Prólogo

El silencio resultaba aplastante, roto cada pocos segundos por el desconcertante y repetitivo pitido de los latidos del corazón siendo registrados. La luz anaranjada del atardecer se colaba por la ventana y bañaba la habitación del hospital con colores cálidos pero monótonos.

Tendido en la cama, un adolescente de apenas dieciséis años dormitaba con la nariz y la boca cubiertos por una mascarilla. El sonido de su respiración era tortuoso, áspero; un fiel reflejo de la quemazón que sentía el chico cada vez que el aire intentaba llegar a sus pulmones. Si estuviera despierto, lo describiría como si tuviera cenizas ardientes en el pecho y en la garganta.

Pero no lo estaba, y de nuevo, lo único que se escuchaba en la blanca habitación era el constante pitido de sus pulsaciones.

Entonces, la puerta del cuarto fue abierta con un suave susurro mientras era echada a un lado. Un joven de pelo negro ingresó sin caer ruido, cerrando tras él con cuidado. Vestía un uniforme peculiar, compuesto por una larga gabardina negra con detalles blancos en las mangas y en los hombros, adornada con dos cinturones blancos entrecruzados en la cadera y varios bolsillos y hebillas colocados de forma estratégica. Calzaba botas altas negras y una capa blanca le colgaba del hombro izquierdo. En ambos hombros y en el pecho, una insignia dorada y cinco estrellas debajo.

Procurando no hacer ruido, se acercó a la cama. Por un momento, su mirada, negra, profunda y seria, se concentró en la pequeña pantalla, en esos latidos desesperados que luchaban por no detenerse.

De sus labios se escapó un suspiro cansado y, por fin, contempló al chico. Tenía el pelo rosa, opaco y sin brillo. El tono de su piel se había puesto pálido y de un aspecto enfermizo a causa de estar tanto tiempo ingresado y profundas ojeras le adornaban el rostro como prueba del mal sueño. No había duda de que se estaba muriendo.

El recién llegado se quitó los guantes negros que llevaba, se sentó en la cama y, con suma delicadeza, hundió los dedos entre esos mechones de color peculiar. Como si se tratara de algo que se pudiera romper en cualquier momento, le acarició el cuero cabelludo con paciencia y cariño, aguardando a que poco a poco el menor se despertara. Odiaba interrumpirle el sueño, ya de por sí inestable, pero aquello era importante.

No tuvo que esperar mucho para que una mirada verde y cansada lo estudiara con confusión.

—¿Nii-san? —murmuró el chico al reconocerlo, parpadeando despacio y sin energía. Su voz salió en un susurro sin fuerzas, ronco y magullado, como si tuviera la garganta al rojo vivo o hubiese tragado demasiado humo. La mascarilla se empañó con su aliento.

—Hola, Natsu. —Su hermano sonrió con suavidad, hablando despacio y en tono calmado, tranquilizador—. ¿Cómo te encuentras?

Natsu, en vez de contestar, quiso incorporarse y quitarse el aparato que le cubría la mitad inferior del rostro. Su hermano lo detuvo antes de que pudiera siquiera intentarlo y lo obligó a que se tumbara de nuevo. El pequeño ahogó una tos, gimiendo con dolor.

Respirar dolía.

—Tranquilo, está bien, no te esfuerces.

Natsu acató la orden sin rechistar y se hundió de nuevo entre los almohadones que lo mantenían más o menos sentado. Contempló a Zeref con duda, fijándose en que seguía con el uniforme de la Academia y que ciertas partes estaban cubiertas de polvo. Luego, se adentró en los ojos negros de su hermano y este comprendió su pregunta aún si no habían palabras de por medio.

—Creo que he encontrado una solución, Natsu. —La emoción desesperada teñía sus palabras; él también lucía ojeras. Le cogió la mano que no tenía el pulsómetro y se la apretó con fuerza—. Esta vez estoy seguro. Si todo sale según los cálculos, te pondrás bien y podrás volver a casa conmigo. ¿No es eso genial? ¡Podrás salir de aquí!

Natsu, bajo la mascarilla empañada, sonrió y asintió una sola vez. Si tuviera fuerzas para hablar, si sus pulmones y garganta estuvieran capacitados para ello, tal vez le preguntaría si estaba completamente seguro solo por el placer de meterse con él. O puede que se emocionaría sin más y se pondría a reír.

¿Hacía cuánto que no reía?

La verdad, lo había olvidado. Lo único que recordaba era fuego en su pecho, sus pulmones volviéndose cenizas y muriendo con cada nueva inspiración.

Puede que el calendario marcara un año, pero para él ya había pasado toda una eternidad.

Si solo pudiera volver a respirar con normalidad...

Así que, sin más opciones, asintió en silencio, escuchando a su hermano y creyendo en él, en su ingenio y fuerza. Si él no podía curarlo, nadie lo haría. Después de todo, los médicos ya lo habían dado por perdido.

—Pero es arriesgado, y nunca se ha probado antes —le advirtió Zeref entonces—. Vamos a combatir fuego con fuego, Natsu. Si es el ethernano lo que te mata, es posible que también sea lo único que pueda curarte.

Tenía sentido. Al fin y al cabo, las medicinas hacía meses que habían dejado de surtir efecto. Nada parecía ser capaz de detener la degeneración de su sistema respiratorio. Y, por los resultados del último análisis, no quedaba descartado que su corazón no se viera afectado dentro de poco. No le quedaba mucho tiempo. Y sus opciones eran prácticamente inexistentes.

Era todo o nada.

Por tanto, inspiró hondo pese a la molestia de su pecho y se preparó para hablar. Necesitaba concentrarse para hacerlo.

—Con... —Se atragantó con su propia voz y tosió con dolor. Su hermano quiso impedir que siguiera hablando, pero necesitaba decirlo en voz alta—. Confío en ti —susurró como pudo. Ya ni siquiera se acordaba de cuál era el verdadero sonido de su voz ni cómo era comunicarse sin sentir agujas al rojo vivo clavándose en su laringe.

Zeref sonrió, conmovido por la fe ciega que estaba recibiendo, y las comisuras de sus labios temblaron con nerviosismo. Tuvo que obligarse a sí mismo a concentrarse y no dejarse llevar por la emoción ni la impaciencia de sacar a su hermano de entre aquellas cuatro paredes.

Sí. Pese al miedo que bullía en su interior y le ponía los pelos de punta, pese a la inseguridad de saber si funcionaría o no, estaba dispuesto a aferrarse a ese clavo ardiendo si eso significaba que le devolvería la salud plena a su pequeño hermano.

Con cuidado, le acomodó los mechones de pelo que se le habían desordenado y que le impedían ver sus ojos con claridad. Estaban tan empañados en dolor y agotamiento que el recuerdo de una época en la que brillaban de energía y alegría parecía volátil, ilusorio; una fantasía sacada de la desesperanza.

—Tendremos que sacarte de aquí y llevarte a la Central. Ahí es el único sitio donde podremos monitorizarte a ti y a Eclipse al mismo tiempo. —Hizo una pausa, permitiéndole que asimilara todo, y lo contempló con ansiedad—. ¿Qué dices? ¿Lo intentamos?

Natsu no tuvo que pensárselo demasiado y aceptó decidido. Era leve y sutil, pero la seguridad volvía a relucir en su mirada enferma. Haría lo que fuera con tal de recuperar aunque fuese una parte de su antigua vida.

Zeref sonrió con verdadero alivio; le temblaban las manos del nerviosismo.

—Entonces espera a que vaya a firmar tu permiso de salida y podremos irnos.

Se despidió de él revolviéndole el pelo y Natsu contempló de reojo cómo desaparecía por la puerta con su abrigo y capa ondeando tras él por la velocidad de sus pasos. Sonrió en silencio, divertido. Como debía haberse esperado, Zeref ya tenía todo listo de antemano. Había acudido a él solo al final, cuando lo único que faltaba era su consentimiento.

De nuevo, quedó confirmado que sin él habría estado perdido hace mucho, puede que incluso muerto.

Distraído, volvió el rostro hacia la ventana. El atardecer le dio de lleno en los ojos y no pudo evitar preguntarse cómo sería regresar ahí fuera, pasear por las calles sin tener que estar arrastrando una bombona de oxígeno ni un atril con suero y fármacos entrándole en vena. El viento se sentía lejano en su mundo de cuatro paredes blancas, un mito, y sus dedos se aferraron a las sábanas con frustración y enojo.

Desde que se descubrió que poseía magia, todo había ido de cabeza al desastre. Porque era su propio poder el que lo estaba matando y, de no ser por él, no llevaría tendido en una cama de hospital durante más de un año y tampoco tendría a Zeref desesperado por encontrar una solución imposible a su problema.

Se había vuelto un peso muerto, un estorbo en la vida de los demás. Y, personalmente, había perdido toda esperanza de que algo cambiara a esas alturas. Tan solo quería que todo acabara.

El ruido de la puerta corrediza lo sacó de su mente. Zeref, seguido de una enfermera, entró en la habitación empujando una silla de ruedas. Natsu no reaccionó al verla y se dejó ayudar por ambos para poder levantarse sin quedar enredado entre tanto cable y tubo. Fue más complicado de lo que se había imaginado y cuando por fin consiguió sentarse, el pecho le dolía horrores mientras él intentaba no jadear.

Tosió con aspereza, aferrándose a su ropa de hospital, y saboreó con amargura el sabor a cenizas que había inundado su boca. Se pasó la lengua por los labios resecos, pero incluso estos se sentían amargos.

—¿Estás bien? —se preocupó su hermano al instante, agachándose frente a él y agarrándole el hombro.

Natsu asintió, inseguro. Los ataques no eran infrecuentes, pero cada vez parecían doler más. Para distraerse, y también a su hermano, señaló la puerta entreabierta. Solo quería salir de ahí.

Zeref asintió, comprendiendo, y se puso en pie. Le hizo una seña a la enfermera y, poco tiempo después, Natsu Dragneel abandonaba el hospital en el que llevaba ingresado quince meses.







Lo sorprendió el frío helado del invierno. Pese a que se había cambiado de ropa y estaba envuelto en la capa prestada de su hermano, el aire gélido le golpeó el rostro y le revolvió el pelo como una especie de bienvenida al mundo de los vivos.

Sin darse siquiera cuenta, llevó un brazo hacia atrás y le agarró la muñeca a Zeref, pidiéndole que se detuviera. Una pequeña furgoneta negra, adornada con el logo dorado de la Academia, los aguardaba junto a la acera al otro lado del pequeño jardín que precedía a la entrada del hospital. Un hombre vestido con el mismo uniforme que su hermano se había bajado del vehículo al mismo tiempo que ellos salieron a la calle. Sin embargo, Zeref lo ignoró y acató la petición silenciosa de Natsu.

Lo vio mirar a su alrededor con atención, buscando diferencias o semejanzas de la avenida actual con la que él recordaba de hacía un año. Los árboles estaban sin hojas y los transeúntes no sacaban las narices de sus bufandas o abrigos. Hacía frío.

—¿En qué mes...? —murmuró sin voz, ahogándose en una tos inoportuna que le cortó la pregunta a la mitad.

—Febrero —contestó Zeref, contemplando también lo que los rodeaba—. ¿Tienes frío?

Le había cedido su capa y lo había envuelto con él a modo de manta. Al igual que su uniforme, estaba diseñada con ingeniería mágica, preparada especialmente para mantener la temperatura corporal del usuario, entre otras funciones. Sin embargo, debajo de ella, su hermano pequeño seguía vistiendo un sencillo chándal y temía que un resfriado se sumara a su cadena de síntomas.

Pero Natsu negó y levantó la vista al cielo encapotado, roto de vez en cuando por los rayos del atardecer que conseguían abrirse paso entre aquella cubierta enmarañada de nubes. En cierto modo, se parecía al aspecto que tenía su garganta cada vez que le hacían una laringoscopia. Y si esta se encontraba en tal estado... sus pulmones estaban muchísimo peor.

Sonrió para sí con amargura. ¿Tan mal había acabado que ahora incluso un hermoso atardecer le parecía horrible y enfermizo?

Darse cuenta de esto hizo que tomara una decisión. Tal vez estúpida y sin sentido, pero no se paró a pensar en ello. Se llevó la mano a la cara, se quitó la mascarilla y se puso en pie.

Su pecho comenzó a arder al instante, y por el rabillo del ojo vio que la enfermera que los había acompañado daba un paso lleno de pánico en su dirección. No obstante, Zeref la detuvo y Natsu le sonrió agradecido. Tal vez lo único bueno de todo aquello era que su hermano y él habían aprendido a comprenderse mucho más que antes, formando un lazo irrompible y que no necesitaba de palabras. Un simple gesto, una mirada; incluso un movimiento inconsciente bastaba para que el otro supiera lo que estaba pensando.

Y, por ese mismo motivo, Zeref supo comprender que para Natsu aquel pequeño acto de rebeldía era importante. Que necesitaba sentir en su propia piel el dolor que le causaba respirar, estar ahí de pie, con los dedos aferrándose a su capa y aguantando la agonía que pagaba por intentar vivir un segundo, un instante más por sí mismo.

En el horizonte, una enorme puerta abierta de par en par les hacía sombra. Era más alta que cualquier edificio y su superficie negra se ondulaba como las aguas de un lago oscuro y turbio. Eclipse los observaba, inamovible como un titán, y Natsu supo que, de un modo u otro, aquel sería el último momento en el que respirar sería sinónimo de sufrimiento.







Ver a Zeref con bata de laboratorio siempre le había parecido extraño. Era como si, de pronto, su hermano desapareciera para dejar paso al genio calculador y metódico que llevaba dentro y que tantos logros le había otorgado a su persona. Apenas tenía diecinueve años y el nombre de Zeref Dragneel ya comenzaba a susurrarse por todas partes.

Como su hermano pequeño, Natsu siempre había estado orgulloso de él, y cuando, además, adquirió la capacidad de usar la Magia Negra, el pedestal en que lo tenía subido se alzó de forma exponencial.

Sin embargo, ahora que lo tenía delante y lo veía colocándole varios receptores, cables y demás cosas que no tenía ni idea de para qué servían, no podía evitar ponerse nervioso.

Por lo que le había dicho, se encontraban en Central, en un laboratorio cercano a la Puerta, usado de forma habitual para investigar las fluctuaciones del ethernano que había en ella así como intentar adivinar cuándo volvería a romperse la Membrana o surgiría un portal secundario. Y tal vez, si había suerte, conseguir cerrar Eclipse.

Ahora, no obstante, lo habían remodelado de forma exprés para adaptarse a lo que fuese que tenía pensado hacer su hermano con él para intentar curarlo. La sala estaba envuelta en penumbras, iluminada de forma tenue por el brillo azulado que surgía de una enorme esfera que había en el centro de la habitación. Dentro, algo daba vueltas con insistencia, intentando salir de su prisión de vidrio reforzado.

Natsu se encontraba tumbado justo al lado en una camilla, desnudo de cintura para arriba y con Zeref orbitando a su alrededor mientras hacía los últimos ajustes de todo.

—Zeref. —La voz del ayudante personal de su hermano resonó por los altavoces—. Estamos listos. Cuando quieras.

—Gracias, Invel.

Zeref ni siquiera se molestó en apartar la mirada de lo que estaba haciendo y tecleó algo rápido en la pequeña pantalla que había bajo la cápsula. Luego, se volvió hacia Natsu. Su mirada era indescifrable.

—Natsu, voy a preguntártelo una última vez —dijo con seriedad—: no sé cómo saldrá esto. No han existido precedentes a lo que queremos intentar y solo tenemos una oportunidad para hacerlo. Se ha tardado bastante en recolectar tanto ethernano puro y volver a hacerlo llevaría demasiado tiempo... Tiempo del que no dispones —Sus ojos se oscurecieron—. Me he asegurado personalmente de que todo esté en orden pero...

Natsu no necesitó oír más.

—Hazlo.

Zeref guardó silencio y lo miró a los ojos con duda y preocupación. La mirada de su hermano pequeño era firme y determinada. Sonrió, orgulloso.

—Muy bien —accedió. Extendió un brazo y alcanzó una mascarilla ajena a la que Natsu estaba usando que estaba conectada a un aparato enorme cercano a la cápsula—. Esto —le señaló lo que acababa de coger— mezclará oxígeno con ethernano en polvo. Iremos poco a poco subiendo su concentración y bajando la del oxígeno a medida que vayamos viendo cómo lo asimilas. Ante cualquier molestia o sensación que tengas, levantas el brazo y pararemos al instante. ¿Estás listo?

Natsu asintió y Zeref procedió a quitarle la mascarilla con sumo cuidado y ponerle la nueva. Revisó una última vez la pantalla que registraba sus signos vitales y el estado de la cápsula de ethernano y se dirigió hacia la salida. Antes de salir, se volvió hacia él. Sonrió.

—Nos vemos en un rato, hermanito.

El menor sonrió, divertido al escuchar aquel sobrenombre que hacía tiempo que no oía y lo despidió con un movimiento breve de su mano. Fue más que suficiente.

Una vez solo, atraído como por un imán, su atención acabó en esa bola enorme que brillaba a pocos metros de él. Viendo aquella concentración de ethernano pura, comprendió por qué la medicina tradicional no funcionaba con él y por qué había gente que consideraba esas pequeñas partículas brillantes, normalmente invisibles al ojo humano, como algo sagrado o divino. Imponía, y su presencia enmudecía hasta los pensamientos más profundos.

A Natsu se le pusieron los pelos de punta solo de pensar que iba a respirar algo como eso.

—Natsu, vamos a comenzar. —La voz de Zeref resonó distorsionada, irrumpiendo en el silencio como el estallido de una bomba—. Iniciando Fase Uno al cinco por ciento en tres, dos... uno.

—Fase Uno activada. —Esta vez fue Invel el que habló.

—Constantes estables. —Otra voz, masculina pero desconocida, siguió con el informe—. Actividad mágica estable.

Zeref indicó algo, pero Natsu ya no le prestaba atención. Estaba teniendo una sensación extraña, aunque no dolorosa. A su nariz llegó un aroma mentolado que lo dejó desconcertado. Llevaba tiempo sin oler nada que no fuesen cenizas.

Nervioso, aguardó a que llegara el dolor como pago por la nueva experiencia. No obstante, lo único que percibió fue un ligero picor en la garganta, frío y refrescante. Un hormigueo que le entumecía las heridas y que actuaba de calmante.

Las voces de su hermano y su equipo resonaban en eco en un segundo plano, transformándose en una melodía extraña de fondo.

El ethernano seguía acariciando su nariz con sus manos frías y adormeciéndole los sentidos. Parecía la caricia de una madre amable que velaba por su hijo. El tacto de una pluma helada que escribía milagros sobre sus heridas.

Poco a poco, el cansancio acumulado fue cerrándole los ojos. Lo último que pensó antes de quedarse dormido fue que el brillo de la magia, por primera vez, le parecía hermoso.







Se despertó cuando su hermano le retiró la mascarilla con cuidado de no perturbarlo, sin éxito. Desde que había enfermado, el sueño de Natsu se había vuelto ligero.

Parpadeó, confundido y con una sensación extraña en el pecho. Era como si de pronto le hubiesen quitado un enorme peso de encima.

—Buenos días —lo saludó Zeref, sonriendo pese al evidente cansancio que se acumulaba en sus rasgos—. ¿Cómo te sientes?

Natsu, con duda, se llevó una mano al centro del pecho e inspiró hondo. Aguardó.

Nada.

No sentía nada.

Sus manos comenzaron a temblar al darse cuenta de que la mascarilla seguía en manos de su hermano y no sobre su nariz.

—Bi-bien —tartamudeó en voz baja.

De nuevo, le sorprendió no sentir nada. No hubo dolor, ni escozor al intentar hablar. Era como si las palabras se deslizaran sobre miel fuera de su garganta.

—¿Cuánto...?

—Ocho horas. —Ante su mirada perpleja, Zeref soltó una carcajada—. Increíble, ¿verdad? Tus signos vitales estuvieron estables todo el tiempo, así que quise dejarte descansar.

Su hermano asintió, aturdido.

—Es la primera vez en mucho tiempo que duermo tanto —murmuró, fascinado. Ahora comprendía por qué se sentía tan ligero y descansado.

—También es la frase más larga que has dicho en mucho tiempo.

Ante tal apunte, Natsu se llevó una mano a la garganta, sin saber qué esperaba encontrar en ella. Era tan extraño y desconcertante no sentir dolor que creía estar viviendo un sueño. ¿De verdad aquello era real?

Con duda, se mordió el labio.

Dolor.

Aquello era real.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Natsu? —Zeref se alarmó al instante, sin saber qué sucedía—. ¿Estás bien? ¿Te duele algo?

Al ver su cara de completo pánico, la risa de Natsu fue inevitable. Fue algo corto, trémulo. Falto de experiencia. Un estallido de color fugaz en medio de un mundo demasiado tiempo gris. Fue hermoso; música para los oídos.

Zeref lo miraba perplejo y mudo de la incredulidad.

—¿A-Acabas de...?

Natsu rió otra vez, demasiado feliz como para contener toda esa emoción en su cuerpo escuálido. Sin pensar, se incorporó en la cama, se abalanzó sobre su hermano y se aferró a él como un niño pequeño. Comenzó a sollozar.

—Funciona, nii-san —farfulló, todavía incapaz de procesar que aquella fuese su voz.

Sonaba ronca, sin uso y áspera, pero le daba igual. Esa era su voz. Sin dolor, sin fuego en el pecho. Simplemente sonido.

Zeref lo abrazó como pudo, temblando él también de la emoción y la alegría.

—Es... Es posible que sea temporal —le advirtió, obligándose a sí mismo a poner los dos pies en la tierra y a no dejarse llevar—. Te hemos administrado una concentración mínima y no sabemos qué efectos secundarios pueda tener. Estarás en observación durante veinticuatro horas y, si todo marcha bien, repetiremos el proceso a mayor dosis. Tendremos que ir poco a poco y llevará tiempo pero...

—No me importa —lo interrumpió. Se apartó de él lo justo para que pudiera verle la cara anegada en lágrimas de felicidad—. Aún si me lleva cincuenta años poder respirar otra vez, o si mañana dejo de poder hacerlo y esto ha sido una simple casualidad, no me importa. Mi único deseo era recordar lo que era no sentir que se me calcinaban los pulmones por una vez, sentir que podía respirar solo una vez más.

Inspiró profundamente, deleitándose por aquella dulce nada que aguardaba en su garganta. ¿Cómo podía el vacío ser tan brillante y acogedor? La sonrisa que le dedicó a su hermano fue cegadora.

—Y todo gracias a ti, nii-san. Tenías razón. Lo conseguiste. —Volvió a abrazarlo—. Gracias, gracias. Gracias por no darte por vencido.

—Por ti, Natsu, jamás. Eres mi único hermano.

Natsu sollozó una vez más y Zeref lo estrechó con fuerza entre sus brazos, agradecido por presenciar de nuevo aquella vitalidad que tanto había añorado ver en su pequeño hermano. Por un instante, fue como si aquel año jamás hubiese sucedido.

De pronto, una alarma lejana, parecida a la sirena de incendios, resonó más allá del laboratorio. Las pocas luces de la sala se apagaron y comenzaron a parpadear en un tono rojizo. Los hermanos se apartaron con cuidado y Natsu miró a su alrededor, confundido y preocupado.

—¿Qué está pasando?

La respuesta de Zeref llegó a modo de pregunta dirigida al techo:

—¿Invel? ¿No es esa la alarma de Eclipse?

—En efecto. —Su ayudante contestó por megafonía. Sus siguientes palabras surgieron con rapidez—: Al parecer la Membrana se está volviendo a romper. Hay una llamada general para los magos y exterminadores por encima del rango B, sin excepción. Es un código cinco.

Zeref chasqueó la lengua, molesto. Esa llamada también lo incluía. De hecho, ni bien terminó de escuchar la explicación de Invel, el reloj de su muñeca vibró por un nuevo mensaje. No necesitó abrirlo para saber su contenido.

—Tenía que ser justo en este momento —suspiró. Se volvió hacia su hermano—. Natsu me tengo que...

Pero Natsu no le hacía caso. Tenía la mirada perdida y anclada en el contenedor de ethernano que había a sus espaldas y que, sin que él se diera cuenta, había comenzado a brillar demasiado. Su instinto de peligro se disparó por las nubes al verlo.

—Zeref, ¿es eso normal? —murmuró, acercándose con curiosidad.

El cristal de contención comenzó a agrietarse a una velocidad alarmante.

—¡No, Natsu!

Demasiado tarde.

La explosión de ethernano fue devastadora e inevitable, y lanzó a ambos hermanos volando por los aires. Zeref acabó estrellándose contra los monitores y Natsu acabó estampado contra la pared. El golpe hizo que viera blanco tras los ojos.

La onda expansiva de ethernano lo alcanzó poco después.

Comenzó a gritar.

Si antes pensaba que su sufrimiento diario no tenía comparación, ahora lo veía como algo insignificante. Le ardían las manos, los brazos, la cabeza, el pecho. Sentía que todo su cuerpo iba a estallar en mil pedazos de un momento a otro, incinerado desde dentro. Dolía. Ardía. Las lágrimas salían sin control y sus gritos se habían quedado sin voz, bailando en la cuerda floja de la inconsciencia.

Lo último que vio antes de dejar de sentir fue una enorme ola de oscuridad ciñéndose sobre él como un vórtice que destrozaba todo a su paso. Un grito desesperado y perdido resonó en sus oídos:

—¡Natsu!

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top