Capítulo 18
Pese a las advertencias de Mest, aterrizaron sin problemas sobre el cuerpo de la serpiente. Las complicaciones, sin embargo, llegaron al segundo siguiente: mantener el equilibrio era completamente imposible. La serpiente no dejaba de moverse, bamboleando su cuerpo de un lado para otro entre las nubes, y las corrientes de aire amenazaban con empujarlos al vacío en cualquier momento. Y, por si fuera poco, sus escamas, aunque enormes e impenetrables, parecían obsidiana pulida y no había ningún solo punto a la vista a lo que agarrarse.
Invel había cumplido su palabra y, de alguna forma, había logrado inmovilizarla durante cinco segundos antes de que el hielo que la retenía se resquebrajara como frágil cristal. De algún modo, consiguieron permanecer de pie sobre su cuerpo inestable, pero solo era cuestión de tiempo y un paso en falso para conseguir una caída en picado.
Si era sincero consigo mismo, Mest no tenía ni idea de qué podían hacer ahí arriba, dadas las circunstancias y con tantos factores en contra. Tampoco comprendía muy bien cómo había podido dejarse llevar tan fácilmente por Zeref sin cuestionarse si aquello era buena idea, pero era tarde para arrepentirse; el tiempo se les acababa.
—¡¿Cuál es el plan?! —bramó, intentando hacerse oír por encima de los rugidos y el viento que silbaba con furia a su alrededor.
Zeref le dedicó un único vistazo antes de regresar su atención al monstruo sobre el cual estaban parados. Sus manos comenzaron a cubrirse de esa niebla oscura y densa que lo rodeaba.
—Matarla —sentenció al mismo tiempo que se arrodillaba a su lado.
¿Qué?
Mest no entendía qué pretendía, pero no tenía pinta de que Zeref le iba a dar muchas más explicaciones. Sin embargo, sí que añadió algo:
—Cuando se debilite lo suficiente, teletranspórtala lo más cerca del suelo que puedas.
Dicho esto, y ante la perpleja mirada del profesor, Zeref se sirvió de una de las pocas heridas que habían conseguido inflingirle a la serpiente para hundir sus manos en ella con decisión hasta mitad de los antebrazos. Sangre oscura le salpicó el rostro, pero no parecía importarle.
El Mago Oscuro cerró los ojos e inspiró hondo, consciente de que aquello era una locura. No obstante, no tenían muchas más opciones, así que, mientras expulsaba poco a poco todo el aire que había estado reteniendo, dejó de intentar controlar su poder.
Medio segundo después, el dolor lo sacudió de la cabeza a los pies y lo dejó mareado y sin sentido. Gruñó, rechinó los dientes, y hundió los dedos todavía más en la carne de la serpiente, intentando concentrar todo lo que sucedía en su cuerpo solo en las manos.
Sentía que el ethernano entraba y salía de él a borbotones, caótico pero sin forma, peligroso, letal.
Comenzaba a dolerle el cuerpo y creía que la cabeza iba a estallarle en cualquier momento. Percibía el poder de la serpiente en la yema de los dedos y en su propia sangre. Su sistema absorbía todo lo que había a su alcance con una glotonería insaciable y él, por primera vez desde aquel horrible accidente, lo retuvo dentro.
Su cuerpo era una bomba mágica de relojería y en vez de intentar mantenerla a raya, la estaba alimentando a conciencia.
Un gruñido de dolor se le escapó de entre los labios. Cada célula de su cuerpo le gritaba que se detuviera, que se deshiciera de todo antes de que fuese demasiado tarde, pero no pensaba ceder. Todavía no.
La serpiente se tambaleó en el aire, aturdida, y Zeref encontró fuerzas de donde no las poseía para sonreír, satisfecho de que su ataque suicida estuviera funcionando. Era la primera señal evidente de debilidad de aquel monstruo desde que había aparecido.
La sensación de victoria, sin embargo, le duró poco. El poder se le escurrió entre los dedos y salió a la superficie, dejándolo sin aire y sacudiendo la carne de la serpiente a través de la herida de la que se estaba sirviendo. El monstruo gritó de dolor con un bramido ensordecedor.
Fue intenso, pero breve, y Zeref comprendió que todavía no era suficiente. Tenía que expandir sus límites mucho más y aguantar la inestabilidad de su poder hasta que la serpiente se quedara seca. Solo así podrían vencerla.
Pero dolía.
Demasiado.
La cabeza no dejaba de darle vueltas, bailando en los límites de la inconsciencia, diciéndole a gritos que no estaba preparado para aguantar tal cantidad de poder, mucho menos cuando no era capaz de soportar ni el suyo propio.
—Dragneel, detente. Puedo derribarlo.
Las palabras de Mest, por primera vez empáticas, le llegaron amortiguadas y lejanas. Con esfuerzo, estudió a la serpiente, que todavía parecía tener fuerzas suficientes para permanecer en el aire y defenderse del resto de ataques que le llegaban.
Todavía no. Sigue teniendo demasiado poder.
Negó, incapaz de encontrar fuerzas para hablar. Si abría la boca, la poca concentración que le quedaba se esfumaría. No quería ni pensar qué era lo que iba a pasar después de aquello.
Mest parecía dispuesto a insistir, pero una poderosa presencia a sus espaldas cambió la lista de prioridades de un momento a otro. Se giró en redondo, alerta, solo para encontrarse cara a cara con un hombre surgido de la nada y que no había visto en su vida cubierto por una armadura dorada que claramente no pertenecía a esa época.
Se puso en guardia al instante, y sus dedos buscaron a tientas a su espalda el mango del cuchillo de combate que tenía oculto en el cinturón. Cuando vio que el recién llegado se centraba más en Zeref que en él, dio un paso al frente, consciente de que su acompañante no estaba en condiciones de pelear.
Porque sí, sus instintos le gritaban que ese tipo era un enemigo, por muy humano que se viera.
—¿Quién eres? —espetó mientras lo estudiaba, buscando cualquier punto débil que pudiera serle ventajoso.
No encontró ninguno.
El hombre, ante su pregunta, frunció el ceño y, acto seguido, sus dedos se cubrieron de un resplandor dorado.
—No permitiré que la matéis.
Mest torció una sonrisa ácida y mejoró su agarre sobre el cuchillo. Separó las piernas y calculó la distancia que los separaba.
—¿Por qué? ¿Es tu mascota perdida?
La mirada peligrosa que recibió le indicó que había tocado una fibra sensible. Entonces sí que estaban relacionados.
Fue todo lo que necesitó saber para decidirse a desaparecer y aparecer a sus espaldas. Su oponente lo sintió al instante y se dio la vuelta con agilidad, bloqueando el ataque que iba dirigido a su cuello agarrándolo por el brazo.
Mest sonrió.
—Tú te vienes conmigo.
Acto seguido, los dos aparecieron en el aire, rodeados de nada y sin suelo a sus pies, lejos de la serpiente.
Al hombre le dio tiempo a mirarlo con perplejidad antes de que ambos comenzaran a caer en picado hacia el suelo. El impacto fue inevitable y agrietó la tierra.
Gracias a la ruta trazada por Mavis, salir del derrumbe fue relativamente sencillo una vez que el peligro de que la estructura se cayera sobre ellos fuera eliminada por la presencia de Jura y su magia.
Una vez de regreso a la superficie y al ver todo el caos que había a la vista, Natsu se permitió suspirar de cansancio una sola vez. Después, se despidió de Mavis —que estaba más pendiente de su intercomunicador y el del profesor—, y fue hasta Jellal, quien contemplaba los alrededores con expresión seria pero indescifrable. Natsu se preguntó de forma fugaz por dónde andaría Dimaria, pues no dudaba de que no se perdería la oportunidad de enfrentarse a monstruos ahora que el peligro de la Ruptura había aumentado.
De haber sido otra la situación, habría sonreído al imaginarla celebrando por aquella oportunidad de, tal y como decía ella, matar el aburrimiento, pero no había tiempo para eso. Tenían que ponerle fin a esa Ruptura, y cuanto antes.
Le tocó el hombro al exterminador y Jellal lo contempló de reojo, buscando su mirada bajo la capucha que ocultaba parte de su identidad.
—¿Listo? —preguntó Natsu.
Jellal alzó la vista hacia la sombra que se retorcía entre las nubes. Asintió y su cuerpo al completo comenzó a resplandecer.
Pese a ser un reconocido Rango A, Natsu nunca antes se había interesado demasiado por sus habilidades; solo sabía que era fuerte, y eficiente, pues de lo contrario su hermano no lo habría reclutado como ayudante dentro del ámbito del Consejo Estudiantil. De hecho, se rumoreaba que sería el próximo Presidente, ya que Zeref pasaba cada vez más tiempo como ingeniero que como miembro activo dentro de la Academia.
Sin embargo, sabía más de sus capacidades académicas que de combate, y verlo sacándolas a la superficie hizo que se preguntara dónde estarían sus límites y cómo de diestro sería luchando.
Su curiosidad murió en cuanto Jellal se acercó y lo agarró por el hombro. Lo miró una última vez, preguntándole sin palabras si se ponían en marcha. Natsu asintió y dejó que lo llevara hasta el mayor enemigo que había enfrentado nunca.
A medida que se acercaban, su perplejidad aumentaba. Creía haber visto de todo en Eclipse, pero estaba claro que se equivocaba. Esa... cosa era descomunal; podía medir perfectamente más de la mitad del diámetro de Central y se movía con una coordinación y facilidad escalofriantes pese a su tamaño.
Ahora comprendía por qué los ataques que le lanzaban no hacían demasiado efecto; las escamas que la cubrían actuaban de coraza impenetrable, al menos a simple vista. Necesitarían de algo con muchísima potencia para poder herirla, y a ser posible que actuara desde dentro, donde seguro que su resistencia era muchísimo menor. Pero esperar algo así era soñar despierto. No había nadie que pudiera...
La repentina aparición de su hermano en el lomo de la serpiente hizo que se olvidara incluso de respirar. ¡¿Qué hacía ahí?! Vio que el ethernano se retorcía a su alrededor, visible e inestable, y le entró el pánico.
Como un fogonazo, la explosión de poder que tuvo hacía cuatro años cuando lo protegió se sucedió en su mente con total nitidez. Al igual que esa vez, su hermano estaba intentando usar su habilidad de absorber ethernano de su alrededor hasta el punto de no retorno. Y esta vez, en sentido literal.
Lo que estaba haciendo iba a matarlo.
—¡Suéltame! —gritó, sobresaltando a Jellal.
El otro lo miró sin comprender. Habían sobrepasado a la serpiente en altura, buscando un punto ciego seguro donde poder atacarla mientras la misma no dejaba de moverse.
—¿Estás demente?
Pero Natsu ya no escuchaba; de hecho, apenas pensaba con claridad.
—¡Que me sueltes he dicho! —espetó con urgencia, y se revolvió para soltarse él mismo.
La sorpresa le impidió a Jellal atraparlo antes de que se precipitara hacia abajo. La caída libre duró solo un par de segundos, pero bastaron para que la furia del viento le retirara la capucha de la cabeza y lo estampara con fuerza contra las duras escamas de la serpiente. Esta se sacudió, rugiendo casi con dolor, y Natsu sintió cómo se resbalaba hacia abajo. Intentó agarrarse a algo, pero sus dedos no encontraban nada que no fuese escamas lisas y gigantes.
Entonces un frío helado que le congeló los huesos lo rodeó tanto a él como a la serpiente. La escarcha apareció sobre las escamas sin previo aviso, engrosándose por momentos a medida que él se seguía deslizando sin remedio hacia el vacío, hasta que una gruesa capa de hielo congeló un cuarto del cuerpo del monstruo y, con él, su brazo.
Se detuvo con brusquedad, y Natsu sintió un tirón molesto en el hombro que lo sacudió al completo. Como una muñeca de trapo, se quedó colgando, jadeante, aturdido, y con el pánico de la muerte inminente cubriéndole la espalda con tacto gélido.
No sabía qué había pasado, pero no perdió el tiempo en intentar averiguarlo y acudió a su magia para que el fuego cubriera su puño. Acto seguido, lo estampó contra el bloque de hielo, creando un agujero que usó como asidero para impulsarse hacia arriba. Encendió su otro puño, derritiendo el hielo que lo sujetaba, y siguió ascendiendo, poco a poco, con cuidado de no romper demasiado y quebrar todo.
El camino hacia arriba se le hizo eterno y digno de un deporte de riesgo, pues la serpiente no dejaba de moverse, pero consiguió afianzar su posición y se tomó dos segundos en los que se permitió recobrar el aliento y mirar a su alrededor.
Jellal estaba lejos, ocupado defendiéndose de los afilados colmillos de la serpiente y mostrándole la razón de por qué no había ido en su ayuda en cuanto comenzó a caer. Los otros magos y exterminadores que habían conseguido acercarse estaban igual de pendientes de atacar y defender; no tenían tiempo para pensar en nada más. ¿Entonces quién...?
Por algún motivo, miró hacia abajo, hacia los edificios de la Academia. Ahí, en uno de los tejados, Invel mantenía ambos brazos alzados, con la mirada fija en él. Todo el suelo a su alrededor se había cubierto de hielo, señal de que el exterminador había usado todo su poder sin contención alguna solo para poder llegar a tiempo y evitar su caída.
Quiso poder darle las gracias, pero estaban demasiado lejos como para ser escuchado, así que no le quedaba más remedio que agradecerle después, cuando tanto él como su hermano volvieran a pisar suelo firme.
Inspiró hondo, viendo la figura de Zeref arrodillado sobre el lomo de la serpiente a varios metros de distancia, rodeado de ethernano oscuro, tan inalcanzable como siempre.
No.
Tenía que llegar hasta él, fuera como fuese. No iba a permitir que hiciera más locuras, que volviera a sacrificarse. Ya había hecho más que suficiente.
Se puso en pie, tambaleante y buscando un equilibrio inexistente. Tenía que darse prisa, pues su hermano estaba en el límite; la nube de ethernano que se retorcía a su alrededor era la prueba. Y como perdiera el control de eso...
No. Basta. No tenía que pensar en eso.
Tenía que llegar hasta su hermano, sacarlo de ahí y meterlo en cualquier edificio que tuviera los niveles de ethernano controlados y seguros. O de lo contrario, su cuerpo colapsaría del mismo modo que entonces.
Como pudo, comenzó a correr. Inspiró hondo, preparándose para romper el muro que él mismo había construido entre ambos para mantenerlo a salvo. Mantener las distancias era lo último que importaba en ese momento.
El grito que emitió le reabrió las heridas crónicas de su garganta:
—¡Zeref!
Que el tipo de la armadura no muriera por sufrir una caída libre desde las alturas no sorprendió a Mest en lo más mínimo. De alguna manera, intuía que ese hombre tenía algo que ver con que la Ruptura hubiese ascendido a un Código 6, y aunque lo ideal sería atraparlo vivo para poder interrogarlo, sabía que si no iba con todo, el que acabaría mal sería él.
En el mismo momento en el que sufrió el impacto con el suelo, comenzó a teletransportarse a su alrededor como un espectro, apareciendo y desapareciendo sin previo aviso mientras intentaba abrirse paso a través de la armadura, buscando juntas y piel expuesta.
Sin embargo, su oponente tenía reflejos rápidos, demasiado rápidos. Se recuperaba de las sorpresas en menos de un parpadeo y reaccionaba con precisión y velocidad. Mest pronto comenzó a sudar, incapaz de creer que había alguien que pudiera seguirle el ritmo a sus ataques de una forma tan fácil.
Chasqueó la lengua, frustrado, y envió más ethernano a la hoja del cuchillo. Tenía que atravesar esa coraza de metal dorado de un modo u otro, aunque no consiguiera acabar ninguno de sus ataques.
Volvió a teletransportarse, esta vez a su espalda, e intentó darle una patada que el hombre bloqueó sin aparente esfuerzo. Se teletransportó una vez más y apareció sobre su cabeza, con la punta del cuchillo dirigida a su ojo. No consiguió hacerle más que un leve corte en el pómulo, pues el extraño consiguió esquivarlo a tiempo.
—No tengo tiempo para esto —declaró de pronto el hombre, antes de intentar golpearlo en el abdomen.
Mest se esfumó en el aire antes de que pudiera rozarlo, pero cuando volvió a aparecer, el otro estaba reuniendo tanto poder que lo hacía brillar con una luz cegadora, obligándolo a entrecerrar los ojos. ¿Es que pretendía cegarlo?
Entonces, sin previo aviso, un potente zumbido atravesó el aire momentos antes de que algo invisible se estrellara contra el hombre y lo hiciera trastabillar hacia delante. Después, varios sonidos de disparos que impactaron contra su espalda, en vano, y otra cuchillada invisible que arañó su armadura y que consiguió derribarlo.
Mest parpadeó, intentando deshacerse de la ceguera momentánea, y contempló perplejo cómo uno de sus estudiantes de primero se acercaba a ellos a la carrera.
—Parece que necesita ayuda, profesor.
Había cierto tono de burla en las palabras de Erik, pero la sorpresa le impidió a Mest reaccionar. No entendía qué estaba haciendo ahí, pero aquello era demasiado peligroso para un estudiante que apenas había conseguido su primer Rango.
—No deberías...
No pudo continuar, pues su oponente se levantó en ese mismo momento y se volvió hacia Erik con expresión seria, peligrosa. En sus dedos volvió a resplandecer la misma luz de antes y Mest no pudo sino insultar su suerte.
Maldita sea.
Se teletransportó casi sin pensar, movido por la necesidad de salvar a su estudiante de una muerte segura. En un parpadeo, apareció frente a él justo cuando su oponente disparaba en su dirección un rayo de luz.
Ahí donde impactó, la tierra salió volando por los aires en una breve pero intensa explosión, dejando a su paso un cráter que había pulverizado los árboles que se había encontrado a su paso.
Mest, sin poder evitarlo, contuvo el aliento. De haber sido un segundo más lento, los dos ahora mismo estarían borrados del mapa o, al menos, al borde de la muerte. Ese tipo se había estado conteniendo todo ese tiempo.
Mest ya no estaba tan seguro de poder ganar, no sin salir ileso y mucho menos teniendo que proteger a otra persona.
Volvió a ponerse en guardia y el filo del cuchillo se iluminó en cuanto lo impregnó con ethernano. Sin apartar los ojos de su enemigo, se colocó frente a Erik.
—Largo de aquí —ordenó—. Ahora. No eres rival para él.
—Y tú tampoco.
Mest tuvo que contenerse para no darse la vuelta y asesinarlo con la mirada.
—Te estoy salvando la vida, mocoso estúpido. ¡Largo!
En contra de sus órdenes, Erik lo esquivó para ponerse a su lado. Él también sostenía un cuchillo que giró entre sus dedos. En su otra mano, una pistola vibraba cargada a su máxima potencia. Estaba en guardia, pero en vez de estar asustado, lucía confiado.
—Este mocoso es tu mejor opción ahora que todos los Rangos superiores y profesores están cerca de Central —sentenció. Lo miró de reojo y, de pronto, sonrió de forma espeluznante—. Y no te preocupes, ya he bailado con la muerte antes. No seré un estorbo.
Y, sin previo aviso, se lanzó de frente al tipo de la armadura antes de que Mest pudiera detenerlo.
Gildarts nunca había deseado con tanta fuerza ser capaz de volar como en esos momentos. Irritado, derrotaba cada monstruo que le salía al paso solo para alzar la mirada una y otra vez hacia la serpiente que seguía suspendida sobre sus cabezas y que no conseguían derribar.
Parecía que tenía energía infinita, y ellos llevaban más de una hora atacando sin parar, sin éxito. Y por si fuera poco, de la Puerta no dejaban de salir criaturas, como una gotera enorme en el tejado en un día de tormenta.
Toda aquella situación comenzaba a ser tanto frustrante como agotadora. Nunca antes una Ruptura había durado tanto, y no entendía qué tenían que hacer para conseguir cerrar la dichosa Membrana de una vez por todas.
No muy lejos de ahí, vio a Irene mandar por los aires a cuatro criaturas a la vez mientras daba indicaciones que intentaban coordinar todo aquel sinsentido. Mientras tanto, Gildarts seguía destrozando con su magia todo lo que tenía en el camino, tanto enemigos como escombros.
El derrumbe había afectado a varias estructuras cercanas y el principal enfrentamiento estaba siendo en medio de una Central mermada, caótica y sin organización.
Los problemas no hacían más que acumularse y aquello no tenía pinta de que iba a acabar demasiado pronto.
Si al menos pudiera llegar ahí arriba y pelear en condiciones con aquella cosa...
Frustrado una vez más, el siguiente monstruo que le salió al paso acabó desintegrado en múltiples partículas que se las llevó el viento.
A Natsu el viento le rugía en los oídos y lo empujaba en dirección contraria a cada paso que intentaba dar. Zeref no lo había oído; el estruendo que los rodeaba era demasiado fuerte. Tendría que ir hasta él de una forma u otra si quería detenerlo.
—¡Zeref! —volvió a gritar mientras avanzaba a la fuerza otro paso.
Fue inútil. Su hermano no lo oía, o si lo hacía, lo estaba ignorando de forma olímpica y él no conseguía ir más deprisa.
Un pulso de poder surgió entonces de su hermano y sacudió a la serpiente, que volvió a rugir, esta vez de dolor, antes de retorcerse en busca de aquello que la estaba torturando. Sin embargo, Zeref de alguna forma se había aferrado a ella demasiado bien, y estaba tan cerca de su cabeza que la serpiente no conseguía dar con él mientras los otros ataques intentaban cegarla.
En un primer momento, Natsu temió que su hermano acabara envuelto en un fuego cruzado, pero por fortuna los otros magos y exterminadores eran lo suficientemente inteligentes como para evitar lanzar ningún ataque ahí donde Zeref se encontraba arrodillado.
Si habían comprendido sus intenciones era un misterio, pero al menos no lo estorbaban.
Natsu deseó con todas sus fuerzas que lo hicieran. No para que resultara herido, sino para arrancarlo de esa idea estúpida y de su estúpida manía de querer ocuparse de todo él mismo y de tomar estúpidas decisiones y de...
—¡Zeref!
Una vez más, su grito se lo llevó el viento de la misma forma en la que le arrancaba lágrimas a la fuerza, buscaba tirarlo al vacío y sacudía su ropa en todas direcciones. ¿Por qué su hermano estaba tan lejos?
Se le estaba acabando el tiempo y a él la desesperación lo estaba comiendo vivo.
No conseguía llegar hasta él y sentía que otra vez iba a ser condenado a presenciar cómo perdía tanto el control que sus poderes se volvían en su contra.
Hacía cuatro años había perdido la capacidad de usar su magia a voluntad. ¿Qué iba a perder ahora?
Natsu no tenía intenciones de averiguarlo, pero tampoco sabía cómo detenerlo. Su hermano siempre había sido el genio inalcanzable, el que iba muchos pasos por delante y al que, por mucho que lo intentara, nunca conseguiría atrapar.
Era una imagen solitaria, melancólica, y Natsu la odiaba con todo su ser.
¿Por qué tenían que pasarle a él estas cosas? ¿A Zeref, de entre todas las personas? ¿Era ese su precio por tener más habilidad innata que los demás? ¿Por ser llamado genio por aquellos que se sentían eclipsados por él?
Estúpidos.
Todos ellos no eran más que unos estúpidos.
Y Zeref el que más.
Su hermano era un idiota asocial que con suerte te hablaba de algo que no fuese su trabajo y cuyo misterio más grande seguía siendo el cómo había conseguido tener una relación que durara más de un mes.
Incluso antes del accidente, se encerraba en su cuarto o desaparecía por días en laboratorios, salas de entrenamiento o la propia Eclipse solo para conseguir dar forma a todos los pensamientos e ideas que le poblaban la mente y que le impedían dormir.
Era un obseso del trabajo, un inconsciente que se olvidaba de comer incluso teniendo la comida delante de sus narices y la persona que los sacó a ambos adelante cuando sus padres murieron como exterminadores cuando Zeref ni siquiera había cumplido la mayoría de edad y él mismo no era más que un mocoso.
Se habían quedado solos, pero no les importó porque seguían juntos, apoyándose y avanzando sin importarles dejar todo lo demás atrás. La cabezonería la tenían incrustada en los genes, y ellos se habían empeñado en salir adelante de cualquier problema que se les presentara.
Por eso, pese a que doliera, dejaron de hablarse. Los dos sabían que era necesario para que el otro estuviera a salvo, y Natsu lo había aceptado y se había encargado de mantenerse con vida pese a sus circunstancias por él, para devolverle el favor de todos los sacrificios que había hecho por su bien.
A cambio, lo único que pedía era que Zeref continuara con su vida.
Entonces, ¿por qué? ¡¿Por qué?!
¡¿Por qué tenía que volver a sacrificarse hasta tal punto?!
Estúpido.
Zeref no era más que un completo y absoluto estúpido.
—¡Zeref! —gritó una vez más, sintiendo la garganta al rojo vivo y con gruesos flemones ahogándolo por las heridas.
Pero no le importó que se despellejara la garganta, ni que se quedara afónico ni que le doliera incluso el tragar saliva. Ya estaba más que acostumbrado a ese tipo de sufrimiento y estaba dispuesto a vivirlo una y otra vez si con ello conseguía que su hermano lo escuchara.
Y lo había conseguido.
Por fin, había logrado acercarse lo suficiente como para que Zeref se percatara de su presencia y se centrara en él.
Cuando lo miró por encima del hombro, perplejo, Natsu reparó en el sudor que perlaba su frente y una expresión de dolor le nublaba la mirada y le dejaba el rostro ceniciento. El ethernano que lo envolvía se retorcía como una vorágine de polvo negro que no paraba quieta.
Estaba en su límite.
—¿Natsu?
La sorpresa era evidente, y Natsu dio otro paso más en su dirección, manteniendo el equilibrio sobre el lomo de aquella serpiente gigantesca, con el uniforme de exterminador sacudiéndose por el viento junto a las pistolas que guardaba en sus respectivos cinturones. La bufanda negra le cubría la mitad de la cara, pero sus ojos verdes eran suficientes para transmitir todo lo que se estaba callando, desde el enfado y la reprimenda que se estaba guardando hasta la preocupación por su bienestar.
Entonces, el rostro de Zeref se contrajo de dolor y la nube de ethernano se expandió a su alrededor con violencia.
A Natsu, el miedo le heló la sangre.
—¡Zeref!
Quiso dar un paso más en su dirección, pero el grito de Zeref se interpuso entre ambos:
—¡No te acerques!
Esas tres palabras fueron suficientes para que el terror diera paso a la ira.
—¡No pienso dejarte! —sentenció, furioso. Dio otro paso—. ¡Detente! ¡Esto es una locura!
Zeref, todavía envuelto en dolor, negó con energía.
—¡Es la única forma! —En su voz se palpaba la agonía que estaba soportando. El ethernano que expulsaba retrocedió, atado una vez más a su frágil control—. ¡Vete! ¡No deberías estar aquí!
—¡El que no debería estar aquí eres tú! —El enfado de Natsu aumentaba cada vez más—. ¡Te dije...!
—¡Natsu! —El jadeo de Zeref lo cortó a mitad de réplica. Estaba temblando, lívido y sin fuerzas—. ¡No aguantaré mucho más! ¡No quiero hacerte daño! ¡No sé cómo has llegado hasta aquí, pero ve...!
No pudo acabar la frase. El dolor lo sacudió de arriba abajo con tanta fuerza que resultó visible. Se encorvó hacia delante con un grito de dolor que Natsu supo que jamás olvidaría. Luego, su cuerpo cayó inerte, desmayado y sin fuerzas, dejando libre todo lo que había estado conteniendo dentro de sí.
—¡Zeref!
Al igual que hacía cuatro años, la oleada de poder se expandió como un agujero negro que se tragó todo.
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