respirador que se les puso para ayudarles, y unos analgésicos.

—Ya veo...

Conway sintió que el peso en su espalda se liberaba de una manera que en años no había sentido. Descubrió también que sus músculos ardían menos y que el ritmo de su corazón volvía con una sensación abrumadora. Sus ojos quisieron nublarse y por fin se tragó un nudo en la garganta que no sabía que tenía.

¿Así se sentía estar aliviado de tener buenas noticias en un hospital?

—Gracias —se le escapó, con un tono bajo en su voz anulando en automático cualquier quiebre que quisiese traicionarlo.

El Doctor Muerte asintió, sin perder la seriedad y, aparentemente, analizándolo.

—Señor Jack, me gustaría hablar con usted sobre los niños para el expediente médico... ¿Lo puedo molestar con un momento para que pueda brindarme sus datos?

Conway suspiró. Pese a lo que el médico dijo, Jack sabía bien la verdadera razón por la que Muerte quería cuestionarlo. Poco que ver con papeleo, que él siempre se pasaba por el forro de sus cojones, y mucho relacionado a los niños que "de pronto tenía". Muerte sabía bien como para ignorarlo tan fácil, concluyó amargamente.

—No hay información que le pueda aportar más que las condiciones en las que los encontré, Doctor.

—¿Disculpe? —El médico frunció el ceño, confundido.

Se dio cuenta en la orilla de su periferia que Gordon fruncía el ceño también, igualmente desconcertado. Aún tenía pendiente "su testimonio", recordó.

—No son mis... —Sorpresivamente, le costó—. No son mis hijos.

Muerte asintió, aparentemente acomodando sus propios cabos sueltos. Mientras tanto, Gordon soltó un minúsculo "¿Qué?", que alcanzó a escuchar perfectamente gracias al silencio de esa zona. Inmediatamente después, pudo sentir la mirada afilada del hombre, juzgándolo en un tácito "¿Cómo que no son tus hijos?".

Eso habló bien de él, admitió.

—Antes de embarcarnos en la descripción de los hechos... ¿Gordon? —se dirigió al castaño.

—Sí —respondió, observándolo seriamente.

—Nos deben las presentaciones —comenzó, genuinamente disgustado por tener que hacer protocolos en ese mismo instante que se sentía como una mierda y recordaba que aún tenía en la agenda el desmayarse—. Mi nombre es Jack Conway, soy el Superintendente de la ciudad de Los Santos. Quiero creer que tu llegada a la ciudad tendrá algún registro oficial, a menos que tengas algún gusto extraño de tomar vacaciones aquí.

La hostilidad en el rostro de Gordon se desvaneció y, en cambio, se tiñó de sorpresa.

—¿En serio es el Superintendente? —miró fugazmente al médico. Éste asintió en respuesta—. Vaya... Pues supongo que me presentaré de nuevo: Mi nombre es David Gordon, Comisario de la policía de Londres. Me encuentro en la ciudad siguiendo una investigación que debería estar ya en su oficina.

Conway apuntó mentalmente corroborar esa información y, de ser cierta, gritarle a alguien por no comentarle algo así de relevante. De dos comisarios que tenía no conseguía hacer ni la mitad de uno. Gordon pareció sospechar de lo que estaba pensando, añadiendo rápidamente un poco más.

—Llevo un par de semanas instalándome extraoficialmente, aún está pendiente que me envíen copias de algunos documentos que por burocracia se han atrasado y que se requieren antes de comenzar cualquier cosa. Por favor, no se moleste con su personal.

—Ya.

—De hecho, un tal Comisario Greco me iba a recibir esta noche para aclarar ciertos detalles, pero...

—¿Pero...? —Inquirió, enarcando una ceja.

—Lo encontré a usted con... esa situación —señaló, mirando discretamente hacia la puerta de emergencias—. Disculpe mi intromisión, pero... si no son sus hijos, ¿quiénes son esos niños? Estaban...

—Estaban en terribles condiciones —interrumpió Doctor Muerte—. Señor Jack, yo no cuestiono su trabajo, pero es importante para la asistencia médica saber un poco más.

Una excusa para enterarse, supo de inmediato Conway. Doctor Muerte es así y por la mirada de Gordon, al parecer era lo mismo. Dejó escapar una exhalación, frustrado por la desagradable necesidad de recordar.

De alguna manera encontró el estómago para describir la escena: Partió omitiendo de primeras su tribulación personal, justificando con un simple "despeje" el haber llegado a la playa. El rostro de ambos hombres se retorció de espanto al escuchar sobre la bolsa de basura encallada en la arena, húmeda y rodeada de gaviotas; y de profunda pesadumbre ante la insinuación del milagro de que siguieran respirando.

Doctor muerte corroboró tristemente los golpes, la deshidratación y, anunciado como funesta suma, costillas rotas y laceraciones secas sin tratar. Sólo unas horas más y esos niños no hubieran logrado resistir.

—Me alegro tanto haber pasado por ahí —susurró Gordon, sin saber qué decir.

Conway, en silencio, le agradeció haber aparecido en el momento justo. Agradeció también al Doctor Muerte, por haberse encargado de ellos e impedir que se rindieran. Dio gracias a lo que sea que lo llevó hasta ellos, a tiempo para alcanzar una oportunidad.

Si esos niños no lo hubieran logrado, seguramente él tampoco estuviera vivo. Habría decidido irse con ellos en vez de soportar llorar por cuatro en vez de dos.

02 de julio 2022

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