Capítulo 27
Mavis supo que algo iba mal en cuanto la señal de Wahl desapareció de pronto sin dejar rastro. Durante un minuto, se creyó que había sido algún error informático de Central, solo que no lo era. En cuanto se llegó a esa conclusión, el caos volvió a reinar en la sala de control.
Todavía tenían conexión directa con los intercomunicadores de Invel y el resto del equipo, así como el de los dos drones que iban con ellos. Sin embargo, sin la señal de Wahl para guiarlos, encontrarlos iba a ser misión imposible.
Pero Mavis no era considerada una ingeniera de renombre por nada y no pensaba quedarse de brazos cruzados. Lo suyo era la informática, y pensaba demostrarlo. De modo que, mientras el resto de sus compañeros se esforzaban por recuperar algún tipo de señal o intentar adivinar su posible ubicación a través de los datos registrados y guardados, ella se hizo con un monitor propio, se recogió el pelo en una coleta, pateó sus zapatos lejos de ella y se puso manos a la obra por cuenta propia.
Siete minutos después, lo que encontró la dejó con la boca abierta.
Desde que se había convertido en exterminadora en pleno derecho, Dimaria había visto y peleado con un innumerable montón de cosas feas e incomprensibles. Todavía recordaba con desagrado la incursión en la que se topó con una babosa gigante que escupía moco apestoso, y también aquella vez en la que tuvo que luchar contra una especie de rocas gigantes que se movían por cuenta propia a base de saltos que hacían temblar todo el suelo. Y eso solo era el principio de una larga lista que había comenzado a hacer solo a comienzos del año pasado.
En resumen: había visto demasiadas cosas raras para toda una vida, pero lo que tenía delante se llevaba, con creces, el premio gordo. Al menos, en cuanto a comprensión se refería.
En medio de un enorme cráter cubierto parcialmente con hielo, delante de Gildarts y Silver, había dos criaturas de cierto aspecto humanoide, si es que por humanoide se podía decir que ambas tenían manos y cara medianamente humanos. Sin embargo, hasta ahí las coincidencias, pues uno de ellos doblaba a los dos exterminadores en altura, tenía cuatro brazos, extraños tatuajes y la mitad inferior de su cuerpo era una especie de pulpo. La otra criatura, en cambio, vestía lo que de lejos parecía ser una ropa de baño y un casco, en opinión de Dimaria, ridículo. También tenía una especie de orejas o cuernos verdes emplumados y patas de ave. Dimaria no pudo evitar compararla con un loro.
Aun así, pese al aspecto extravagante de ambos, tanto Gildarts como Silver parecía que los estaban tomando en serio y ella no era tan estúpida como para confiarse y bajar la guardia. Así que desenvainó sin dudarlo y comenzó a rodear el cráter en busca de un punto ciego por el que poder acercarse. Brandish la seguía de cerca, sus pisadas tan silenciosas como podía ser su presencia cuando realmente quería pasar desapercibida.
Sin perder de vista a esas extrañas criaturas, Dimaria tecleó con rapidez practicada y con una sola mano un mensaje en su intercomunicador que envió a su compañera.
¿Invel e Irene?
La respuesta le llegó un par de segundos después tan escueta como su propia pregunta.
Hacia el cubo.
Tres palabras a las que Dimaria no les dedicó más que un rápido vistazo pero que fueron suficientes para comprender que el equipo de cuatro se había vuelto de dos sin previo aviso y que estaban solas para ser el apoyo de Silver y Gildarts mientras ellos dos buscaban una forma de subir hasta ahí arriba en busca de Natsu y compañía. Porque si los profesores estaban justo debajo, solos, los demás tenían que estar cerca y ese cubo era demasiado sospechoso, amenazador y espeluznante como para no considerarlo el mejor sitio para empezar a buscar.
Entonces, la mujer-patas-de-pollo se movió, con una rapidez para la que no estaba preparada para ver, y apareció sobre Silver. Antes de que el hombre pudiera esquivarla, las piernas de su oponente rodearon su cuello, inmovilizándolo, y sus manos le agarraron la cabeza. Pareció decir algo que Dimaria no logró escuchar del todo y, un segundo después, vio al exterminador doblarse de dolor y gritar.
Lo que sucedió a partir de ahí fue un efecto en cadena.
Gildarts se giró en redondo hacia su compañero, pálido y alarmado al escuchar semejante alarido, y Dimaria aceleró sin siquiera pensar en ello. Se convirtió en un borrón de velocidad pero, aun así, llegó tarde. El pulpo estaba demasiado cerca y en ningún momento se le pasó por la cabeza que sus brazos podían convertirse en espadas.
Antes de que Gildarts pudiera reaccionar y recuperarse de su breve distracción, la criatura ya le había cortado un brazo y su otro par de manos buscaban cercenarlo en dos mitades con la misma rapidez.
Dimaria ni siquiera dudó al colocarse entre ambos y detener ambas cuchillas con el filo de su propia espada. El metal se encontró con el metal, creando chispas, y la fuerza y el impulso del monstruo la movieron un par de centímetros donde sus botas arañaron el suelo.
Con un gruñido furioso, donde sintió que los músculos de los brazos le estallaban en dolor por la resistencia repentina, Dimaria plantó los talones en la tierra con firmeza, reajustó su propia postura y resistió el embiste.
Por el rabillo del ojo, vio que Brandish también se había movido casi al mismo tiempo que ella y que, ahora, separaba a la mujer de Silver con una poderosa patada en el costado que la lanzó volando varios metros.
Se creó entonces una especie de tenso punto muerto donde tanto las criaturas como los agotados y magullados exterminadores se daban cuenta de su nueva compañía. La incredulidad parecía respirarse en el aire junto con el polvo levantado.
—¿Dimaria? —La voz perpleja de Gildarts tartamudeó a pocos centímetros de su nuca, demasiado desconcertado de su repentina presencia como para recordar que en Eclipse no usaban sus nombres reales.
No se lo tuvo en cuenta, en cambio, exigió otra cosa:
—Retrocede.
Necesitaba espacio para poder moverse y atacar con soltura y en esos momentos daba la sensación de que estaba atrapada en un abrazo paranormal y espeluznante que buscaba aplastarla.
Por fortuna, aquella palabra consiguió hacerlo reaccionar y recordarle las prioridades en una situación de riesgo como aquella. Sin protestar, y también con rapidez, Gildarts se alejó de ella de un salto que le dio margen suficiente para terminar de ajustar su guardia en aquel forcejeo de espadas. Lo hizo justo a tiempo, pues otro par más apareció de la nada para unirse a sus otras dos gemelas. La nueva presión amenazó con doblar sus rodillas y hacerla caer, pero bloqueó sus músculos y gruñó con terquedad. No pensaba dejar que un estúpido pulpo fuese la razón de su muerte.
Entonces, una risa grave retumbó por encima de su cabeza y una voz ronca y divertida preguntó:
—¿Y tú de dónde has salido, humana? ¿Te unes a tus amigos en la muerte?
Dimaria tuvo que reconocer que aquello no se lo esperaba. Aturdida, parpadeó y alzó la mirada solo para encontrarse con un rostro ceniciento y puntiagudo que le sonreía con crueldad y descaro. Decir que estaba sorprendida era poco. ¿Desde cuando las criaturas de Eclipse hablaban?
Aun así, pese a su sorpresa, su habitual descaro salió a flote con relativa fluidez:
—Oh, mira por dónde, una aloe vera parlante. ¿Te apetece ser mi mascota?
Por supuesto, se aseguró de sonreír con la misma crueldad que la que había recibido y disfrutó sin remordimiento alguno de la expresión de pura indignación que compuso aquel nuevo espécimen de vida inteligente. Un pensamiento lejano y distraído le susurró que el descubrimiento pondría a Mavis en éxtasis intelectual. Mientras tanto, el monstruo chillaba ridículamente furioso:
—¿Qué es una aloe vera? —Hizo una pausa y frunció el ceño, como si esa no fuese la verdadera pregunta que tenía que hacer. Entonces, cayó en la cuenta—: No, espera. ¡¿Mascota?! —Su grito fue desproporcionadamente agudo con respecto a su enorme tamaño. La incredulidad e indignación relajaron su cuerpo de forma involuntaria en los sitios equivocados y las espadas se separaron un par de milímetros—. ¿Te estás burlando de mí, humana insignificante?
Dimaria le lanzó una mirada cargada de obviedad mientras bajaba la cadera y separaba un poco más los pies.
—Por supuesto que me estoy burlando de ti, pulpo estúpido —espetó; su cuerpo cargándose de la estática impaciente de su magia—. Pero no te preocupes, me aseguraré de que en tu nueva pecera tengas también un par de diccionarios infantiles. De esos con dibujos, para que los puedas entender.
En cuestión de segundos, vio cómo el rostro gris de la criatura pasaba por varios tonos antes de detenerse en un granate furioso. Los tentáculos puntiagudos se agitaron a su alrededor, como si estuvieran cogiendo impulso para empalarla ahí mismo.
—¡Te mataré! —rugió—. ¡Soy Ezel, uno de los demonios de Tártaros!
Y, como para marcar su punto, sus brazos convertidos en armas se alzaron en el aire y sus tentáculos golpearon el suelo con furia, intentando hacerla pedazos. Pero Dimaria era rápida, y estaba preparada para un ataque semejante. Con su magia acelerando sus movimientos y sus reflejos, esquivar fue sencillo y consiguió apartarse de su rango de acción de un salto elegante, no sin antes darle una palmadita amistosa en un tentáculo que pasó cerca de su pierna.
—Y yo soy Chronos. Asegúrate de no olvidar el nombre de tu nueva dueña.
Para mayor descaro, apoyó una mano en la cadera y le guiñó un ojo. En ese punto, el pulpo, Ezel, hervía de rabia. Se lanzó hacia ella cegado por la ira. Su cuerpo irradiaba una ligera luz dorada.
—¡Te mataré!
Dimaria bajó el brazo.
—Eso ya lo has dicho. —Sus ojos siguieron, aburridos, el salto ralentizado que daba el demonio en el aire. Con descaro calculado, envainó su espada y desató de su muslo derecho una daga curva que pocas veces usaba—. ¿Sabes qué? Olvida lo de ser mi mascota. Acabo de recordar que en los dormitorios no se permiten animales. Además, visto de cerca, eres demasiado feo. Y apestas. Mi novio te odiará así que... ¿qué tal si te mueres?
Sin embargo, antes de que obtuviera una respuesta diferente a un gruñido furioso, Dimaria ya se había abierto paso entre tentáculos y espadas y, sin parpadear, le clavó la daga en la garganta.
—Adiós, Ezel de Tártaros —declaró, sus ojos marrones anclados en los del demonio, presenciando cómo la vida desaparecía de ellos a cada palabra suya—. No vuelvas a subestimar a los humanos.
Poco después, el cadáver se desplomaba en el suelo con un golpe sordo, con Dimaria todavía encaramada a él como si fuese un trofeo de caza y Gildarts observando todo con la boca abierta de perplejidad y un brazo menos.
Una decena de metros más allá, Brandish le ponía fin a su propia pelea. La demonio no había tenido oportunidad alguna ante su fuerza bruta y su habilidad de poder empequeñecer las cosas hasta hacerlas desaparecer.
Silver se le acercó entonces con gesto descompuesto, libre por fin del poder —fuese cual fuese ese— de aquella demonio que se había presentado como Kyouka nada más aparecer pero aún así agotado y con un aspecto tan desastroso como se sentía él mismo. Con un suspiro cansado, se dejó caer en el suelo a su lado y contempló con expresión vacía el brazo metálico que habían conseguido cercenarle. Ninguno comentó la suerte que había tenido al ser el protésico el que había perdido y no el otro. En cambio, lo que Silver dijo fue:
—Los de Armamentística te van a odiar.
Gildarts tuvo el descaro de soltar una carcajada. Aun así, acarició su ahora muñón de metal con aire melancólico.
—Estaba contento con este, en realidad. Me había durado casi un año. —Silver, al escucharlo, puso los ojos en blanco. Tras una pausa pensativa, Gildarts continuó—: Nos estamos volviendo viejos, Silver.
El exterminador no necesitó que le aclarara a qué se refería; él también sentía lo mismo a veces. Por un momento, se limitó a observar a Dimaria y a Brandish, recuperándose cada una de su propia pelea, ambas impresionantes y dignas de elogio. No era la primera vez que veía a alguno de sus mejores antiguos estudiantes en acción, pero cada vez que presenciaba en qué se habían convertido, sentía que una nueva parte de él se arrugaba en una sensación agridulce de orgullo y preocupación a partes iguales.
Sí, Gildarts tenía razón: se estaban haciendo viejos. O, una segunda opción que le gustaba más, los mocosos estaban creciendo demasiado rápido. Todavía estaban en sus tiernos cuarenta, maldita sea. Podían seguir dando guerra y tirando de las orejas un buen puñado más de años de ahí en adelante.
Al menos, pensó, aguantaría activo y en forma el tiempo suficiente para ver a su propio hijo convertirse en alguien de renombre. Y con unas figuras como las exterminadoras que tenía delante como motivación, estaba seguro de que él no sería el único inspirado.
Dentro de un par de años, si es que no lo hacía ya, Eclipse temblaría en sus cimientos de miedo.
Mientras tanto, en el interior del Cubo, Invel e Irene recorrían pasillos oscuros, enmohecidos y que habían visto días mejores. Irene iba al frente, haciendo de guía por aquel laberinto de túneles y celdas dada su capacidad de percibir la energía mágica de otros seres con precisión. Al parecer, el mismo Cubo irradiaba magia, pero dentro del mismo había faros mucho más poderosos y claros.
Ninguno de los dos hablaba; no hacía falta. Confiaban el uno en el otro lo suficiente como para saber que se cuidarían la espalda de forma mutua sin necesidad de pedirlo.
Pronto llegaron, así, a una especie de antesala que se abría a cinco pasillos distintos, donde, entre cada uno de los mismos, una celda hacía de pared. En una de ellas, Invel divisó a dos niños, los mismos que había contemplado una y otra vez día tras día en las últimas semanas en Central. Parecían estar inconscientes, y frente a ellos, al otro lado de los barrotes, una mujer con cuernos y un kimono que dejaba poco a la imaginación hacía de carcelero.
En un pétreo rostro inexpresivo, la única emoción que cruzó por su gesto al verlos aparecer fue un breve ceño fruncido que le dijo a Invel todo lo que necesitaba saber. Esa mujer era peligrosa, y les convenía librarse de ella cuanto antes. Justo entonces, otra figura apareció, procedente de otro pasillo distinto al que ellos mismos acababan de abandonar. Invel también lo reconoció. Era el hombre de armadura que había aparecido durante la Ruptura. La combinación de ambas presencias no le gustó en absoluto. ¿Estaban los dos compinchados?
Antes de que pudiera llegar a una respuesta clara, sin embargo, la mujer tomó la palabra:
—¿Quiénes sois vosotros?
Invel, por supuesto, no contestó. En cambio, se fijó en el lenguaje corporal del hombre, en cómo se había tensado nada más llegar a la habitación y en cómo, de todos los presentes, su atención recaía sobretodo en la mujer de los cuernos y en los niños que había más allá de los barrotes. De hecho, dio un ruidoso paso al frente, atrayendo toda la atención hacia su persona.
—Seilah —gruñó, sus ojos fijos en los gemelos y un peligroso resplandor cubriendo sus dedos—. ¿Qué les has hecho?
La mujer, Seilah, le lanzó una mirada aburrida y llena de desdén.
—No tendrías que haber salido de tu jaula, gato.
De acuerdo. Estaba claro que no estaban en el mismo bando.
Invel intercambió una rápida mirada con Irene. Parpadeó hacia Seilah una sola vez y su compañera asintió de forma imperceptible. Aquello le sacó un suspiro en forma de vaho. Inspiró hondo, se recolocó las gafas y, en el mismo instante en el que exhaló, toda la mitad derecha de la antesala se había convertido en hielo puro que se extendía por los pasillos más allá de la vista. A su izquierda, un muro de hielo de un metro de ancho los separaba a él y a Seilah de Irene y el otro hombre.
La mujer alzó una ceja, sin verse demasiado impresionada por el repentino despliegue de poder.
—Eso no ha sido muy inteligente, humano. ¿Enfrentarte tú solo a un demonio? ¿Eres estúpido?
Invel, como toda respuesta, se encogió de hombros y bajó los brazos. A su alrededor comenzaron a flotar copos de nieve salidos de ninguna parte.
—Depende de con quién me compares —concedió, escueto y con la misma poca emoción que ella.
Sus palabras no fueron del agrado de Seilah, si la repentina tensión de sus labios valían como señal. Entonces, la vio enderezar los hombros para comenzar a caminar hacia él. Sus ojos rojos no se apartaron de los suyos en ningún momento, hipnotizantes, e Invel, inconscientemente, dejó que su magia comenzara a congelar su propia piel. De pronto, la escuchó decir:
—Te lo ordeno. —Su voz parecía dulce almíbar, un cántico, una promesa, seda que envolvía los sentidos—. Obedéceme. Deshaz tu magia y sé mío.
E Invel se quedó inmóvil, la mirada perdida en sus ojos y ninguna emoción en su rostro frío. Había escarcha en su pómulo y en su cuello, y parte de la nieve que revoloteaba por la habitación se había adherido a sus pálidos mechones de pelo. Despacio, con movimientos torpes y rígidos, alzó una mano y la extendió frente a él. Luego, se quedó inmóvil. Sus dedos estaban azules, necróticos y cubiertos por hielo. Su respiración formaba densas volutas de vaho que le empañaban las gafas.
Seilah, frente a él, sonrió con suficiencia. Se terminó de acercar, le colocó una mano en el hombro y le susurró al oído con la misma voz dulce de antes:
—Deshaz el hielo y ataca a tu compañera.
La respuesta automática de Invel fue girar la cabeza hacia el enorme muro de hielo que había creado. Dio un paso, los dedos de Seilah todavía tocándolo, y su mano extendida se apoyó en la helada superficie. Los copos de nieve se agitaron en el aire. La temperatura descendió todavía más en el silencio expectante y espeso de la obediencia ciega.
Y, entonces, la voz gélida y mortal de Invel resonó por toda la sala:
—En realidad, dos pueden jugar a este juego.
Se había escuchado completamente lúcido y tan cortante como una cuchilla recién afilada y pulida. Se volvió hacia Seilah, sus ojos de un oscuro azul eléctrico, con una calma helada que no hacía esfuerzo alguno por ocultar su ira. La demonio retrocedió como si se hubiese electrocutado, pero Invel la atrapó por la muñeca antes de que pudiera alejarse demasiado.
—Im-imposible —balbuceaba Seilah, pálida y con los papeles perdidos.
—En realidad no —contestó el exterminador, imperturbable. Mientras mantenía su agarre férreo sobre ella, el hielo y la escarcha comenzaban a desprenderse de él como una segunda piel—. Supongo que manejas alguna clase de hipnosis —teorizó, estudiándola con la misma objetividad con la que analizaba una muestra en un microscopio—. Sin embargo, cuando el cuerpo lucha contra la hipotermia, no es capaz de concentrarse en nada más. —Inclinó la cabeza, y sus gafas adquirieron un reflejo letal que hizo temblar a la demonio—. Aunque, en realidad, tal vez no debería estar explicándote esto. Al fin y al cabo, soy estúpido.
Seilah, desesperada, inició un forcejeo inútil por liberarse de su agarre. Era imposible. Sentía como si la hubiesen apresado tenazas de hierro helado. Al mismo tiempo, la temperatura seguía bajando. Comenzó a temblar, esta vez de forma evidente, y vio con horror cómo, desde los gélidos dedos de aquel humano, surgía una capa de hielo que comenzaba a extenderse por su brazo cada vez más entumecido.
Forcejeó una vez más, buscando en ella la fuerza superior que sabía que tenía. No la encontró. Quiso defenderse, amenazarlo, hacerle ver que no podía vencer a una demonio como ella. Sin embargo, lo que salió de sus labios fue otra cosa:
—¿Qué... qué vas a hacerme? —tartamudeó, vulnerable y sufriendo espasmos.
Invel la contempló sin siquiera parpadear.
—Lo mismo que pretendías hacerme tú a mí —contestó, y sonaba casi pragmático. Y, en lo que parecía ser un acto de fútil misericordia, añadió—: Anestesiaré todos tus nervios con frío. Te privaré de tus sentidos. Te congelaré desde dentro, y conocerás la verdadera esencia del hielo.
Sus palabras fueron sentencia, y la súplica de piedad de Seilah se cortó a la mitad cuando todo su cuerpo se quedó rígido, azul y translúcido. Ya no había órganos, ya no había tejidos. Todo era hielo, por dentro y por fuera.
Invel contempló su obra un solo segundo, grabándosela en la memoria y escuchando el crujir de las esquirlas de hielo terminando de asentarse, de unirse y de solidificarse. Cuando ya no escuchó nada, giró sobre sus talones y se dirigió hacia el muro de hielo que lo había mantenido separado de Irene.
En un paso hizo una floritura distraída con la muñeca, y en el siguiente toda su magia desapareció con un crujido simultáneo, como una avalancha invisible que jamás llegó a caer sobre sus cabezas. La temperatura regresó a la normalidad en un abrir y cerrar de ojos, y del hielo lo único que quedó fueron esquirlas flotantes que terminaban de desaparecer en el aire y un ligero ambiente húmedo que se adhirió a su ropa, suelo y paredes.
A la vista quedó su compañera, el individuo pelirrojo de la armadura y los dos gemelos que dormitaban en sus brazos. El hombre lo miraba con la boca abierta, perplejo, y no dejaba de buscar algún rastro de Seilah, como si no pudiera creer que simplemente hubiese desaparecido. Invel lo ignoró como si no existiera y se acercó a Irene.
—¿Y bien? —exigió.
Lo primero que hizo Irene fue lanzarle una mirada divertida y una sonrisa torcida que tenía una mezcla desconcertante de maternidad orgullosa y crueldad. Se echó una larga trenza pelirroja por encima del hombro y señaló al hombre con un gesto rápido y desinteresado.
—Está de nuestro lado. Hemos hecho un trato.
Lo que significaba que lo había amenazado de forma política y correcta mientras lo aplastaba con solo poder mágico. Invel se descubrió esbozando una sonrisa que no se esforzó por ocultar.
Natsu quería abrazar a Lamy.
Después de recuperarse de sus heridas y darle la paliza de su vida por haber experimentado con él y su hermano, claro. ¿Pero después? Después de eso se estaba planteando seriamente invitarla a lo que fuese que tomaran en aquella madriguera apestosa flotante.
No obstante, en esos momentos era muchísimo más importante hablarle a sus recién recuperadas pistolas como si fuesen sus hijas. En cierto sentido, lo eran.
—Oh, Dios mío, sí. Venid con papá —farfullaba, mientras las levantaba con sumo cuidado de la mesa en la que habían sido olvidadas como si fuesen meros trastos. Sin remordimiento ni vergüenza alguna, les dio un beso a cada una—. Papá os ha echado mucho de menos, joder. No os volváis a separar de mí jamás.
Ignoró por completo la mueca de asco de Lamy, así como los ojos en blanco de un hermano mayor exasperado y la risa estridente de un ciborg medio descompuesto. Ese era su momento especial de reencuentro, e iba a disfrutar de él como le diese la real gana, muchas gracias.
Tras haber recuperado el aliento de su combate con Jackal, Lamy, quien al parecer había decidido pasarse a su bando —de forma temporal o no eso ya estaba por verse—, los había guiado hasta una sala anexa al laboratorio que tenía toda la pinta de almacén. Ahí, Natsu descubrió que en realidad no habían tirado sus cosas, sino que las habían guardado para, en principio, analizarlas y estudiarlas más adelante.
Jamás de los jamases iba a haber un más adelante, pero en esa mesa raquítica Natsu encontró tanto las prendas restantes de su uniforme como su cinturón con sus pistolas gemelas, intactas y tan relucientes como siempre.
Negará hasta el día de su muerte que gritó al verlas.
—Entonces... —La voz cautelosa de Zeref lo sacó de su ensoñación y su mundo feliz. Su hermano miraba a Lamy con cara de no saber si fiarse de ella o no—. ¿Nos enseñarás cómo salir de aquí? ¿Sin trampas?
La susodicha, que había dejado de estar atada con enredaderas a estarlo con una cuerda que Wahl había sacado de alguna parte mientras Natsu estaba distraído, puso los ojos en blanco y resopló.
—Os he devuelto vuestras cosas, ¿no?
—Por no decir que nos ayudó a derrotar al perro explosivo —añadió Wahl. Era el que más relajado parecía en compañía de la demonio, pero Natsu no pasó por alto el hecho de que no estaba ni muy lejos ni muy cerca de ella, a la distancia justa para reaccionar en caso de ser necesario pero sin dar la sensación de que la estaba vigilando como un buitre.
Al mismo tiempo, Lamy compuso una mueca.
—Gracias por recordarme que Jackal-sama está muerto por mi culpa, máquina estúpida —gruñó.
Wahl ni siquiera parpadeó.
—De nada. —Se volvió hacia Natsu, y él tuvo que esforzarse por no fijarse demasiado en su brazo faltante—. ¿Cómo las ves? —se interesó—. ¿Tienen algún desperfecto urgente?
Ante aquella pregunta, Natsu dejó cualquier broma de lado y volvió a contemplar sus armas, esta vez con gesto serio y concentrado. Les quitó el seguro y apretó el gatillo hasta el primer tope. El silencioso zumbido vibrando contra su palma fue reconfortante y un bálsamo para su ansiedad. Con sus pistolas de nuevo en su poder, sentía que parte de sí mismo volvía de verdad, así como mayores opciones y planes de contingencia.
Relajó los dedos y las armas volvieron a sumirse en el sueño.
—Todo parece estar bien —murmuró, trasteando con ellas un poco más, en busca de algún fallo que no había antes de perderlas—. Responden igual que siempre. Este sitio apesta a ethernano más que cualquier otro lugar.
Eso venía a significar que sería igual de rápido que de costumbre disparando, si no más. Con un movimiento practicado y familiar, las hizo girar a la vez, una en cada mano, y dejó que ambas se deslizaran de vuelta a sus fundas. Había vuelto a vestirse, y aunque la tela de la chaqueta rozaba de forma dolorosa contra sus heridas, ese sufrimiento valía la pena vivirlo si con ello aprovechaba la resistencia y la protección que le otorgaba el material del uniforme. No por nada se consideraba un invento de ingeniería en sí mismo.
De su bufanda, por otro lado, no había ni rastro, pero recordaba vagamente que se le desató y cayó durante el último ataque de Zeref y que, después de eso, no hubo tiempo de recuperarla. Había que darla, por tanto, por perdida, y ya podía oír las quejas interminables de Mavis por no cuidar como se debe un invento tan revolucionario, único —y caro— como era esa mísera prenda.
—¿Sabrías guiarnos hacia donde están nuestros compañeros? —La pregunta de Zeref hacia Lamy volvió a conectarlo con el mundo real.
La demonio arrugó las cejas, y sus orejas de conejo se tensaron por un breve momento de duda. Después, sin embargo, acabó por suspirar y asentir casi de forma resignada.
—Están en las mazmorras, en el ala contraria del Cubo. Os llevaré hasta ahí.
Zeref entrecerró los ojos, mirándola con sospecha, una clara señal de que todavía no se fiaba de ella. Lamy le sostuvo la mirada, firme, aunque con los pies moviéndose inquietos, y Natsu tuvo que reconocerle la entereza. Por experiencia propia, sabía que su hermano a veces emitía una presencia que era difícil de ignorar. Entonces, Wahl se acercó a él y le puso la mano en el hombro de forma firme y segura, tranquilizadora. Ante aquello, Zeref se relajó a la fuerza. Así no llegarían a ninguna parte.
—Está bien, vamos. Ya hemos estado aquí demasiado tiempo.
Lamy asintió una sola vez, todavía tensa, y, sin añadir nada más, pasó a su lado para encabezar la marcha. Wahl no dudó en seguirla, manteniéndose cerca y sin perderla de vista. Natsu, en cambió, se quedó rezagado junto a Zeref un momento. Lo miró preocupado.
—¿Estás bien? —murmuró.
Su hermano asintió, soltando un profundo suspiro y masajeándose la frente con gesto agotado. Natsu había visto ese gesto desde la distancia las suficientes veces como para saber que estaba soportando una migraña en ciernes.
Como no había nada con lo que poder ayudar en eso, le palmeó la espalda con simpatía y suavidad. Un gesto que transmitía que, al igual que Zeref le había dicho que le cuidaría las espaldas, Natsu también estaría ahí para él. Eran hermanos, al fin y al cabo.
—Vamos. Pronto estaremos fuera.
No tardaron mucho más en unirse a Lamy y a Wahl y siguieron a la demonio fuera del laboratorio. Fueron guiados por pasillos sombríos, húmedos y mal iluminados que le recordaron a Natsu los juegos de simulación de fantasía que tan de moda estaban cuando era adolescente. Había una especie de tensión en el aire, un ambiente a peligro que ponía los pelos de punta y que provocaba que cada sombra pareciese sospechosa. Ninguno bajaba la guardia mientras avanzaba y, la verdad, Natsu tendría que haber sospechado que tarde o temprano les saldría alguien al paso. De hecho, lo estaba esperando.
Lo que no se había imaginado, sin embargo, era que un montón de enredaderas llenas de espinas surgieran de la nada y de todas partes para apresarlos. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, y de pronto Natsu se encontró suspendido en el aire, apresado por espinas que intentaban destrozar su uniforme a la vez que lo apretaba y asfixiaba. El dolor le estalló por todo el cuerpo y le hizo jadear.
Unos pasos avanzaban con calma por el pasillo en su dirección, pero él estaba más concentrado en intentar soportar el dolor y el escozor que se había vuelto a apoderar de él. El uniforme lo había protegido de la mayor parte de los cortes, pero la presión y el roce que se estaba ejerciendo sobre sus heridas hacía que cada fibra de músculo y nervio palpitara de forma insoportable. Se le nubló la vista, y una nueva enredadera le rodeó el cuello con fuerza. Poco después, la familiar sensación de asfixia volvió a presionarle el pecho en punzadas agudas.
Wahl y Zeref estaban en situaciones similares, y también Lamy, por lo que pudo ver entre las lágrimas y los puntos oscuros que comenzaban a invadir su visión. Esta última farfulló un nombre:
—Mard Geer-sama...
—¿Sabes Lamy? Estoy bastante decepcionado ahora mismo. —Por fin, los pasos se materializaron en un hombre de pelo negro y largo recogido en una coleta alta y bien vestido—. No solo de ti, sino de todos. Estáis siendo derrotados de una forma patética y lamentable a manos de unos míseros humanos. ¿Puedes explicarme por qué?
La contemplaba a ella, y a todos en realidad, con una expresión a medio camino entre el aburrimiento y la irritación. Como si fuesen obras de arte colgadas de forma torcida y fuera eso lo que le impedía disfrutar de las mismas.
Lamy farfulló lo que intentaba ser una explicación, pero Mard Geer levantó dos dedos y las enredaderas se tensaron alrededor de todos. A Natsu el dolor le estalló tras los párpados al instante, arrancándole un jadeo ahogado. Sentía cómo su garganta se obstruía cada vez más y el familiar pánico de la falta de oxígeno se apoderó de sus pensamientos. Aquello era distinto a sus ataques habituales. No había sensación de quemazón, ni sangre que sabía a ceniza invadiendo su boca. Sin embargo, las punzadas en el pecho en busca de aire eran las mismas, y sabía que tenía que librarse de esas espinas cuanto antes. Ya.
No pensó. En su lugar, fue su desesperación la que habló por él y el fuego crepitó en sus manos y se esparció por las enredaderas en una oleada de calor que se apoderó de todo el pasillo. Le ardieron los ojos anegados en lágrimas y se le quemó la piel, pero las enredaderas se estaban convirtiendo en carbón y eso era lo único que importaba.
Cayó al suelo con estrépito, y sus pulmones lloraron por aire con violencia, haciéndolo toser con fuerza y de muy mala manera. Se le abrieron nuevas heridas en la garganta y escupió un grueso flemón sangriento. Jadeó, temblando, y se concentró en controlar su desacompasada respiración.
A su alrededor escuchó sonidos de lucha, pero todo le dolía demasiado como para intentar concentrarse en otra cosa. Los brazos le ardían, y sus manos eran una mezcla nauseabunda de tejido rojo y ceniciento, costras y ampollas rotas. Y aunque no los viera, sabía que el resto de sus brazos estaban igual. Se había descontrolado, y ahora pagaba las consecuencias. Se encontraba mareado, con la visión nublada y llena de puntos negros. Toda la boca le sabía a sangre y cenizas y le dolía el pecho.
Jadeó. Había fuego por todas partes. Sentía su calor en la cara y también cómo consumía todo el oxígeno que había a su alcance. No podía respirar. Explosiones. El ethernano quemándole la piel, calcinándola. Los gritos de Zeref cargados con su nombre. Aire.
Necesitaba aire.
Pero solo había fuego.
Estaba por todas partes. A su alrededor. Sobre él.
Dentro de él.
Lo quemaba. Lo quemaba por dentro y le impedía respirar. Sangre en sus pulmones y cenizas en su lengua. Ethernano. Menta. Cenizas. Todo era cenizas. Carbón obstruyendo sus bronquios, cenizas en sus pulmones y sangre en su lengua.
Se estaba ahogando, y el fuego se reía de él mientras su cuerpo sufría espasmos.
Tenía dieciséis años e iba a morir.
—¡Natsu!
El grito de Zeref le atravesó el cráneo. Quiso contestar, pero su hermano estaba demasiado lejos y él se estaba consumiendo. No podía respirar. El pecho le dolía. Los brazos le dolían. Todo dolía.
—¡Natsu!
Su hermano lo llamaba, pero él solo veía negro. Luces y sombras bailaban en sus ojos como un caleidoscopio caótico. Ahora no veía nada, ahora lo único que veía era fuego. Fuego que lo consumía. Fuego que le impedía respirar.
—¡Natsu! ¡Natsu! ¡Mírame, vamos!
Algo le tocó la cara y le alzó la mirada. A su alrededor el aire pareció limpiarse. Por un momento, la menta sustituyó al humo. Jadeó, y unas manos lo ayudaron a incorporarse. Le pitaban los oídos, pero consiguió reconocer la voz de Zeref cerca de él.
—Natsu, por Dios, respira. Mírame, hermanito. Vamos.
El ruido sordo se iba aclarando por momentos, y otra oleada de olor a menta le acarició con intensidad la nariz. Volvió a jadear, y esta vez sus pulmones se expandieron, llenándose de aire de forma dolorosa.
—Eso es. Respira. Dentro, fuera. Despacio. No te estás ahogando. Estoy aquí, tranquilo. Respira.
Escuchaba las palabras estando ido, lejanas, fuera de su alcance. Aun así, reconoció la voz de su hermano. La reconocería en cualquier parte.
—¿Nii-san? —farfulló, y hablar significó dolor.
Las cenizas inundaron su boca y se adhirieron a sus dientes. Tembló, con lágrimas en los ojos. Unos dedos gentiles le limpiaron el rostro. Volvió a oler la menta.
—Estoy aquí. Mírame, Natsu. Tienes que mirarme. No puedes quedarte aquí.
Las palabras de Zeref poco a poco comenzaban a tener sentido en su cabeza. Con mirada vidriosa, distinguió su figura arrodillada frente a él. Sintió sus manos en la cara, sus dedos apartándole el flequillo de su frente sudorosa con gentileza. Se perdió en aquel gesto, en su tacto, en la familiaridad que evocaba. Siempre que su hermano lo visitaba en el hospital y él estaba medio dormido, lo saludaba de aquella manera. Su cariño y cercanía siempre lo despertaban; era su toma a tierra, su forma de olvidarse, por un momento, del dolor, de que apenas podía respirar.
Solo que ahora podía hacerlo.
El aire olía a menta y él no estaba en una cama de hospital.
No tenía dieciséis años, sino veinte, y su hermano estaba delante, no a su lado.
Temblando, alzó una mano y se aferró a la muñeca de Zeref.
—Zeref —jadeó con voz rota, temblando—. Estás aquí —farfulló, luchando por desprenderse de la ilusión del pánico, por ahogarlo.
Su hermano asintió y lo arrastró hacia él en un abrazo que lo envolvió como una armadura. Hizo que apoyara la cabeza en su pecho, y sus manos le acariciaron la espalda y el pelo. Sintió la suavidad de un beso en la sien y el susurro de dos palabras que significaban todo.
—Estoy aquí —confirmó. Sus dedos se enredaron en su pelo a la altura de la nuca y los latidos acelerados de su corazón retumbaban en su oído—. Estoy aquí, Natsu. Contigo. ¿Sabes dónde estamos?
Natsu se obligó a concentrarse. Estaba aturdido y mareado, pero se esforzó por llevar sus sentidos más allá de Zeref. Olió la menta una vez más, pero también el humo, el carbón y el polvo. Escuchó los latidos de su hermano y su respiración, pero también las explosiones y el estruendo de los escombros al caer. Sintió la ropa de Zeref entre sus dedos, pero también el dolor sordo de sus heridas y, más allá, el calor de un fuego a medio apagar.
Parpadeó, contempló sus manos quemadas y el regazo de su hermano, pero también la suciedad que había adherida a su ropa y las partículas negras de ethernano que desprendía su piel cada pocos segundos.
—Estamos en Eclipse —murmuró, y se obligó a sí mismo a romper el abrazo y a incorporarse.
Se dio cuenta de que acababa de tener un ataque de pánico, y todavía se encontraba demasiado alejado de la realidad como para decir que se encontraba bien, pero una parte de él, la entrenada, la que sabía pelear y que ahora comenzaba a tomar el mando, comprendió que no podía darse el lujo de esperar a recuperarse. Aún mareado, se llevó la mano a la cara y respiró hondo. Por unos segundos, lo único que le importó fue la sensación de sus pulmones llenándose de aire.
Cuando exhaló, las prioridades ya se habían reordenado en su cabeza a la fuerza.
—¿El tío de antes...?
—Wahl se está ocupando, aunque en el estado en el que se encuentra no aguantará mucho.
Natsu asintió, comprendiendo, y dejó que su hermano lo ayudara a levantarse. Estaba medio ido, pero poco a poco los pensamientos se le iban aclarando y los que no, ya tendría tiempo después para ordenarlos y recuperar la calma. Ahora no podía perder la cabeza.
—¿Cuánto tiempo...?
—Poco. —Una vez más, Zeref comprendió qué quería decir sin que tuviera que acabar la pregunta. Cuando vio que se tambaleaba hacia un lado, lo sujetó por la cintura y lo mantuvo estable.
—Lo siento —farfulló, sintiéndose inútil otra vez. Llevaba siéndolo desde los quince años—. No hago más que darte problemas.
Su hermano le dedicó una sonrisa cansada pero genuina. De fondo se seguían escuchando ruido de lucha, ataques y derrumbes.
—No más de los que un hermano mayor no pueda resolver.
Sin poder evitarlo, Natsu puso los ojos en blanco y resopló, irónico. Aun así, el nudo de culpa de su pecho se desató un poco y se acabó descubriendo sonriéndole a Zeref de vuelta.
—Te he echado de menos —reconoció por fin. Era consciente de que no era el mejor momento para hablar de aquello, pero las palabras surgieron de él antes de que pudiese detenerlas. Y tampoco quería. Si algo bueno había surgido de toda aquella desastrosa situación, era su reconciliación con su hermano.
La sonrisa de Zeref se volvió triste y arrepentida. Sin embargo, su mirada era firme, y su agarre, también.
—Lo recuperaremos —prometió—. Recuperaremos estos cuatro años.
Y Natsu le creyó. Porque si Zeref podía enorgullecerse de algo, consciente o no, era de que tarde o temprano siempre cumplía lo que prometía.
Con ánimos renovados, recuperó el equilibrio por sí mismo, inspiró hondo una vez más y dejó la mente en blanco. Se deshizo de todo pensamiento, bueno o malo, y volvió a concentrar sus sentidos en la batalla que escuchaba desarrollarse más allá de la esquina en la que Zeref los había refugiado. Estaba agotado, y tenerse en pie ya de por sí era una auténtica odisea. Pese a todo, envió el dolor físico y el cansancio al fondo de su conciencia y sacó ambas pistolas de sus fundas. Le lanzó una mirada a su hermano.
—¿Listo?
Zeref puso los ojos en blanco.
—Tú primero.
Se rio, no pudo evitarlo, y se dijo que lo más probable era que estuviese loco. ¿Pasar del pánico a la adrenalina eufórica? Mientras se lanzaba a la carrera, se preguntó si eso era posible. No llegó a ninguna conclusión clara, pues justo entonces divisó a Wahl apartar a una herida Lamy del camino y defenderse a la vez de cuatro enredaderas que buscaban atravesarlo de lado a lado. Zeref tenía razón; con un solo brazo Wahl se encontraba a la defensiva y no parecía estar pasando un buen rato.
Pese a las nuevas heridas de su garganta, Natsu le lanzó un grito de advertencia:
—¡Wahl, abajo!
Ni bien terminó de decirlo, sus pistolas emitieron dos disparos simultáneos que zumbaron en el aire. La costumbre de formar equipo fue la responsable de que el machias se agachara sin dudar y sin perder un solo segundo.
Las balas rodeadas por fuego le pasaron rozando y atravesaron su diana: las dos enredaderas que más cerca estaban de su cabeza. Cuando las vio comenzar a arder, Wahl soltó una estridente carcajada completamente fuera de lugar.
—¡Ya era hora! —bramó, al borde de la histeria.
Como regalo de despedida antes de retirarse, le lanzó a Mard Geer su último misil, que explotó en una maraña densa de enredaderas y espinas que hicieron de escudo. Cuando estas comenzaron a caer al suelo, destrozadas y carbonizadas, el demonio que quedó a la vista apareció furioso.
—Me estoy cansando de vosotros —gruñó.
De pronto, como si estuviera dictando sentencia, extendió un brazo hacia un lado con los tres primeros dedos extendidos. Lamy, apartada contra un lateral del pasillo, palideció de horror.
—¡Mard Geer-sama no lo haga!
Pero Mard Geer la contempló impasible y, sin apartar sus ojos de los de ella, emitió una orden:
—Alegría.
Como reacción en cadena, todo el pasillo comenzó a temblar y a sacudirse. Escombros empezaron a caer del techo y grietas aparecían por las paredes como telas de araña. Todos tuvieron que detenerse para mantener el equilibrio y, de pronto, un rugido sordo y animal estremeció a todos. Justo después, mientras toda la estructura se tambaleaba como si estuvieran en medio de un terremoto, el suelo se convirtió en mucosa y tejido orgánico.
—¿Qué narices...? —Natsu no sabía si sentirse perplejo, aterrado o asqueado. En cuestión de segundos, el pasillo se había convertido en lo que parecía ser la garganta o el estómago de un monstruo gigante.
—Plutogrim os absorberá —declaró Mard Geer, el único que no se veía afectado por todo aquello—. Os convertiréis en parte del Cubo.
Natsu sintió que se le revolvían las tripas de solo imaginárselo.
—Ni de puñetera coña —espetó, casi sin pensar—. ¿De verdad te piensas que nos quedaremos quietos para que esta cosa nos digiera?
El demonio, como toda respuesta a su arrebato, arqueó una ceja con altivez y lo contempló como si no fuese más que una mísera y asquerosa cucaracha. Movió una mano, y una nueva porción de tejido surgió del techo para aferrarse a su hombro. Al instante, Natsu sintió cómo estaba siendo succionado hacia arriba.
—¿Y qué pretendes hacer para impedirlo? —estaba diciendo Mard Geer mientras contemplaba con suficiencia lo que ocurría frente a él.
Natsu, furioso de un momento a otro, disparó a milímetros de su hombro sin molestarse en mirar ni inmutarse por el estruendo. El tejido carbonizado cayó al suelo y él apuntó al demonio con una pistola ya al tope de potencia.
—Reducirme a mí mismo a cenizas si es necesario.
Por supuesto, Mard Geer no comprendió a qué se estaba refiriendo, pero antes de que ninguno pudiera hacer nada, los temblores y el rugido se detuvieron de repente y sin previo aviso. Un resplandor rojizo comenzó a cubrir todo, inmovilizando cada espasmo de músculo del cubo y haciéndolo retroceder. Al mismo tiempo, la temperatura comenzó a descender exponencialmente y a niveles alarmantes.
Natsu se estremeció, y Mard Geer lo contempló con odio, como si él fuese el responsable de todos sus males. El aire olía a frío y a menta.
—¡¿Qué has hecho?! —bramó.
Y Natsu, porque era Natsu y había tenido a Gildarts como maestro personal y favorito, sonrió salvaje y con burla. Una agitación en el aire provino de su espalda, estática y siseante, y él afianzó el agarre sobre sus pistolas. Primer tope y cargando.
—¿Yo? —Se hizo el inocente—. Nada. Aún.
Acto seguido, se agachó y permitió que el ataque de Zeref pasara por encima de su cabeza para, después, disparar su propia ráfaga de balas. En respuesta a su ataque combinado, Mard Geer creó nuevas enredaderas que buscaban proteger y atacar a partes iguales.
—Vosotros... —gruñía el demonio—. ¡Insectos!
Con otro movimiento de manos, dirigió una decena de espinas en su dirección, afiladas, rápidas y mortales a medida que el frío seguía propagándose y volviéndose más intenso. Comenzaba a aparecer hielo por las esquinas, y el vaho ya resultaba visible con las respiraciones entrecortadas.
Natsu, sin embargo, no hizo caso, concentrado en esquivar, destrozar y disparar a partes iguales. Por el rabillo del ojo controlaba la posición de Zeref y la de Wahl. El machias se había retirado del centro de la batalla y apoyaba desde la distancia con los pocos recursos que le quedaban. Su hermano, por otro lado, luchaba codo con codo con él, medio paso por detrás y cubriendo sus errores y despistes. Era... reconfortante, embriagador, saber que él volvía a estar a su lado. Y por si fuera poco, era la primera vez que luchaban juntos y funcionaban demasiado bien como equipo, lo que hacía que a Natsu la sangre le rugiera en las venas y la adrenalina le ocultara el cansancio y el dolor.
Entonces, el hielo terminó de cubrir el suelo, ahogando el resplandor rojo que hasta entonces brillaba en cualquier superficie y convirtiendo los escombros en obstáculos demasiado resbaladizos. Había huecos en el techo, en el suelo y en las paredes, y por algunos de ellos silbaba el viento del exterior con demasiada fuerza. El frío se volvió mortal y Natsu comprendió que ya no podían seguir ahí. Retrocedió de un salto y se reunió con Zeref.
—Tengo una idea —jadeó, sin aliento. El vaho le dio forma física a sus palabras—. Pero es una locura.
Su hermano destrozó un par de enredaderas perdidas que habían conseguido avanzar demasiado cerca y lo contempló de reojo.
—¿Cómo de locura?
Natsu le sonrió con una mueca culpable.
—Caída libre.
—¿Qué? No.
Natsu, al ver la expresión horrorizada de Zeref, volvió a sonreír y cargó las pistolas.
—Lo siento. —Y salió corriendo.
—¡No! ¡Natsu!
El grito de su hermano lo acompañó la decena de metros que lo separaban de Mard Geer. El demonio no dudó en volver a atacarlo, lanzándole espinas como si fuesen proyectiles e intentando atraparlo con enredaderas que se movían como serpientes a su voluntad.
Esquivó las mortales, y permitió que las que no lo eran lo alcanzaran con profundos cortes y arañazos. Algunas consiguieron incluso desgarrarle el uniforme en ciertos lugares, pero no podía defenderse de todas y la cercanía requería sacrificios.
Perdió la cuenta de cuántos disparos de ethernano acabaron en la pared de hielo en lugar del cuerpo del demonio, y las balas normales también estaban a punto de acabarse. Terminó un cargador, y a su gemelo le quedaba una bala, así que dejó que las pistolas regresaran a sus fundas y acudió a su fuego.
Las llamas se adhirieron a las enredaderas como las plantas que eran de verdad, y Mard Geer no pudo hacer nada por evitar que invadiera su espacio personal. Con una sonrisa depredadora, Natsu lo inmovilizó y con una mano lo agarró por la nuca con fuerza. Lo estrelló contra la pared con violencia y, a pocos centímetros de su rostro, siseó:
—Veamos quién de los dos muere como un verdadero insecto.
Y, sin dudar, lanzó un torrente de fuego hacia la pared congelada y agujereada por los disparos y se lanzó hacia delante, arrastrando al demonio con él. Las llamas terminaron de debilitar por completo la pared y ambos atravesaron el muro como si no fuese nada más que cristal.
Al instante, el viento les rugió en los oídos mientras se precipitaban hacia el suelo a una velocidad cada vez mayor. Mard Geer gritaba, exigiendo que lo soltara, pero Natsu tenía decidido a no dejarlo ir hasta verlo estrellarse contra la tierra. O, en su defecto, que el mismo demonio los salvara a ambos.
En efecto, así fue.
Con una maldición llena de furia, Mard Geer invocó sus enredaderas, dirigiéndolas tanto hacia arriba como hacia abajo. Las espinas se hundieron en el Cubo y en la tierra, creando una explosión de verde salvaje y mortal que frenó su caída. Al mismo tiempo, el demonio intentó deshacerse de él, clavándole cada espina que podía en lugares que no implicasen su propia muerte. La sangre salpicó por todas partes antes de que el golpe brusco del aterrizaje los separara y los enviara a rodar en direcciones opuestas.
A Natsu, una vez más, el dolor le invadió cada nervio y célula, y la conciencia se le pintó de negro, invitándolo a desmayarse y a olvidarse de todo. Pero no podía. No podía dejar que alguien como Mard Geer siguiera con vida. Porque si los había atrapado a ellos, ¿quién le aseguraba que no iba a atrapar a alguien más? Y, con un motivo mucho menos noble, mucho menos justo, también tenía que hacerle pagar por todo el daño que él y los suyos les habían causado.
Habían experimentado con él, con su hermano, con Wahl. Los habían tratado como meros objetos, los consideraban menos que los propios animales. Insectos, los habían llamado. Y no pensaba perdonárselo.
Así que se puso en pie, temblando, cojeando, abriéndose todavía más los cortes que le había infligido y sintiendo cada quemadura con cada movimiento. No le importó. Sus brazos volvieron a rodearse de fuego. Se curarían. Como siempre.
Desde hacía años él no era más que un puzle roto, unido con pinzas, con cinta adhesiva y pegamento. Lo habían remendado, curado, herido y vuelto a curar tantas veces que gran parte de su piel era casi gris, cenicienta, y el dolor su forma de vida. No conocía otra cosa, y no iba a ser el motivo por el que se detuviera ahora.
De modo que se regocijó en sus llamas, les dio el combustible de su piel que siempre parecían necesitar y, a cambio, estas rugieron en sus manos con un calor abrasador que calcinó cada enredadera que intentaba atraparlo y cada espina que buscaba algún órgano vital.
Disfrutó de la expresión de Mard Geer golpe tras golpe, hematoma tras hematoma y gota de sangre tras gota de sangre. La suya también era roja, se dio cuenta de forma distraída, mientras llevaba a cabo la coreografía de la muerte y lanzaba patadas y puñetazos como le dictaba el instinto y su cuerpo entrenado. No perdió detalle, tampoco, de cómo su soberbia dejaba paso al terror ni cómo su ira le nublaba el juicio. Sus errores se amontonaban uno sobre otro, y Natsu los aprovechó todos hasta que, al final, el demonio aterrizó de espaldas sobre una tierra anegada en sangre, espinas rotas y cenizas.
Natsu, con expresión ensombrecida, se colocó sobre él y lo inmovilizó con las piernas y un brazo. El otro sacó la pistola que todavía tenía una bala y le colocó el cañón en medio de la frente. El metal relució con la luz del ocaso.
—¿Y bien? —preguntó, su voz ronca por las heridas y el cansancio—. ¿Quién es el insecto ahora?
Mard Geer se ahogó con sangre, y sus ojos reflejaban el terror que estaba sintiendo en aquellos momentos en los que se daba cuenta de que iba a morir y que no podía hacer nada por evitarlo.
—¿Quién... Quién eres tú? —farfulló, sin fuerzas para conjurar una sola espina más.
El exterminador lo contempló desde arriba con expresión pétrea.
—END. —Y el disparo le puso el punto y final a su nombre.
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