Hospital
El Hospital General de Los Santos. Un edificio que se alza en la zona más concurrida de la ciudad, con años de trayectoria brindando asistencia médica a cientos de personas todos los días con diligencia y compromiso. Internamente, la verdad era que se consideraba entre el personal médico toda una hazaña poder soportar las jornadas sin perder el criterio alguna vez.
Servir a la población de Los Santos era un reto en sí mismo; pero, si bien es cierto que la ciudad es un caos donde lo usual es tener un flujo constante de emergencias con gente en situación crítica, atropellada o acuchillada, era extremadamente raro ver situaciones como la que tuvieron que enfrentar en la tarde de ayer.
Doctor Muerte es un profesional, teniendo su trabajo preferencial en el área de urgencias y paramédicos. Rara vez permanecía en los pasillos del hospital, pero había veces que tomaba casos para seguimiento; concretamente en las ocasiones en que la policía tenía algo que ver, como los tratamientos del desastroso Jack Conway o, ahora mismo, el cuidado de dos niños víctimas de algún cruel acto pronto a investigar.
La llegada fue agobiante para el servicio médico. En un momento en que todo circulaba con aparente regularidad, atendiendo torceduras o suturando cortes, un hombre castaño entró corriendo a la Sala de Emergencias pidiendo ayuda. Clamaba por dos niños en su camioneta que necesitaban ayuda urgente y, sin pensarlo siquiera, el equipo médico se movilizó.
Muerte preparó rápidamente su material médico ante el llamado de asistencia de sus compañeros y, tras terminar con un paciente con un brazo lesionado y costillas rotas, corrió para alcanzar las camillas. Tal cual escuchó, dos niños estaban siendo llevados a un área segura para tomar sus constantes. Se dedicó a la revisión de uno de ellos, recitando sus condiciones en voz alta mientras sus compañeros tomaban nota.
Aparentemente gemelos idénticos, rubios de entre seis y ocho años, caucásicos; moretones de coloración purpúrea-verdosa alrededor de la caja torácica, extremidades y rostro; laceraciones no sangrantes en manos y pies con costra en formación; señales de deshidratación; frecuencia cardiaca por debajo; responden a la prueba de reflejos.
—Se requiere radiografía para comprobar la caja torácica.
Ambos niños presentaban el mismo aspecto, con sus mejillas enrojecidas y sus labios pálidos; sus ojos cerrados dolorosamente, húmedos e hinchados. Un silencio sobreentendido cubrió al personal, colocándoles la intravenosa y mirando con alivio el ritmo cardiaco encontrar normalidad.
Tras las pruebas en radiología, encontraron fisuras en las costillas que Muerte trató de inmediato. Con suavidad examinó una vez más, encontrando la delgadez no saludable en los pequeños cuerpos y preguntándose quién sería capaz de dejar a dos pequeños ángeles en estas condiciones.
Habiendo terminado todo lo que se podía hacer, Muerte no fue capaz de perder de vista a los niños hasta que los enfermeros llegaron por ellos. Las dos camillas se alejaron por el pasillo hacia el elevador, desapareciendo detrás de la puerta metálica que los llevaría a cuidados intensivos.
Una sensación aprehensiva llenó su pecho. No era apropiado que él como doctor se implicara emocionalmente con los pacientes, sin embargo, el problema no era como tal ver a alguien apalizado —cosa que veía todos los días—; el verdadero conflicto que tenía era que se trataba de niños. Por Dios, eran dos niños que fueron maltrados de una manera espantosa. No importaba la experiencia, nunca estaría preparado para ver eso.
Salió de la sala de urgencias para volver al trabajo, cuando lo interceptó Jack Conway. No pudo evitar la impresión de verle allí en el hospital, más aún maltrecho y ansioso, con su camisa llena de sangre y tierra. No recordaba haberlo visto con esa expresión alguna vez y, al momento de que éste le preguntó por dos niños, cobró menos sentido su presencia.
¿Esos pequeños son de Conway? Eso no podía ser posible... ¿sus hijos no habían fallecido?
Antes de detenerse a pensar en la lógica detrás de este asunto, se apresuró a pedir que movieran a los niños a una habitación especial, donde se resguardaban pacientes particulares que se encontraban en custodia, para poder vigilarlos con cámaras de seguridad y guardias cerca. Normalmente ese sitio lo usaba Jack cuando era internado por algún motivo y la gente que él solicitara, como sus comisarios.
Si esos niños estaban relacionados a Conway, siendo éste el Superintendente, lo mejor era prevenir antes de que cualquier cosa pudiera salir mal. Como médico confiaba en su hospital, pero como profesional que ya había trabajado con la policía, no podía dejar al azar la protección de dos pequeños. Hasta que le confirmaron el traslado completo, se permitió indagar en el asunto.
Después de una necesaria conversación entre Doctor Muerte, Conway y el recién conocido David Gordon, pudo entender el grado de implicación que tenía el hombre. Emocionalmente hablando, Jack estaba jodido cuando se trataba de infantes. Muerte le habrá visto más de una vez en el hospital curándose tras un episodio de estrés post-traumático, y sabía que tuvo uno poco antes de llegar al hospital gracias al temblor de sus manos y sus pupilas que aún se movían erráticamente siguiendo cosas que sólo él veía. El simple hecho de que estuviera sin sus gafas de sol ya decía bastante por sí mismo.
Aunque no pudiera entenderlo a cabalidad —el perder a tu familia entera—, sabía lo importante que es para Conway el haber cargado en sus manos la vida de dos niños. Dos, si podía ser la vida más sardónica con este hombre. No pudo evitar una congoja sutil en el fondo de su ánimo al escucharlo relatar todo con pesadumbre, como quien repite un sentimiento atroz y ya no sabe cómo tragarlo de nuevo.
El señor Gordon, por su lado, parece un buen hombre; escuchó atentamente cada detalle y la genuina preocupación que reflejó su mirada le supo honesta. Y habiendo entendido que era un comisario, se sintió un poco más seguro respecto a su presencia y aceptó con calma su compañía siguiéndolos a la habitación donde estaban los niños.
Conway no se inmutó ante el saludo de los guardias que ya lo conocían y entró a la habitación. Acomodados en dos camas, estaban los niños recostados con un respirador cubriendo la mayor parte de sus tiernos rostros. A pesar de que se veían un poco mejor —más limpios al menos—, su semblante fantasmal era lo suficientemente inquietante.
La cojera de Jack por su pierna herida no le impidió dejarse caer de rodillas entre las camas, sujetando el armazón con las manos como si pudieran escapársele. Observó insistentemente el marcador de ritmo cardiaco y, al parecer no siendo suficiente, miró sus pechos bajar y subir por varios minutos hasta que por fin encontró las suficientes pruebas para decirse que estaban bien.
Tras un tembloroso suspiro, murmuró algo que no alcanzaron a escuchar Doctor Muerte ni Gordon, que veían silenciosos en Conway la escenificación de un hombre asustado y agradecido de que sus niños estuvieran con vida. Entonces, como el final de un capítulo, se acomodó contra la pared del fondo y simplemente cayó exhausto, desmayándose.
Justificadamente agotado, pensaron Doctor Muerte y Gordon. Y adivinando que Conway no querría ser movido del lado de los niños, se limitaron a colocarle una manta y un cojín para que su despertar fuera menos doloroso.
Mientras Conway dormía al lado de los niños, lo siguiente que transcurrió fue una conversación con los comisarios Viktor Volkov y Greco Rodríguez, que habían llegado al hospital tras el aviso de varios agentes que vieron al Superintendente aparecer en el hospital.
En cuanto vieron al Doctor Muerte en recepción, las preguntas cayeron firmes como sólo los segundo al mando de Jack Conway podrían reflejar. La explicación apenas pudo satisfacerlos, pero no pudiendo conseguir más, ambos hombres se conformaron, solicitando ver al Superintendente para comprobar por ellos mismos su estado.
Gordon, a pesar de su amabilidad y visible carácter cándido, aplacó su velocidad como muro inamovible en la puerta de la habitación, la cual había decidido resguardar voluntariamente hasta que los niños despertaran. Fue interesante el rápido choque de comisarios, donde la solución fue una presentación rápida y la ligera sonrisa del oficial Greco comprendiendo por qué David Gordon lo dejó esperando en su reunión programada.
Nada más relevante ocurrió. La noche fue pacífica y silenciosa en el Hospital General de Los Santos, salvo algunos ciudadanos llegando a emergencias por un tobillo torcido y yéndose a la media hora. La zona de cuidados intensivos, concretamente la habitación B-25, estuvo custodiada hasta las 10:00 a. m. por tres comisarios que relevaban turnos para tomar café.
Jack Conway, siendo una persona con costumbres que asemejan a una máquina, a las 10:05 a. m. despertó. Desorientado y adolorido como si lo hubiesen atropellado, se enderezó en su sitio tratando de definir el lugar en donde se encontraba; con el movimiento, la luz de la ventana alcanzó su rostro, deslumbrándolo y obligándolo a cubrirse con las manos. Bramó con molestia optando por levantarse, maniobrando para evitar poner peso en su pierna herida. Se enderezó con el ligero crujido de algunas vertebras, irguiéndose en medio de la habitación.
Inmediatamente después de adaptarse a la iluminación, centró su atención en los pequeños que se encontraban aún dormidos, exactamente igual que como los había dejado el día anterior. Dio una ronda de revisión por los equipos y las camas, examinando que todo estuviera en condiciones normales y tomando nota mental de cómo estaba todo antes de salir a buscar algo con lo que alimentarse.
De pronto, la puerta de la habitación se abrió. Conway se giró alarmado preparándose para atacar, cuando se dio cuenta de que quien había entrado era simplemente Volkov, con una bandeja de comida en las manos. Alcanzó a ver a Greco hablando con Gordon en el pasillo antes de que el ruso cerrara detrás de sí.
—¿No sabes tocar la puerta? —preguntó.
—¿Usted conoce el número de comisaría? —cuestionó de vuelta, depositando la bandeja en una mesilla transportable del hospital—. Le he traído el desayuno para que no tenga la necesidad de salir de aquí.... Le recuerdo, Conway, la recomendación del médico respecto a descansar. Se encuentra en licencia todavía.
Jack gruñó. Volkov interpretó el sonido como un agradecimiento, cruzándose de brazos y apoyándose en la pared, esperando ver al hombre comer.
Conway se acercó a la mesilla transportadora, sentándose en una silla que no recordaba que estuviera ahí. Tomó un plato de verduras cocidas y se llevó un primer bocado, determinando al instante que el sabor de la comida de hospital era horroroso. Tragó de mala gana, ahorrándose los comentarios y siguió comiendo. Volkov asintió satisfecho, libre de poder ver a los niños que Conway había salvado.
La historia que escuchó fue cuando menos espeluznante y ahora, observando con sus propios ojos, se daba cuenta de la gravedad del asunto. Una vena quería estallar, pensando en el sufrimiento de estas dos criaturas inocentes. Según entendió, fue pura suerte el que ahora estén vivos: Si no hubiera sido por Conway, seguramente estos niños seguirían en la playa como cadáveres dentro de una bolsa de basura tirada al mar.
Volkov miró discretamente a su Superior. Podía notar los instintos de Conway activos; estaba comiendo, pero sus músculos tensos delataban su actitud defensiva. Y si consideraba el hecho de que estuviera sentado mirando en dirección a los pequeños, era clara su postura vigilante.
Conway era la imagen precisa de un soldado hecho trizas, pero que seguía con la guardia alta dispuesto a proteger lo que le importaba con todas sus fuerzas. Estaba listo para arrojarse a defenderlos y eso Volkov sabía que estaba relacionado a sus difuntos hijos. El recuerdo de los mismos que lo hace luchar por dos criaturas desamparadas.
Lo que veía ahora mismo, era un hombre destrozado que se aferraba a dos niños desconocidos, como si estuviera salvando a los que ya no tenía.
—Volkov.
—Dígame, Conway.
—Inicien un operativo de investigación en la playa noroeste cerca de Paleto Forest —su voz ronca antes de tomar un trago de agua—. Cincuenta metros al sur del cabo, perímetro de cinco kilómetros. Peinen la zona buscando cámaras de seguridad y testigos. Si no se lo ha llevado el viento, deben encontrar restos de una bolsa oscura con cinta adhesiva rota.
—Recibido.
Jack dejó su taza en la mesilla. Volkov notó de reojo que, por primera vez desde que recordaba, dejaba el plato vacío. Lo vio levantarse, empujando la silla con él hasta posicionarla entre las camas de los niños, que seguían descansando indiferentes a ellos.
Conway se sentó con la espalda recargada contra el respaldo, cruzando los brazos y cerrando los ojos. A pesar de que parecía buscar una pose cómoda, seguía pareciendo una especie de guardaespaldas para los infantes. La orden silenciosa de que se retirara para dejarlo descansar allí sin preguntas flotó en el aire.
Volkov se giró a la puerta para dirigirse a comisaría y empezar la investigación, siendo interrumpido por una última solicitud de Conway.
—También busca reportes de niños desaparecidos —dijo entre dientes, aparentemente encaminado a quedarse dormido pronto—. Gemelos rubios... Incluye avisos nacionales e internacionales.
—Recibido —respondió. Miró un momento la ropa sucia y manchada de Conway, pensando—. ¿Le traigo unos cambios de ropa?
—Sí —murmuró.
—Entendido, que descanse.
La puerta se cerró, trayendo silencio a la habitación. Velozmente Jack comenzó a caer en la bruma del cansancio, cayendo dormido mientras escuchaba el zumbido lejano del aire acondicionado del hospital. La temperatura heló sus piernas, pero a favor de no moverse permaneció en su sitio, dejando caer la cabeza incómodamente.
Todavía le dolía muchas partes del cuerpo, principalmente las suturas en las heridas donde se tuvo que forzar nuevos puntos. Le dolía la espalda por haber dormido en el suelo por más de diez horas y seguramente despertaría peor por dormirse en una silla, pero poco le importaba cualquier dolor si podía permanecer al pendiente de los pequeños a sus costados.
Decir que el par le recordaba a sus hijos era tan sólo una pequeña raíz para intentar interpretar lo que estaba sintiendo. Esto iba hacia un sentimiento profundo y agobiante en su interior que no sería capaz de describir porque era más similar a una necesidad imperiosa e irracional. Una presión en el pecho que no le dejaba otra opción que permanecer ahí o sabía que terminaría de volverse loco.
¿Era el instinto paterno frustrado, quizás? ¿El síndrome del nido vacío llevado a la tragedia traumática de un hombre miserable? La realidad es que estaba solo, tan malditamente solo y jodido de la cabeza, que sabía que esos niños no podría soltarlos fácilmente.
Lo sintió en sus manos, después de haberlos levantado y cargado hasta el hospital. En su pecho, tras haberlos resguardado, acurrucados y necesitándolo. En su corazón, luego del fuerte latido que golpeó cada nervio cuando supo que vivirían. Ese calor que añoraba existió por un momento, el deseo ferviente de llevar en brazos a dos niños que no podría recuperar.
No era un hombre injusto, buscaría cómo devolverlos a casa. Aunque se arrancara a sí mismo de las manos ese cálido alivio que echaba tanto en falta.
Un ligero ruido le despertó, trayéndolo de regreso. La segunda noche en el hospital había comenzado y en algún momento consiguió una cobija, según se dio cuenta antes de abrir los ojos, abrigándolo torpemente.
Parpadeó para despejar la vista borrosa y revisar rápidamente a los niños, cuando se dio cuenta de un par de ojos azules mirándole.
05 de julio 2022.
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