Capítulo 22

Dos días. Ya habían pasado dos días.

Dimaria se tragó un suspiro agotado y removió el café que se enfriaba en su taza, intacto. Sentía el cansancio incrustado en sus huesos y pesando en sus párpados, pero era incapaz de regresar a los dormitorios por mucho que supiera que necesitaba dormir algo más de dos míseras horas acurrucada de mala manera en una de las sillas de Central. Suficiente esfuerzo había sido ya el abandonar su recinto para visitar la cafetería del Campus, cediendo a las insistencias de Mirajane y Brandish de que le vendría bien tomar algo de aire fresco.

Y ahí estaba ahora, sentada en una de sus mesas, con un café en la mano que no había probado todavía y con las dos chicas observándola desde esquinas opuestas mientras el atardecer se colaba por los enormes ventanales. Entre ellas estaba Laxus, el único que no la contemplaba como si fuese el desecho humano que se sentía por dentro. Aun así, empujó hacia ella el plato con comida que acababa de traer con gesto serio, instándola a comer pese a tener el estómago cerrado por la preocupación y la fatiga mental.

Forzó una sonrisa que se sintió más como una mueca y aceptó el plato, consciente de que de nada serviría que ella se matara de hambre. Aun así, la comida le supo a cartón y si consiguió tragar, fue por pura fuerza de voluntad.

—Me veo patética, ¿verdad? —murmuró tras darle un sorbo a la bebida. Hizo una mueca cuando comprobó que estaba demasiado amarga.

—Cansada —corrigió Brandish, tendiéndole un sobre de azúcar que había rescatado del centro de mesa—. ¿Cuántas horas llevas despierta?

Se encogió de hombros, pues no se había detenido a contarlas. Lo único que sabía era que no podía pegar ojo cuando Mavis, tan preocupada como ella o más, no había salido de la sala de control de Central más que para ir al servicio. Entre ella e Invel se habían encargado de que no muriera de hambre, pero la ingeniera estaba más ocupada intentando encontrar el modo de dar con Zeref y Natsu que en comer o descansar y Dimaria, atada de pies y manos, lo único que podía hacer era revisar las grabaciones de las cámaras de seguridad una y otra vez y esperar a que algo de toda esta situación cambiara.

—Si al menos nos dejaran entrar a Eclipse... —suspiró entonces. Frustrada, pinchó con el tenedor un trozo de tomate, pero no se lo llevó a la boca.

Laxus, frente a ella, se cruzó de brazos.

—De ser así no estarías aquí, lo sabemos. Pero por eso mismo tienes que comer algo más que barritas energéticas de las máquinas de Central. De nada servirá que entres ahí si no estás en tus cinco sentidos.

Ante su pragmática observación, Dimaria frunció el ceño. La comida en su plato parecía burlarse de ella, como si fuera consciente de que tenía el estómago tan cerrado que masticaba por pura obligación.

—¿Se sabe cuándo van a volver a permitir las incursiones? —preguntó entonces Mira, sin rastro de su humor juguetón habitual.

Dimaria tampoco estaba para bromas. De hecho, la interrogante solo consiguió que su ira dormida despertara. Irritada, resopló y apuñaló una judía verde del plato con rabia.

—No —escupió—. Central se niega a que nadie cruce la Puerta sin haber descubierto qué narices pasó en la Ruptura. Esos estúpidos no entienden que las respuestas están ahí dentro, si es que hay alguna. Y mientras tanto, Natsu y los demás siguen ahí abandonados a su suerte a saber en qué condiciones.

—Llevan en Eclipse más de cuarenta y ocho horas...

El comentario de Brandish no iba dirigido hacia nadie en particular, pero se asentó entre los cuatro como una pesada losa de mármol. Dimaria asintió y Laxus se apretó el puente de la nariz, tragándose un suspiro.

—Nadie ha vuelto a estar tanto tiempo ininterrumpido dentro de la Puerta desde hace más de cincuenta años, cuando se fundó Central.

—El que más me preocupa es Zeref —reconoció Mira entonces. Sus dedos jugueteaban con una servilleta olvidada sobre la mesa—. No sabemos si puede resistir tanto tiempo expuesto al ethernano de Eclipse. —Hizo una pausa, tan cargada de palabras no dichas que su silencio parecía físico—. ¿Qué tal lo está llevando Mavis?

La respuesta de Dimaria fue esbozar una sonrisa irónica y desprovista de humor.

—Ha dormido menos que yo. Se niega a descansar sabiendo que ellos están ahí dentro y, la verdad, la entiendo perfectamente. Si mi fuerte fuesen los números y las máquinas en vez de pelear, estaría haciendo lo mismo. —Con un suspiro cansado, se reclinó en su asiento y se pasó los dedos por el pelo—. Envidio a Invel; es hábil en ambas cosas y casi que no se ha separado de Mavis. Los dos están trabajando sin descanso. A mi, en cambio, el no hacer nada me está volviendo loca.

—Te recuerdo que Central ha prohibido las incursiones porque las fluctuaciones de Eclipse son demasiado inestables todavía —intervino Laxus con voz grave—. Cruzar la Puerta en estos momentos es un suicidio. Ni siquiera se han reanudado las clases por todo el ethernano que sigue habiendo en el aire tras la Ruptura y los estudiantes de rangos menores están prácticamente confinados en los dormitorios.

Dimaria puso los ojos en blanco.

—Ya no soy una estudiante —le recordó irritada—. Además, ¿desde cuándo me das sermones? Técnicamente soy tu superior.

—Técnicamente me da igual.

La rápida réplica le arrancó a Mira una carcajada que no se esforzó en retener. Dimaria, en cambio, entrecerró los ojos y se inclinó hacia delante sobre la mesa. De forma amenazante, lo señaló con el tenedor.

—Cuidado. Me caías bien hasta hace cinco segundos.

—Sobreviviré a tu rechazo, no te preocupes. No eres mi tipo.

Medio segundo después, Laxus tuvo que esquivar una servilleta que iba directa a su cara, aunque eso no impidió que contemplara a Dimaria con suficiencia y diversión. Brandish, en el otro extremo de la mesa, resopló.

—Cómo se nota que eres amigo de Natsu.

—Ni se te ocurra compararme con ese teñido.

—Y aun así, le pides consejo.

Ahora fue el turno de Laxus de fulminar a Dimaria con la mirada, encontrándose con una sonrisa cruel que saboreaba la venganza mientras Mira volvía a reír al ver su ceño fruncido.

—Dragneel es un idiota, pero es hábil —reconoció tras un breve suspiro, cruzándose de brazos una vez más. Contempló a Dimaria a los ojos—. Es un imán para los problemas, pero también sabe salir de ellos. Y por si fuera poco, ese sinvergüenza es el único que se hace más fuerte cuanto más ethernano haya a su alcance. Confía en él. Volverá. Le gusta demasiado incordiar a los demás como para no hacerlo.

—Y si no lo hace —continuó Mira—, iremos nosotros a por él y a por Zeref.

Su promesa venía adornada con una sonrisa, dulce pero que al mismo tiempo aseguraba dolor y venganza. Junto a ella, la mirada de Laxus relucía determinada y Brandish la apoyaba en su usual silencio. Dimaria se descubrió a sí misma sonriendo; de pronto, sus dedos cosquilleaban ansiosos por sostener su espada una vez más.




Wahl tenía frío.

La sensación de tener los dedos helados fue lo primero que registró su cerebro dormido.

Se sentía a la deriva, con la conciencia parpadeando a intervalos irregulares, buscando algo a lo que agarrarse que le permitiera volver a la realidad.

Era algo que ya había experimentado antes, varias veces de hecho. Siempre que le modificaban o arreglaban alguna parte del cuerpo cercana al sistema nervioso central, todo su cuerpo se sumía en el letargo, en una especie de sueño en el que se dedicaba a vagar por sus propios recuerdos hasta que cada cable y nervio volvía a estar en su sitio en perfecta simbiosis.

Entonces, sus pensamientos se reiniciaban, volviéndose conscientes una vez más de lo que lo rodeaba poco a poco, a un ritmo lento que buscaba evitar una sobresaturación de información.

Primero regresaba su conciencia, a ratos y de forma intermitente, como una bombilla amarilla y polvorienta a la que le queda poco para fundirse.

Al mismo tiempo, sus sentidos revivían en suaves y pequeñas oleadas. Un sonido burbujeante perdido por ahí, el familiar cosquilleo de la electricidad corriendo bajo su piel, un regustillo amargo y metálico apelmazando su lengua, el inconfundible pero lejano olor del sulfuro y la oscuridad absoluta que le proporcionaban sus ojos cerrados.

Todavía era incapaz de abrirlos, sus funciones motoras seguían dormidas, así que se dedicó a sentir.

Creía estar flotando, hundido en un frío helado que parecía morderle la piel en dolorosas punzadas. Se estremeció, y su sistema de regulación térmica regresó a la vida, despertando nervios y músculos dormidos a base de electricidad. Sus dedos se sacudieron, pero todavía era demasiado pronto para poder moverlos a voluntad. Era como si algo mantuviera su conciencia apartada del resto de su cuerpo, atrayéndola hacia las profundidades del olvido.

Sus pensamientos continuaron vagando, pequeños y breves parches de luz que rompían la oscuridad absoluta que lo envolvía. El frío persistía, pero ahora era una molestia sorda que su sistema mantenía lejos e inalcanzable. Pronto, debería dejar de sentirlo. Intentó mover los dedos una vez más, pero seguían fuera de su control.

Mientras tanto, lo que sucedía a su alrededor comenzaba a cobrar forma. El ruido de burbujas volvió a repetirse de forma amortiguada, como si tuviera los oídos taponados. Escuchó también el eco de unos pasos, y voces. No podía comprender lo que decían, sonaban demasiado lejos.

Burbujas.

Por fin, el frío dejó de aguijonear sus huesos. La sangre volvió a recorrer por sus venas a un ritmo normal, impulsada tanto por el corazón como por la electricidad que le calentaba la piel. Consiguió mover dos dedos.

Las burbujas acariciaron su piel ante el movimiento. Mientras tanto, el agua helada taponaba sus oídos y lo mantenía flote, a la deriva.

Pasos.

Voces.

Más burbujas.

—... sorprenderá gratamente, Seilah-sama. Debo decir que fue una fantástica decisión...

—Al grano, Lamy. Me aburres.

—Lo-lo siento, Kyouka-sama. Eh... Como iba diciendo, dos de los sujetos son completamente humanos. Este otro, en cambio...

Burbujas.

Frío.

Su conciencia bailó de nuevo, reajustándose, despertándose de un sueño muy pesado. En su cerebro los datos comenzaron a zumbar, archivándose, recolocándose.

El calor envolvió su cuerpo. Todos sus nervios volvían a estar operativos; hombre y máquina volvieron a ser uno otra vez. Ahora podría mover cualquier parte del cuerpo que quisiera, pero algo le dijo a su instinto que debía permanecer quieto un poco más. Algo no cuadraba. Sus recuerdos seguían asentándose.

Burbujas.

El agua lo envolvía.

Las voces, aunque amortiguadas, se volvieron distinguibles las unas de las otras. Eran tres y parecían estar más cerca que antes. Continuó inmóvil.

—Repite eso, Lamy. ¿Cómo que solo un veinte por ciento de su cuerpo es humano?

—Yo tampoco lo comprendo muy bien, Seilah-sama, pero la gran parte de su organismo es puro metal. Tiene que ser alguna invención de los humanos. Estaré encantada de averiguar lo que esconde su cuerpo.

Un escalofrío erizó su piel. Tuvo la sensación de que sus juntas rechinaban en advertencia ante el tono extasiado. Se obligó a permanecer absolutamente quieto. Seguía aturdido y desubicado. Seguía sin recordar.

Alguien chasqueó la lengua con desagrado.

—Deja de babear enfrente de mí. Es asqueroso.

—Perdón, Kyouka-sama. Es solo que hace tiempo que no tengo algo tan interesante entre manos y... y...

—Que te controles he dicho, o te despellejo viva.

La amenaza no iba dirigida a él, pero sus dedos se crisparon de forma imperceptible, ansiosos por transformarse en algo más peligroso. Sus instintos le susurraban actuar; la precaución entrenada le gritaba que esperara.

Otra voz intervino entonces, y solo ahora se dio cuenta de que no hablaban ningún lenguaje que conociera. Aun así, lo entendía. Su subconsciente le indicaba que ya lo había escuchado antes, que ya lo había registrado y desentrañado, en alguna parte que no conseguía recordar todavía.

—En cualquier caso, Lamy, averigua todo lo que puedas sobre ellos. Sobre los tres. Aunque los otros dos sean humanos, desprenden demasiado ethernano como para ser normales. Descubre qué esconden. Cuando volvamos de reunirnos con Mard-Geer espero resultados.

—A la orden, Seilah-sama.

No hubo más palabras, pero sí pasos que se alejaban y una puerta cerrándose a lo lejos. Su audición se había agudizado en su deseo interno de comprender qué estaba pasando.

Aunque seguía con los ojos cerrados, tan quieto como un cadáver, el resto de sus sentidos se habían vuelto cien por cien operativos otra vez, así que no le resultó muy complicado darse cuenta de que se encontraba sumergido en algo, de ahí la sensación y el ruido de burbujas que lo había desconcertado antes.

En cuanto a la conversación que acababa de escuchar... Bueno, lo habían convertido en un sujeto de pruebas, eso estaba claro. Lo comprendía y, de hecho, no se extrañaba en lo más mínimo. Tampoco lo alteró. Como uno de los pocos machias existentes en el mundo, lo habían sometido a un sin fín de estudios y pruebas. Lo habían desmantelado y vuelto a montar cientos de veces.

Habían modificado sus partes mecánicas cada vez que alguna daba problemas, y sus partes humanas habían sufrido tantas operaciones que, de no ser por los avances de la medicina estética, su piel estaría recubierta por cicatrices.

La idea de volver a ser un objeto de investigación no lo asustaba, pues él mismo había trasteado con su propio cuerpo cuando se le ocurría alguna idea novedosa que le interesaba probar. El programa de desencriptado y decodificación de lenguajes y códigos, por ejemplo, había sido ocurrencia suya y de Mavis.

Había sido gracioso ese momento, lo admitía, pues la idea había surgido de una forma bastante absurda. Recordaba estar en uno de los laboratorios del Campus, recién llegado al mismo para entregar unos materiales que Zeref le había pedido que obtuviera. El ingeniero y ex-exterminador estaba, como siempre, enfrascado en una de sus múltiples investigaciones. La única diferencia era que, en esa ocasión, a su alrededor había un puñado de científicos más aparte de la usual presencia de Invel y Mavis que, suponía, estaban ahí para ayudar —o para aprender, dependiendo de cómo se mirara.

El único problema era que, como todos tardaban dos escasos segundos en comprobar, la letra descuidada de Zeref era ilegible. Tenía la manía de escribir sin apartar la mirada del microscopio de turno, lo que desembocaba en un galimatías de garabatos torcidos y en apariencia aleatorios y sin sentido. Mavis e Invel, acostumbrados ya a descifrarlos, no tenían problema alguno en leer sus anotaciones. El resto, por el contrario... Wahl siempre se reía de sus expresiones en blanco y de búhos desubicados, pero le sirvió de inspiración para incorporar una nueva herramienta útil a la parte informática de su cerebro.

Y menos mal que lo hizo, pues de lo contrario le habría sido imposible comprender...

El recuerdo lo sacudió como si hubiese recibido una descarga. De pronto, todas las piezas del rompecabezas que le faltaban se colocaron en su sitio y de golpe.

Su cerebro le envió una punzada de dolor, pero la ignoró casi de forma desesperada. Las escenas se sucedían una tras otra tras sus párpados cerrados de forma caótica.

La Ruptura.

Eclipse.

El tipo de la armadura y los gemelos.

Natsu y Zeref.

El cubo que apareció de la nada sobre sus cabezas.

Los dos demonios que descendieron del mismo.

Demonios inteligentes.

Tenían nombre. ¿Cuál era?

Piensa, Wahl, piensa. Recuerda. Todo lo que ves y oyes se te queda grabado. No puedes olvidar. Piensa. Recuerda.

Se centró en sus recuerdos del demonio rubio, en su sed de sangre y risa histérica parecida al de una hiena. Tenía cola y garras. Recordó que lo comparó con un perro rabioso. No, un perro no, sino algo mucho más salvaje...

Jackal, recordó de pronto, ese era su nombre.

Y su compañera se llamaba Seilah, o al menos así se había dirigido a ella. Y ese nombre se había repetido varias veces en la conversación que acababa de escuchar.

Un escalofrío desagradable le recorrió la espalda al comprender que, de alguna manera que no conseguía recordar —sus memorias acababan con la risa desquiciada de Jackal—, habían acabado en manos de esos demonios. Incluso habían conseguido dejarlo inconsciente. A él. Y por si eso no fuera suficiente, al parecer tenían también a Natsu y a Zeref. Eran los únicos que encajaban con la descripción de la tal Lamy.

Se preguntó dónde estarían los demás, y también cuánto tiempo llevaban capturados. El dónde estaban era secundario, tal vez en ese gigantesco cubo flotante del que habían descendido Seilah y Jackal, pero ya se preocuparían de eso a su debido tiempo.

El verdadero problema era que no eran solo dos y, por lo que comprobó momentos antes de que su cerebro se apagara, su fuerza debía tenerse en cuenta. Nunca había que subestimar a Eclipse ni a sus criaturas, pero estos se alzaban varios niveles por encima de lo que había enfrentado hasta ahora.

Ahora sí, movió los dedos, despertando a sus articulaciones dormidas.

No podía perder el tiempo. Tenía que encontrar a los demás y salir de aquel sitio cuanto antes, a ser posible sin tener que enfrentarse a sus captores. Sin embargo, no podía darse el lujo de esperar a que sucediera algún descuido. No tenía ninguna garantía de que dicha oportunidad llegaría en algún momento y ya llevaban dentro de la Puerta demasiado tiempo, fuese esa la cantidad que fuese.

Abrió los ojos, y se encontró cara a cara con una tipa con orejas de conejo que lo contemplaba boquiabierta al otro lado del cristal.

Burbujas.

Las juntas de sus brazos se iluminaron y separaron, transformándose.

Sonrió.

El cristal explotó.

Plan B.





Erik volvió en sí al escuchar un estruendo que sacudió su cerebro atrofiado y su demasiado aguda audición. No fue agradable. En realidad, fue como si lo despertaran tirándole un cubo de agua helada en la cara para luego, inmediatamente después, electrocutarlo con algún cable pelado. Todo mientras tocaban timbales y trompetas a todo volumen dentro de sus sensibles tímpanos.

Gruñó sin energía.

Se sentía como si hubiese estado sumergido en un profundo trance del que no recordaba nada. Eso, o en algún momento se había emborrachado demasiado, había entrado en coma etílico, y ahora tenía la peor resaca de su vida.

Si no fuera porque beber no le apasionaba —le gustaba tener las ideas claras en todo momento, muchas gracias—, habría considerado la segunda opción como la más probable de todas.

Aun así, la cabeza le palpitaba horrores y tenía un enorme vacío dentro de sus recuerdos que sangraba en rojo, advirtiendo peligro. Algo había pasado, y no podía recordar el qué por mucho que se esforzara. Y por si fuera poco, tenía frío. Mucho frío. Le castañeaban los dientes y el ojo derecho le ardía como si se lo estuvieran calcinando por dentro. También, por algún motivo que no lograba recordar, lo tenía tapado.

Intentaba ignorarlo, pero a medida que se sacudía el sopor de encima, el dolor era cada vez más evidente y sus escalofríos más y más violentos. Sentía que se estaba congelando, pero también notaba cómo el sudor le pegaba la ropa a la espalda y su visión alternaba entre la nitidez y la neblina. El incontrolable temblor de su mandíbula se le incrustaba en los oídos como agujas. Había demasiado ruido. Y tenía frío.

Un pensamiento se coló entonces en su caótica mente, comprendiendo que, lo más probable, era que tuviera fiebre. No obstante, tan pronto como llegó esa idea, la misma se esfumó como humo, deslizándose entre sus dedos. No podía pensar con claridad. Su cabeza estaba en blanco, hueca, sin información de cómo había acabado encerrado en una celda y tirado en el suelo, al borde del delirio.

Porque sí, ese era su problema número dos —¿o era tres?—: estaba preso y no comprendía por qué y mucho menos desde cuándo. Cerró el ojo izquierdo, el único útil, cuando los barrotes que estaba contemplando se volvieron el doble de numerosos. Sus propios pensamientos lo mareaban y tenía unas preocupantes ganas de vomitar. Además, el mugriento y húmedo olor de la celda no ayudaba en lo más mínimo a que su estómago dejara de retorcerse.

Sin embargo, y pese a la fiebre, sabía que tenía que incorporarse; tumbado en el suelo cual saco de patatas era vulnerable y no le permitía mucho margen de acción. ¿Para qué? Todavía no lo sabía, pero prefería estar preparado para cualquier cosa. Trabajar como mercenario para el Ejército le había grabado a fuego ciertos instintos que le habían salvado el pellejo en más de una ocasión. No iba a dudar de ellos ahora, menos cuando no se creía capaz de poder mantenerse despierto de aquí a cinco minutos.

De modo que se retorció en el suelo en busca de un apoyo lo suficientemente sólido como para poder impulsarse hacia arriba. O al menos lo intentó, pues cuando giró la cabeza, algo se le clavó con fuerza en la mejilla. Algo sólido, rígido, que raspó el suelo de piedra y que le cubría la mitad inferior de la cara.

La confusión lo detuvo en seco y palpó el objeto con duda. Su aturdido cerebro comenzó a trabajar el doble de rápido que antes, ignorando el punzante dolor de cabeza como si este no existiera. Reconocía esa mascarilla. Lo que no entendía era por qué la estaba usando.

Una vez más, se esforzó por recordar, por enlazar cualquier información que se le viniera a la mente con el hecho de que la mascarilla de su uniforme estaba activa. Entonces, como una broma de muy mal gusto, se acordó de la Ruptura, de su pelea agotadora con el subnormal de la armadura brillante y su posterior aparición en Eclipse, no sin antes hacerse un corte en el ojo derecho al intentar evitar que Natsu muriera.

Gruñó para sí mismo una maldición incomprensible y apartó esos pensamientos. Estaba tan mareado que no podía hacer dos cosas a la vez.

Paso por paso.

Primero incorporarse, quejarse de dolor en el proceso, apoyarse de mala manera en la primera pared que había al alcance, seguir temblando, no tocarse el ojo herido, recuperar el aliento y ya después, pensar. ¿Era necesario? ¿No podía simplemente volver a dormir y olvidarse del mundo?

Tenía frío. Y dolía.

Sus manos temblaban. En realidad, le temblaba todo el cuerpo.

Estaba cansado y quería dormir.

Respirando con dificultad, Erik se pellizcó el dorso de la mano con fuerza, intentando centrarse y no delirar. Si antes tenía dudas de que tenía fiebre, acababa de quedarle claro que estaba en lo cierto. Nunca le había costado tanto concentrarse como en esos momentos y la celda no dejaba de dar vueltas a su alrededor.

Frustrado, apoyó la cabeza en la pared y cerró el ojo, esperando que así el mareo fuese menor. Volvió a pellizcarse cuando sintió que la fiebre se le hundía en los huesos y le invitaba a dormir. No podía darse tal lujo. Tenía que quedarse despierto y encontrar una forma de salir de ahí.

Por partes, se recordó. Paso a paso. ¿Qué sabes?

El palpitante dolor del ojo derecho le impidió contestarse al instante, pero fue recordatorio suficiente de que lo último que recordaba no eran solo imaginaciones suyas ni invenciones a causa de la fiebre y el agotamiento.

Había estado peleando junto a Mest antes de perseguir al hombre de la armadura... ¿Cómo se llamaba? Algo corto y con L... Bah, daba igual. No tenía tanta energía como para pensar tan al detalle. Sin embargo, sí recordó que en Eclipse lo había acorralado utilizando a unos niños como rehenes.

No se sintió particularmente orgulloso de ese hecho, pero era el único punto débil de ese tipo al que podía acceder y controlar y si podía presumir de algo, era de ser pragmático. Además, en ningún momento los niños habían corrido peligro real alguno. Él simplemente había...

No, se estaba desviando. Tenía que concentrarse en los hechos.

Volvió a pellizcarse y abrió el ojo para anclar la mirada en el oscuro techo de piedra. Parecía viejo, de construcción antigua. La típica celda que se podría uno imaginar cuando pensaba en prisiones medievales.

Frunció el ceño. ¿Todavía existían cosas así? ¿O es que su captor tenía un extraño fetiche por los castillos viejos y mugrientos? Claro, si es que estaban en un castillo y no en, por ejemplo, un cubo volador gigante.

Un ruido lejano y estridente, parecido al de cristales rotos, le punzó en la sien. Compuso una mueca. Pensar dolía. Y cansaba. ¿Por qué estaba pensando? Ah, ya, estaba preso. Cierto. Y tenía fiebre. Y estaba delirando. Y tenía frío. Y estaba empapado en sudor. Y por algún motivo le parecía una idea plausible el hecho de estar atrapado en una figura geométrica flotante que...

Sus pensamientos inconexos se detuvieron en cuanto el recuerdo de, precisamente, un cubo enorme apareciendo en el claro en el que recordaba haber despertado y atrapado a los niños se burló de él. Mierda. No eran imaginaciones suyas.

Y suponía que tampoco lo eran ese tipo que saltó del mismo, ese con cola y que hablaba en otro idioma. Doble mierda.

¿No había aparecido después una mujer con cuernos? ¿Qué había ocurrido después de eso? No se acordaba. Nada. Cero. Vacío total.

Gimió. El ojo lo estaba matando de dolor y sentía que le habían pegado un mordisco a su cerebro.

Tenía que salir de ahí, pero dudaba poder mantenerse en pie, mucho menos caminar o luchar si llegara a darse el caso. Además, la funda de la pistola que solía tener atada a la pierna había desaparecido, así como el cuchillo que tendría que estar atado a su cinturón.

Por un momento, lo único en lo que pudo centrarse fue en las irregularidades del techo y en lo húmeda que sentía la espalda por el sudor de la fiebre. El ojo le seguía palpitando, pero estaba tan mareado que, durante un instante, el dolor se convirtió en algo sordo y lejano. No quería tocárselo, ni imaginar qué aspecto tendría ahora mismo. Ya era suficiente saber que estaba infectado. Aunque... para eso se necesitaba cierto tiempo. No ocurría de la noche a la mañana. ¿Cuánto llevaba ahí encerrado?

Días, eso como mínimo.

Eso explicaba parte de los mareos que tenía, así como el regusto amargo que tenía en la boca y la aspereza de sus labios. Estaba deshidratado. Y la fiebre solo lo estaba empeorando.

De pronto, salir de esa celda se volvió tanto primordial como urgente. Como se quedara encerrado en su estado mucho más tiempo, moriría. Sin embargo, ¿cómo se suponía que tenía que hacerlo? No tenía nada a mano que...

No pudo continuar pensando, pues una repentina arcada lo dobló hacia un lado y le hizo vomitar toda la bilis que podría haber existido en su estómago vacío. Apenas tuvo tiempo de arrancarse la mascarilla de la cara antes de escupir al suelo. Jadeó, con la conciencia bailando y con la visión enturbiada por las lágrimas. La cabeza le daba vueltas y su cuerpo se sacudía en pequeños espasmos.

Volvió a sufrir una segunda arcada que lo hizo toser y agacharse hasta que su frente tocó la áspera roca del suelo. Estaba fría. Se concentró en respirar, en volver a la realidad y quedarse ahí. La fiebre y el ojo infectado tendrían que esperar; tenía que buscar una manera de escapar.

Con pulso inseguro y movimientos torpes y erráticos, llevó una mano a una de sus botas y palpó en su interior en busca de lo que la costumbre mercenaria le había hecho esconder ahí. Rogó por que no le hubiesen registrado los pies y, cuando sus dedos temblorosos rozaron la familiar superficie metálica pegada a su calcetín, sonrió satisfecho. Bingo. La navaja seguía en su sitio de siempre.

Con esfuerzo, la sacó de su escondrijo y dejó que su forma familiar y peso lo reconfortaran. Parecía estar hecha para encajar en la palma de su mano. Inspiró hondo y sintió cómo su pecho punzaba en un dolor repentino. Ethernano, recordó de pronto.

Idiota. Estás en Eclipse. No te mates tú mismo, imbécil. 

Gruñendo de dolor, y procurando que el cambio de postura lo mareara lo menos posible, se puso de rodillas conteniendo la respiración. No tenía ni idea de cómo los más experimentados podían ingresar sin la mascarilla, pero estaba claro que él no aguantaba el ethernano, al menos todavía. De modo que volvió a colocarse la mascarilla para que el aire se filtrara y suspiró. Sentía cómo le pesaba cada hueso y músculo del cuerpo. Al menos, se dijo, ahora ya tenía un arma.

Ponerse en pie fue toda una odisea, y a punto estuvo de caerse de bruces de regreso al suelo como el cadáver que se sentía por dentro. Tuvo que apoyarse en la húmeda pared para mantenerse erguido y los tres pasos que tuvo que dar hasta los barrotes se sintieron kilométricos.

Jadeando, se apoyó en la reja y pegó la mejilla al frío metal. Era consciente de que ahí era visible y vulnerable pese a la penumbra que lo mantenía semioculto, pero necesitaba un momento. El castañeo de dientes se había detenido con el movimiento, pero no así sus temblores y escalofríos y su visión estaba salpicada de puntos negros. Era físicamente incapaz de moverse más rápido que esto así que, mientras recuperaba el aliento, se concentró en lo que captaban sus sensibles oídos.

En alguna parte se mantenía una conversación en un idioma que no entendía, así que supuso que eran sus captores. Pero estaban lo suficientemente lejos como para poder ignorarlos por ahora. En algún lugar por encima de su cabeza se escuchó un estruendo ahogado, parecido al que lo había despertado. ¿Eran cosas rompiéndose? No estaba muy seguro y, la verdad, poco le importaba.

Más allá de eso, no parecía haber nadie en las cercanías. Si quería un momento oportuno para escapar, era ese, así que abrió la navaja del lado contrario al de la hoja. Pese a la penumbra, las pequeñas cuchillas que se extendieron en abanico en su mano relucieron como viejas amigas. Por debajo, a la altura de su cadera, una cerradura de aspecto oxidado aguardaba a ser forzada.

Lo consiguió al cuarto intento, y se consoló diciéndose que había tardado tanto por lo aturdido que se encontraba. De hecho, cuando empujó la chirriante puerta y salió de la celda, trastabilló hacia delante y se estampó contra la celda de enfrente. Apenas tenía fuerzas para caminar, y lo único que sabía era que tenía que alejarse del ruido lo máximo posible.

Avanzó sin rumbo, arrastrando los pies y utilizando las paredes como soporte. Tropezó varias veces con el suelo irregular de piedra y tenía que concentrarse para recordar que lo que él veía doble, era en realidad un único objeto.

Consiguió llegar hasta la esquina más cercana del pasillo de celdas antes de desplomarse contra los barrotes del último cubículo. Jadeaba, y su respiración se escuchaba tan superficial como se sentía. Le dolía la cabeza, y volvía a tener tanto frío que sus manos temblaban sin control alguno.

No podía quedarse ahí, lo sabía, pero era incapaz de dar un solo paso más. La conciencia le bailaba y la cabeza le daba vueltas. Sentía la ropa adherida a su espalda, empapada de sudor febril y, de haber tenido algo en el estómago, lo habría vomitado casi seguro. Mantener los ojos abiertos era cada vez más complicado. Bueno, el ojo. Le costaba recordar que ahora era un tuerto.

Aunque... ¿cómo lo había perdido? No lo recordaba. ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué quería irse cuando lo único que quería era dormir?

Tenía frío. Quería tumbarse.

Estaba cansado.

Con la mirada perdida, contempló el interior de la celda en la que se había apoyado. Esta era igual de oscura y sobria como todas las demás que había dejado atrás, incluida la suya. Sin embargo, no estaba vacía.

Frunció el ceño y luchó por sacudirse el aturdimiento de encima.

Ahí dentro había una persona, sentada en el suelo como lo había estado él momentos antes. ¿O eran ya minutos? ¿Horas? ¿Cuánto tiempo llevaba caminando? Se sentía como siglos. Quería dormir.

Pero esa indumentaria le sonaba de algo, y antes de que comprendiera por qué, y mucho menos cómo, había conseguido forzar la cerradura de la puerta y se tambaleaba hacia el cuerpo inmóvil.

Tropezó a medio camino, y cayó de rodillas con estrépito. El impacto le sacudió los huesos y le destrozó las articulaciones, pero le ayudó a volver en sí un poco más. Reconoció a quién tenía delante: era el hombre que había conseguido herir a la serpiente antes de acabar en Eclipse.

Un momento. ¿Había una serpiente?

Decidió que daba igual y sacudió su hombro. El tipo tenía los ojos abiertos, pero la mirada perdida en la nada. Parecía estar en un profundo trance.

—Despierta.

Su voz le arañó la garganta y sonó como un graznido. Esa simple palabra le quitó la mitad de la energía que todavía conservaba. Lo sacudió una vez más, sin éxito. El mareo se estaba intensificando. Volvía a ver doble.

El ojo le palpitaba de dolor.

Le golpeó la cara.

—Despierta, joder —farfulló, y chasqueó los dedos junto a su oído utilizando parte de su poder.

Esa simple acción lo dejó al borde del desmayo, pero consiguió que el hombre diera un respingo. Su mirada se enfocó a medida que fruncía el ceño, confuso. Su mano metálica relució en la penumbra cuando se masajeó la sien.

Miró a su alrededor, vio a Erik, y su confusión aumentó todavía más.

—¿Qué...?

No llegó a terminar, pues un Erik lívido y pálido como la cal, sudoroso y temblando, lo interrumpió aferrándose a su hombro sin fuerzas.

—La puerta está abierta —murmuró, antes de que su agarre se deshiciera sin vida y cayera de bruces al suelo, desmayado.

Ahora, era el turno de Gildarts de sacarlos de ahí.

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