Capítulo 19
Erik ya había luchado antes contra oponentes que eran mucho más fuertes que él. Desde que era un adolescente había estado rodeado de personas con uniforme, una jerarquía rígida y órdenes a acatar.
Le enseñaron a ser eficaz, y él aprendió a ser letal. A los quince sus dedos se tiñeron por primera vez de rojo y a los diecisiete consiguió tumbar a un oficial y romperle una muñeca en menos de cinco minutos. Salió indemne, pues el grupo al que pertenecía no estaba en manos del Ejército y, por tanto, no estaba sujeto a sus normas.
Ya por aquel entonces comenzó a hacerse un nombre como mercenario: Cobra, lo llamaban, pues era tan escurridizo como una serpiente y sus ojos parecían destilar veneno para quien se atreviera a subestimarlo.
Por supuesto, para llegar hasta ahí había tenido que morder el polvo incontables veces y su cuerpo se había cubierto de hematomas y cicatrices por todas las ocasiones en las que el enemigo conseguía alcanzarlo.
Después, a los veinte, sus superiores descubrieron que tenía poderes tras usarlos en una misión suicida y a partir de ahí todo fue de cabeza al desastre. Al parecer, era una especie de delito dentro del Ejército esconder tu magia por casi diez años. En su defensa, nunca había necesitado depender de ella, y le parecía un incordio proclamar a los cuatro vientos algo que solo dependía de él si usaba o no.
Por supuesto, sus argumentos cayeron en saco roto y la envidia de su éxito a tan temprana edad reavivó como la pólvora. Comenzaron a apartarlo, a cuchichear a sus espaldas, y supo que en cualquier momento lo traicionarían o lo dejarían de lado en el peor de los momentos.
Así que, sin pensárselo dos veces, los mandó a la mierda y se largó de ahí al día siguiente.
Deambuló sin rumbo y sin destino fijo por casi tres años, hasta que recordó sin razón alguna la existencia de la Academia Fiore. A primera vista no había nada que pudiera ofrecerle una institución repleta de niñatos en plena pubertad, pero los rumores circulaban y acabaron por impulsarlo a atravesar sus puertas. Además, siempre había tenido curiosidad por descubrir qué escondía Eclipse exactamente. Monstruos, eso seguro. ¿Tipos extraños con armaduras robadas de un museo? De no ser porque lo tenía justo delante, ni se lo habría planteado.
También, para qué negarlo, se habría reído de la mera idea, si no fuera porque ese mismo tipo estaba consiguiendo que se sintiera una vez más un mocoso que no sabía ni cargar una pistola.
Esquivó un ataque rodando por los suelos y, sin perder el tiempo para levantarse, disparó sin dudar hacia la cabeza del hombre de la armadura. Era el único punto débil visible, y tanto él como Mest llevaban intentando atestarle un golpe lo suficientemente poderoso como para, al menos, aturdirlo. Sin embargo, y al igual que las otras veinte veces, sus reflejos inhumanos impidieron que la bala acertara en su diana, impactando en el brazo protegido por placas doradas.
Erik chasqueó la lengua, molesto. Ya había intentado de todo y se estaba quedando sin ideas. No había que ser muy listo para comprender que su fuerza de ataque distaba mucho de la de su oponente. Solo había que ver el poco esfuerzo que ponía para esquivarlos.
Se estaba conteniendo, resultaba evidente. Y, aun así, no conseguían tocarle un solo pelo. Era tan indignante como frustrante.
Sin bajar la guardia, se secó el sudor que le caía por la barbilla con el dorso de la mano con la que sujetaba el cuchillo y miró de forma fugaz a su compañero de lucha que acababa de teletransportarse a pocos metros de él.
—Mest —lo llamó; hacía un buen rato que había pasado a ignorar las formalidades. Nunca habían sido lo suyo, en realidad. El otro lo miró de reojo—. ¿Algún plan que funcione?
Ni Mest tuvo tiempo de pronunciar palabra ni él de escucharla, pues justo entonces, el hombre acortó por sí mismo la distancia y se lanzó al ataque con sus manos envueltas en una luz brillante.
Erik, casi por instinto, retrocedió de un salto y Mest se volvió a teletransportar. En el siguiente parpadeo, ya se encontraba a las espaldas de su adversario, pistola en mano y el primer tope del gatillo apretado. El disparo resonó con un zumbido sordo y consiguió impactar, aunque en vano; el hombre solo trastabilló hacia delante antes de dar media vuelta y propinarle un golpe que Mest no pudo esquivar y que lo lanzó contra el suelo.
Erik aprovechó el movimiento para abrirse paso en su guardia y acercarse más de lo que había podido acercarse hasta el momento. El otro lo sintió al segundo siguiente, pero se encontraba en una mala postura, con un flanco al descubierto y él, como antiguo mercenario experimentado, no desaprovechó la oportunidad.
Fue rápido, sutil. Un simple roce en esa armadura dorada que relucía bajo el atardecer.
Fue suficiente.
En cuanto su palma alcanzó al hombre, el aire pareció sacudirse y estremecerse. Un chirrido precedió al estruendo de la onda de sonido que mandó al tipo varios metros hacia atrás y que lo hizo chocar contra el muro de uno de los edificios más cercanos. El derrumbe sacudió el suelo y los escombros llenaron de polvo el lugar.
En ese momento, Mest apareció a su lado, jadeante, y con una manga de su chaqueta raída. Un corte en la frente le llenaba la ceja izquierda de sangre.
—Podrías haber hecho esto un poco antes —murmuró, casi sin aliento, mientras se acercaba al sitio donde había caído su cuchillo cuando fue golpeado.
Erik lo observó sin bajar la guardia. No tenía ni idea de cómo funcionaban sus poderes, pero no cabía duda de que comenzaba a abusar de ellos por la palidez de su rostro. Parecía mareado, tal vez por tantos cambios bruscos de posición seguidos, pero no tenían tiempo para preocuparse por ese tipo de asuntos.
—Dudo que haya sido suficiente —informó, contemplando con atención el montículo de ladrillos bajo el que había desaparecido el tipo.
Mest inspiró hondo, cuchillo en mano una vez más, y se limpió el sudor y la sangre de la frente. Su mirada estaba opacada por la concentración.
—Lo sé.
Y, como si aquello hubiese sido un presagio, los escombros rodaron hacia el suelo como meros guijarros mientras el hombre volvía a aparecer. Verlo cubierto de polvo fue algo desconcertante, pero no por ello dejaba de ser menos peligroso. De hecho, parecía más cabreado que antes.
—No tengo tiempo para esto —declaró.
Sus manos volvieron a brillar y tanto Mest como Erik alzaron la guardia, conscientes de que cualquier ataque o estrategia que ya habían empleado no iba a funcionar dos veces.
Erik comprendió que era hora de usar su última carta.
—Aléjate —le dijo a Mest, sin perder de vista a su oponente.
El hombre los miraba ahora con cierta cautela, acercándose con la misma seguridad que antes pero consciente de que sus ataques ya no eran tan inofensivos como al principio.
—No podrás tú solo. —Por supuesto, el profesor intuyó que estaba pensando hacer algo suicida.
—Tres segundos —insistió a la vez que guardaba sus armas. No tenían tiempo para discutir—. Ve lo más lejos que puedas y regresa.
Erik sintió cómo dudaba, pero al final, recibió la respuesta que esperaba oír:
—Bien. —Y volvió a desaparecer.
No perdió el tiempo. En cuanto Mest dejó de estar a su lado, permitió que toda su magia se congregara en las manos, sintiéndola vibrar bajo la piel con un zumbido sordo que solo él era capaz de percibir.
El hombre se percató al instante de que tenía algo en mente, algo que lo más probable era que pudiera dañarlo, y se apresuró a reducir la distancia que los separaba preparando su propio ataque. Sin embargo, y aunque sus reflejos y velocidad eran los mejores que Erik había visto nunca, llegó un segundo tarde.
Sin dudar, juntó las manos con todas sus fuerzas frente a la cara de su oponente, vacías, inofensivas en apariencia.
Erik sonrió con esfuerzo y dejó que la palmada resonara con la intensidad de un trueno.
La explosión de sonido se expandió como una onda que buscaba destruir todo a su paso. El ruido, agudo y estridente, se apoderó del lugar en menos de un instante. El hombre cayó de rodillas, llevándose las manos a la cabeza y emitiendo un grito sordo que quedó ahogado por el estruendo.
Cuando, por fin, Erik separó las manos, se tambaleó hacia un lado con el equilibrio momentáneamente perdido. Un molesto pitido resonaba más allá de sus tímpanos, recordándole por qué no usaba ese ataque muy a menudo; ni siquiera él podía salir indemne por culpa de tener un oído demasiado fino.
Jadeante, contempló a su enemigo desde arriba, recibiendo una mirada llena de dolor y rabia que le creó escalofríos. Ese tipo... ¿Cómo podía seguir consciente?
Vio cómo intentaba ponerse en pie, aturdido, y los dedos de Erik buscaron por acto reflejo la culata de la pistola y el mango del cuchillo. Se hizo con ambos de un solo movimiento y disparó casi a quemarropa hacia la cabeza del hombre.
El disparo resonó de forma lejana en sus oídos, todavía afectados, pero no tuvo oportunidad de apreciarlo. De alguna manera, el otro había conseguido esquivarlo pese a la poca distancia que los separaba y estando sordo. Erik no daba crédito. ¿Cómo podía alguien tener tanta resistencia?
Y, entonces, sucedió.
El aire se volvió pesado de pronto y una fuerte ola de ethernano surgió desde las cercanías de Eclipse como la onda expansiva de una bomba. El cielo se cubrió de partículas negras y, para su perplejidad, la enorme serpiente bramó con dolor antes de caer como un peso muerto hacia el suelo. Ni siquiera sus aturdidos oídos fueron capaces de ignorar semejante rugido.
—¡Ophiuchus!
La exclamación del tipo de la armadura tomó a Erik por sorpresa, sobresaltándolo. De pronto, él había dejado de ser importante y, antes de que pudiera impedirlo, el hombre se cubrió de una brillante luz dorada para desaparecer en una estela luminosa que se dirigía a toda velocidad hacia la Puerta.
Durante unos breves instantes, Erik contempló aturdido el lugar en el que momentos antes había estado su oponente. Justo entonces apareció Mest, jadeante. Si iba a soltar algún comentario, no llegó a expresarlo. Intercambiaron una mirada y, después, como un jarro de agua fría, la realidad cayó sobre ellos con la urgencia y la certeza de que todo acababa de complicarse el doble.
Mest gruñó.
—Maldita sea.
Sin permitirse un solo instante de respiro, se aferró al hombro de Erik y desapareció con él en el acto sin molestarse en avisar. Tras de sí quedó el decorado destrozado de una pelea inconclusa pero feroz.
La serpiente había caído. Y con ella, todos los magos y exterminadores que se encontraban cerca del epicentro de la explosión de ethernano y que no pudieron apartarse a tiempo.
Natsu recuperó la consciencia con un gruñido de dolor que resumía el mareo que le sacudía el cráneo. Se incorporó con movimientos rígidos y necesitó de varios segundos para poder distinguir con nitidez la figura de un Jellal que lo observaba con una mezcla de preocupación y ansiedad a pocos pasos de distancia.
Lo siguiente que descubrió fue que se encontraban en uno de los tejados de Central y que a su alrededor había demasiado ruido. Se llevó una mano a la cabeza, aturdido, y sus dedos se enredaron en mechones de pelo sucios y polvorientos. Se le había caído la capucha y a su bufanda le faltaba poco para desprenderse de su cuello. No pudo importarle menos pues, justo entonces, recordó todo de golpe.
Miró a Jellal con urgencia.
—¿Y Zeref? —exigió saber.
Se puso en pie casi de un solo movimiento, y el exterminador tuvo que sujetarlo para evitar que el mareo lo devolviera de bruces contra el suelo. Gruñó y se apretó el puente de la nariz, intentando deshacerse del aturdimiento. Una parte de la cabeza le palpitaba con fuerza. Se había llevado un buen golpe. No quería saber contra qué.
—No lo sé. Hubo una explosión de ethernano y saliste despedido —le dijo Jellal en cuanto comprobó que podía mantenerse en pie por sí mismo. No mencionó su cambio de identidad en ningún momento ni cambió su forma de tratarlo—. Por poco no llego a tiempo.
—Gracias, te debo una —murmuró, aunque su mente ya estaba en otra cosa.
Se acercó al borde del tejado y contempló con una ansiedad cada vez mayor el cuerpo de la serpiente que se retorcía nerviosa en el suelo rodeada de magos y exterminadores. Esa cosa había sobrevivido a la explosión y a la caída y, aunque resultaba evidente que se encontraba debilitada, todavía parecía tener fuerzas suficientes para seguir causando problemas. De su hermano, por otra parte, ni rastro.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó, volviéndose a colocar la bufanda alrededor del cuello.
—Unos dos minutos, más o menos.
Asintió y dejó que la capucha volviera a caer sobre su cabeza. La costumbre de vivir con dos identidades bajo la piel le hacía verse tranquilo. Sin embargo, por dentro, su preocupación resonaba a voz de grito y le entumecía los sentidos. Solo era capaz de pensar en que su hermano andaba inconsciente por algún lado, atrapado en todo ese fuego cruzado que había a sus pies.
Cuanto más tardaran en acabar con esa dichosa lagartija sin patas gigante, más tardaría en dar con Zeref y comprobar su estado. Con ese pensamiento, la rabia le calentó las venas. Odiaba esa Ruptura cada vez más.
La serpiente alzó la cabeza y volvió a rugir a causa de otra ronda de ataques que consiguió impactar contra ella. Gracias a su enorme tamaño, su cabeza solo estaba a dos pisos de distancia de ellos. Natsu no desaprovechó la oportunidad y, sin previo aviso, saltó al vacío con las manos envueltas en llamas hasta los codos. El grito alarmado de Jellal lo despidió desde el tejado.
Por norma, intentaba evitar usar su poder en bruto por todas los efectos secundarios que acarreaba y las quemaduras que le dejaba. Esta vez, sin embargo, dejó a un lado todas sus precauciones y se lanzó al combate sin dudarlo un solo instante. Estaba molesto, frustrado consigo mismo y con la furia incrementando cada vez más en el fondo de su subconsciente. Pero, sobre todo, estaba harto.
Harto de limitarse, harto de pensar siempre tres pasos por delante, de medir sus palabras y sus acciones, de ver a Zeref alejarse de él cada vez más sin poder alcanzarlo, de que solo se le pusieran más y más trabas en el camino cada vez que intentaba avanzar. Había superado su límite hacía tiempo, y pensaba desahogarse con su principal problema en esos momentos: la serpiente.
Le dio igual si el resto tenía un plan de ataque, o si se interponía en su camino. En esos momentos, lo único que le importaba era hacerle pagar a esa cosa al menos un cuarto de lo que había sufrido su hermano por su culpa. Iba a acabar con la tarea de Zeref y nadie iba a impedírselo. Ya le habían arrebatado demasiadas cosas; no iba a permitir que le negaran lo único que sabía hacer llevando ese uniforme negro. Era un Rango S, maldita sea.
—¡Hey, tú, gusano! —gritó, con toda su rabia envolviendo cada una de sus palabras.
Y, como respondiendo a su provocación, la serpiente volvió la cabeza en su dirección. Su pupila rasgada se fijó en él con una intensidad abrumadora y pareció estrecharse ante la visión de las llamas. Rugió, y Natsu liberó un torrente de fuego que buscaba cegarla sin compasión.
No lo consiguió.
De pronto, y sin saber muy bien cómo, se encontró estampándose contra el suelo con una fuerza que le arrancó el aire de los pulmones y le hizo escupir sangre. Vio doble, y la visión se le cubrió de negro. Su espalda le punzaba de dolor y algo le estaba cerrando la garganta a la fuerza.
Tosió y, con lágrimas en los ojos, se aferró a lo que comprendió que era un brazo. Se esforzó por enfocar la mirada y descubrió una armadura dorada y a un tipo pelirrojo que lo miraba desde arriba con una furia impasible y fría, demasiado calmada para ser inofensiva. Un último resquicio de cordura lo reconoció de las cámaras de seguridad antes de que todo se convirtiera en desastre.
Rechinó los dientes y tragó saliva con esfuerzo, saboreando su propia sangre. Sus pulmones comenzaban a arderle por la falta de oxígeno, pero era un dolor al que estaba acostumbrado. No le asustaba morir ahogado.
Contempló al hombre con resentimiento.
—Tú —gruñó.
La única respuesta que obtuvo fue una mayor presión sobre su garganta. Volvió a toser y sintió cómo se atragantaba. Se esforzó por sonreír y hacer que las palabras surgieran comprensibles de entre sus labios.
—Te... Estábamos bus... buscando. —Jadeó, y levantó las rodillas. Le dolía el pecho—. Tienes... que dar... varias... explicaciones...
De nuevo, silencio absoluto. Solo una mirada dorada a la que no parecía importarle nada más que verlo morir. Sus dedos seguían apretándose por momentos y Natsu sentía que comenzaba a ver borroso otra vez. Se aferró a su muñeca y, decidido, acudió a su magia.
El fuego envolvió el brazo del tipo con un estallido naranja y este, sorprendido, aflojó su agarre y retrocedió. Era todo lo que Natsu buscaba.
Haciendo fuerza con las piernas, alzó la cadera, sujetó con firmeza su brazo y se retorció hasta conseguir que el hombre perdiera el equilibrio lo suficiente como para poder salir de debajo de él.
Desde el mismo suelo, rodó hasta quedar arrodillado y se hizo con una de sus pistolas solo para dispararle tres balas seguidas cargadas de su propio poder mágico. No se sorprendió demasiado al ver que solo había conseguido hacerle un par de abolladuras a la armadura y le lanzó un torrente de fuego sin hacer caso a todas las quemaduras que se estaba causando ni al dolor lacerante que le recorría los brazos. No podía permitir que ese hombre escapara.
Aprovechando la distracción de sus llamas, se puso en pie y se abalanzó sobre él. Sacó su otra pistola de su funda y disparó otra ráfaga de balas reales al rojo vivo y cubiertas por fuego. Solo tenía dos cargadores extra, pero no podía darse el lujo de limitarse con los disparos. Aunque no dudaba de su puntería, uno solo no sería suficiente, no si él había sido el culpable de la explosión que había vuelto a un cuarto de Central en meros escombros.
Sentía que los brazos le ardían por estar usando el fuego tanto tiempo, y el escozor de las quemaduras le subía hasta los hombros. Mantenerlos en alto era una tortura, pero apretó los dientes y siguió atacando. No pensaba darle tregua. Tampoco podía permitírselo. Ese hombre era peligroso, fuese quien fuese en realidad.
De pronto, sintió cómo una sombra se cernía sobre él. Su experiencia en Eclipse hizo que se apartara de un salto por acto reflejo momentos antes de que las gigantescas fauces de la serpiente se cerraran con fuerza en el sitio donde había estado hacía tan solo unos segundos.
Natsu no perdió detalle de cómo el hombre parecía aliviado de verla, confirmando que estaban relacionados y que tenían algo que ver con esa desastrosa Ruptura que estaban viviendo. Rechinó los dientes. Aquello se estaba complicando por momentos.
Entonces, justo cuando la serpiente se incorporaba, varios ataques impactaron contra su cuello. Natsu, de reojo, vio cómo otros magos y exterminadores coordinaban sus magias para enfrentarse a ella. En ese momento, el hombre se acercó a la serpiente con confianza, gritándole algo en un idioma que no pudo comprender mientras le señalaba la Puerta.
La serpiente rugió, se retorció en el sitio y, de pronto, Zeref quedó a la vista.
Natsu sintió que todo se detenía. El resto del mundo dejó de ser importante.
Se olvidó del tipo de la armadura y se abalanzó hacia su hermano con urgencia y sin pensar en nada más. Esquivó ataques y el enorme cuerpo de la serpiente y se arrodilló allí mismo, en medio de un montón de magias distintas y un monstruo gigantesco a menos de dos pasos. Contempló con ansiedad el reguero de sangre reseca que le recorría parte de la frente desde algún lugar de la cabeza y, con manos temblorosas y el rostro lívido, le tocó el cuello mientras rogaba para sus adentros. Solo cuando percibió su pulso, débil pero constante, sintió que podía volver a respirar. Más allá de la contusión de la cabeza, parecía estar bien. Inconsciente, tirado en el suelo y expuesto a todo lo que podía caer sobre él, pero estaba bien. Seguía vivo.
Comprendió que tenía que sacarlo de ahí y llevarlo a un sitio que no estuviera saturado de ethernano cuanto antes para que pudiera recuperarse. Sin embargo, atravesar media Central destruida con su cuerpo a cuestas y sus brazos prácticamente calcinados iba a ser complicado.
El tiempo se le echaba encima y él necesitaba encontrar una solución factible. Ahí en medio eran un blanco fácil; estaban demasiado expuestos.
Y, justo cuando lo comprendió, todo el metal de los escombros que había a su alrededor se transformó frente a sus ojos en cadenas que se enredaron alrededor de la serpiente. De un momento a otro, esta quedó inmovilizada contra el suelo pese a sus continuas sacudidas y, desde el cielo, un borrón aterrizó veloz y con fuerza justo detrás de su cabeza.
El impacto sacudió el suelo, y Natsu contempló con perplejidad cómo Gildarts conseguía resquebrajar y partir esas escamas que nadie más había conseguido destrozar. Su magia era destructiva, poder bruto contenido, y él acababa de liberarla con todas sus fuerzas y sin miramientos coordinándose de una forma magistral con los encantamientos de Irene.
No era el mejor momento, pero Natsu no supo hacer otra cosa que no fuese admirarlos.
No obstante, y como siempre ocurre en una batalla, la distracción le duró poco, pues Gildarts pronto tuvo que defenderse del furioso ataque del hombre de la armadura. Se separaron de la serpiente entre golpe y embiste que estremecía el aire, y la criatura volvió a retorcerse casi de forma lastimera y sin fuerzas. Por fin, habían conseguido herirla.
Y entonces, sin venir a cuento, Erik apareció corriendo hacia él con un aspecto desaliñado y agotado. Natsu tuvo que parpadear varias veces para asegurarse de que no estaba alucinando.
—¿Erik? —farfulló, olvidándose por un instante de la batalla.
El aludido le dedicó una mueca cansada que no conseguía llegar a sonrisa. Le señaló a Zeref con un gesto escueto.
—¿Necesitas ayuda?
Natsu regresó a la realidad con esa sencilla pregunta. No era el momento de andar pidiendo explicaciones, sino de actuar.
Asintió y le dedicó una mirada agradecida y que posponía el interrogatorio de cómo había llegado hasta ahí para después.
—Tenemos que llevarlo a uno de los laboratorios del campus —dijo. Su voz fue incapaz de ocultar la preocupación que sentía—. Necesita dejar de recibir ethernano.
Si Erik comprendió de qué estaba hablando o no, lo cierto es que no pidió más explicaciones y se limitó a aceptar la orden con un movimiento de cabeza. Se agachó y ayudó a Natsu a levantar a su hermano, cargando con casi todo su peso muerto. No tenían tiempo de ser delicados.
Y, justo cuando se disponían a dar el primer paso, un grito resonó por todo el lugar:
—¡Ophiuchus!
Parecía una llamada, una orden que exigía urgencia, y la serpiente, sin previo aviso, reunió fuerzas y rugió, irguiéndose una vez más. Los amarres encantados por Irene no fueron capaces de resistir tan repentina tensión y se partieron como los escombros de los que estaban hechos, saliendo disparados en todas direcciones como proyectiles letales.
Natsu supo que no podía esquivarlos, no sin abandonar a Zeref.
De forma inconsciente, se aferró a su hermano y lo sujetó con firmeza. Sus ojos no se apartaban de esos trozos de metal que iban directos hacia ellos y solo se le ocurrió agradecer por poder estar a su lado en ese instante después de tanto tiempo separados.
De pronto, algo lo lanzó hacia un lado.
Todo ocurrió demasiado deprisa.
Se estampó contra el cuerpo de la serpiente, clavándose el borde afilado de sus escamas en la piel, y sus brazos ardieron con el doble de dolor por el impacto. Luego, sintió frío. Un aire helado que lo cubrió al completo con la misma velocidad en la que un muro de hielo se formó frente a sus ojos.
Incrédulo, contempló perplejo por dos largos segundos los extremos de metal que sobresalían del muro como púas grotescas, incapaz de comprender por qué estaba eso ahí ni por qué seguía vivo.
Miró a su alrededor, y descubrió a Invel a lo lejos, con las manos apoyadas en el suelo y un camino de hielo que surgía de ellas hasta el muro que se había levantado de un momento a otro y que le había salvado la vida. Todavía intentaba asimilarlo.
—¿Estás bien?
La pregunta surgió de su derecha, y Natsu se dio la vuelta, todavía sujetando a Zeref como podía, hacia Erik. Su sorpresa no pudo ser mayor al ver cómo se cubría el ojo derecho con una mano y cómo de entre sus dedos se escurría sangre que le goteaba hasta la muñeca.
—Tú...
No encontró palabras para continuar. De un momento a otro se le había formado un nudo en el estómago que se retorcía sobre sí mismo. Había sido Erik el que lo había apartado de un empujón, reaccionando a tiempo por los dos. Había perdido un ojo por su culpa.
—Sigo vivo —fue la única respuesta que obtuvo, tan impasible que le creó escalofríos.
Parecía no importarle su herida y, de hecho, dejó caer la mano para poder volver a sujetar a Zeref. A la vista quedó un párpado ensangrentado y un corte que le iba desde la mejilla hasta más allá de la ceja. Natsu creyó que iba a vomitar y se apoyó en lo primero que encontró: el abdomen de la serpiente. La culpa le corroía la conciencia. ¿Por qué...?
Una vez más, Erik se encargó de arrancarlo de su ensoñación con una sencilla frase:
—Salgamos de aquí.
No llegaron muy lejos pues, justo en ese momento, una intensa luz los cubrió como un manto. Comenzó a oler a menta y a humo, a ethernano y a peligro. El aire se cargó de energía y una sensación de electricidad estática recorrió los alrededores de la Puerta. Dos magias habían reaccionado entre sí, retroalimentándose. Eclipse vibró y las palabras perdidas de un cántico se transportaron con el viento.
De pronto, el epicentro de la batalla se encontró vacío y en el aire quedó el eco del rugido de una serpiente. Todos habían desaparecido bajo la sombra inamovible de Eclipse.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top